jueves, 8 de diciembre de 2016

El loco Juan Calavera






Estimados Amigos

Hoy tenemos el gusto de compartir con ustedes el texto El Loco Juan Calavera que nos obsequió gentilmente Hector Seijas. Es 
un fragmento del libro de crónicas (inédito): Los asesinos del zen. Crónica de los hombres infames.

Esperamos disfruten de la entrada.

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El loco Juan Calavera

Por las montañas de Bárbula merodeaba un loco antropófago apodado por los pacientes del hospital psiquiátrico –mejor conocido como la “Colonia”– Juan Calavera. Éste ser esquivo, lunático y tránsfuga, ocupaba un lugar tenebroso en la mente de quienes por uno u otro motivo habían sido confinados en aquella ciudadela cuyo aspecto exterior, es decir, superficial, a primera vista engañaba por tratarse de un diseño apolíneo, pintoresco y si quiere amable y además bucólico.

Todavía la ciudad de Valencia no había devorado con su miseria urbanística marginal de barrios peregrinos aquel paisaje encantador y benéfico, surcado por los vientos, recargados de salitre que soplaban desde la mar de Puerto Cabello y riachuelos cristalinos que descendían de las serranías de San Esteban y ganado y verdes praderas que evidenciaban una capa yuxtapuesta del olvido, una de las tantas que nutren los sedimentos de la memoria, dado que anteriormente los terrenos donde se había construido la Colonia habían sido campos de labranza y pastoreo.  

Todos le temían a Juan Calavera. El loco que comía gente, el loco prófugo, el loco legendario que rondaba invisible y cauteloso por las noches, tan cerca de sus sueños y de sus pesadillas y de sus vigilias reglamentadas y medicadas y aisladas entre el cielo y la tierra.

Más allá de los límites de la Colonia el mundo no existía ni la familia ni el país. Únicamente ellos existían para los psiquiatras y para las enfermeras y enfermeros que cumplían con su papel de gendarmes del insomnio cada vez que el nombre de Juan Calavera era pronunciado como un acertijo de la mala suerte y pensaban que podía devorarlos sin previo aviso cuando menos lo esperaban.

Las enfermeras –para controlarlos con la zaga del miedo– los intimidaban:

–Pórtense bien –decían– que por ahí viene Juan Calavera El Comegente.  


Campus Bárbula en 1974. En la esquina derecha pueden ver el edificio de la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales (FACES) en construcción.Pulsa sobre la imagen para verla más grande

La Quinta

La primera noche de mi ingreso al psicopedagógico –lo de psicopedagógico no era sino otro eufemismo de la medicina psiquiátrica–, el resto de los niños y las niñas allí, encerrados, habíamos decidido quemar la “Quinta”.

Llamada así para diferenciarla del resto de los pabellones –veinte en total–: diez para hombres y diez para mujeres, incluido el pabellón 18, destinado a los pacientes menores de edad. Y cada uno albergaba a unos 200 seres vestidos con bragas azules como de mecánicos. En total serían unos 2.000 individuos de ambos sexos, algunos rigurosamente prisioneros en los pabellones a causa de la gravedad de sus respectivas demencias y otros que podían merodear por las calles y jardines de la pintoresca ciudadela.

También había un cine y una sala de baile y talleres de laborterapia y granjas y hasta ganado bajo el cuido de esmerados pacientes que en realidad eran explotados por sus habilidades y servicios no remunerados, pues, se suponía que la producción formaba parte de la terapia ocupacional.

Estos niños y niñas rebeldes de la Quinta –ubicada al extremo norte de la Colonia–, eran una versión del atrevido y aventurero niño Tom Sawyer pero circunscritos dentro del rigor de los controles institucionales y clínicos, para cumplir –dada su condición de objetivos psiquiátricos– con el precepto –tan cuestionado por el mismo Michel Foucault– que consistía en vigilar y castigar, o sea, las funciones de todo panóptico.

Aquellos infantes eran pirómanos. Tomaron sábanas, almohadas, colchones y los trasladaron a un balcón. Allí le prendieron fuego a la lencería.

Las enfermeras trataron de encontrar a un culpable de la acción vandálica pero no pudieron hallarlo.

El incendio había sido provocado –como quien dice en Fuenteovejuna–: todos a una.

Fernando Bayona. Stultífera navis.


Stultífera navis

Y estando dentro de aquella terrible noche, en cuyo seno habría de nacer la aurora de un nuevo día, soñó –luego tuvo la certeza de haber soñado la realidad– con la leyenda bíblica del profeta Jonás.

Así había sido su sueño aquella noche:

Iban todos a bordo de la Nave de los locos, la Stultífera navis. Cuando de pronto se desató una tormenta. Los tripulantes de la embarcación temían por sus vidas; la angustia y el pánico los poseía. No hallaban qué hacer ante la furia desatada de las mareas y de los vientos que hinchaban las velas hasta desprenderlas de sus mástiles. Mientras él trataba de calmarlos, aterrorizados como estaban. Y les pedía en aquel sueño inquietante que todo volvería a la paz si lo lanzaban a las profundidades del abismo. Y así lo hicieron los demás. 

Y se lo tragó la gran serpiente marinera. En su interior había máquinas de electroshock, pastillas de Seconal sodium, colchonetas a rayas, médicos de blanco y deposiciones humanas que causaban estupor.

Escuchaba los gritos, las imprecaciones, los llantos; las voces destempladas de las enfermeras quienes ordenaban:

¡Alza arriba! ¡Alza arriba! 

Y entonces despertó: la pesadilla ya había terminado. Y ahora podía decir, así como lo dijo José Martí:

“Yo conozco el monstruo porque estuve en sus entrañas”.

H.S.-

Del libro de crónicas (inédito): Los asesinos del zen. Crónica de los hombres infames.

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Héctor Seijas 

Ha publicado: La posibilidad infinita (1989); La flor imaginaria (1990); Cuadernos de pensión (1994); Cruz del Sur, una revista, una librería, una causa (2002); Comprensión de nuestras ciudades (2005); Siete poetas rumanos (2009); Caracas revisited. Una poética de la nocturnidad (2010); Amada Caracas. Antología esencial de la ciudad contemporánea (2014) y El spleen de Caracas. Crónicas en el bajo mundo (2015). Ha colaborado en publicaciones periódicas de larga enumeración. Fue jefe de redacción de la revista A Plena Voz y durante la cuarta república trabajó como docente en barrios de pobreza crítica para el ministerio de la Cultura, la Biblioteca Nacional, el Ministerio de la Familia y otras instituciones. Hasta el año pasado (2015) se desempeñó como cronista en El Correo del Orinoco, pero fue desalojado de allí por una junta interventora. En la actualidad, integra el Ejército de Reserva del Proletariado, a causa del desempleo inducido por el macartismo y la lumpen burocracia que prevalece.  Por ahora. 

P.D.: En busca de editor: Los asesinos del zen. Crónica de los hombres infames (2016).





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