En el año 1981 escribí esto, porque fui al velorio del poeta que admiraba tanto y que solo conocía de oídas porque Juan Liscano me contaba sobre sus cosas y sus poemas. Fue un trabajo periodístico que me pautó Miguel Otero Silva. Tenía que ir al velorio y regresar al periódico a escribir. Así lo hice. Hace poco tiempo, su hijo Boris escribió un trabajo precioso que lo contiene todo. Que muestra al poeta en toda su dimensión.
Miguel Otero Silva |
EL POETA QUE MURIÓ DE TRISTEZA
Quienes entran a la funeraria avanzan por un pasillo y tuercen a la izquierda. Allá está. La colmena del Ave María dispersa su murmullo por encima del pesaroso dulzón floral. En la pequeña habitación un calor de vestidos negros remarca el rectángulo. Y ahí, en el centro, está el ataúd.
Todas las sillas metálicas de la funeraria se van llenando de personas que luchan contra ese nerviosismo que a veces traiciona y hace brotar una sonrisa. La única sonrisa bienvenida en un velorio es la que, por algún mecanismo inidentificable, queda como última expresión en el rostro de uno que otro fallecido.
En el velorio del poeta Rafael José Muñoz se colmaban las sillas de adentro y de afuera: llegaba gente que tenía treinta años sin ver al poeta desaparecido; condiscípulos suyos de primaria lo recordaban como si no hubieran pasado tantos años.
Estaba el maestro de primaria de Rafael José Muñoz, don Rafael Antonio Santamaría, quién se levantó de su silla para sacar un cigarrillo. Probablemente le han dicho que no fume, se lo han prohibido y él aprovecha ahora para hacerlo.
“Rafael José era tan bondadoso que parecía tonto, pero no era tonto: era poeta”, comenta sin hacer caso al humo oloroso de consomé, que pasa en frente de su rostro saturado de pecas. Ofrecen consomé y café con un mensaje domésticamente vital.
“Los alumnos míos que salieron poetas se murieron”, cuenta don Rafael Antonio Santamaría. Él dice que Muñoz era uno de sus alumnos más destacados. Escribía prosas en sus comienzos: “la poesía le vino después”, explica.
Santamaría señala que le ha gustado el dadaísmo que refleja la obra de Muñoz. “Si... dadaísmo, el empleaba palabras que aunque no signifiquen nada, tenían un sentido, un sonido, algo expresivo y bonito”.
El anciano habla con murmullo de agua, en el instante en que Nelly Olivo, viuda del poeta Muñoz, se sienta en una sala de estar que parece la única entrada permitida al sol en ese lugar. Frente a las cortinas transparentes se notan sus ojos enrojecidos. Cerca andan los cuatro hijos del matrimonio Muñoz Olivo: María, Yuri, Valentina y Boris, nombres de astronautas soviéticos puestos por ella, la militante del partido comunista, de profesión bióloga y quien estuvo casada durante veintidós años con un poeta.
“Rafael José escribía mucha poesía, pero no estaba publicando”, dice ella. Es la única vez que lo llama por su nombre, ya que prefiere llamarlo “el poeta”.
Muñoz se encontraba muy mal de salud en las últimas dos semanas “Me dijo en estos días que se iba a morir”, expresa Nelly Olivo de Muñoz sin dramatismos. Para ella, todas las épocas creativas de su esposo fueron buenas y opina que “era muy bueno, el poeta era bueno escribiendo, en la construcción de frases, en la utilización del lenguaje”.
“A veces era muy hermético –añade- y en líneas generales muy exigente. Se peleaba con los editores por el más mínimo error o retraso y nunca se sentía satisfecho con lo que escribía, se quería superar a sí mismo todos los días. Era descuidado con sus posibilidades: una vez le escribieron de la Universidad de Hawái porque deseaban editar una obra suya y él ni siquiera respondió, no le interesaban las cosas materiales: sólo el acto de crear parecía gustarle. Era muy trabajador, no sólo con su poesía... tenía que trabajar para vivir, porque de la poesía no se vive en este país”.
Carlos Andrés Pérez. Imagen tomada de La Protesta Militar. |
Ella parece hablar de alguien que la está oyendo. Hay una pared que separa la entrevista y el ataúd con los restos del poeta. “Anoche estuvo Carlos Andrés Pérez por aquí”, dice la viuda.
Carlos Andrés Pérez fue muy amigo del poeta Muñoz, trató de que Muñoz tornara a la normalidad, que se librara del alcoholismo, según comentaban varias personas.
-¿Por qué el poeta Muñoz no podía dejar de beber? ¿Qué le angustiaba tanto?
Preguntar eso, a la compañera de toda la vida de un hombre que casi se hunde en el anonimato después de brillar con un talento singular, parece una torpeza, una falta de delicadeza, pero la verdad es que doña Nelly está abierta a ese tipo de conversación, como si la necesitara, como si ello le sirviera de válvula para el llanto que no quiere dejar escapar.
-Yo creo que él era de una generación muy maltratada, la generación de Pérez Jiménez; una generación que sufrió cárceles, torturas, persecuciones y finalmente, después de luchar tanto, no llegó al poder. Yo lo conocí cuando el poeta salía de la cárcel, en Ciudad Bolívar y ahí mismo comenzaron los poemas. Sí: hace tiempo ya- cuenta ella, mientras llega más gente que quizás siente cierto alivio al percatarse de que en este momento no necesitan dar el pésame a la viuda.
Vista del casco histórico de Ciudad Bolívar junto con el Puente de Angostura sobre el río Orinoco. Imagen tomada de Wikipedia. |
“La tortura le hizo daño... fue brutalmente torturado y yo creo que jamás pudo superar ese trauma”, agrega pensativa.
Muñoz tenía 53 años cuando murió y la noticia afectó a los escritores y poetas de su generación que le conocieron, pero en general mucha gente se preguntaba ¿quién era ese poeta?, porque ya sus luchas políticas están olvidadas y su libro más conocido, “El círculo de los tres soles”, no circula.
-Sólo en lo político teníamos discusiones, pero en el sentido más amplio de la palabra. Él era un socialista. Yo soy comunista. Y no me gustaba que en política vacilara, cambiara de sitio, pero un poeta es un creador y un creador no puede estar limitado por una disciplina partidista- señala doña Nelly.
“Yo creo que el poeta debió ser más bien director de orquesta: era sumamente sensible para la música, tenía una memoria musical increíble... creí que esa era su vocación, aunque él me contó que de pequeño quería ser médico”, habla más adelante, frente a la ventana iluminada por un sol que parece artificial.
-Éste es Yuri, uno de nuestros hijos... ¿Quieres hablar con Yuri?, también salió poeta –dice cambiando de conversación. Yuri se parece mucho al padre, aunque es más delgado. Ha llorado y ahora se debate entre las ganas de seguir llorando y los deseos de irse de allí, de que pase pronto este momento.
-Tengo 20 años y escribo desde que cumplí los trece... él me enseñó a escribir sonetos y me corregía mucho otros poemas... con todos nosotros era muy buen amigo- es lo primero que dice.
Yuri comienza a hablar de lo mismo que hablaba probablemente su padre a esa edad: de poemarios, de poetas, de Neruda, de versos, de su amigo Juan Liscano
-¿Por qué a tu papá no lo conocen mucho como poeta en este momento, si ha sido considerado uno de los buenos representantes de su generación?
Yuri se aparta el cabello que se le viene a los ojos y responde:
-No le interesaba la fama ni que le leyeran sus poemas... le interesaba escribir y más nada: era sumamente enrollado. Mi papá era un tipo atormentado. Una vez se le atravesó a un camión de la Policía Naval que venía corriendo por una avenida y el camión se detuvo a tiempo. Papá dijo: “yo sabía que se iba a detener”, porque tenía crisis psíquicas, cosas así.
-¿Por qué crees que era un hombre atormentado?
-Por los traumas de la niñez... cuando tenía ocho años tenía que levantarse a las tres de la mañana a buscar las vacas. Pasaba mucho trabajo- dice Yuri. Se queda en silencio y en ese instante el viejo maestro Santamaría comenta a otros alumnos suyos, que llegan al velorio del poeta Muñoz: “hace cinco días hablé con él y me alegró mucho hacerlo, porque me dijo que estaba leyendo la Biblia”.
Todos hablan y recuerdan al poeta Rafael José Muñoz. Unos le recuerdan como amigos de primaria, otros de secundaria, algunos como compañeros de cárcel, otros tienen algo que contar respecto a la política, pero en un mismo impulso acercan sus sillas como un grupo, sillas que solo dejan de ser ruidosas en los sitios donde hay alfombra.
Todos se aglomeran, forman racimos, flores sin color. De pronto salen a la calle con ganas de fumar un cigarrillo cerca de las arboledas de la avenida y allí afuera también se juntan a manera de fenómeno químico.
Es como si nadie quisiera quedarse a solas. Daba la impresión de que muy pocos se atrevían a acercarse al ataúd para ver al poeta Muñoz ¿Tendrá una sonrisa final?
María, una de sus hijas, sale hacia la calle, recibe las coronas en silencio, pasa desapercibida, se dirige al ataúd, se inclina suavemente y abre los dedos de una mano delgada y blanca que se topa con el cristal.
“Papá y yo éramos grandes amigos. Tengo dos niños y vivo aparte, pero a menudo nos veíamos”, explica María.
“Siempre estaba triste... creo que la tristeza lo mató. Toda la vida estuvo triste, quizás porque nunca entendía esta vida”, dice y sale a la calle, por donde vienen dos hombres apresurados con una corona, preguntando donde es el velorio del señor Muñoz.
El Nacional, 11 de noviembre de 1981
-----------------------------------------------------------------
Un poema de Rafael José Muñoz
FÚNEBRE TAMBIÉN
No puedo soportar, mis lágrimas corren como un venado,
el día está gris, se parece a la tipografía garrido;
hoy me pregunto si yo soy un rey o un alfil,
hoy, que estoy vestido con estas cintas moradas,
cuando me digo: muy bien, señor soñador de máquinas izquierdas.
No puedo soportar tanto signo extraño ante mí,
esas paredes que arrastran rostros y gusaneras que se ríen de vivir
y que parecen papeles de polos contrahechos por el café;
no puedo soportar esto en mis ojos,
mejor tener un corazón de indio sin arcilla,
mejor es sentarse sobre esa piedra y ver hacia allá.
¿Cuántas faltas juntas he cometido?
¿Cuántos pasos insondables di hacia la espalda mortal?
No lo sé, hoy es un jueves gris, atónito de penas,
hoy viviré parado en la otra esquina, a la derecha de la muerte.
Y contaré mis horizontes, téngalo por seguro,
y comprenderé al fin que son no más tres:
El domingo, el que reza y, el que camina.
José Pulido. Fotografía de Gabriela Pulido Simne |
No hay comentarios:
Publicar un comentario