lunes, 29 de octubre de 2012

Jugando Atari con Allen Ginsberg




A los ojos de un niño de nueve años, Allen Ginsberg parecía algo muy distinto a un gran poeta beat. Feo, raro, hippie y mal jugador de Frogger, así lo recuerda el autor en este artículo.





Yo tenía nueve años en 1983 cuando mi padre, profesor de la Universidad Rice, invitó a Allen Ginsberg a dar un recital de poesía en Houston, prometiéndole asistencia financiera por parte de la Decanatura de Humanidades. Ginsberg pidió un pago de trescientos dólares y un tiquete aéreo en clase económica, lo cual debe clasificar todavía entre las mayores gangas del entretenimiento en la era moderna.


No estaba programado que yo fuera en la caravana ruidosa que recogería a Ginsberg en el aeropuerto. Inicialmente, mi padre insistió en que el comité de bienvenida no fuera más que una “operación académica”: solo él y el decano de Humanidades. Pero la información del itinerario del poeta se filtró entre los estudiantes. Vivíamos en el campus de Rice y mis padres eran prefectos de uno de los edificios residenciales. Por lo que podía observar, el trabajo de los prefectos consistía en aconsejar a los estudiantes drogadictos y asegurarles que sus padres no los desheredarían si cambiaban su especialización de ingeniería mecánica a lengua francesa.

–¡Dios santo, el niño se va a contagiar! –clamaba mi madre mientras se desparramaba por nuestra casa un tropel de entusiastas de la poesía beat, profesores adjuntos, diplomados en literatura inglesa y otros tantos vagos fritos–. ¡Richard, saca esta banda alegre de delincuentes de nuestra sala y mételos a una camioneta o algo así, por favor!




Mi padre hizo lo mejor que pudo y los dirigió hacia la acera de enfrente.

Le pregunté a mamá por qué tanto alboroto. Después de todo, ya habíamos recibido algunos dignatarios en casa. El renombrado experto en ciencias chinas y practicante del nudismo Joseph Needham pasó, dio una conferencia y compró juegos de video. El escritor James Dickey se escurrió hacia el estrado, empezó a leer los comentarios introductorios del maestro de ceremonias, alzó una ceja y terminó bailando una mazurka frente a la esposa del procurador. Habíamos tenido eminencias pero esta vez, me decía el nerviosismo de mi madre, era diferente.


Horas más tarde, mi padre guiaba al decano y a Ginsberg (escapando de la multitud de desadaptados) hacia la puerta de mi casa. Los tres se veían exhaustos. Hubo presentación y saludos cortos entre Ginsberg, mi madre y yo. Me dio la mano. Me gustaba apretar lo más fuerte posible para mostrar que era un niño potente. Ginsberg me siguió el juego y hasta fingió que lo había lastimado.


–Uh, macho. Un empuñar aferrante –lo primero que recuerdo acerca de Ginsberg es que no hablaba como la gente que yo conocía, la gente de Texas.


Cuando oyó mi nombre repitió el estribillo de una vieja canción popular:


–“Tippecanoe y Tyler también”. ¿Has oído eso, hombrecito?


–Sí –contesté–, mi dentista me lo dice todas las veces que voy. Tiene los brazos peludos y huele a cigarrillo.


–Mala medicina –dijo Ginsberg. Noté que había rastros de comida en su barba.



Cartucho de Combat

Para los criterios tradicionales, o al menos para un niño de nueve años, Allen Ginsberg era feo. Pero era una fealdad serena como la de un monstruo amable, como Yoda en La guerra de las galaxias, solo que con orejas más grandes. Su pelo era de un salvaje innato, y más aún cuando se pasaba los dedos regordetes en su agitación perpetua. Era también un prodigio de la sudoración: a cada rato se acomodaba los anteojos, solo para que sucumbieran a la gravedad y volvieran a deslizarse por su nariz grasosa a los pocos segundos.

Sentados en la sala, Ginsberg y yo nos conectamos gracias a nuestra compartida admiración por la música de The Clash, aunque en mi caso lo que me atraía primordialmente eran los uniformes militares que usaban en el videoclip de “Rock the Casbah”. Me inventé un show para Ginsberg en el que, mientras sonaba el álbum Combat Rock en mi radiocasetera, yo hacía de cantante, vestido con un uniforme que compré en una tienda de productos del ejército en Galveston. Mi posesión más preciada era un fusil Kalashnikov de plástico que sonaba ratatatatá como los de verdad, y mientras payaseaba delante de Ginsberg le disparé con mi arma. Pareció divertirle porque reaccionó fingiendo gritos de guerra y estertores de muerte. Me asombré aún más cuando supe que Ginsberg había sido llamado por The Clash para recitar el Sutra del Corazón en la canción “Ghetto Defendant”.




Antes de irme a dormir me leyó unas páginas de Donde el camino se corta, de Shel Silverstein. Nuestro poema favorito era “Capitán Garfio”. Me dijo que conocía a Silverstein y que el hombre estaba “putamente loco”. Luego agregó:

–No le digas a tu mamá ni a tu papá que dije esa palabra.


–No hay problema. Ellos dicen “putamente” todo el tiempo.


–Hermoso.


Combat


A la noche siguiente, pasado el recital de poesía de Allen Ginsberg (¿por qué habría yo de ir a eso?), varios estudiantes ansiosos por escucharle impartir bocados de sapiencia fueron obligados a esperar afuera de mi cuarto mientras jugábamos con mi Atari 2600. Yo le gané en Frogger, pero él me destripó totalmente en Combat. Haciendo un flojo intento de armisticio, me explicó algo acerca de los ángulos de trayectoria y las matemáticas, que no entendí en absoluto. Dijo que nunca antes había jugado Combat, pero nadie está libre de sospecha.


Claro que no todo fue Atari, Shel Silverstein y The Clash. Para el tercer día, la residencia de Ginsberg en mi casa se había vuelto parte de la cotidianidad. Mi mamá, el poeta y yo nos levantábamos temprano en la mañana y nos reuníamos en la mesa del comedor a desayunar cereal de avena.





–Siento que no tengamos mejor cereal, Allen –le dije–. Siempre pido bolas de chocolate pero mis papás no me las quieren comprar.

–Bueno, uno siempre tiene que pensar en sus dientes. Lisa, pásame el azúcar, si tienes la bondad.
Mi mamá le pasó el azúcar y Ginsberg volvió a su montón de papeles. Ella volvió a su crucigrama y yo a mi revista Boys’ Life. A Ginsberg lo conmovió especialmente mi lectura en voz alta de “Scouts en acción”, una historia sobre un niño que se caía de una lancha, se atascaba entre los rotores y era salvado por un boy scout que usaba todos sus recursos, incluido un pañuelo.


–¡Auch! Menos mal existen los boy scouts, ¿no? Tyler, ¿tú eres scout?

–No, yo fui lobato.

–¿Qué?

–Es antes de ser scout. Pero me sacaron.

–Bastardos –exclamó Ginsberg–. ¿Por qué?

Frogger

–Le pegué a Jason Yost en un encuentro de exploradores porque dijo que el pan de ajo de mi mamá sabía a pedo –contesté, y vi a mi mamá sonreír.

–Eso no se hace, hombre –dijo Ginsberg meneando su cabeza. En retrospectiva, quisiera considerar que Ginsberg quiso decir: uno no dice que el pan de ajo de la mamá de alguien sabe a pedo. Nunca. Pero a veces se me ocurre que quiso decir que uno no le pega a la gente.

Ginsberg salió a hacer cosas con mi padre, un corrillo de académicos atolondrados y gente que no tenía nada más que hacer. Yo me puse a hacer mis cosas, ansioso por su regreso.

La última mañana de su visita, el paraíso se tornó problemático. Ginsberg nos pidió a mi padre y a mí que lo acompañáramos en su sesión de yoga y meditación. Se tomaba su hinduismo con total seriedad, así que antes de iniciar el proceso en la sala nos dio una charla breve pero apasionada sobre la importancia del yoga.






Antes de que el poeta pudiera recitar los versos de su mantra y asumir la postura correcta de la meditación, a mi papá y a mí nos dio un ataque de risa incontrolable. A nuestro gurú no le gustó nada, se levantó y salió histérico de la sala, mientras nosotros nos quedamos rodando por el piso a carcajadas.

Mi papá me aseguró que habíamos sido perdonados por la compasión yogui de nuestro poeta beat residente. No obstante, sugirió que fuera y le ofreciera disculpas. Entonces fui. En ese momento, Ginsberg empezó a hacer muecas, se orinó en los pantalones, se aferró violentamente con su mano a mi hombro y cayó de rodillas.


Resultó que estaba sufriendo un ataque de cálculos renales. Salí disparado a mi cuarto, dejando a Ginsberg en una situación de lo más incómoda sobre el piso de nuestra cocina. Sentía un enredo de emociones: traición, culpa, una sensación de haberlo estropeado todo con este tipo feo y cool, a cuyos pies el mundo parecía inclinarse. Estaba destrozado, furioso conmigo mismo por no tomar las cosas un poco más en serio.

Un equipo de médicos llegó a nuestra casa. Ginsberg fue atendido sobre el colchón auxiliar de mi cama. Convaleció rápidamente y ya en la tarde se sentía bien como para hablar por teléfono a gritos con alguien en México. Al final de la tarde fue hora de dejar a nuestro poeta en el aeropuerto. Ginsberg permaneció en silencio durante casi todo el recorrido hasta que, quizá en un último esfuerzo por poner el cosmos en orden, sugirió de mala gana que mi padre y yo lo acompañáramos en un mantra. Comenzó a recitar:

Gate Gate,
Paragate Parasamgate
Bodhi Svaha.

Por poco lo logramos. Pero hubo un ronquido casi imperceptible (¿de mi padre?, ¿mío?) y fue todo lo que se necesitó para que el eco de un blasfemo paroxismo de risa retumbara en el interior del Toyota Carina. Entonces entonamos nuestro propio mantra:

–Perdóoooon.

Disgustado, Ginsberg se bajó del automóvil sentenciando en voz baja:

–Ustedes dos tienen mucho que aprender acerca de la perfección de la sabiduría –agarró su maleta y desapareció tras la puerta giratoria del Aeropuerto Intercontinental de Houston.

Veinticinco años más tarde, estoy afuera de un centro de yoga en Austin. Me encuentro en el interior hirviente de un Honda Civic con las ventanas cerradas, esperando a que mi novia salga de su clase. Entonces aparece frente a mí una visión de Allen Ginsberg: “Tienes mucho que aprender acerca de la perfección de la sabiduría”, musita. Se le ve cansado. Hay rastros de cereal de avena entre sus barbas


 Tomado de El Malpensante.


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