Verónica Cástro en la presentación de Los Ricos también lloran |
Las
élites también lloran, pero la masa
lloramos más.
Parece ser que los
licenciados en las mejores universidades mundiales (todas en los EE.UU. o
casi), los que van a ganar los mejores sueldos y ocupar los puestos más
deseados sufren cosas tan vulgares como: miedo, inseguridad, angustia y
timidez… vaya igualito que el resto de los mortales, eso sí con la cartera más
llena.
Algo, que por
cierto ya sabíamos desde que en 1979 la telenovela mexicana de éxito mundial Los ricos
también lloran lo contaran a 150 países en 25 idiomas, pero merece la
pena recordar que los pobres lloran más... y con más motivos.
Si quisiera ser
políticamente correcto, diría a estos atribulados licenciadoslo que les decía
la profesora de Danza; Lydia Grant (interpretada por Debbie Allen) a sus
alumnos de la Escuela de Arte de Nueva York: “La fama cuesta y es aquí donde
vais a empezar a pagar”. Obviamente hablo de la serie de televisión Fama
(1982 a 1987, creada por Sherry Coben, basada en la película del mismo nombre
dirigida por Alan Parker en 1979). Y si ese día me hubiera levantado con peor
talente, tiraría del repertorio del premio Nobel de Literatura, Camilo José Cela
y los despacharía con un contundente: ¡Que se jodan!.
Camilo José Cela |
Parece razonable aceptar que las universidades dan una formación que es útil a sus estudiantes para poder ocupar trabajos con mejores sueldos que los que no han estudiado. Lo que ya no es tan evidente es que el conocimiento que imparten las universidades más prestigiosas sean tantas veces mejor, como las veces que su elitista precio lo es respecto al precio de las universidades más “normalitas”. Podría decirse que son las relaciones que se entablan con los otros alumnos y profesores las que explican ese diferencial en los precios de las matrículas, lo que los ingleses llaman networking. Dicho en español:“pagar para que te escojan los amigos”.
En 1972 Michael Spence presenta
su tesis doctoral sobre teoría de la señalización, en 1973 publica un artículo
sobre la señalización en el mercado de trabajo en la prestigiosa
Quaterly Journal of Economics, basado en su tesis doctoral. En 1974 publica un
libro generalista sobre el la teoría de señalización, obra de obligada
referencia en esta materia. En 2001 obtiene el premio Nobel de economía (junto
a Akerlof y Stiglitz) por estos
brillantes estudios, en concreto por sus análisis de los mercados con
información asimétrica. De estos brillantes trabajos me centraré en su
análisis del mercado de trabajo.
Las empresas desean
contratar trabajadores, prefieren contratar a los trabajadores más productivos.
En el mercado laboral hay trabajadores productivos y otros aún más productivos
(a partir de ahora los más productivos).
En los procesos de selección de personal las empresas no pueden detectar
que candidatos son los más productivos y cuales no lo son, solo consiguen
identificarlos cuando ya llevan un tiempo trabajando para ellas. Si las
empresas pudieran distinguirlos estarían dispuestas a pagar un salario alto a
los candidatos más productivos y otro más bajo a los demás. El problema es que
al no poder distinguirlos tiene que ofrecer a todos los candidatos el mismo
sueldo:el bajo. Spence introduce los títulos universitarios como la señal que
permite distinguir a los candidatos: los más productivos tendrán títulos
universitarios, los demás candidatos no. Para que la señal funcione se requiere
que los candidatos menos productivos no estudien y si estudien los más
productivos. Si todos los trabajadores estudiaran las empresas se encontrarían
en la misma situación de partida: incapaz de identificar a los candidatos más
productivos, siendo inservible la educación como señal diferenciadora de
productividades. Supongamos que efectivamente se produce esta diferenciación
del comportamiento de los futuros trabajadores: los más productivos estudian y
los menos productivos no estudian y por tanto las empresas les pagan un salario
más alto a los candidatos que tienen un título académico porque son los
trabajadores más productivos. Para que esto sea posible, los más productivos
estudian porque su mayor productividad "congénita" les permite una
mayor facilidad para estudiar, para aprobar y obtener el título. A los más
productivos les compensa realizar el esfuerzo de estudiar y así obtener el
premio de un mayor salario cuando empiecen a trabajar. Para los menos
productivos, a pesar de saber que si obtienen el título tendrían un mayor
salario, no les compensa realizar el tremendo esfuerzo que les supone sacarse
la carrera, debido a su menor facilidad de estudiar originada en su menor
productividad congénita. Se contentan con no estudiar (y ahorrarse el esfuerzo)
y ganar un sueldo bajo.
Michael Spence |
Luego la teoría de
la educación de Spence funciona como señal diferenciadora de la mayor
productividad congénita. Nótese que no se requiere, no se necesita, que la
formación obtenida incremente la productividad de los candidatos. Algo que
tiene una cierta lógica, en un mundo de cambio tecnológico acelerado la vida
útil de cualquier conocimiento práctico para las empresas es ínfimo, lo
requerido es la capacidad de actualización permanente, curiosidad, cierto amor
por lo nuevo. Atributos que los candidatos difícilmente van a aprender en
ninguna facultad, atributos que deben tenerse de forma congénita, atributos que
pueden identificarse con esa mayor productividad que requiere el modelo de
Spence.
No parece demasiado
difícil, ni arriesgado extraer algunos corolarios a esta brillante y sencilla
teoría.
1.- Cuanto mayor
esfuerzo requiera estudiar, cuanto más injusticias y sufrimiento se padezcan
mejor señal diferenciadora es el título académico y más poderoso el networking
entablado con los compañeros de aula. Por un lado este sufrimiento
arbitrario está acrecentando el coste, el esfuerzo de los menos productivos
deberían realizar, lo que les ratifica en su decisión de no estudiar
(reduciendo el número de candidatos con título) y por otro lado muestra a las
empresas lo dóciles que son los titulados, la capacidad de sacrificio que han
mostrado y que la empresa podrá usar en su beneficio.
2.- Si la
diferenciación lleva suficiente tiempo funcionando: los más productivos
estudian y los otros no, puede llegar un momento en que se asimile título
académico-productividad alta- salario alto, hasta el punto que se olvide la
productividad en la cadena lógica de razonamiento. Es decir se asocie título
académico a sueldo alto, e incluso las empresas y la administración pública
dejen de chequear que efectivamente el candidato con título académico posee y
aplica una productividad alta en su trabajo, dándose por descontada la alta
productividad con la mera tenencia del título académico. Algo así como el síndrome
del funcionario: estudiar, esforzarse, darlo todo hasta aprobar la
oposición pública (señal que requiere la administración para la contratación
del candidato) y una vez obtenida la plaza esforzarse poco o nada en su
desempeño.
3.- Si todos los
candidatos tienen una carrera universitaria, esta deja de ser una señal útil. Se
requiere otra señal, un refinamiento que realice la diferenciación: el máster.
Es decir profundizar en la idea original del esfuerzo y sacrificio, si ya no
son suficientes 5 años de estudios se amplían a 6 o 7 años, para acrecentar el
coste de emitir la señal y reducir el número de candidatos que emiten la señal
adecuada.
4.- Ante el riesgo
de exceso de candidatos con título académico, otra alternativa es dificultar el
acceso a la educación universitaria a una parte de los candidatos. Externamente se observa que unos candidatos
tienen título y otros no, luego un análisis simplista podría concluir que la señal del título académico sigue siendo
efectiva. Esta segregación, a una parte de los candidatos, puede basarse en el
sexo de los candidatos, su religión, su capacidad económica, su residencia
(rural o urbana), su orientación sexual, su raza, su color de piel y un largo
etcétera de opciones de segregación.
Existen más
variante pero suelen conjugar las ya descrita, por ejemplo la
última reforma del ministro Wert del sistema universitario público español del
30 de Enero de 2015. En España el título universitario público está muy
subvencionado, es decir la matrícula que paga el estudiante es una parte
pequeña del coste de su formación. Se podría considerarse que hay muchos
candidatos con títulos universitarios (grado). Luego la señal diferenciadora
deja de ser funcional, sobre todo en una situación de poco empleo como se
caracteriza esta eterna crisis económica. Solución, acortar a 3 años el título
académico (grado), esto de hecho facilita la obtención del título de grado, no
parece ninguna solución. Ahora bien, se permite que los máster o posgrados sean
de dos años (en lugar de uno) y recordemos que los posgrados públicos no están
subvencionados o tan subvencionados. Como muchos candidatos van a obtener sus
grados con facilidad, la única forma de diferenciarse es obtener un máster. Es
decir, se destruye la capacidad del título de grado como señal diferenciadora
efectiva, con el terrible efecto desincentivador a medio y largo plazo:
"¿para que estudiar si no sirve de nada? y lo que sirve no me lo puedo
pagar". Como los máster públicos no serán tan baratos como el grado,
muchos candidatos con el título de grado no podrán pagárselo y los que si
puedan hacerlo es posible que decidan cursar un máster privado: "total por la diferencia de precio, hago
uno privado y tendré compañeros/amigos con mayor proyección de futuro".
Finalmente la nueva ley si reducirá el número de candidatos que emiten la señal
diferenciadora: tener un máster. Se ha segregado a una parte de los candidatos por
su situación económica y se ha generado un importante negocio para las
Universidades Privadas: se retrocederá en el tiempo, a cuando estudiar era cosa
de ricos.
Ahora lloremos las
penas de los licenciados en las mejores universidades.
by
PacoMan
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Universidad de Harvard |
La educación de élite produce "borregos excelentes", según un profesor de Yale
Son “súper personas”, el nombre que les dio James Atlas, editor de The New York Times Magazine
y presidente de Altas & Company. Tienen varias carreras, practican
deporte como si fuesen profesionales, pueden hablar en varios idiomas,
manejan a la perfección un instrumento musical, han ofrecido ayuda en
los rincones más desfavorecidos del planeta, y han convertido sus hobbies en una provechosa afición. Han estudiado en las grandes universidades, y el futuro está en sus manos. Tiene que estarlo, con tan brillante currículum. Pero también están llenos de miedo, inseguridad, angustia y timidez.
Apenas muestran preocupaciones intelectuales y desconocen qué quieren
hacer con su vida, más allá de ganar dinero a espuertas, seguir el
camino que profesores y padres han construido para ellos, y conseguir la
aprobación de los demás.
William Deresiewicz |
Esta es la paradoja que late en la vida de los universitarios de los centros de élite americanos, mantiene el profesor de Yale William Deresiewicz, que ha expuesto su tesis en un ya célebre artículo publicado en The New Republic y en su libro Borregos excelentes: la mala educación de la élite americana y el camino a una vida plena,
publicado por Free Press. Deresiewicz ha comprobado con sus propios
ojos y ha vivido en su propia piel la frustrante experiencia del
estudiante de Harvard, Yale o el resto de centros de la Ivy League, que
los convierte en esos “borregos excelentes” del título: “Son excelentes
porque cumplen todos los requisitos para entrar en una facultad de la
élite, pero es una excelencia muy limitada. Son chicos que cumplirán todo aquello que les mandes,
y que lo harán sin saber muy bien por qué lo hacen. Sólo saben que
volverán a pasar por el aro”. No se trata de un nombre inventando por el
escritor. Al contrario, fue el concepto con el que uno de sus alumnos
se describió a sí mismo.
Desde
los años 60, asegura Deresiewicz, los valores que rigen los grandes
centros educativos han cambiado por completo aunque, en apariencia,
sigan defendiendo la excelencia y el auxilio de los más desfavorecidos.
“Auto exaltación, estar a servicio nada más que de ti mismo, una buena vida pensada sólo en términos del éxito convencional
(riqueza y estatus) y ningún compromiso real con el aprendizaje, el
pensamiento, y con convertir el mundo en un mejor lugar” son los valores
que, según el profesor, rigen el comportamiento de sus alumnos. Pero
ellos no son los culpables, sino las víctimas. Entre la larga lista de
responsables, Deresiewicz señala a los institutos privados, a los
ambiciosos padres, al sistema de admisión, a las grandes marcas
universitarias, a los empleos donde estos serán contratados y, en
general, a la mentalidad de clase media-alta.
Cada vez que ven que la luz roja se enciende, tienen que pulsan el
botón, pero hay un momento en el que dejan de decirles lo que tienen que
hacer
El producto –es decir, los nuevos licenciados– parece perfecto. Pero,
debajo de esa imagen homérica y dinámica del que algún día se
convertirá en CEO de una gran empresa se encuentra latente una gran
inseguridad. Esta se caracteriza, sobre todo, por una enfermiza aversión
al riesgo. “Por definición, nunca han experimentado algo que no sea el éxito”,
explica Deresiewicz. Y está en lo cierto. Los requisitos académicos y
personales para ser admitido en cualquiera de estos centros son tan
elevados que conseguir menos que un sobresaliente no es una opción. Por
ello, “al no tener margen para el error, evitan los posibilidad de
cometerlo”. Uno de sus alumnos miró a su profesor como si fuese un
alienígena cuando le sugirió que quizá dedicar menos tiempo para el
estudio le serviría para reflexionar sobre lo que ha aprendido. Otro
manifestaba sentirse completamente inseguro ante la posibilidad de verse
obligado algún día a comer solo.
Algo que se refleja en las
estadísticas de salud mental de los estudiantes, que se encuentran en su
momento más bajo de los últimos 25 años. “Es casi como un experimento
cruel con animales”, explica en una entrevista con The Atlantic.
“Cada vez que ven que la luz roja se enciende, tienen que pulsar el
botón”. Entre todos esos requisitos se encuentran la música o participar
en una organización caritativa, algo que Deresiewicz explica que no
hacen para los demás, sino para sí mismos y sus currículos. “La experiencia ha sido reducida a su función instrumental”.
Por ello, durante cuatro años, los que aspiran a matricularse en una
gran universidad se dedican exclusivamente a tachar de su lista todos
esos hitos que deben haber alcanzado, pero nunca llegan a reflexionar
sobre si realmente desean ser ricos y poderosos.
El terrible mundo real
Una vez llegan a la
universidad, esta no plantea ningún problema. No tienen más que seguir
el camino preestablecido y todo irá bien. Además, los cursos no son muy
exigentes, recuerda Deresiewicz. Se ha llegado a un “pacto de no agresión” entre profesores y estudiantes, por el cual los alumnos son “clientes”
que reciben altas calificaciones a cambio de un esfuerzo mínimo.
Mientras tanto, los profesores siguen profundizando en sus proyectos de
investigación, lo que realmente garantiza que reciban incentivos
económicos.
Es después de abandonar los estudios cuando la
realidad se presenta amenazadora. “Por supuesto que están estresados”,
recuerda el profesor. “Nunca han tenido la posibilidad de encontrar su
propio camino. El problema es que hay un momento en el que dejan de
decirles qué tienen que hacer”. Delirios de grandeza y depresión
son dos de los grandes problemas a los que tienen que enfrentarse. El
primero, ocasionado por el hecho de que sus padres les hayan dicho que
son los mejores y los más listos desde su infancia, un refuerzo positivo
que desaparece en el momento en que se dan cuenta de que, como decía David McCullough, no son especiales. Han dejado de medir su valía de forma realista, lo que provoca que su autoestima se desmorone a la primera de cambio.
Wall Street se dio cuenta de que las facultades están produciendo
licenciados muy listos y completamente centrados en el trabajo, que no
tienen ni idea de lo que quieren
Irónicamente, las personas que tendrían la posibilidad de hacer todo lo que quisieran, terminan siguiendo carreras muy similares.
Que son justo aquellas en las que son necesarios trabajadores y líderes
que sigan caminos preestablecidos, que se muevan únicamente por las
ansias de dinero, estatus e influencia, y que no cuestionen el estado de
las cosas. Es el caso de la bolsa americana. Como señala una cita del
periodista de Newseek Ezra Klein que reproduce
Deresiewicz, “Wall Street se dio cuenta de que las facultades están
produciendo una gran cantidad de licenciados muy listos y completamente
centrados en el trabajo, que tienen una gran resistencia mental, una
buena ética de trabajo y ni idea de lo que quieren”.
En última instancia, recuerda el autor, se trata de lucha de clases.
Pero no entre las clases bajas y las altas, sino entre los diversos
escalones de las élites, a los que cualquier otro camino les parece una
excentricidad. Como recuerda el periodista, el número de estudiantes de
la mitad menos rica de la sociedad se ha reducido en la educación de
élite desde el 46% de 1985 al 15% actual. Y como explicaba el fundador
del Proyecto Minerva Ben Nelson,
los habituales métodos de selección de los estudiantes de las
universidades de élite no hacen nada más que dar preferencia a los más
ricos, puesto que ellos son los que tienen el dinero para contratar a
los mejores profesores y enrolar a sus hijos en las clases de música,
fútbol americano, matemáticas, francés, béisbol, viajes al extranjero,
economía y literatura que necesitan para garantizarse su puesto en la élite.
Tomada de El Confidencial
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by PacoMan
En 1968 nace. Reside en Málaga desde hace más de tres lustros.
Economista y de vocación docente. En la actualidad, trabaja de Director Técnico.
Aficionado a la Ciencia Ficción desde antes de nacer. Muy de vez en cuando, sube post a su maltratado blog.
Muy interesante tu artículo. No conocia este enfoque del mercado de trabajo y de las élites norteamericanas. Me ha recordado al gran Wright Mills.
ResponderEliminarUn saludo,
Carlex.
PD: Tomo nota de tu blog de ciencia ficción, escribe más porfa ;-)
Muchas gracias por dejar tu comentario Carlex. BIENVENIDO AL BLOG
ResponderEliminarEste desaguisado de la universidad ya comenzó con Zapatero y otros anteriores. El hecho de "universalizar" los estudios universitarios casi como si formaran parte de la educación básica obligatoria hacía que los principios de excelencia y mérito quedaran destruidos. Para que las "élites" pudieran "distinguirse", se inventaron un doctorado para el que había que hacer previamente un curso. Otro tipo de distinción son los máster. Es decir, en lugar de tener un programa educativo y de ayudas con un criterio medianamente objetivo, lo reducen todo a un único parámetro: la pasta.
ResponderEliminarEs decir, extender la educación universitaria al conjunto de la sociedad está bien, pero explicando lo que se está haciendo, que es destruir el concepto de Universidad como un lugar de excelencia científica. Lo bueno podría ser que se destruye ese factor de distinción de las élites, en este caso las dinerarias, pero se hurga más en la herida al volver a crear otra distinción más. Y así sucesivamente. Lo del ministro Wert no es más que una actualización a la época de crisis de lo que se viene haciendo desde hace décadas en España. La diferencia entre unos gobiernos y otros es que unos son más populistas que otros y lo "maquillan" de forma diferente.
ResponderEliminarGracias Lino Moinelo por dejar tus comentarios en el blog. Gracias por la lectura
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