lunes, 24 de febrero de 2020

… Y pueda Ud. hallar un día una tierra de donde nadie lo exilará”:
Los exilios de José Solanes







 Alejandro Oliveros



A Rosalía


“… y pueda Ud. hallar un día una tierra de donde nadie lo exilará porque será digna y sufriente como ella y la tierra, como su alma, no soportará más la separación”. El autor de estas líneas es el malogrado Antonin Artaud,  tal vez el más interesante de todos los talentos que surgieron del movimiento surrealista. En el mezquino tiempo que le concedió la esquizofrenia, Artaud escribió, aparte de una reveladora y dilatada correspondencia, estudios fundadores sobre los hongos alucinógenos de México; un ensayo insoslayable acerca de van Gogh; una pequeña e iluminada colección de aforismos, publicada con el inquietante título de El pesa-nervios. Así como uno de los ensayos más influyentes del teatro contemporáneo; el difundido El teatro y su doble, el cual ha sido leído y aprovechado por directores como Peter Brook, cuyo Marat-Sade tiene mucho de homenaje al francés; Grotowsky, Peter Stein y, más recientemente, Krzysztof Warlikowski o Calixto Bieito. Cuando Artaud escribió esas palabras se encontraba recluido en el sanatorio de Rodez, en el suroeste de Francia; a donde había sido llevado por Robert Desnos quien, como miembro activo de la resistencia, conocía el destino escogido para los enfermos mentales en una aplicación de  la “solución final”. Allí, en Rodez, estará bajo los cuidados del estudioso,  e injustamente vilipendiado, doctor Gaston Ferdière; uno de cuyos asistentes era el joven exiliado catalán, y psiquiatra también, José Solanes, el destinatario de la carta de Artaud, de la cual hemos citado las últimas frases.

Solanes, nacido en  Pla de Santa Maria (Alt Camp, Tarragona) en 1909, había llegado a Francia a la caída de la República Española. Se había graduado de médico-psiquiatra en Barcelona y, bajo la guía de su maestro, Emilio Mirá y López, y, en compañía de otros jóvenes médicos, como Ferenc Tosquelles, habían puesto en práctica una nueva manera de entender al paciente mental en el legendario hospital Pere Mata de Reus. De manera distraída, a menudo se han querido precisar los orígenes de la psiquiatría moderna  en lugares como París o Londres, ignorando las rupturas que la psiquiatría catalana adelantó en fecha tan temprana como los años treinta del pasado siglo. No obstante, los discípulos de Mira y López se encargarán de difundir y profundizar, debería decir radicalizar, las enseñanzas del maestro en los países en los cuales se exiliaron. No existiría psiquiatría institucional ni antipsiquiatría sin estas experiencias fundadoras, llevadas por Tosquelles a Francia ;y, más tarde,  por Solanes a Venezuela.

A finales de 1939, comienza el dilatado exilio de Solanes; sus servicios como capitán asimilado del IV Cuerpo del Ejercito Republicano, así como su activismo como miembro del P.O.U.M., no le dejaban otra opción. Primero en el país galo, donde trabajará con Eugene Minkowski y Paul Guirard, en la Sainte Anne, de París; y con Ferdière en Rodez.  Y luego en Venezuela, hasta su muerte en 1991. Desde sus primeros días en el exilio, Solanes se dedicó, con una constancia envidiable, a reflexionar sobre su nueva condición, la del desterrado, como Ovidio, cuyo retorno a la patria era el más incierto. Un exiliado más entre los cientos de miles de exiliados que habían dejado España con el triunfo de la usurpación y la dictadura. Un destino compartido con innumerables compatriotas que será el objeto de estudio del joven médico catalán. Las preguntas para el que cambia de país son innumerables. ¿Cómo se vive bajo un nuevo cielo? ¿Y este mismo cielo extraño será un día tan nuestro como de los nativos? ¿Por cuántos años voy a estar aquí? ¿Qué seré con el tiempo, más o menos español, más o menos francés o venezolano? Toda segunda patria es un pobre consuelo y el desterrado lo sabe. En lo sucesivo su condición será  de irreversible minusvalía ciudadana ¿Y el idioma, esa casa del ser? ¿Llegaré, lo cual es harto improbable, a hablar sin acento? Las consideraciones de Solanes serán tan dilatadas como su exilio. Diez, veinte, treinta años y aun más, porque su exilio es una elección y no hay vuelta atrás. Visitará España poco antes de la muerte de Franco, pero solo para cerciorarse de que ha dejado de ser catalán, o español, y se ha convertido en venezolano, y que en estos trópicos quiere que sean enterrados sus blancos huesos. Por aquellos primeros tiempos de su destierro francés, en 1940, escribe a su amigo, también en el exilio Joaquín Torrens-Ibern, sobre el sujeto de sus investigaciones:

Lo que me va mejor es dedicarme al trabajo del que te hablé
(Sobre el exilio) y en el que paso muy buenos ratos. Este trabajo ha tenido la virtud de no hacerme escribir mucho, sino de hacerme leer mucho… Voy metiéndome por esos campos más o menos filosóficos que la psiquiatría moderna por contraste con la de la época de las luces, tiene en tanta estima, y en la que yo me siento tan cómodo.



Santa María de Pla

Como tantos europeos de estos tiempos oscuros, siempre quiso Solanes, en busca de un poco de paz, imagino, trasladarse a un país hispanoamericano, Argentina, Brasil o Venezuela. No obstante, un nuevo enfrentamiento bélico, tan feroz como el que le tocó en su país del 1936 al 39, fue  lo que se encontró al poco de llegar a Francia. Los de la Segunda Guerra, y los siguientes, por lo menos hasta 1952, son los años menos documentados de la vida de nuestro personaje. Lo que sabemos nos permite situarlo, como hemos dicho, trabajando con Minkowski, en París, y con Ferdière en Rodez; casado con una enfermera francesa y viviendo durante un tiempo en Toulouse. En Biographie croisé, la minuciosa crónica sobre las relaciones entre Gilles Deleuze y Felix Guattari, François Dose incluye una inquietante mención a nuestro escurridizo psiquiatra. Escribe Dose que, hacia 1949, cuando Jean Oury llega de Paris a Saint Alban, el “asistente de Tosquelles, Solanes, había dejado su cargo para marcharse a Venezuela”. La información de Dose, que es la única que conozco al respecto, es de lo más reveladora.

Saint-Alban es un viejo castillo en el medio de la nada del suroeste francés, en el llamado macizo central, transformado en manicomio en tiempos post-napoleónicos. Para la llegada de los psiquiatras catalanes, a finales de 1939, la clínica se encontraba en penosas condiciones. Una serie de hechos imprecisos conducen a Ferenc Tosquelles, del campo de concentración de Septfonds, donde había  sido recluida buena parte de los refugiados republicanos, a ingresar al instituto hospitalario como enfermero, habida cuenta  de que su título de médico se encontraba extraviado. Con la llegada del psiquiatra comunista Lucien Bonnafé, el anti-estalinista y pro-trotskysta Tosquelles va ganando posiciones hasta llegar a compartir, con Bonnafé, que se convertirá en su gran amigo, las funciones de director. No pasaría mucho sin que se presenten las condiciones para que se produzca la más fecunda revolución psiquiátrica del novecientos. Los pacientes comenzaron a ser tratados, seriamente, como seres humanos, y sus servicios requeridos para las más variadas ocupaciones (agricultores, artesanos), con lo que se integraban a una comunidad más amplia que la del solo sanatorio. Son los fundamentos de la influyente “psiquiatría institucional”, que será adaptada por todas las instituciones modernas, fuera de la Unión Soviética, claro está. Se comenzó a pensar en las posibilidades de curación para estos enfermos, hasta entonces condenados a “cadena perpetua” por la medicina tradicional, poniendo en práctica avanzadas terapias que serían adoptadas por el resto de los sanatorios. Por otra parte, y político heterodoxo hasta el final (“Yo nunca sé a dónde voy”, le gustaba repetir), Tosquelles abrió las puertas  de Saint Alban para resistentes, poetas, artistas e intelectuales víctimas del asedio nazi-vichysta. Como pacientes fueron internados, para protegerlos, creadores como Paul Eluard, quien escribió un hermosos texto sobre el cementerio de pacientes de la clínica, y Jean Dubuffet. No es improbable que el mismo Lacan, uno de los ídolos  de Tosquelles, haya visitado la clínica en los tiempos de la ocupación. Después de la guerra, el prestigio de la experiencia, animó a estudiosos de otras generaciones, como Deleuze y Guattari, a acercarse a la remota Saint Alban. Tan extraordinarias circunstancias, y de acuerdo con la observción de François Dose, explicarían la familiaridad de Solanes con muchos de estos intelectuales, como Eluard (del cual tenía algún libro dedicado) y Dubuffet. Así como su aporte a la organización de la Colonia Psiquiátrica de Bárbula (Venezuela), en su momento una de las más avanzadas de Latinoamérica, y de la cual dirigiría uno de los pabellones más importantes. No obstante, el primer destino de Solanes en Venezuela no fue Bárbula, sino Anare, en el litoral de La Guaira, en cuyo hospital trabajaría algunos años hasta que el Ministerio de Sanidad decidió su traslado. El ejercicio profesional del exiliado catalán en Venezuela estuvo marcado por su experiencia en Saint Alban. Los principios de la psiquiatría institucional serían puestos en práctica. Se vería a sus paciente ejerciendo todo tipo de actividades, hasta la insólita de publicar, con el nombre de Nanacinder, una revista de arte y literatura enteramente producida por los pacientes, los cuales además de imprimirla, publicaban sus colaboraciones literarias y  plásticas, muestras preciosas del exaltado “art brut”, de Dubuffet. La práctica médica la compartirá Solanes con la docencia, en su condición de Jefe de la Cátedra de Psicología Médica de la facultad de Medicina de la Universidad de Carabobo.

Sin embargo, la idea del exilio nunca se alejó mucho de su reflexión (¿acaso es posible para un exiliado olvidarse del exilio?). Y, en silencio, siguió trabajando en su tesis para optar al Doctorado de Estado por la Universidad de Toulouse,  al cual accedería con honores en 1980. El asunto del trabajo no podía ser otro: Les noms de l’exile et l’espace de l’émigration: étude anthropologique, publicado, de manera póstuma, después de imperdonables esperas e infinitas correcciones, por Monte Avila Editores, en 1993, con el título de Los nombres del exilio. El abandono sostenido de las instituciones culturales del estado venezolano, no hicieron posible la reedición del valioso ensayo, la cual, gracias al entusiasmo de su propietario y los cuidados de la editora, fue finalmente adelantada por la editorial Acantilado, de Barcelona en 2016.

En tierra ajena. Exilio y literatura desde la Odisea hasta Molloy, que es como se le llamó a esta nueva edición, es uno de los estudios más apasionantes y reveladores que se haya escrito sobre el doloroso asunto en muchas décadas, en cualquier idioma. En sus seis secciones, más bien cinco y un post-logo (“El campo de las representaciones”, “Los nombres del exilio”, “El espacio del destierro”, “El tiempo del destierro”, “Personas y personajes” y “Resolución del exilio”), Solanes, en una de las prosas más brillantes de su generación, una generación (Reyes, Borges, Paz, Valencia Goelkel, Picón Salas) no precisamente ayuna de prosas brillantes, Solanes dialoga, como “suele el pueblo fablar a su vecino”, con un número indeterminado de “compañeros de ruta”, desde Homero y Ovidio a los familiares Pérez Bonalde y Cajigal. Y de lo que hablan es el asunto de este libro. Desde las primeras páginas de su estudio, nos sorprende Solanes, hasta las últimas. Comienza recordándonos que, “El exiliado es el paradigma del hombre. Se considera a los exiliados como hombres por excelencia”, para terminar con los comentarios  consagrados a la “Resolución del exilio”. Una serie de intuiciones conmovedoras y  memorables. Este último es el Solanes extrañamente autobiográfico, el que ha salido obligado de su patria, ha regresado a ella por su propia cuenta y ha preferido convertirse en re-exiliado, en reincidente del desarraigo. El regreso al país natal ha sido un acto fallido, como los personajes de Viaje al pasado, de Zweig; aquellos amantes que, al reencontrarse, después de veinte años, encuentran que son unos completos desconocidos. El que regresa lo hace en búsqueda, no del tiempo perdido, sino del yo extraviado “dejado”. Volver no es siempre regresar. El que vuelve, “acaba por creer que en algún rincón va a descubrir el personaje que él había encarnado”; una historia de dobles, nos dice Solanes, como cualquier otra. Para continuar:

Se tenía al regreso como vuelta al pasado y a la vez irrupción al futuro.
Se vivía para el regreso pero el que así vivía en su intimidad
pensaba que no habría en realidad vida sino después del regreso…
el futuro propiamente dicho no empezaría sino al retorno.

Entre este puñado de páginas, de una belleza a ratos shakesperiana, y el comienzo, Solanes hace un raro despliegue de erudición y claridad que nos enfrenta, nos pone al lado, mejor, de los más distintos protagonistas de la condición del exilio. En el centro, el capítulo dedicado a los “Nombres del exilio”, las diversas maneras con las que se ha ingeniado el exiliado para nombrar lo innombrable, esa experiencia límite, la más humana, después de todo; y la más urgente para los venezolanos, los habitantes de una tierra que, de la noche a la mañana, que es lo que son dieciocho años, así sean los más amargos, pasó de ser puerto de llegada para los desterrados de todo el mundo, a aeropuerto de salida para cientos de miles de sus habitantes. No debe haber un venezolano que no haya sido afectado por esta trágica situación. El exilio de los seres queridos implica asimismo un exilio para los que se quedan, exiliados de afecto, no menos duro que el exilio físico. No se me ocurre una lectura más urgente, y gratificante, para los venezolanos que este estudio de José Solanes, aquel nativo de Santa María de Pla que un día, en su consultorio de Valencia, me dijo, “Usted es apenas  un año más venezolano que yo; usted nació en 1948, y yo llegué en 1949”.



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Alejandro Oliveros. Fotografía de Yuri Valecillo.Tomada del libro "Rostro y Poesía". 1996

Alejandro Oliveros, poeta y ensayista, nació en Valencia el 1 de marzo de 1948. Fundó y dirigió la revista Poesía, editada por la Universidad de Carabobo. Ha publicado diez poemarios entre los que figuran El sonido de la casa (1983) y Poemas del cuerpo y otros (2005). Entre sus libros de ensayos destacan La mirada del desengaño (1992) y Poetas de la Tierra Baldía (2000).


Tomado de Prodavinci.




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