jueves, 28 de febrero de 2013

José Ignacio Cabrujas: "Casi todos nuestros compatriotas piensan que el Presidente, es un ladrón. Si un hombre llega a Miraflores, es “lógico” que se dedique a robar"





José Ignacio Cabrujas. Ilustración de Isabel Adler




"Casi todos nuestros compatriotas piensan  que el Presidente, es un ladrón. Si un hombre llega a Miraflores, es “lógico” que se dedique a robar"
El Estado del Disimulo. 
Entrevista realizada a José Ignacio Cabrujas en 1987.





Entrevista realizada a José Ignacio Cabrujas en 1987. 



José Ignacio Cabrujas (1937/1995)


El Estado del Disimulo


Entrevista realizada a José Ignacio Cabrujas en 1987, por el equipo de la  revista Estado &  Reforma (Luis García Mora, Víctor Suárez, Trino Márquez y Ramón Hernández).

Exponente de la modernidad del teatro venezolano, José Ignacio Cabrujas no se oculta en la forma para evadir el fondo. Racionalmente crítico con la realidad, tiene su referente directo en la cultura venezolana y su razón dialéctica parte de la confrontación de la regionalidad y la universalidad para asegurar una evidente trascendencia: actor, director y dramaturgo se inició en el oficio con el Teatro Universitario de la Universidad Central de Venezuela, donde estudiaba Derecho. Hombre de la televisión y del periodismo, no ha desaprovechado sus opciones como comunicador de masas. De aguda percepción, claro estilo y reflexivo decir, es un intelectual de bien ganada credibilidad en el quehacer cultural contemporáneo.

 Cabrujas dejó volar su gusto por el análisis y la reflexión durante tres horas con el equipo editor de Estado & Reforma. Por razones estrictamente relacionadas con la dictadura del espacio, buena parte de la conversación se ha quedado en la libreta; sin embargo, consideramos que la síntesis que presentamos refleja en buena medida el parecer de José Ignacio Cabrujas sobre el Estado y el proceso modernizador que adelanta la Comisión Presidencial para la Reforma del Estado. 

 –El concepto de Estado en Venezuela es apenas un disimulo...

–El concepto de Estado es simplemente un “truco legal” que justifica formalmente apetencias, arbitrariedades y demás formas del “me da la gana”. Estado es lo que yo, como caudillo, como simple hombre de poder, determino que sea Estado. Ley es lo que yo determino que es Ley. Con las variantes del caso, creo que así se ha comportado el Estado venezolano, desde los tiempos de Francisco Fajardo hasta la actual presidencia del doctor Jaime Lusinchi. El país tuvo siempre una visión precaria de sus instituciones porque, en el fondo, Venezuela es un país provisional. La sensación que uno tiene cuando viaja al Perú o a México y observa las edificaciones coloniales, –palacios de gobierno, cuarteles, catedrales, inquisiciones, es decir, las formas arquitectónicas del Estado–, es de permanencia y solidez, como si la noción de futuro estuviese en cada ladrillo. Quien hizo la Catedral de México, además de edificar un concepto, pretendió exactamente levantar un templo perdurable y asombroso. Por el contrario, cuando uno entra en la Catedral de Caracas, termina por entender donde vive. La Catedral de Caracas es un parecido, un lugar grande, relativamente grande, todo lo grande que podría ser en Venezuela un lugar religioso, pero al mismo tiempo se trata de una edificación provisional que forma parte del “más o menos” nacional. Uno siente ese “más o menos” en la artesanía de los racimos de uvas, corderos pascuales, triángulos teologales o sandalias de pastores. Uno comprende que alguien levantó esa catedral “mientras tanto y por si acaso”. La historia nos habla de un país rico habitado por depredadores incapaces de otra nostalgia que no fuese el recuerdo de España. Se dice que nuestros indígenas eran tribus errantes que marchaban de un lugar a otro en busca de alimentos. Pero tan errantes como los indígenas fueron los españoles. Vivir fue casi siempre viajar y cuando el Sur comenzó a presentirse como el lugar del “oro prometido”, llámese Dorado o Potosí, Venezuela se convirtió en un sitio de paso donde quedarse significaba ser menos. Menos que Lima. Menos que Bogotá. Menos que el Cuzco. Menos que La Paz. Se instaló así un concepto de ciudad campamento magistralmente descrito por Francisco Herrera Luque en una de sus novelas.

–¿Seguimos viviendo en un campamento?

 –Han pasado siglos y todavía me parece vivir en un campamento. Quién sabe si al campamento le sucedió lo que suele ocurrirle a los campamentos: se transformó en un hotel. Esa es la mejor noción de progreso que hemos tenido: convertirnos en un gigantesco hotel donde apenas somos huéspedes. El Estado venezolano actúa generalmente como una gerencia hotelera en permanente fracaso a la hora de garantizar el confort de los huéspedes. Vivir, es decir, asumir la vida, pretender que mis acciones se traducen en algo, moverme en un tiempo histórico hacia un objetivo, es algo que choca con el reglamento del hotel, puesto que cuando me alojo en un hotel no pretendo transformar sus instalaciones, ni mejorarlas, ni adaptarlas a mis deseos. Simplemente las uso. No vivo en un lugar, me limito a utilizar un lugar. El gigantesco hotel necesitaba la fórmula de un Estado capaz de administrarlo. Alguna vez, ¿quién sabe cuándo?, fue necesario comenzar a crear instituciones, leyes, reglamentos, ordenanzas para garantizar un mínimo de orden, de convivencia. Habría sido más justo inventar esos artículos que leemos siempre al ingresar en un cuarto de hotel, casi siempre ubicados en la puerta. “Cómo debe vivir usted aquí”, “a qué hora debe marcharse”, “favor, no comer en las habitaciones”, “queda terminantemente prohibido el ingreso de perros en su cuarto”, etc., etc.; es decir, un reglamento pragmático y sin ningún melindre principista. “Este es su hotel, disfrútelo y trate de echar la menos vaina posible”, podría ser la forma más sincera de redactar el primer párrafo de la Constitución Nacional, puesto que por “Constitución Nacional” deberíamos entender un documento sincero, capaz de reflejar con cierta exactitud lo que somos, y lo que aspiramos.

–Pero...

–En lugar de esa sinceridad que tanto bien pudo hacernos, elegimos ciertos principios elegantes, apolíneos más que elegantes, mediante los cuales íbamos a pertenecer al mundo civilizado. El campamento aspiró a convertirse en un Estado y para colmo de males, en un Estado culto, principista, institucional, en todo caso, legendario por todo lo que tiene de hermoso y de irreal. Las constituciones nacionales, desde los hermanitos Monagas para acá, son verdaderos tratados de contemporaneidad y hondura conceptual. El déspota, y vaya si los hubo, jamás usó la palabra “tiranía”, ni los eufemismos correspondientes, como podría ser la palabra “autoritario” o “gobierno de fuerza” o “régimen de excepción”. Por el contrario, redactar una Constitución fue siempre en Venezuela un ejercicio retórico, destinado a disimular las criadillas del gobernante. En lugar de escribir “me da la gana”, que era lo real, el legislador por orden del déspota, escribió siempre “en nombre del bien común” y demás afrancesamientos por el estilo.

El resultado es que durante siglos nos hemos acostumbrado a percibir que las leyes no tienen nada que ver con la vida. Nunca levantamos muchas salas de teatro en este país. ¿Para qué? La estructura principista del poder fue siempre nuestro mejor escenario.



 Ilustra con una anécdota:
 
 –Nicanor Bolet Peraza escribió una crónica costumbrista sobre el Teatro del Maderero. Se representaba allí, en los días de Semana Santa, nada menos que La Pasión de Cristo, con crucifixión y azotes y crueldades habituales a la serenísima figura del Hijo del Hombre. Cuenta Bolet Peraza que en la escena del Gólgota salían los dos centuriones romanos y representaban aquella escena donde Cristo pide agua de manera conmovedora. Los dos centuriones empapaban esponjas con hiel y vinagre, acercándolas a la boca del crucificado. Entonces comenzaban a oírse grandes carcajadas en la sala, puesto que todo el mundo suponía, vaya usted a saber por qué, que las esponjas estaban repletas de mierda. Mayor era el sufrimiento de Cristo y más vigorosas eran las risotadas de los espectadores. Hasta que un niñito gritó: “!Es que ese no es Cristo!; ese es el hijo de Estelita con el chichero de la esquina!” Nada, en mi vida de hombre de teatro, me ha parecido tan esclarecedor como esta escena. En efecto, asumir la majestad es una de nuestras imposibilidades. Jamás hemos aceptado el drama extremo del poder. Cuando la institución se toma en serio a sí misma, no tarda en aparecer el rasero de la “joda”. Está bien, gobierna... pero tampoco te lo tomes tan en serio. Está bien, ponte el uniforme y mete la barriga... pero, déjate de vainas, porque tú, uniformado, protocolar, dándotelas de gran cosota, sigues siendo el hijo de Estelita con el chichero de la esquina. 

Insiste en el ejemplo:

 –La entrada del Presidente de la República al Congreso, en la ceremonia de entrega de cuentas, se parece a la contradicción que vivimos. Allí está la verdadera identidad nacional, en ese presidente picarón, desesperado porque no vaya algún jodedor a pensar que él se lo está tomando en serio. Persiste en mí una imagen, la del presidente Luis Herrera Campíns en el trance de dar una de sus habituales ruedas de prensa, transmitidas en cadena nacional de radio y televisión. La ceremonia era idéntica quincena tras quincena. Los televidentes observábamos una puerta laqueada, de un versallismo arrepentido, repleta de ornatos dorados, como corresponde a una puerta de poder. Se abría la puerta y la cámara retrocedía hasta mostrar a dos soldados venezolanos, fornidos y retacos, vestidos con la interpretación estilo Centeno Vallenilla del uniforme de Carabobo, inexplicablemente zarista como si se tratara de una escena de La Guerra y la Paz. De inmediato salía Herrera, precedido de una fanfarria republicana casi siempre destemplada. Y comenzaba la comedia porque Herrera en ese corto paseo hacia la sala de conferencias, hacia un gigantesco esfuerzo por aparentar cordialidad y llaneza de carácter. Allí lo veíamos guiñar el ojo, dar palmaditas, sonreír a la cámara, saludar con la mano a la altura de la cintura para no parecerse al emperador Trajano. Era como si Herrera nos dijese: “!Un momento! !Yo sigo siendo Luis Herrera! (el hijo de Estelita y el chichero), yo estoy cumpliendo un protocolo más o menos y tal, pero sigo siendo el amigo cordial, el simpaticón Herrera, el gordo Herrera, el ñato Herrera, el negro Herrera, el cómplice de todos ustedes cruzando un pedacito de Miraflores sin que los humos se me hayan ido a la cabeza”. Porque más allá de las ceremonias, el Presidente sabe muy bien a quien representa.

Terminada la comparación, regresa a lo concreto:

–Algún político del siglo XIX en Venezuela, lamento no recordar ahora su nombre, dijo que el venezolano podía perder la libertad pero jamás la igualdad. Nosotros entendemos por igualdad ese formidable rasero donde a todos nos hace el traje el mismo sastre, donde lo importante es que no me vengas con cuentos, no te la des “de”, porque si te la das “de”, yo te desmantelo, yo acabo contigo, yo digo la verdad, yo revelo quién eres tú en el fondo, qué clase de pillín o de sinverguenzón eres tú, para que no te me vayas demasiado alto, para que no te me vuelvas predominante y espectacular.

Otro ejemplo:

–Años atrás, cuando trabajaba en la Dirección de Cultura de la UCV, fui invitado por el inolvidable Jesús María Blanco a una recepción académica mediante la cual se iba a rendir homenaje a un ilustre venezolano que había hecho un singular aporte a la cirugía cardiovascular. Las revistas inglesas y norteamericanas, me refiero desde luego a revistas especializadas, habían comentado en términos sumamente elogiosos y admirativos al trabajo de nuestro compatriota, de allí que la Universidad se sentía en el deber de reconocer, con la solemnidad del caso, los logros de un miembro de la comunidad. Estábamos allí muchos invitados, y los académicos entraron con toga y birrete, aproximándose de inmediato al homenajeado. El rector pronunció un parco discurso donde destacó la trayectoria de ese gran cirujano. Me pareció, y por lo demás, era natural, que el distinguido científico se sentía muy bien porque mostraba un evidente orgullo y hasta una honda emoción. Concluyó el acto. Salieron las cuadrillas de mesoneros con las correspondientes botellas de champagne y el protocolo se “animó” después de un vigoroso aplauso en el instante en que el rector condecoró al “hombre”. No hubo en ese aplauso ninguna hipocresía. Por el contrario, era una reacción emotiva y, desde luego, sincera. Pero después de los aplausos, comenzó el cocktail, desaparecieron las togas y los birretes y todo el mundo se “republicanizó”. Entonces empezó la verdadera ceremonia nacional, el auténtico ritual de “no te me vayas tan lejos”. Los amigos rodearon al encumbrado y así como en las corridas de toros salen los picadores, para que el toro se acostumbre a la lidia, es decir, para que el toro sea menos toro, así al doctor González (invento el apellido porque no recuerdo cómo se llamaba el cirujano) lo comenzaron a llamar Gonzalito. Menudearon las palabrotas y las palmadotas: “!Gonzalito, carajo! ¿Quién lo iba a decir, Gonzalito? ¿Cómo fue ese pegón, Gonzalito, si a ti te “rasparon” en Anatomía II? !Si tú eras más malo que el carajo! ¿Esa operación no te la haría la enfermera?” Etc., etc. Esta sociedad familiar que no acepta deserciones a la cervecita cotidiana, que convierte a González en Gonzalito, justamente el día que González es más González que nunca, esta sociedad de complicidades, de lados flacos, ha hecho de la noción de Estado un esquema de disimulos. Vamos a fingir que somos un país con una Constitución. Vamos a fingir que el Presidente de la República es un ciudadano esclarecido. Vamos a fingir que la Corte Suprema de Justicia es un santuario de la legalidad. Pero en el fondo, no nos engañemos. En el fondo, todos sabemos como se “bate el cobre”, cuál es la verdad, de qué pie cojea el Contralor, o el Ministro de Energía, o el Secretario del Ministro de Educación. La “verdad” no está escrita en ninguna parte. La verdad es mi compadre, la verdad es el resorte mediante el cual puedo burlar la apariencia legal, eso que en la jerga administrativa se denomina la “veredita”. Lo expresa muy bien el venezolano cuando decimos: “No, chico, no hables con el Secretario. Habla directamente con el Presidente, porque el Secretario es un pendejo. Vete a la cabeza”. 

–Nadie confía en nadie...

 –Hemos aprendido a vivir mintiéndole al Estado, y ese aprendizaje tiene razón de ser si este país viviese de acuerdo a las normas, leyes, disposiciones, reglamentos, permisos, procedimientos, etc., todo se habría paralizado. En tiempos del doctor Caldera, yo trabajaba en el fallecido INCIBA y había allí una disposición mediante la cual no se podían efectuar órdenes de pago por encima de cinco mil bolívares. Un cheque por más de cinco mil bolívares tenía que ser sometido a revisiones, autorizaciones y otras tortuosidades que escapaban a la dinámica de ese gasto, casi siempre urgente. ¿Qué solución se encontró para burlar este principio, probablemente justo, probablemente necesario? Emitir varios cheques de cinco mil bolívares a la misma persona o a la misma entidad. Si era necesario gastar diez mil bolívares en una urgencia, se ordenaban dos cheques de cinco mil y todo el mundo en paz. No se trataba de un robo. Se podría definir como una realidad paralela al ser apolíneo que es el Estado venezolano. Si te detiene un fiscal de tránsito, tú sabes muy bien que por encima de su reclamo protocolar (usted se comió la luz, ciudadano), hay una proposición paralela, no necesariamente deshonesta. Puede ser que el fiscal te diga simplemente: “mira, vete y vamos a dejar esa vaina así”, probablemente porque tú le has dicho al fiscal: “hermano, es que tengo a mi mamá enferma, es que me están esperando en el Hipódromo porque me van a dar un dato, es que venía distraído porque tengo un problemón en mi casa”. ¿Por qué? Porque la boleta que el fiscal te debe entregar de acuerdo a las disposiciones del tránsito es en el fondo una agresión personal. No es que tú faltaste. Es que tú le caíste mal al fiscal. Es que el fiscal es un antipático, un desgraciado, que ese día se levantó de mal humor porque anoche quién sabe lo que comió ese muérgano que la pagó conmigo. De ahí que la corrupción sea un establo habitual, yo diría que normal, en ese inmenso tejido de situaciones cotidianas donde necesitamos dialogar con el Estado convertido en fiscal de tránsito, o en escribiente de tribunal, o en secretario de notaría, o en enfermera de los Seguros Sociales. Los procedimientos no persiguen en este país aligerar los procesos. Por el contrario: casi siempre se trata de verdaderos obstáculos que no tienen nada que ver con mi vida. El funcionario es mi enemigo cuando se pone pesado, es decir, cuando cumple con las normas. Por eso, en Venezuela, todo funcionario público cumple con las normas. Por eso, en Venezuela, todo funcionario público o es un delincuente o es un antipático. La verdadera filosofía del Estado venezolano descansa sobre un axioma preciso y diáfano, esto es: el Estado en Venezuela sirve para impedir una catástrofe. El Estado desconfía absolutamente de los ciudadanos. El Estado venezolano parte de la idea de que somos unos pillos y de que es necesario impedir que seamos tan pillos.

 –¿Cómo hacer un país donde la realidad no está divorciada de lo que está escrito en el papel?

–Hace unos años escribí una comedia llamada Acto Cultural. Los personajes de esa comedia eran miembros de la Junta Directiva de una Sociedad Cultural en una pequeña ciudad provinciana. Vivían para la cultura y representaban la cultura, quiero decir, “la gran cultura”. Un día, esta Junta Directiva de la Sociedad Louis Pasteur decide celebrar los 50 años de la institución, con una representación teatral de la vida de Cristóbal Colón. La representación es un fracaso, porque, diabólicamente, perversamente, en lugar de recitar el texto previamente acordado, esos miembros de la Sociedad Pasteur hablan de lo que les pasa, confrontan sus intimidades, proclaman sus amarguras y catástrofes cotidianas. El Secretario de la Sociedad declara ante los supuestos espectadores del pueblo que a él toda la vida lo que le ha gustado es el trasero de una alemana y la posibilidad de tomarse 15 rones después de las seis de la tarde. Que esa es su cultura, porque, al mismo tiempo, esa es su apetencia, su sinceridad, su realidad. La declaración es catastrófica y las “fuerzas vivas” de la localidad abandonan el recinto. La Sociedad Louis Pasteur ha muerto. Nadie le dará una subvención, nadie le permitirá funcionar. Es el precio de la confesión, o si se quiere, de la sinceridad. Creo que la sociedad venezolana, y me refiero a la sociedad en el sentido de grupo humano que establece ciertos compromisos, ciertos objetivos comunes, está basada en una mentira general, en un vivir postizo. Lo que me gusta no es legal. Lo que me gusta no es moral. Lo que me gusta no es conveniente. Lo que me gusta es un error. Entonces, obligatoriamente tengo que mentir. No voy a renunciar a mis apetencias, a mi “verdad”. Voy a disimularla. Voy a aparentar esto o lo otro, para así poder esconderme, porque vivo en un país donde mis deseos no forman parte de la poesía, donde el “culo de la alemana” o los 15 rones del atardecer no son “culturales”, donde la descripción que se hace de mí en términos literarios, pictóricos, es decir, en términos “sublimes” pertenece a ese edificio casi teologal que es el “deber ser”. ¿De dónde sacamos nuestras instituciones públicas? ¿De dónde sacamos nuestra noción de “Estado”? De un sombrero. De un rutinario truco de prestidigitación. El campamento que era una ciudad como Caracas hacia 1700 consiguió una “forma” capaz de disimular ciertas amabilidades precarias, cierta vida auténtica, donde intercambiábamos un poquito de sal y un poquito de harina, cierto “mientras tanto” y cierto “por si acaso”.



–¿Y hoy?

–Vivir es defendernos del Estado. Defendernos de un patrón ético al que llamamos “Estado” y que no es otra cosa que la traslación mecánica de un esquema europeo. Se aceptó la “moral” y la “cívica”, como me las enseñaban en el bachillerato, cuando mi profesor en el Liceo Fermín Toro me decía una cosa y el policía de la esquina me decía otra. Vivimos en una sociedad que no ha podido escoger entre la “moral” y la “cívica”, hasta el sol de hoy, conceptos absolutamente contrapuestos. Si soy “moral” no soy “cívico”. Y si soy “cívico”, ¿cómo diablos hago para ser moral? El Estado venezolano, dicho así, con mayúsculas, no se parece a los venezolanos. El Estado venezolano es una aspiración mítica de sus ciudadanos. El Presidente es presidente sólo porque él dice que es presidente. Pero, en realidad, no es un presidente. Es una persona que está allí, desempeñando una provisionalidad, mientras le encontramos su “lado flaco”, su rasero de miserias cotidianas, su condición de “zángano” del panal. De allí que la función presidencial no es entendida del todo por los ciudadanos. Casi todos nuestros compatriotas piensan “honestamente” que el Presidente, sea quien sea, llámese como se llame, es un ladrón. O es más o menos un ladrón. Si un hombre llega a Miraflores, es necesariamente “lógico” que se dedique a robar. Si no lo hace, pertenece a la categoría de los “inexistentes”, al limbo del “paradigma”. Desde luego, no nos gusta que el Presidente robe. No nos gusta. Lo damos por hecho. Puede ser que nos quejemos amargamente de la corrupción gubernamental, de tal o cual pillo que se robe un dinero, pero la damos por hecho. “Todos los políticos son unos bandidos”. “Todos los políticos son unos corruptos”. “Todos los políticos son unos ladrones”. Eso es lo que realmente pensamos. El corrupto no es un ser excepcional. El corrupto es un ser lógico, sostenido por una relación de causa y efecto. El corrupto es “la norma”. El hombre honesto o es un pendejo o es simplemente una excepción lujosa.

 –Con la aparición del petróleo, el ciudadano empieza a pedirle al Estado una cierta racionalidad, una efectividad y una eficacia...

–Se creó una especie de cosmogonía. El Estado adquirió rápidamente un matiz “providencial”. Pasó de un desarrollo lento, tan lento como todo lo que tiene que ver con agricultura, a un desarrollo “milagroso” y espectacular. Un ciudadano inglés, un italiano, un sueco, no espera “milagros” del Estado. A eso se reduce lo que se llama “madurez política”. A no esperar demasiado del Estado. Los parámetros de las sociedades europeas son previsibles. Inglaterra se mueve dentro de una relativa prosperidad y una relativa pobreza desde hace un montón de años. La apreciación de la gestión gubernamental, por parte de un ciudadano inglés, es un hecho bastante objetivo, proviene de situaciones absolutamente concretas. Para Margaret Thatcher es relativamente sencillo convocar a los ingleses y decirles: “Miren, la situación es muy difícil. No prometo prosperidad, no prometo multiplicar los panes y los peces. Prometo dificultades, peligros de todo tipo, y prometo un empeño en tratar de salir adelante. Prometo seriedad. Tal vez vamos a decaer. Tal vez vamos a vivir peor. Pero, prometo que voy a tratar de hacerlo lo mejor posible”. 

–De ellos a nosotros, de lo ideal a lo concreto:

 –Imaginemos que un político venezolano diga algo parecido en una campaña electoral. Imaginemos un candidato que nos hable de imposibilidades, de limitaciones, de realidades. Un candidato que no nos prometa el paraíso es un suicida. ¿Por qué? Porque el Estado no tiene nada que ver con nuestra realidad. El Estado es un brujo magnánimo, un titán repleto de esperanzas en esa bolsa de mentiras que son los programas gubernamentales. Un tomate, una papa, una mazorca, un arbusto de café eran en la Venezuela de 1900 productos de un esfuerzo tangible, de mediocre certeza. No hay ningún milagro posible en una mazorca, como no sea el milagro de la tierra. Una mazorca de maíz cuesta tres centavos, cuatro centavos, cinco centavos, seis centavos. Esas son, en términos de precio, las únicas sorpresas que puede darnos. El petróleo es diferente. Espectacularmente diferente. Hoy valía medio dólar. Mañana tres. Después seis, doce, veinticuatro, hasta treinta y seis dólares. No se trata de una economía fundamentada en el fatigoso esfuerzo, en el “un poquito hoy” y “un poquito mañana”. Se trata de un show económico. El petróleo es fantástico y por lo tanto induce a la ilusión de un milagro. Creó en la práctica la “cultura del milagro”. Por primera vez, el Estado venezolano había hecho un “buen negocio”, lo cual, viéndolo bien, resultaba excepcional dada su costumbre de hacer pésimos negocios. ¿Cómo un pobre se convertía en rico en la Venezuela de 1905? Descubriendo un tesoro. No había otra manera. No había “negocios”, ni especulación en la Bolsa, ni golpes de fortuna. Había la leyenda de que los españoles en los días de la Independencia enterraron baúles, arcones, botijuelas repletas de morocotas. Mi padre, un primitivo habitante de lo que hoy en día llamamos en Caracas, Catia, o Parroquia Sucre, solía hablar de un canario que a principios de siglo descubrió uno de esos tesoros. Cavó en la tierra, hizo un hoyo, y encontró monedas de oro. Pues bien: a eso se parece el petróleo. Es cuestión de cavar hoyos y descubrir riqueza. El hueco petrolero sustituirá a la imaginación del hueco donde había morocotas españolas. El Estado era ahora capaz de hacernos progresar mediante audaces saltos. !Viva Gómez y adelante! ¿No era ésa la consigna? ¿No pagó el dictador la deuda externa en pocos años? ¿No comenzamos a ver prodigios? ¿No fue ese el comienzo del “sueño venezolano”? Tal vez Argentina lo tuvo en los tiempos de la Segunda Guerra Mundial. Tal vez Chile en los lejanos días del cobre y el nitrato. Tal vez Brasil, en tiempos de Getulio Vargas. Pero no se puede hablar de un sueño colombiano, ni de un sueño paraguayo, ni de un sueño boliviano u hondureño. La agricultura y la ganadería no provocan las mínimas condiciones de ese “sueño”. Nuestro “sueño” fue saltar sobre esa lenta y fatigosa historia.

–¿Y nos apoyamos en una mentira?

–La riqueza petrolera tuvo la fuerza de un mito. Mi padre hablaba de Filippo Gagliardi como los norteamericanos hablaban de Henry Ford. Digo mal, porque la riqueza de Henry Ford es el producto concreto de una inventiva y de una inmensa capacidad de trabajo. Pero Gagliardi en los años de Pérez Jiménez llegó al sitio del “baúl de morocotas”. Llegó, según mi padre, con los pantalones rotos. De hecho, tuvo que hacerse unos pantalones, nada menos que con la bandera del barco y ahora, me parece estarlo oyendo, míralo, míralo a donde llegó. Mira el relator que tiene. En mi casa de Catia, por allá por 1955, vivió un inmigrante italiano. Un día, ese italiano de profesión tornero, descubrió en una revista un anuncio que promocionaba esas señales de carretera que llamamos “ojos de gato”. El hombre recortó el aviso, y me hizo escribirle una carta al ministro de Obras Publicas, solicitándole una audiencia. La carta fue enviada, pasaron meses y meses, y por fin, el ministro se dignó atender al italiano tornero. Pasó un año y por fin el contrato se hizo realidad. De golpe y porrazo, como solemos decir, el italiano era representante exclusivo de los “ojos de gato” en ese fantástico país en ascenso. Demás está decir que se hizo millonario. Pero ese concepto, o mejor dicho, esa ilusión, profundizó más la idea de la provisionalidad. Nunca fuimos tan “provisionales” como en los dorados años de Pérez Jiménez. Había más riqueza que presencia. La ciudad de Caracas no era capaz de reflejar esa prosperidad por más edificios y monumentos que se construyeran. La ciudad seguía siendo una aldea, pero todos estábamos de acuerdo en que se trataba de una aldea provisional, “mientras tanto y por si acaso”. Por eso desapareció el hotel Majestic para dolor de los nostálgicos. Por eso despedazaron con una bola de acero la miserable casita donde había nacido Andrés Bello. No vivíamos donde teníamos que vivir, pero tampoco sabíamos dónde teníamos que vivir, cuál era la imagen de la ciudad que soñábamos, en qué consistía esa fabulosa ciudad. Por eso, Caracas no es una ciudad reconocible. Por eso no se la puedes describir a un extranjero. Vete a París e intenta explicar a un francés qué es Caracas. ¿Qué puedes decir? Grandes edificios, muchas autopistas, algo como Houston, como Los Ángeles, algo inerte y sin recuerdos. Grandes, edificios, grandes autopistas, como los discursos de Pérez Jiménez, que eran una síntesis de cuántos edificios se hicieron y cuántas autopistas se construyeron. La democracia lejos de apartarse de ese camino, insistió en la construcción de ciudades provisionales. Betancourt, Leoni y Caldera no fueron demasiado lejos en ese “sueño venezolano” porque la realidad presupuestaria lo impedía. Seguíamos siendo ricos, pero, no tan ricos. Pero vino el otro Pérez, Carlos Andrés Pérez, y allí sí encontramos la frase que nos definía. Estábamos construyendo La Gran Venezuela. Pérez no era un Presidente. Era un mago. Un mago capaz de dispararnos hacia una alucinación que dejaba pequeñas lagunas. Pérez enrumbó el acto del poder hacia la fantasía. 


miércoles, 27 de febrero de 2013

Mis contactos con Estuloca,

un texto del escritor venezolano Rafael José Muñoz









Mis contactos con Estuloca



Rafael José Muñoz





Despierto a las cinco de la mañana. El cielo está gris, rímbido, monótono. Del norte baja la brisa  como envuelta en perfumes de mos, en bálsamos de sen. De pronto me digo: Tienes que construir una máquina que te lleve al cielo. La construyo y voy al cielo. He aquí la descripción del viaje.


Yo, Zoomunozángel, poseedor de la máquina más veloz que existe en el mundo; de la máquina empujada por el  fuego inmortal; por las alas de Otneimasnep; con mil millones de rozaolos azul, a 456578 plin; a 5969 cen; a 9687 slip; a 6554 uck; a 54 sarip; a 25 trillones de arulitas conjugadas con veltllas; yo, Zoomuñozángel, impulsado por el solo deseo de ver a Rastroostros; llamado por velastro; fiel guardián de los representantes Sietzgh: en el huevo oscuro ocurro a las regiones donde no hay sino una luz dorada, envuelta en lirios de extraños fulgores, donde templos inmensos, adornados por leones y sarbelucs feroces, encierran los secretos del que no desea morir, del que vela, del que ora, del que está al pie del Sebeluz para iluminarlo todo y dar la inmortalidad al alma que la pide. Heme aquí remontando a los cielos en mi hermoso vehículo de otneivlamán.


Yo he visto el cielo, he visto donde nace y donde muere; he visto sis cabeceras y desembocaduras. E, impulsado por el canto del gallo, he llamado a la vaca y he ido hasta la gallina para requerir de ellos sus cantos e irlos a llevar hasta donde habita el pájaro amarillo, aquel de maravilloso plumaje que esconde su morada en lo más remoto del bosque; aquel que sabe del manantial de Amila; el que descubre la bruma y otorga a los arboles trinos de luz; el pájaro melodioso, que va al río y trae mensajes de leñadores y barqueros; el pájaro que sabe levantarse a la una de la tarde, que es igual a la una de la mañana y a la una de la noche y a la una de la madrugada; el pájaro rojo que arranca al sol plumas de oro; el de azafrán, descendiente de Tseu Tse, hijo de Lun Fin; el pájaro que truena, el que posee la gloria del Espíritu; el que viaja hacia el alma en una piragua llena de astros; en fin, el pájaro cucu que da la hora muy temprano, cuando en las riberas del sueño suenan todos los relojes del mundo y yo no llego a despertar, ni llego a sentir esas campanas que corren y corren con tañidos solemnes, como queriendo anunciar a Solubio que están presentes ya los arubines.


Y he aquí lo que ahora veo:


Hacia el sur , sobre un firmamento rodeado de cenizas, los rostros de dos arcángeles que viajan entre nubes en vehículos de potencias esplendorosas, a los arafines, que nos envían una piedra de malaquita, una piedra fina y delgada que conoce de los poderes de resurrección ; veo una forma de trono, un pedestal donde está sentado un señor , un viejo en un umbral majestuoso; veo un león de lino, cubierto con criznes de trigo y adornado con ojos de esmeraldas; veo una tempestad que se acerca, como queriendo derramar cataratas sobre la nave en que viajo; pero me pierdo, me remonto en las nubes y disipo la ilusión de los que se creen capaces de interrumpir mi viaje.


Ahora vuelo por entre gasas blancas, como marejadas de hielo, creo estar en el polo norte y visitar la Antártida, hablar con los pingüinos, sumergirme en los silencios eternos del hielo. Pero he ahora otra visión:


Un monstruo se me acerca y me extiendo las manos y las uñas, me abraza con sus garras, me clava sus tentáculos, trata de asirme del control de la nave, pero yo soy potente, soy un dios de fuego, más fuerte que la luz: mi poder supera al de cien alveloladas de astros poderosos; porque viajo en sus alas, en las alas de mi vehículo solar, en mi nave que no aventaja nadie, en mi Círculo que tiene los poderes de Luxor.


Mas, oh ilusión: aún me persiguen los arubines, esos monstruos, o parecidos a monstruos, que adornan sus cabezas con llamas imponentes, tratan de interceptarme; fingen querer alcanzar el monte solitario que ahora alumbra mi visión. Mi vehículo dase una vuelta por el Alfa del Centauro, atraviesa las praderas terribles de Eridano, sacude los abismos de Pasifaey, gloriosa. Como una hoja movida por el hálito mágico de los vientos, se eleva y se eleva: cielos, cielos, cielos, cielos; cielos azules, blancos, níveos, dorados, verdes, bellísimos, fulgurantes; cielos llenos de fieras imponentes, de lagartos como dragones, de burros como silumbres, de caballos como los pasifaes de Jonás, como las altiplanicies de Redot, como las altas colinas de Sarif, que soplan y soplan contra mis enemigos, mis perseguidores, mis bestias, mis rivales.


Ahora gano la calma; y del horizonte que ausculto en mi nave; veo un sol dorado, con un anillo negro, y en el centro una forma, como en letras de OISD;  lanzo contra él mi nave veloz; hase parado al lado izquierdo mío. Me escudriñan desde adentro. Pregunto: ¿Es Estuloca?; pero nadie responde. En las cavernas de Sirio duermen profundamente, y sólo unas formas insólitas, como las orejas que vagaran entre nieblas, acuden a mi grito. Y Estuloca aparece envuelta en un manto, en un manto de perilineas que semejan mucho al silencio, a esos contactos misteriosos establecidos entre mis perseguidores y los que tras ellos han dejado una huella en aquellos vacíos delirantes.


Abro los ojos sobre mis enemigos: ¡Ya no están!, los he derribado y empujado hacia la puerta de los antros donde no hace luz. Ahora no pueden salir y gritan: Urru-rú-u-rru-rú-urru-rú.


A la vista de todos, los carros descienden, dejándome solo la emoción de un rostro de turquesas, de un rostro lleno de un indescriptible color, tal un dorso como torbellino que se moviera de noche, lento, tenaz, silencioso, lleno de lava y furia, arrancándose desde aquellas regiones donde solo cabe la voz de las tormentas, la luz de mis visiones más recónditas.


Estuloca! Estuloca!


Y he aquí que clamo desde Sirio!





Diciembre de 1971


Revista Nacional de Cultura. Mayo-junio-julio. Números: 206-207-208. 1972

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Rafael José Muñóz  (1928,Guanape, estado Anzoateguí - 6/11/1981, Caracas), publicó las siguientes obras: “Selección Poética” (1952), “Los Pasos de la Muerte” (1953) y "El círculo de los tres soles" (1969).

martes, 26 de febrero de 2013

Sylvia Molloy, escritora argentina : En Venezuela no se puede hablar de la homosexualidad de Teresa de la Parra










En Venezuela no se puede hablar de la homosexualidad de Teresa de la Parra 

La palabra en la boca. 

Una entrevista a Sylvia Molloy



"Había una circulación secreta del deseo, que no se nombraba"

La palabra en la boca.


Una entrevista a Sylvia Molloy




"Cuando fui a Caracas a trabajar sobre sus manuscritos (los de Teresa de la Parra), muchos de los cuales están en la Biblioteca Nacional, visité a Velia Bosch, crítica venezolana a cuyo cuidado estuvo la obra de Parra y que, por eso mismo, se considera un poco dueña de la escritora. Sin embargo, basta cotejar la edición que hizo de los Diarios de Parra con los originales para comprobar que están totalmente recortados." 

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Escritora, crítica y ensayista, el nombre de Sylvia Molloy ha funcionado por décadas casi como un guiño: es la autora de esa novela, En breve cárcel, en la que el amor lésbico enhebra la trama sin instituirse en conflicto. Ella, que en sus ensayos se ha ocupado de la autobiografía como género, devela el modo en que la ceguera de la crítica obtura lo que recién ahora empieza a nombrarse en voz alta.



Por Patricio Lennard



”Cuando era joven –y te estoy hablando de cuarenta años atrás– había un closet tácito. Era un mundo de disimulos que se manejaba mucho más por alusión que por declaraciones. Había códigos que permitían el reconocimiento mutuo, el uso de ciertas palabras, formas de mirar, y las amistades eran muy importantes. Había una circulación secreta del deseo, que no se nombraba. No lo nombrábamos nosotras ni quienes a priori lo criticaban. Yo jamás le oí decir la palabra lesbiana a mi madre, por ejemplo. Decía ‘mujeres raras’, o ‘amores raros’, y lo ‘raro’ –bueno, lo queer– era parte de la percepción que existía entonces.”


De golpe, la palabra en inglés sale de su boca con una pronunciación perfecta, levemente arrastrada. Pero enseguida uno entiende que es mucho más que eso: Sylvia Molloy sí que sabe decirla. Sabe lo que dice cuando a los tapujos de su madre les remacha, en la misma frase, la ambivalencia de ese término en inglés que antes insultaba a los “raros”, a los maricones, y que culturalmente terminaría siendo trofeo de una conquista que excedería lo lingüístico con creces; y sabe decir esa palabra díscola, reivindicatoria, como si la suya fuera una forma definitiva de nombrarla.


No en vano Sylvia Molloy ha sido una pionera a la hora de combatir la elusión, el recato y el silenciamiento que hasta no hace mucho envolvía la homosexualidad, la literatura homosexual y la homosexualidad de ciertos escritores y escritoras, tanto en la crítica como en la historia literaria en Latinoamérica. Una empresa que llevó a cabo como la lectora lúcida que es, pero también escribiendo literatura: su novela En breve cárcel, publicada en 1981, fue una de las primeras que habló sin reticencias ni disimulos del amor entre mujeres en la literatura argentina.


Cuarenta años viviendo en los Estados Unidos y enseñando en las universidades más prestigiosas (Princeton, Yale, y actualmente New York University) han hecho de Molloy una de las voces críticas más influyentes de la escena hispanoamericana, y una pasajera en tránsito en el país donde nació y al que vuelve, al menos, una vez por año. Como ensayista publicó en 1979 Las letras de Borges, un libro que supo abrir un camino novedoso al poner bajo la lupa, además de los textos del autor de El Aleph, su figura de escritor y su mito personal en tiempos en que la “muerte del autor” aún exigía luto a gran parte de la crítica. Algo de lo que se desentendió también en Acto de presencia (editado primero en inglés y luego en español), su admirable estudio sobre la autobiografía en Hispanoamérica, cuya escritura se interpuso en el desarrollo de El común olvido, su segunda novela, que sería publicada en 2002 y en donde la ficción autobiográfica –que en la citada En breve cárcel ostentaba el filtro de una narradora en tercera persona– se encarna en un personaje homosexual: un académico argentino que vive en los Estados Unidos y que vuelve a Buenos Aires con un vago proyecto de investigación que le sirve de pretexto para encontrar un destino final para las cenizas de su madre.


“Una vez se contactó conmigo una persona que estaba escribiendo una biografía de Alejandra Pizarnik, y me dijo que sabía que en algún momento yo había estado muy cerca de ella, o algo por el estilo. Esta persona había leído mi novela En breve cárcel y estaba convencida de que la protagonista estaba basada en Pizarnik”, cuenta Molloy entre toses, maldiciendo el tiempo cambiante de Buenos Aires. “Ahí mismo me dio un ataque de furia, como si me robaran algo, y le contesté que no, quería decirle que el personaje era yo y no Pizarnik, pero me pareció una respuesta críticamente mezquina y recurrí, algo molesta, a la perífrasis. Le dije, pedantemente, que se trataba de ‘material autobiográfico mío’. Y esa situación me llevó a preguntarme de quién es en realidad la vida de uno, el relato de vida de uno mismo.”


A raíz de ese incidente, Molloy empezó a investigar casos de autobiografías escritas por otros: autobiografías por encargo y autobiografías de personajes ficticios. “Me interesé particularmente por una autobiografía escrita por un sobreviviente de Auschwitz, Benjamin Wilkomirski, que había pasado su infancia en los campos. El libro resultó espurio, porque Wilkomirski en realidad no se llamaba Wilkomirski, ni era sobreviviente del Holocausto, ni siquiera judío. Había asumido una identidad imaginaria, se construía a sí mismo –se vivía, habría que decir– como sobreviviente y se reconocía en esa construcción. Eso me llevó a preguntarme acerca de la ‘autenticidad’ del relato, de todo relato de vida. ¿Dónde reside esa autenticidad? Es demasiado fácil denunciar el fraude, decir que Wilkomirski es un impostor y que se trata de una ficción inventada de cabo a rabo, acaso por ansias de protagonismo. Toda esta reflexión personal y crítica, más el llamado de esa mujer que identificaba a la protagonista de En breve cárcel con Pizarnik y no conmigo, más estas autobiografías ‘falsas’ que empecé a desenterrar y con las que me puse a trabajar, me llevaron a empezar una novela con un protagonista al que le piden, justamente, que escriba una autobiografía de otro. En este caso, el personaje escribe por encargo la autobiografía de alguien que no tiene tiempo o no posee talento para escribirse, y lo que comienza como un trabajo por encargo, bien remunerado, con un protagonista algo sobrador que se siente superior a su sujeto, termina atrapando al ‘falso’ autobiógrafo, se vuelve fuente de conflicto y, sobre todo, de resentimiento. No te voy a decir cómo termina la historia porque ni yo misma estoy segura de ello.”

Teresa de la Parra



Decirlo y no decirlo

 


Ese libro que Molloy adelanta en la conversación es un ejemplo de cómo sus preocupaciones teóricas y sus preocupaciones ficcionales casi siempre se cruzan. De ahí que autobiografía y género, homosexualidad y autoficción sean asuntos en los que han perseverado tanto la crítica como la narradora. En breve cárcel, cuya trama gira en torno de un triángulo amoroso de carácter lésbico, fue el primer paso en ese sentido. “La novela salió en plena dictadura, pero no salió en la Argentina porque un par de editoriales de aquí, que tenían interés en la novela, prefirieron pasar y no publicarla”, dice Molloy con aire cansado porque se ve que ya lo dijo antes. “Salió en España por Seix Barral y tardó en llegar aquí, y cuando llegó y la reseñaron se habló bien, pero eludiendo la anécdota lésbica o traduciéndola en términos literarios. Hubo una reseña que decía: ‘La novela trata un tema que tiene prestigiosos antecedentes literarios, desde Safo hasta Lawrence Durrell’, con lo cual reducían la anécdota a una temática y justificaban la novela dentro de una ‘tradición’, pero no comentaban la novela en sí. Otra reseña, recuerdo, me agradecía que no cayera en detalles, no decía pornográficos, pero casi. Apreciaba la discreción con la que trataba el tema; discreción que era problema del crítico y no mío, obviamente.”


Molloy asegura que mientras escribía esa novela no estaba al tanto de la existencia de ningún texto que hubiera hablado del amor entre mujeres de manera tan abierta en la literatura argentina. Aunque por las dudas se ataja y admite la posibilidad de estar cometiendo una gran injusticia al no acordarse de alguna precursora. Pero ¿hasta qué punto el lesbianismo de En breve cárcel rompía con el horizonte de expectativas de la literatura de esos años? “Creo que sí rompía, porque lo lesbiano no aparecía como secreto, ni como patología, ni como algo que se disimula, ni siquiera como fuente de oprobio o de vergüenza, sino como algo que está ahí y de lo que se habla con total naturalidad. La anécdota lesbiana no buscaba llamar la atención sobre sí, ni para escandalizar ni para justificarse, y quizá fuera eso lo que perturbaba. De ahí las reseñas confusas, porque no sabían cómo tomar el texto. Te cuento una anécdota para darte una idea. A los dos o tres años de publicada la novela, en un congreso de literatura, una persona a quien yo conocía bien se me acercó y me dijo que iba a hablar en su ponencia de En breve cárcel y si me molestaba que usara la palabra ‘lesbiana’. Le aseguré que no y fui a escucharla. Ante mi gran sorpresa, no pronunció la palabra ‘lesbiana’ una sola vez. Entonces pensé que se trataba de una maniobra bastante perversa para quedar bien conmigo, una suerte de ‘yo sé de qué se trata y al pedirte permiso te lo hago saber, para que veas que estamos en la misma onda, pero en el momento de leer no digo la palabra en público porque total para qué, si lo importante es que yo sé y vos sabés que yo sé’. Una manera de volver al closet un texto que no se pretendía secreto.”



El mensaje cifrado


Ese pudor de la crítica, ese recato en torno de la homosexualidad que no se origina en los textos sino en los modos de leer y que invita a reflexionar sobre los prejuicios que todavía hoy existen (también) en contextos académicos, en donde se les suele endilgar a los estudios queer un estatuto sectario (después de todo, ¿cuántos son los heterosexuales que realmente se interesan por este tipo de estudios?), habla a las claras de la necesidad de cuestionar una historia de la literatura que durante mucho tiempo ha eludido llamar las cosas por su nombre. “Por eso creo que el trabajo desde el género, desde lo queer, tiene que buscar otras estrategias, porque efectivamente se puede reducir al gueto”, opina Molloy. “El género es una categoría crítica y desde todas las inflexiones del género se puede inquirir otros discursos. Dejar el género de lado es cerrarse a una flexión crítica más, y en ese sentido creo que hay que desautoguetizarse para mostrar la utilidad del género como categoría, para romper con lecturas canónicas y desestabilizarlas.”