José Ignacio Cabrujas. Ilustración de Isabel Adler |
"Casi todos nuestros compatriotas piensan que el Presidente, es un ladrón. Si un hombre llega a Miraflores, es “lógico” que se dedique a robar"
El Estado del Disimulo.
Entrevista realizada a José Ignacio Cabrujas en 1987.
Entrevista realizada a José
Ignacio Cabrujas en 1987.
José Ignacio Cabrujas (1937/1995)
El Estado del Disimulo
Entrevista realizada a José
Ignacio Cabrujas en 1987, por el equipo de la revista Estado & Reforma (Luis García
Mora, Víctor Suárez, Trino Márquez y Ramón Hernández).
Exponente
de la modernidad del teatro venezolano, José Ignacio Cabrujas no se oculta en
la forma para evadir el fondo. Racionalmente crítico con la realidad, tiene
su referente directo en la cultura venezolana y su razón dialéctica parte de
la confrontación de la regionalidad y la universalidad para asegurar una
evidente trascendencia: actor, director y dramaturgo se inició en el oficio
con el Teatro Universitario de la Universidad Central de Venezuela, donde
estudiaba Derecho. Hombre de la televisión y del periodismo, no ha
desaprovechado sus opciones como comunicador de masas. De aguda percepción,
claro estilo y reflexivo decir, es un intelectual de bien ganada credibilidad
en el quehacer cultural contemporáneo.
Cabrujas dejó volar su gusto por el análisis
y la reflexión durante tres horas con el equipo editor de Estado &
Reforma. Por razones estrictamente relacionadas con la dictadura del espacio,
buena parte de la conversación se ha quedado en la libreta; sin embargo,
consideramos que la síntesis que presentamos refleja en buena medida el
parecer de José Ignacio Cabrujas sobre el Estado y el proceso modernizador
que adelanta la Comisión Presidencial para la Reforma del Estado.
–El concepto de
Estado en Venezuela es apenas un disimulo...
–El concepto de Estado es
simplemente un “truco legal” que justifica formalmente apetencias,
arbitrariedades y demás formas del “me da la gana”. Estado es lo que yo, como
caudillo, como simple hombre de poder, determino que sea Estado. Ley es lo
que yo determino que es Ley. Con las variantes del caso, creo que así se ha
comportado el Estado venezolano, desde los tiempos de Francisco Fajardo hasta
la actual presidencia del doctor Jaime Lusinchi. El país tuvo siempre una
visión precaria de sus instituciones porque, en el fondo, Venezuela es un
país provisional. La sensación que uno tiene cuando viaja al Perú o a México
y observa las edificaciones coloniales, –palacios de gobierno, cuarteles,
catedrales, inquisiciones, es decir, las formas arquitectónicas del Estado–,
es de permanencia y solidez, como si la noción de futuro estuviese en cada
ladrillo. Quien hizo la Catedral de México, además de edificar un concepto,
pretendió exactamente levantar un templo perdurable y asombroso. Por el
contrario, cuando uno entra en la Catedral de Caracas, termina por entender
donde vive. La Catedral de Caracas es un parecido, un lugar grande,
relativamente grande, todo lo grande que podría ser en Venezuela un lugar
religioso, pero al mismo tiempo se trata de una edificación provisional que
forma parte del “más o menos” nacional. Uno siente ese “más o menos” en la
artesanía de los racimos de uvas, corderos pascuales, triángulos teologales o
sandalias de pastores. Uno comprende que alguien levantó esa catedral
“mientras tanto y por si acaso”. La historia nos habla de un país rico
habitado por depredadores incapaces de otra nostalgia que no fuese el
recuerdo de España. Se dice que nuestros indígenas eran tribus errantes que
marchaban de un lugar a otro en busca de alimentos. Pero tan errantes como
los indígenas fueron los españoles. Vivir fue casi siempre viajar y cuando el
Sur comenzó a presentirse como el lugar del “oro prometido”, llámese Dorado o
Potosí, Venezuela se convirtió en un sitio de paso donde quedarse significaba
ser menos. Menos que Lima. Menos que Bogotá. Menos que el Cuzco. Menos que La
Paz. Se instaló así un concepto de ciudad campamento magistralmente descrito
por Francisco Herrera Luque en una de sus novelas.
–¿Seguimos viviendo en un campamento?
–Han pasado siglos y todavía me parece vivir
en un campamento. Quién sabe si al campamento le sucedió lo que suele
ocurrirle a los campamentos: se transformó en un hotel. Esa es la mejor
noción de progreso que hemos tenido: convertirnos en un gigantesco hotel
donde apenas somos huéspedes. El Estado venezolano actúa generalmente como
una gerencia hotelera en permanente fracaso a la hora de garantizar el
confort de los huéspedes. Vivir, es decir, asumir la vida, pretender que mis
acciones se traducen en algo, moverme en un tiempo histórico hacia un
objetivo, es algo que choca con el reglamento del hotel, puesto que cuando me
alojo en un hotel no pretendo transformar sus instalaciones, ni mejorarlas,
ni adaptarlas a mis deseos. Simplemente las uso. No vivo en un lugar, me
limito a utilizar un lugar. El gigantesco hotel necesitaba la fórmula de un
Estado capaz de administrarlo. Alguna vez, ¿quién sabe cuándo?, fue necesario
comenzar a crear instituciones, leyes, reglamentos, ordenanzas para
garantizar un mínimo de orden, de convivencia. Habría sido más justo inventar
esos artículos que leemos siempre al ingresar en un cuarto de hotel, casi
siempre ubicados en la puerta. “Cómo debe vivir usted aquí”, “a qué hora debe
marcharse”, “favor, no comer en las habitaciones”, “queda terminantemente
prohibido el ingreso de perros en su cuarto”, etc., etc.; es decir, un
reglamento pragmático y sin ningún melindre principista. “Este es su hotel,
disfrútelo y trate de echar la menos vaina posible”, podría ser la forma más
sincera de redactar el primer párrafo de la Constitución Nacional, puesto que
por “Constitución Nacional” deberíamos entender un documento sincero, capaz
de reflejar con cierta exactitud lo que somos, y lo que aspiramos.
–Pero...
–En lugar de esa sinceridad
que tanto bien pudo hacernos, elegimos ciertos principios elegantes,
apolíneos más que elegantes, mediante los cuales íbamos a pertenecer al mundo
civilizado. El campamento aspiró a convertirse en un Estado y para colmo de
males, en un Estado culto, principista, institucional, en todo caso,
legendario por todo lo que tiene de hermoso y de irreal. Las constituciones
nacionales, desde los hermanitos Monagas para acá, son verdaderos tratados de
contemporaneidad y hondura conceptual. El déspota, y vaya si los hubo, jamás
usó la palabra “tiranía”, ni los eufemismos correspondientes, como podría ser
la palabra “autoritario” o “gobierno de fuerza” o “régimen de excepción”. Por
el contrario, redactar una Constitución fue siempre en Venezuela un ejercicio
retórico, destinado a disimular las criadillas del gobernante. En lugar de
escribir “me da la gana”, que era lo real, el legislador por orden del
déspota, escribió siempre “en nombre del bien común” y demás afrancesamientos
por el estilo.
El
resultado es que durante siglos nos hemos acostumbrado a percibir que las
leyes no tienen nada que ver con la vida. Nunca levantamos muchas salas de
teatro en este país. ¿Para qué? La estructura principista del poder fue
siempre nuestro mejor escenario.
Ilustra con una anécdota:
–Nicanor Bolet Peraza
escribió una crónica costumbrista sobre el Teatro del Maderero. Se
representaba allí, en los días de Semana Santa, nada menos que La Pasión de
Cristo, con crucifixión y azotes y crueldades habituales a la serenísima
figura del Hijo del Hombre. Cuenta Bolet Peraza que en la escena del Gólgota
salían los dos centuriones romanos y representaban aquella escena donde
Cristo pide agua de manera conmovedora. Los dos centuriones empapaban
esponjas con hiel y vinagre, acercándolas a la boca del crucificado. Entonces
comenzaban a oírse grandes carcajadas en la sala, puesto que todo el mundo
suponía, vaya usted a saber por qué, que las esponjas estaban repletas de
mierda. Mayor era el sufrimiento de Cristo y más vigorosas eran las risotadas
de los espectadores. Hasta que un niñito gritó: “!Es que ese no es Cristo!;
ese es el hijo de Estelita con el chichero de la esquina!” Nada, en mi vida
de hombre de teatro, me ha parecido tan esclarecedor como esta escena. En
efecto, asumir la majestad es una de nuestras imposibilidades. Jamás hemos
aceptado el drama extremo del poder. Cuando la institución se toma en serio a
sí misma, no tarda en aparecer el rasero de la “joda”. Está bien, gobierna...
pero tampoco te lo tomes tan en serio. Está bien, ponte el uniforme y mete la
barriga... pero, déjate de vainas, porque tú, uniformado, protocolar,
dándotelas de gran cosota, sigues siendo el hijo de Estelita con el chichero
de la esquina.
Insiste en el ejemplo:
–La entrada del Presidente de la República
al Congreso, en la ceremonia de entrega de cuentas, se parece a la
contradicción que vivimos. Allí está la verdadera identidad nacional, en ese
presidente picarón, desesperado porque no vaya algún jodedor a pensar que él
se lo está tomando en serio. Persiste en mí una imagen, la del presidente
Luis Herrera Campíns en el trance de dar una de sus habituales ruedas de
prensa, transmitidas en cadena nacional de radio y televisión. La ceremonia
era idéntica quincena tras quincena. Los televidentes observábamos una puerta
laqueada, de un versallismo arrepentido, repleta de ornatos dorados, como
corresponde a una puerta de poder. Se abría la puerta y la cámara retrocedía
hasta mostrar a dos soldados venezolanos, fornidos y retacos, vestidos con la
interpretación estilo Centeno Vallenilla del uniforme de Carabobo,
inexplicablemente zarista como si se tratara de una escena de La Guerra y la
Paz. De inmediato salía Herrera, precedido de una fanfarria republicana casi
siempre destemplada. Y comenzaba la comedia porque Herrera en ese corto paseo
hacia la sala de conferencias, hacia un gigantesco esfuerzo por aparentar
cordialidad y llaneza de carácter. Allí lo veíamos guiñar el ojo, dar
palmaditas, sonreír a la cámara, saludar con la mano a la altura de la
cintura para no parecerse al emperador Trajano. Era como si Herrera nos
dijese: “!Un momento! !Yo sigo siendo Luis Herrera! (el hijo de Estelita y el
chichero), yo estoy cumpliendo un protocolo más o menos y tal, pero sigo
siendo el amigo cordial, el simpaticón Herrera, el gordo Herrera, el ñato
Herrera, el negro Herrera, el cómplice de todos ustedes cruzando un pedacito
de Miraflores sin que los humos se me hayan ido a la cabeza”. Porque más allá
de las ceremonias, el Presidente sabe muy bien a quien representa.
Terminada la comparación,
regresa a lo concreto:
–Algún político del siglo XIX
en Venezuela, lamento no recordar ahora su nombre, dijo que el venezolano
podía perder la libertad pero jamás la igualdad. Nosotros entendemos por
igualdad ese formidable rasero donde a todos nos hace el traje el mismo
sastre, donde lo importante es que no me vengas con cuentos, no te la des
“de”, porque si te la das “de”, yo te desmantelo, yo acabo contigo, yo digo
la verdad, yo revelo quién eres tú en el fondo, qué clase de pillín o de sinverguenzón
eres tú, para que no te me vayas demasiado alto, para que no te me vuelvas
predominante y espectacular.
Otro ejemplo:
–Años atrás, cuando trabajaba
en la Dirección de Cultura de la UCV, fui invitado por el inolvidable Jesús
María Blanco a una recepción académica mediante la cual se iba a rendir
homenaje a un ilustre venezolano que había hecho un singular aporte a la
cirugía cardiovascular. Las revistas inglesas y norteamericanas, me refiero
desde luego a revistas especializadas, habían comentado en términos sumamente
elogiosos y admirativos al trabajo de nuestro compatriota, de allí que la
Universidad se sentía en el deber de reconocer, con la solemnidad del caso,
los logros de un miembro de la comunidad. Estábamos allí muchos invitados, y
los académicos entraron con toga y birrete, aproximándose de inmediato al
homenajeado. El rector pronunció un parco discurso donde destacó la
trayectoria de ese gran cirujano. Me pareció, y por lo demás, era natural,
que el distinguido científico se sentía muy bien porque mostraba un evidente
orgullo y hasta una honda emoción. Concluyó el acto. Salieron las cuadrillas
de mesoneros con las correspondientes botellas de champagne y el protocolo se
“animó” después de un vigoroso aplauso en el instante en que el rector condecoró
al “hombre”. No hubo en ese aplauso ninguna hipocresía. Por el contrario, era
una reacción emotiva y, desde luego, sincera. Pero después de los aplausos,
comenzó el cocktail, desaparecieron las togas y los birretes y todo el mundo
se “republicanizó”. Entonces empezó la verdadera ceremonia nacional, el
auténtico ritual de “no te me vayas tan lejos”. Los amigos rodearon al
encumbrado y así como en las corridas de toros salen los picadores, para que
el toro se acostumbre a la lidia, es decir, para que el toro sea menos toro,
así al doctor González (invento el apellido porque no recuerdo cómo se
llamaba el cirujano) lo comenzaron a llamar Gonzalito. Menudearon las
palabrotas y las palmadotas: “!Gonzalito, carajo! ¿Quién lo iba a decir,
Gonzalito? ¿Cómo fue ese pegón, Gonzalito, si a ti te “rasparon” en Anatomía
II? !Si tú eras más malo que el carajo! ¿Esa operación no te la haría la
enfermera?” Etc., etc. Esta sociedad familiar que no acepta deserciones a la
cervecita cotidiana, que convierte a González en Gonzalito, justamente el día
que González es más González que nunca, esta sociedad de complicidades, de
lados flacos, ha hecho de la noción de Estado un esquema de disimulos. Vamos
a fingir que somos un país con una Constitución. Vamos a fingir que el Presidente
de la República es un ciudadano esclarecido. Vamos a fingir que la Corte
Suprema de Justicia es un santuario de la legalidad. Pero en el fondo, no nos
engañemos. En el fondo, todos sabemos como se “bate el cobre”, cuál es la
verdad, de qué pie cojea el Contralor, o el Ministro de Energía, o el
Secretario del Ministro de Educación. La “verdad” no está escrita en ninguna
parte. La verdad es mi compadre, la verdad es el resorte mediante el cual
puedo burlar la apariencia legal, eso que en la jerga administrativa se
denomina la “veredita”. Lo expresa muy bien el venezolano cuando decimos:
“No, chico, no hables con el Secretario. Habla directamente con el
Presidente, porque el Secretario es un pendejo. Vete a la cabeza”.
–Nadie confía en nadie...
–Hemos aprendido a vivir mintiéndole al
Estado, y ese aprendizaje tiene razón de ser si este país viviese de acuerdo
a las normas, leyes, disposiciones, reglamentos, permisos, procedimientos,
etc., todo se habría paralizado. En tiempos del doctor Caldera, yo trabajaba
en el fallecido INCIBA y había allí una disposición mediante la cual no se
podían efectuar órdenes de pago por encima de cinco mil bolívares. Un cheque
por más de cinco mil bolívares tenía que ser sometido a revisiones,
autorizaciones y otras tortuosidades que escapaban a la dinámica de ese
gasto, casi siempre urgente. ¿Qué solución se encontró para burlar este
principio, probablemente justo, probablemente necesario? Emitir varios
cheques de cinco mil bolívares a la misma persona o a la misma entidad. Si
era necesario gastar diez mil bolívares en una urgencia, se ordenaban dos
cheques de cinco mil y todo el mundo en paz. No se trataba de un robo. Se
podría definir como una realidad paralela al ser apolíneo que es el Estado
venezolano. Si te detiene un fiscal de tránsito, tú sabes muy bien que por
encima de su reclamo protocolar (usted se comió la luz, ciudadano), hay una
proposición paralela, no necesariamente deshonesta. Puede ser que el fiscal
te diga simplemente: “mira, vete y vamos a dejar esa vaina así”,
probablemente porque tú le has dicho al fiscal: “hermano, es que tengo a mi
mamá enferma, es que me están esperando en el Hipódromo porque me van a dar
un dato, es que venía distraído porque tengo un problemón en mi casa”. ¿Por
qué? Porque la boleta que el fiscal te debe entregar de acuerdo a las
disposiciones del tránsito es en el fondo una agresión personal. No es que tú
faltaste. Es que tú le caíste mal al fiscal. Es que el fiscal es un
antipático, un desgraciado, que ese día se levantó de mal humor porque anoche
quién sabe lo que comió ese muérgano que la pagó conmigo. De ahí que la
corrupción sea un establo habitual, yo diría que normal, en ese inmenso
tejido de situaciones cotidianas donde necesitamos dialogar con el Estado
convertido en fiscal de tránsito, o en escribiente de tribunal, o en
secretario de notaría, o en enfermera de los Seguros Sociales. Los
procedimientos no persiguen en este país aligerar los procesos. Por el
contrario: casi siempre se trata de verdaderos obstáculos que no tienen nada
que ver con mi vida. El funcionario es mi enemigo cuando se pone pesado, es
decir, cuando cumple con las normas. Por eso, en Venezuela, todo funcionario
público cumple con las normas. Por eso, en Venezuela, todo funcionario
público o es un delincuente o es un antipático. La verdadera filosofía del
Estado venezolano descansa sobre un axioma preciso y diáfano, esto es: el
Estado en Venezuela sirve para impedir una catástrofe. El Estado desconfía
absolutamente de los ciudadanos. El Estado venezolano parte de la idea de que
somos unos pillos y de que es necesario impedir que seamos tan pillos.
–¿Cómo hacer un país donde la realidad no
está divorciada de lo que está escrito en el papel?
–Hace
unos años escribí una comedia llamada Acto Cultural. Los personajes de esa
comedia eran miembros de la Junta Directiva de una Sociedad Cultural en una
pequeña ciudad provinciana. Vivían para la cultura y representaban la
cultura, quiero decir, “la gran cultura”. Un día, esta Junta Directiva de la
Sociedad Louis Pasteur decide celebrar los 50 años de la institución, con una
representación teatral de la vida de Cristóbal Colón. La representación es un
fracaso, porque, diabólicamente, perversamente, en lugar de recitar el texto
previamente acordado, esos miembros de la Sociedad Pasteur hablan de lo que
les pasa, confrontan sus intimidades, proclaman sus amarguras y catástrofes
cotidianas. El Secretario de la Sociedad declara ante los supuestos
espectadores del pueblo que a él toda la vida lo que le ha gustado es el trasero
de una alemana y la posibilidad de tomarse 15 rones después de las seis de la
tarde. Que esa es su cultura, porque, al mismo tiempo, esa es su apetencia,
su sinceridad, su realidad. La declaración es catastrófica y las “fuerzas
vivas” de la localidad abandonan el recinto. La Sociedad Louis Pasteur ha
muerto. Nadie le dará una subvención, nadie le permitirá funcionar. Es el
precio de la confesión, o si se quiere, de la sinceridad. Creo que la
sociedad venezolana, y me refiero a la sociedad en el sentido de grupo humano
que establece ciertos compromisos, ciertos objetivos comunes, está basada en
una mentira general, en un vivir postizo. Lo que me gusta no es legal. Lo que
me gusta no es moral. Lo que me gusta no es conveniente. Lo que me gusta es
un error. Entonces, obligatoriamente tengo que mentir. No voy a renunciar a
mis apetencias, a mi “verdad”. Voy a disimularla. Voy a aparentar esto o lo
otro, para así poder esconderme, porque vivo en un país donde mis deseos no
forman parte de la poesía, donde el “culo de la alemana” o los 15 rones del
atardecer no son “culturales”, donde la descripción que se hace de mí en
términos literarios, pictóricos, es decir, en términos “sublimes” pertenece a
ese edificio casi teologal que es el “deber ser”. ¿De dónde sacamos nuestras
instituciones públicas? ¿De dónde sacamos nuestra noción de “Estado”? De un
sombrero. De un rutinario truco de prestidigitación. El campamento que era
una ciudad como Caracas hacia 1700 consiguió una “forma” capaz de disimular
ciertas amabilidades precarias, cierta vida auténtica, donde intercambiábamos
un poquito de sal y un poquito de harina, cierto “mientras tanto” y cierto
“por si acaso”.
–¿Y hoy?
–Vivir
es defendernos del Estado. Defendernos de un patrón ético al que llamamos
“Estado” y que no es otra cosa que la traslación mecánica de un esquema
europeo. Se aceptó la “moral” y la “cívica”, como me las enseñaban en el
bachillerato, cuando mi profesor en el Liceo Fermín Toro me decía una cosa y
el policía de la esquina me decía otra. Vivimos en una sociedad que no ha
podido escoger entre la “moral” y la “cívica”, hasta el sol de hoy, conceptos
absolutamente contrapuestos. Si soy “moral” no soy “cívico”. Y si soy
“cívico”, ¿cómo diablos hago para ser moral? El Estado venezolano, dicho así,
con mayúsculas, no se parece a los venezolanos. El Estado venezolano es una
aspiración mítica de sus ciudadanos. El Presidente es presidente sólo porque
él dice que es presidente. Pero, en realidad, no es un presidente. Es una
persona que está allí, desempeñando una provisionalidad, mientras le
encontramos su “lado flaco”, su rasero de miserias cotidianas, su condición
de “zángano” del panal. De allí que la función presidencial no es entendida
del todo por los ciudadanos. Casi todos nuestros compatriotas piensan
“honestamente” que el Presidente, sea quien sea, llámese como se llame, es un
ladrón. O es más o menos un ladrón. Si un hombre llega a Miraflores, es
necesariamente “lógico” que se dedique a robar. Si no lo hace, pertenece a la
categoría de los “inexistentes”, al limbo del “paradigma”. Desde luego, no
nos gusta que el Presidente robe. No nos gusta. Lo damos por hecho. Puede ser
que nos quejemos amargamente de la corrupción gubernamental, de tal o cual
pillo que se robe un dinero, pero la damos por hecho. “Todos los políticos
son unos bandidos”. “Todos los políticos son unos corruptos”. “Todos los
políticos son unos ladrones”. Eso es lo que realmente pensamos. El corrupto
no es un ser excepcional. El corrupto es un ser lógico, sostenido por una
relación de causa y efecto. El corrupto es “la norma”. El hombre honesto o es
un pendejo o es simplemente una excepción lujosa.
–Con la aparición del
petróleo, el ciudadano empieza a pedirle al Estado una cierta racionalidad,
una efectividad y una eficacia...
–Se creó una especie de
cosmogonía. El Estado adquirió rápidamente un matiz “providencial”. Pasó de
un desarrollo lento, tan lento como todo lo que tiene que ver con agricultura,
a un desarrollo “milagroso” y espectacular. Un ciudadano inglés, un italiano,
un sueco, no espera “milagros” del Estado. A eso se reduce lo que se llama
“madurez política”. A no esperar demasiado del Estado. Los parámetros de las
sociedades europeas son previsibles. Inglaterra se mueve dentro de una
relativa prosperidad y una relativa pobreza desde hace un montón de años. La
apreciación de la gestión gubernamental, por parte de un ciudadano inglés, es
un hecho bastante objetivo, proviene de situaciones absolutamente concretas.
Para Margaret Thatcher es relativamente sencillo convocar a los ingleses y
decirles: “Miren, la situación es muy difícil. No prometo prosperidad, no
prometo multiplicar los panes y los peces. Prometo dificultades, peligros de
todo tipo, y prometo un empeño en tratar de salir adelante. Prometo seriedad.
Tal vez vamos a decaer. Tal vez vamos a vivir peor. Pero, prometo que voy a
tratar de hacerlo lo mejor posible”.
–De ellos a nosotros, de lo ideal a lo
concreto:
–Imaginemos que un político venezolano diga
algo parecido en una campaña electoral. Imaginemos un candidato que nos hable
de imposibilidades, de limitaciones, de realidades. Un candidato que no nos
prometa el paraíso es un suicida. ¿Por qué? Porque el Estado no tiene nada
que ver con nuestra realidad. El Estado es un brujo magnánimo, un titán
repleto de esperanzas en esa bolsa de mentiras que son los programas
gubernamentales. Un tomate, una papa, una mazorca, un arbusto de café eran en
la Venezuela de 1900 productos de un esfuerzo tangible, de mediocre certeza.
No hay ningún milagro posible en una mazorca, como no sea el milagro de la
tierra. Una mazorca de maíz cuesta tres centavos, cuatro centavos, cinco
centavos, seis centavos. Esas son, en términos de precio, las únicas
sorpresas que puede darnos. El petróleo es diferente. Espectacularmente
diferente. Hoy valía medio dólar. Mañana tres. Después seis, doce,
veinticuatro, hasta treinta y seis dólares. No se trata de una economía
fundamentada en el fatigoso esfuerzo, en el “un poquito hoy” y “un poquito
mañana”. Se trata de un show económico. El petróleo es fantástico y por lo
tanto induce a la ilusión de un milagro. Creó en la práctica la “cultura del
milagro”. Por primera vez, el Estado venezolano había hecho un “buen
negocio”, lo cual, viéndolo bien, resultaba excepcional dada su costumbre de
hacer pésimos negocios. ¿Cómo un pobre se convertía en rico en la Venezuela
de 1905? Descubriendo un tesoro. No había otra manera. No había “negocios”,
ni especulación en la Bolsa, ni golpes de fortuna. Había la leyenda de que
los españoles en los días de la Independencia enterraron baúles, arcones,
botijuelas repletas de morocotas. Mi padre, un primitivo habitante de lo que
hoy en día llamamos en Caracas, Catia, o Parroquia Sucre, solía hablar de un
canario que a principios de siglo descubrió uno de esos tesoros. Cavó en la
tierra, hizo un hoyo, y encontró monedas de oro. Pues bien: a eso se parece
el petróleo. Es cuestión de cavar hoyos y descubrir riqueza. El hueco
petrolero sustituirá a la imaginación del hueco donde había morocotas
españolas. El Estado era ahora capaz de hacernos progresar mediante audaces
saltos. !Viva Gómez y adelante! ¿No era ésa la consigna? ¿No pagó el dictador
la deuda externa en pocos años? ¿No comenzamos a ver prodigios? ¿No fue ese
el comienzo del “sueño venezolano”? Tal vez Argentina lo tuvo en los tiempos
de la Segunda Guerra Mundial. Tal vez Chile en los lejanos días del cobre y
el nitrato. Tal vez Brasil, en tiempos de Getulio Vargas. Pero no se puede
hablar de un sueño colombiano, ni de un sueño paraguayo, ni de un sueño
boliviano u hondureño. La agricultura y la ganadería no provocan las mínimas
condiciones de ese “sueño”. Nuestro “sueño” fue saltar sobre esa lenta y
fatigosa historia.
–¿Y nos apoyamos en una mentira?
–La riqueza petrolera tuvo la
fuerza de un mito. Mi padre hablaba de Filippo Gagliardi como los
norteamericanos hablaban de Henry Ford. Digo mal, porque la riqueza de Henry
Ford es el producto concreto de una inventiva y de una inmensa capacidad de
trabajo. Pero Gagliardi en los años de Pérez Jiménez llegó al sitio del “baúl
de morocotas”. Llegó, según mi padre, con los pantalones rotos. De hecho,
tuvo que hacerse unos pantalones, nada menos que con la bandera del barco y
ahora, me parece estarlo oyendo, míralo, míralo a donde llegó. Mira el
relator que tiene. En mi casa de Catia, por allá por 1955, vivió un
inmigrante italiano. Un día, ese italiano de profesión tornero, descubrió en
una revista un anuncio que promocionaba esas señales de carretera que
llamamos “ojos de gato”. El hombre recortó el aviso, y me hizo escribirle una
carta al ministro de Obras Publicas, solicitándole una audiencia. La carta
fue enviada, pasaron meses y meses, y por fin, el ministro se dignó atender
al italiano tornero. Pasó un año y por fin el contrato se hizo realidad. De
golpe y porrazo, como solemos decir, el italiano era representante exclusivo
de los “ojos de gato” en ese fantástico país en ascenso. Demás está decir que
se hizo millonario. Pero ese concepto, o mejor dicho, esa ilusión, profundizó
más la idea de la provisionalidad. Nunca fuimos tan “provisionales” como en
los dorados años de Pérez Jiménez. Había más riqueza que presencia. La ciudad
de Caracas no era capaz de reflejar esa prosperidad por más edificios y
monumentos que se construyeran. La ciudad seguía siendo una aldea, pero todos
estábamos de acuerdo en que se trataba de una aldea provisional, “mientras
tanto y por si acaso”. Por eso desapareció el hotel Majestic para dolor de
los nostálgicos. Por eso despedazaron con una bola de acero la miserable
casita donde había nacido Andrés Bello. No vivíamos donde teníamos que vivir,
pero tampoco sabíamos dónde teníamos que vivir, cuál era la imagen de la
ciudad que soñábamos, en qué consistía esa fabulosa ciudad. Por eso, Caracas
no es una ciudad reconocible. Por eso no se la puedes describir a un
extranjero. Vete a París e intenta explicar a un francés qué es Caracas. ¿Qué
puedes decir? Grandes edificios, muchas autopistas, algo como Houston, como
Los Ángeles, algo inerte y sin recuerdos. Grandes, edificios, grandes
autopistas, como los discursos de Pérez Jiménez, que eran una síntesis de
cuántos edificios se hicieron y cuántas autopistas se construyeron. La
democracia lejos de apartarse de ese camino, insistió en la construcción de
ciudades provisionales. Betancourt, Leoni y Caldera no fueron demasiado lejos
en ese “sueño venezolano” porque la realidad presupuestaria lo impedía.
Seguíamos siendo ricos, pero, no tan ricos. Pero vino el otro Pérez, Carlos
Andrés Pérez, y allí sí encontramos la frase que nos definía. Estábamos
construyendo La Gran Venezuela. Pérez no era un Presidente. Era un mago. Un
mago capaz de dispararnos hacia una alucinación que dejaba pequeñas lagunas.
Pérez enrumbó el acto del poder hacia la fantasía.
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