Un día me llegó un correo donde me invitaban a participar en la FILVEN de 2.007 (por más que le doy vueltas al asunto, no encuentro otra frase más concreta para comenzar este texto). Por supuesto que me alegré de inmediato: soy una de esas personas que se sienten cómodas viajando y que saben que la mejor usina de historias es aquella que no se queda quieta.
Pensaba, por esos días de invitaciones, “seguro que me toca ir y dar una charla o dos y, con el tiempo que me queda voy a poder recorrer algún lugar de la hermosa Venezuela y…”.
Error. Grandísimo error.
Participar de la FILVEN no es un “ir y dar una charla o dos”. No. Participar en la FILVEN es un cambio de vida. Uno no es el mismo cuando regresa de una experiencia como esa. Algo quedó allá. Algo nos traemos. El tiempo, sabio, me da certeza de aquello todos los días.
En primer lugar, la feria del libro de Venezuela termina en Caracas. Es más, podría decirse que Caracas es una anécdota en dicha feria. Que lo importante sucede adentro. En el tiempo donde cientos de autores de aquí y allá recorren los rincones más remotos de esa parte de nuestra América Latina para contar, escuchar y celebrar una fiesta. “La fiesta del libro”, así la nombro cada vez que me toca hablar de la FILVEN.
Mi trayecto de viajero/contador sucedió entre los llanos y el departamento del Amazonas. Y sí había eso de “ir y dar alguna conferencia”. Pero había algo más. Algo que no me había pasado nunca y nunca volvió a pasarme.
Recuerdo San Fernando del Valle de Apure (lo voy a recordar para siempre, porque nunca estuve en un lugar donde me sucedieran tantas y tan hermosas vivencias) y aquella noche en que nos juntamos en la plaza a recitarnos poemas mientras los murciélagos nos pasaban, rasantes, por los rulos. No éramos solo los escritores invitados degustando nuestras artes; ahí estábamos todos. Los vecinos, los organizadores, los que pasaban por ahí… En Venezuela —al menos en los pueblos a los que me llevó la FILVEN — la gente es poeta. Y te para por la calle, como si nada, y te recita. Y esperan que vos les recites algo también. Aquella noche que les cuento nos contamos todo. Y nos regalamos libros. Y nos embriagamos de amistades. Sé que los que estuvieron presentes no lo van a olvidar porque así se manejan estas cosas. Apure y su carne en vara y sus arepas y sus zumos de caña —de los que no recuerdo el nombre pero que cada vez que tengo sed consigo el gusto de memoria— y Octavio que era un vecino que al tercer o cuarto día se convirtió en mi padre Venezolano y Sicilia que además de poeta cubano se volvió mi hermano y de todos los amigos que por ahí andan (no los nombro pero ya saben…) son un tatuaje que llevo desde entonces.
Me contaron, porque soy de esos que va pidiendo historias, que hay un pescado en aquellas zonas que lleva de nombre el coporo. Y que si uno come la cabeza de un coporo, ya no puede irse de ese lugar. Pues bien, todavía estoy pensando en qué momento incluyeron un coporo en mi plato. Quién fue aquel que ya no me dejó del todo a Buenos Aires.
Pero me estoy olvidando de algo que no quiero dejar de hacer mención (el coporo es así, lo hace a uno irse por las ramas): la GENTÍSIMA que organizaba todo aquello el año en que fui invitado.
¿Saben ustedes lo que es recibir, de golpe, un par de centenares de escritores con sus egos y necesidades? Pues bien, en todo momento me sentí como si fuera el único visitante en toda Venezuela: bien tratado. Cuidado. Orgulloso de estar entre ellos.
Sé que no mantuve con todos los que debería un contacto epistolar como corresponde. Sirvan estas líneas como parche y disculpa.
Sepan, por favor, que no pasa un mes sin que cierre los ojos y ahí esté yo, dando vueltas en la auténtica “fiesta del libro”.
Feliz como un niño.
Contando historias.
Escuchando vida.
Coporeando.
01 de junio de 2009