Rafael José Muñoz, un poeta venezolano en el eclipse.
Rafael Muñoz, poeta y político, fue uno
de los presos de la dictadura de Marco Pérez Jiménez y uno de los
forjadores de la democracia. La obra hermética de este poeta venezolano
es un hallazgo para los iniciados en sus versos y constituye una de las
tareas pendientes de la crítica literaria nacional. La pasión por las
líricas crípticas y un compromiso irreductible con el quehacer
democrático como político son algunas de las vertientes exploradas por
su hijo, el periodista Boris Muñoz, en este sentido perfil que está
incluido en el libro “Los Malditos”, publicado recientemente por la
editorial de la Universidad Diego Portales de Chile, compilado por Leila
Guerriero
Por Boris Muñoz
| 22 de Enero, 2013
El viernes anterior la vida seguía su
curso. Al irme al colegio, me despedí con el ritual acostumbrado:
“Bendición, papá”. “¡Dios me lo bendiga, catire buenmozo, carajo!”. Se
estrujó los ojos antes de hacer a un lado Un nuevo modelo del Universo,
un grueso tratado de metafísica del místico ruso P. D. Ouspensky, y
sacó un billete de su cartera: “Aquí tienes 50 bolívares. Trata de que
te alcancen hasta el lunes porque tu papá no ha podido ir al banco”.
Después me abrazó dándome muchos besos en la mejilla, como siempre.
Estaba sentado frente a la mesita del teléfono, en una silla mariposa
con estampas de grandes flores, y seguía en piyama con la bata verde y
los lentes oscuros de toda la vida. Cuando lo abracé dejó escapar un
breve suspiro con un aroma a hígado alcohólico. Es un olor
inconfundible, una mezcla acre de medicamentos y bilis. Entonces mi
madre me llamó a la cocina. “Más tarde vienen a buscar a tu papá”. No
quise comprender lo que me decía, así que fui otra vez a la sala y,
antes de salir, lo abracé, estreché mi rostro contra su cara sin rasurar
y pasé mi mano por su cabeza blanca. Aquella fue la última vez que lo
vi vivo. Mientras caminaba hacia la parada del autobús pasó a mi lado la
ambulancia de los bomberos que iba a buscarlo.
Murió tres días más tarde, en el
Hospital Clínico Universitario, ahogado por el agua acumulada en sus
pulmones, luchando por liberarse de una camisa de fuerza. Tenía 53 años.
Fue el 9 de noviembre de 1981, en Caracas. La noticia apareció
desplegada en el vespertino El Mundo y, al día siguiente, en
las primeras planas de los principales periódicos venezolanos: “Ha
fallecido Rafael José Muñoz, poeta y dirigente político contra la
dictadura”. Esa misma noche, por la capilla funeraria, pasó un desfile
de amigos que contaban anécdotas de la resistencia clandestina, de la
prisión y la guerrilla, para terminar lamentando la gran pérdida de “el
poeta”. Así lo llamaba todo el mundo y yo estaba acostumbrado, aunque en
aquel entonces no había leído una sola de sus páginas. Apenas tenía
doce años y no sabía nada de la muerte.
Me acerqué al ataúd y apoyé mi cara
contra el cristal. Lo vi muy bien vestido, con un traje gris, una camisa
blanca, una corbata oscura y la piel rojiza y fresca. Mi propósito era
comunicarme telepáticamente, despertarlo con mis pensamientos, sacarlo
del sueño profundo en que se encontraba. Esperé a que su respiración
empañara el cristal, a que sus ojos se abrieran. Pero nada sucedió.
Carlos Andrés Pérez |
El patio de la funeraria se llenó de
coronas enviadas por familiares, políticos y artistas. Llegó el
presidente de la cámara de diputados del Congreso Nacional y más tarde,
cuando exhausto de tanto llorar me fui a dormir a una habitación de la
funeraria, apareció el ex presidente Carlos Andrés Pérez, uno de sus
grandes amigos, y en vez de darle el pésame a mi mamá se lo dio a mi
tía, creyéndola la viuda. Cuando Carlos Andrés Pérez fue ministro del
interior, poco menos de dos décadas antes, había hecho perseguir
implacablemente a mi tía por guerrillera y, ya presidente, la había
indultado por razones humanitarias. Al día siguiente apareció, algo
desaliñado, el maestro Santamaría, quien en la escuela primaria había
enseñado a mi padre las primeras rimas de Rubén Darío y rudimentos de
versificación. “En los últimos tiempos, el poeta leía la Biblia
y comentábamos sus pasajes por teléfono. Tenía gran conocimiento de ese
relato, pero no creo que fuera creyente”, declaró Santamaría al
periódico El Nacional. “Ahora es un Armagedón que navega en el
mar”. Entre los amigos entrañables faltó al menos uno: José Agustín Catalá, antiguo mentor y editor con quien compartió la cárcel en los
cincuenta, durante la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. “No quise ir al
velorio del poeta –me dijo Catalá en 2009–. Estaba molesto con él
porque destruyó su vida. Pero también conmigo por haberle conseguido el
apartamento para que trabajara fuera de la casa en su ‘Homenaje a
Neruda’. Fueron varios meses y durante ese tiempo, en realidad, usaba
las horas de trabajo para beber sin parar hasta que acabó con su
existencia”.
Mi padre vivió bajo la sombra del
alcohol casi toda su vida. Hizo lo que pudo para dejarlo, pero terminó
vencido. Cuando yo era niño muchos de nuestros encuentros transcurrían
en la barra o en alguna mesa del bar La Giralda, a una cuadra del
céntrico bulevar de Sabana Grande, en Caracas. Era a principios de los
setenta y las autoridades no le prestaban la menor atención a la
presencia de niños en los bares. Recuerdo esa enorme casona como un
sitio umbrío, pero no carente de atmósfera. Tras la barra solían estar
Antonio o Manolo, los hermanos Gallardo, unos españoles republicanos que
habían huido de Cuba cuando comenzaron las expropiaciones en los
inicios de la revolución. Jamás le preguntaban qué iba a beber, sino que
destapaban una cerveza muy fría y se la servían en una jarra congelada.
A mí, en cambio, siempre me preguntaban. “¿Y qué quieres hoy?”. “Una
Orange Crush”, respondía invariablemente, acomodándome en un taburete
alto junto a mi padre para poder alcanzar el pitillo en la botella. Él
abría su libreta y tomaba apuntes que después abandonaba, como éste, que
llevé muchos años doblado en mi billetera:
En los ojos del loro está el secreto del sol
y de la formación del mundo sideral.
—
En la madera está todo. Contémplala.
Allí encontrarás los misterios de la arquitectura
y el secreto de las catedrales.
—
El universo lo hizo el hombre.
Nadie osaría hablar de Cirio o del Alfa del Centauro
si antes no hubiese estado consubstanciado con su ambiente.
Todo lo que soy es lo que es el mundo.
y de la formación del mundo sideral.
—
En la madera está todo. Contémplala.
Allí encontrarás los misterios de la arquitectura
y el secreto de las catedrales.
—
El universo lo hizo el hombre.
Nadie osaría hablar de Cirio o del Alfa del Centauro
si antes no hubiese estado consubstanciado con su ambiente.
Todo lo que soy es lo que es el mundo.
***
No estoy muy seguro de las causas que lo
empujaron a beber desde muy joven, pero sí tengo alguna idea de dónde y
cuándo descubrió el alcohol. “Cuando llegué a vivir a Puerto Píritu, al
año siguiente que tu papá, él ya había comenzado a beber con Julián
Saume, que era un muchacho encargado del bar” –me contó mi tío Alí
Muñoz–. “Al cerrar, terminaban con todo lo que había quedado en las
botellas y se emborrachaban a muerte mientras recogían y ordenaban”.
“A los 14 años tu papá decidió ir de
Guanape a Puerto Píritu a estudiar bachillerato, pues la escuela en
Guanape sólo llegaba hasta la primaria”, me contó mi tío Tom López.
Mi padre nació en Guanape un pequeño
pueblo a 280 kilómetros de la capital venezolana, el 22 de mayo de 1928
y, por ser ése el día de Santa Rita de Casia, lo apodaron Rito. Era hijo
ilegítimo de los tórridos amores de Agustín López, hacendado a quien
llamaban el Kaiser, y Zoila Piedad Muñoz, hija del médico y farmacéutico
de Guanape. Tom, en cambio, era hijo legítimo de don Agustín con
Margarita Barrios. Aunque Rafael José era cinco años mayor que Tom,
ambos pasaron parte de la infancia juntos en el pastoreo y el ordeño de
la hacienda El Manzano. “Teníamos muy buena relación porque Rito era muy
agradable. De los hermanos Muñoz, él era el único que se acercaba a
nuestra casa, que era donde vivía don Agustín, e incluso llegó a mudarse
con nosotros durante varios años. Trabajaba mucho y yo lo acompañaba a
llevar las vacas”.
Rafael José madrugaba para llevar leche
fresca a la mesa, cortaba la leña para el fogón, daba de comer a las
aves del corral, preparaba las alambradas, llevaba las vacas a los
establos al caer la tarde. Era un peón más en las tierras de don
Agustín. “Cuando mi papá veía un hombre trabajador se enamoraba de él.
De ahí su relación especial con Rito. A pesar de la distancia que
imponía el viejo, Rito lograba estar cerca del padre a través del
trabajo”, decía Tom.
Agustín López fue un hombre legendario
en su región y bastante atípico para su época. Además de hacendado,
llegó a ser jefe civil de Guanape, pero renunció al darse cuenta de que
su carácter, poco conciliador, estaba reñido con el cargo. Tom lo
recuerda como un hombre seco, calculador. Escogía a sus mujeres con
cuidado, no sólo por su belleza física o su inteligencia, sino también
por las tierras o propiedades que tuvieran en su haber. Piedad Muñoz,
madre de cuatro de sus hijos, era la hija del doctor Pedro Celestino
Muñoz, médico y gran autoridad del pueblo, y de él había heredado la
única botica y la oficina de correos. Margarita Barrios de López, su
esposa legítima, 30 años menor que él, era hija de un importante
hacendado de la zona. En asuntos políticos, Agustín fue conservador casi
toda su vida, pero también enemigo de la dictadura y el autoritarismo.
En un viaje de negocios a Caracas asistió a un acto político que tuvo a
Rómulo Betancourt como orador principal. Fascinado por las ideas del
joven político –fundador de Acción Democrática y llamado, décadas más
tarde, “el padre de la democracia venezolana”–, se hizo militante de su
causa, dándole ánimos a través de extensas cartas y apoyo económico
durante sus exilios. Cuando Agustín murió, Rómulo Betancourt le dedicó
una de sus columnas en la primera plana del periódico. Desde entonces no
ha dejado de especularse sobre el lazo que los unió. ¿Era el Kaiser de
Guanape el padre biológico del hombre que llegaría a ser presidente en
1945? Sea como fuere, ambos tendrían una profunda influencia en la vida
de mi padre, Rafael José Muñoz.
En la infancia, Rafael José y su madre,
Zoila Piedad Muñoz, fueron muy cercanos. Él era el primogénito de la
mujer más independiente y culta del pueblo. Pero, cuando creció, la
relación se hizo más distante y áspera, debido a la inquina sembrada por
Agustín cuyo orgullo había quedado herido luego de que Piedad decidiera
ponerle fin a ese romance que había dejado cuatro hijos y decenas de
cartas de amor ardiente. “Cuando Rito tenía 10 u 11 años –recordaba
Tom–, Piedad comenzó su relación con Serrano, el telegrafista, padre de
Artajerjes, el menor de los Muñoz y también poeta. Estábamos don
Agustín, Rito, Alí y yo en la esquina de la bodega de Tito. En la
esquina opuesta, donde estaba el telégrafo, vimos a Piedad. Don Agustín
entonces le dijo a Rito: ‘Allá está tu mamá pegada como una hiedra a la
baranda del telegrafista’. Mi tío Alí Muñoz recuerda el mismo episodio,
pero en su recuerdo las palabras de Agustín no guardan ninguna sutileza y
en vez de decir ‘como una hiedra’, dice una ‘como una perra’”.
El deterioro de la relación con su madre
y el trato seco de Agustín animaron a Rafael José a buscar un horizonte
más allá del paisaje de su infancia y mudarse al pueblo costero de
Puerto Píritu. Decidió argumentar, para evitar discusiones, que quería
seguir estudios de bachillerato, ya que en Guanape la escuela llegaba
sólo hasta sexto de primaria. La tarde en que fue a buscar a su padre
para contárselo, éste estaba en la barbería y, después de escucharlo,
toda su respuesta fue: “Haga como mejor le parezca”. A partir de ese
momento, la relación entre ambos se volvió monosilábica.
Rafael José abandonó sin aspavientos la
casa de los López. Sin embargo, en 1943, Agustín enfermó de cáncer en la
garganta y, ya moribundo, tomó su caballo y atravesó la densa sabana
por el camino de las recuas de mulas hasta el pueblo costero de Puerto
Píritu, donde había mejor atención médica y donde estaba su hijo que,
por entonces, tenía sólo 15 años. Rafael José cuidó a su padre durante
muchos días, hasta que murió, asfixiado y en sus brazos, intentando
decirle algo. De aquella tentativa de reconciliación nació, 20 años más
tarde, la “Elegía a mi padre Agustín”, que cierra El círculo de los 3 soles,
su segundo libro, publicado en 1969. Allí, Agustín no es una figura
hosca y desaprensiva sino un padre brahmánico, con una estatura
imponente y magnánima, como si la desazón experimentada en la infancia
pudiera ser reparada por la imaginación.
Elegía a mi padre Agustín
(…)
En fin, ha muerto padre Agustín, lo llora Baltazar,
y los peones de la hacienda Manzano, y sus hijos.
¿Quién me regalará plumas de Cristofué, quién olerá
raíces en la tarde, quién cogerá los nidos,
quién se internará en el patio de las coitoras
y llamará a los muertos,
y levantará una lápida con un ladrillo que diga: Kroft,
umugen de bornsnet, bertiken ats grubest,
buitemb uonem para las rocas de Anchuría,
sombrest para el delirio? (…).
y los peones de la hacienda Manzano, y sus hijos.
¿Quién me regalará plumas de Cristofué, quién olerá
raíces en la tarde, quién cogerá los nidos,
quién se internará en el patio de las coitoras
y llamará a los muertos,
y levantará una lápida con un ladrillo que diga: Kroft,
umugen de bornsnet, bertiken ats grubest,
buitemb uonem para las rocas de Anchuría,
sombrest para el delirio? (…).
***
A los 16 años, Rafael José ya escribía
poemas. “La pasión política y la pasión poética se manifestaron en tu
papá desde muy joven –decía mi tío Tom–. La primera, le venía de don
Agustín que como ferviente admirador de Rómulo Betancourt siempre
debatía sobre los problemas políticos del país y era, además, un hombre
muy atento al acontecer internacional. Nuestra casa era la única de
Guanape donde había un afiche de la fuerza aérea británica durante la
segunda guerra mundial. Papá seguía los acontecimientos cada día en la
radio de un vecino. En la poesía, Rafael José comenzó escribiendo unas
cartas de amor que eran la envidia de sus amigos, por lo efectivas. Sin
ser muy apuesto, conseguía con las cartas la atención de las damas
hermosas. Empezó a escribir sonetos eróticos que luego lo metieron en
más de un problema. De hecho, no pudo terminar el bachillerato en el
liceo Fermín Toro porque cuando le tocaba presentar exámenes de
historia, en vez de contestar qué había caracterizado al Siglo de
Pericles o como se había llevado a cabo la Independencia de España, se
dedicaba a escribirle poemas eróticos a la profesora Eunice Gómez”.
Poco después de la muerte de su padre,
Rafael José decidió irse a Caracas. Abordó el vetusto vapor “Trinidad”
que, en dos días de lenta navegación, lo llevó hasta el puerto de La Guaira. El viaje tuvo un incidente afortunado. El señor Álvarez era un
extremeño de unos cincuenta años que había luchado en el bando
republicano durante la guerra civil española. Allí había conocido a
Miguel Hernández, de modo que al descubrir los ímpetus poéticos de
Rafael José, Álvarez se puso a declamar poemas de Hernández, Machado y
Lorca, ampliando el hasta entonces limitado repertorio poético de mi
padre.
Una vez en Caracas, y sin un centavo en
el bolsillo, aceptó trabajar como facturador y cajero en el matadero de
Agustín, su medio hermano mayor, que había prosperado en el negocio de
los frigoríficos. A mediados de octubre de 1945, cuando tenía 17 años,
la historia venezolana sufrió un quiebre radical. Un golpe
cívico-militar derrocó al general Isaías Medina Angarita. El cabecilla
del golpe era Rómulo Betancourt, ya por entonces líder de Acción
Democrática, el partido que había fundado en 1941. Hizo un llamado a que
los jóvenes se incorporaran a la fundación de la democracia, y de
pronto todas las piezas del país parecieron encajar de forma nueva y
deslumbrante.
Isaías Medina Angarita |
Rafael José había conseguido un puesto
de maestro en una escuela de San Diego de los Altos, en las afueras, y
ya por entonces la política empezó a convivir con la poesía. Por las
noches iba a los cafés del centro a contagiarse del ánimo de
renacimiento que reinaba en las tertulias universitarias donde se
reinventaba el futuro. Por otra parte, escuchando a los poetas mayores
como don Fernando Paz Castillo, y a otros más jóvenes pero ya
consagrados como Vicente Gerbasi, sentía que la poesía era una pasión
irrevocable. Descubrió que los surrealistas parisinos no lo conmovían
tanto como el vitalista Neruda y el melancólico Vallejo. Había llegado a
ellos a través del poeta y ensayista Juan Liscano, uno de los
intelectuales más respetados del país, el primero en publicar sus poemas
y notas críticas en la Revista Nacional de Cultura, quien lo alentó
siempre a optar por la poesía y no por la política. Catorce años mayor,
Juan Liscano no era sólo su amigo sino también, hasta cierto punto, su
padre sustituto. Así lo demuestra la dedicatoria de “El círculo de los 3 soles”:
“A Juan Liscano, amigo, maestro, padre”.
“A Juan Liscano, amigo, maestro, padre”.
Juan Liscano |
***
La mañana del 24 de noviembre de 1948,
la promesa de un país democrático saltó en pedazos. Rafael José tenía 20
años y se despertó aturdido por el ruido de los tanques mordiendo el
asfalto mientras se desplazaban hacia el Palacio de Miraflores, muy
cerca de su casa. Ese fue el fin de la presidencia de Rómulo Gallegos,
el novelista de la legendaria Doña Bárbara, que había seguido
en el mando a Rómulo Betancourt. Acción Democrática y el Partido
Comunista de Venezuela fueron declarados ilegales y muchos de sus
dirigentes forzados a marchar al exilio. Todo esto volcó a Rafael José a
la lucha partidista. Ya era militante destacado de la juventud de
Acción Democrática, pero se afincó aún más en su formación ideológica y
desarrolló destrezas como organizador.
Por esa misma época, la familia López se
estableció en Caracas. Rafael José encontró, al mudarse con sus medios
hermanos, el calor familiar que había perdido desde Guanape. Pasaba
mucho tiempo escuchando tocar el piano a Titina, una de sus hermanas, a
quien adoraba. La casa donde vivían quedaba en la parte más baja de La
Pastora, justo detrás del Palacio de Miraflores. En el saloncito había
un tocadiscos. Tom todavía recuerda que Rafael José era un gran
melómano. “No le gustaba ir a conciertos pero le fascinaba la música.
Nos sentábamos junto con Titina todos los domingos y escuchábamos la
sinfonía Patética, que es la número 6 de Tchaikovsky, o la 5ta de
Beethoven, que tanto le gustaba. Cuando no oíamos música, se encerraba
muy temprano en la oficina del fondo con sus libros de poesía y una
botella de ron. Todavía puedo oírlo recitar con enorme exaltación:
“Desembarqué en Picasso a las seis de los días de otoño / recién el
cielo anunciaba su desarrollo”. La poesía realmente lo tomaba, producía
un rapto en él. “Soy feliz”, decía. La organización política comenzó a
tomar cada vez más tiempo en su vida, pero su pulsión poética no
entendía de dogmas y, cuando podía, se encerraba a escribir. Una tarde, a
principios de 1952, se acercó a Vicente Gerbasi con un puñado de
poemas. A Gerbasi lo asombró que alguien de 22 años hablara de la muerte
aun en sus poemas amorosos. Ponderó sus sonetos, diciendo que estaban
llenos de sonoridad y de “una fuerte luz oscura”, y lo alentó a ser
original sin contemplaciones. Esa breve aprobación fue suficiente para
que Rafael José se animara a reunirlos en su primer libro, Los pasos de la muerte
(Ediciones de la Revista Hispana, 1953), cuyo prólogo firmó el propio
Gerbasi. El libro es, en realidad, una desconcertante exploración de la
muerte como presencia cotidiana, y está poblado de angustiosas visiones
pero no exento de humor y parodia:
Por aquí viene la muerte caminando
con su pesada carga de cabellos
Tiene un color de ojo de sardina
su pelambre es de potro de carrera
y su mirada, de nocturna máscara.
con su pesada carga de cabellos
Tiene un color de ojo de sardina
su pelambre es de potro de carrera
y su mirada, de nocturna máscara.
Pero, finalmente, se consagró a la política a tiempo completo. Decidió no abandonar el país y ayudó a Leonardo Ruiz Pineda, secretario general del partido en la clandestinidad, a reconstituir Acción Democrática. Un día de ese mismo año, a causa de que ya abusaba de la bebida, doña Margarita de López tomó una decisión amarga y le pidió que se fuera de la casa. Esa fue su salida definitiva del reino familiar. El desarraigo y la soledad se anclaron más profundo y nada lo consoló de la separación de sus hermanos: Titina, Celina, Tom.
Vicente Gerbasi |
La dictadura de Marcos Pérez Jiménez
estaba en el poder desde diciembre de 1952 y la situación de Rafael José
se hizo precaria. A fines de 1952, Leonardo Ruiz Pineda había sido
asesinado en una emboscada. Desde entonces, y en apenas tres años, Pérez
Jiménez hizo eliminar a tres secretarios generales de Acción
Democrática y a cientos de militantes, además de poner tras las rejas a
sus dirigentes principales. Entre 1952 y 1958 Rafael José entró y salió
de la cárcel no menos de una decena de veces. Cuando podía, escribía
poemas que daba a sus amigos, para que los resguardaran en caso de que
lo pusieran preso. De todos modos, en los allanamientos que practicaba
la Seguridad Nacional en las residencias de estudiante donde vivía por
entonces, se perdieron muchos manuscritos originales.
Por esos mismos tiempos se acercó a los
maestros metafísicos como George Gurdjieff, Piotr Ouspensky, Madame Blavatsky y Paul Burton, descubiertos gracias a la equipada biblioteca
de temas esotéricos de Juan Liscano. En su doctrina del Cuarto Camino,
Gurdjieff planteaba que la trascendencia era el resultado del desarrollo
interior individual, de un conocimiento que podía llevar a la
comprensión del lugar propio en el universo. Pero, de acuerdo con
Gurdjieff, esa sabiduría sólo podía lograrse a partir de una cuidadosa
exploración de la conciencia que llevara a la mente al límite. Esos
pensamientos dejaron una huella permanente en su obra y en su manera de
concebir su lugar en el mundo.
Un día de 1955, cuando tenía 27 años,
fue capturado distribuyendo propaganda y llevado a la Seguridad
Nacional, el centro de inteligencia y tortura del régimen de Pérez
Jiménez. El director de Seguridad se llamaba Pedro Estrada, también
apodado el Chacal de Güiria, y era un hombre con modales de dandy.
Su lugarteniente era Miguel Silvio Sanz, un negro robusto de cuyos
labios siempre colgaba un habano encendido, que atizaba antes de
apagarlo en el cuerpo de sus víctimas. Sanz quería que Rafael José
revelara nombres, lugares, fechas, planes, y ordenó que lo trasladaran
al sótano. Ahí, durante días, lo golpearon, lo acostaron desnudo sobre
una panela de hielo, lo hicieron permanecer horas con los pies descalzos
sobre el borde afilado de la rueda de un auto, le aplicaron
electricidad en los testículos, lo sumergieron boca abajo en un barril
de agua. Él dijo que no hablaría. Que no perdieran su tiempo porque sus
castigos no le causaban dolor. “Tengo poderes mentales. Sus castigos no
me lastiman”, les dijo. “Si no creen en mi palabra, compruébenlo ustedes
mismos”. Entonces lo golpearon, y ni siquiera gimió. Durante una de las
torturas, alguien ordenó que le apagaran un cigarrillo en el pene.
Después, enviaron el calzoncillo ensangrentado en una bolsa a la
familia. Pero él siguió sin delatar a sus compañeros. Una noche
intentaron ablandar a uno de ellos, torturado en la habitación contigua.
Le dijeron que Rafael José había contado todo. Sin embargo, cuando lo
llevaban a su celda, mi padre lo alertó gritándole: “No abras la boca.
Estos coños de madre quieren hacerte creer que yo canté, pero no les
creas. No les he dicho ni una palabra”. Después de mucho, sus captores
se dieron cuenta de que no podrían sacarle nada, y que era preferible
mantenerlo preso. Lo enviaron a la cárcel de Ciudad Bolívar, a 600
kilómetros de la capital, donde pasó preso casi todo 1957.
“La tortura fue algo terrible. Era muy
difícil de resistir y casi todo el mundo terminaba cantando” –recordaba
mi tío Alí Muñoz, quien también fue encarcelado y torturado–. “No porque
quisieran traicionar, sino porque te sometían a una violencia brutal.
Tu papá era muy jodido, porque a cuenta de que él no delataba, le exigía
a todos la misma verticalidad. Una vez se sospechaba que yo había
cantado. Estábamos presos y él me increpó. ‘Eres sospechoso de
delación’. Le respondí que no lo había hecho. ‘Tienes que probarlo
porque si no serás un soplón hasta que demuestres lo contario’. ¿Crees
que soportar más torturas te hace mejor?, le respondí. Carajo, no
faltaba más, mi hermano, mi verdugo”.
En la cárcel de Ciudad Bolívar estrechó
su amistad con el historiador y periodista Ramón J. Velázquez, que ocupó
brevemente la presidencia de Venezuela en 1993. Velázquez lo recuerda
como uno de los jóvenes más comprometidos de Acción Democrática, con una
capacidad extraordinaria para abstraerse del sufrimiento: “El poeta
tenía una característica que sólo tienen los pastores. Cuando nos
llevaban al patio, él fijaba la vista en los árboles y pájaros que se
asomaban más allá de las alambradas. Se concentraba oyéndolos y parecía
entenderlos. Cuando estábamos en el calabozo, se retiraba a un rincón.
Sentado en el catre y, abstraído de las discusiones que lo rodeaban,
comenzaba a apuntar versos en un cuaderno escolar. Habíamos arreglado
con uno de los carceleros para que nos permitieran usar una máquina de
escribir. El poeta Muñoz esperaba su turno y mecanografiaba los poemas
en unos folios azules que luego guardaba celosamente en una carpeta”.
Milagrosamente, algunos de los poemas
carcelarios, de mayo y noviembre de 1957, sobrevivieron. Tienen el aire
fluvial del Orinoco que corría al margen del presidio. En uno de ellos
añora la libertad que representa como una “zona de incertidumbre y de
promesas”. Otro, “América, te canto en esta hora”, refiere en tono
dramático:
Ah, estas cadenas, estas
ruedas de frío hierro amenazando
hasta el germen más puro;
estas garras malditas horadando
esa porción del alma que nos duele,
ese rincón tranquilo, esa pradera
adonde solo llegan las ramas y las nubes.
ruedas de frío hierro amenazando
hasta el germen más puro;
estas garras malditas horadando
esa porción del alma que nos duele,
ese rincón tranquilo, esa pradera
adonde solo llegan las ramas y las nubes.
El 15 de diciembre de 1957 hubo un
plebiscito para legitimar la dictadura de Pérez Jiménez, que proclamó su
triunfo. Sin embargo, en la madrugada del 23 de enero de 1958, tras una
oleada de protestas gremiales, la dictadura terminó y los presos
políticos fueron liberados casi de inmediato. Exaltado de felicidad,
después de pasar siete meses preso, mi padre y otros militantes saltaron
a bordo del primer bus a Caracas. La travesía tomó casi dos días
durante los cuales festejaron con aguardiente. Cuando llegaron, la
capital seguía en estado de júbilo, con las calles tomadas por la gente.
***
Suele decirse que la poesía de mi padre
nació tardíamente, tras una vida de zozobra, y que disputó su lugar con
la política hasta, finalmente, imponerse. El ensayista y poeta Jesús Sanoja Hernández insiste en que su obra era la de un desorbitado que, en
medio del delirio alcohólico, cabalgó al borde de los abismos
demoníacos, la revelación divina, el disparate matemático, la
dislocación del lenguaje y la locura, reinventando el idioma. Esta
enumeración caótica, sintetizada por el crítico Guillermo Sucre como la
búsqueda de un “esperanto poético”, no da cuenta, sin embargo, de la
transformación que sufrió mi padre y que lo llevó de una crisis
existencial profunda al descubrimiento de una desconcertante
imaginación.
Su crisis empezó en la década del
sesenta, cuando quiso optar por el radicalismo de la lucha armada pero,
paralelamente, empezó a sentir un profundo desencanto con la política.
En 1959, Rómulo Betancourt, líder de AD,
hizo llamar a los dirigentes jóvenes a su despacho para amenazarlos con
una sanción disciplinaria por haber apoyado una precandidatura que no
era la suya. Cuando Betancourt hablaba muy pocos osaban rebatirlo pero
mi padre lo tomó por la corbata y comenzó a zarandearlo. “Vamos a hablar
claro. Usted está conspirando contra la unidad”, dijo, advirtiéndole
que su eventual elección traería el riesgo de un nuevo golpe militar.
“Los militares no lo quieren, los demás partidos no lo apoyan, los
empresarios no le tienen confianza. Carece de respaldos. Si usted es
electo, todo se va al carajo. Entonces, ustedes se irán nuevamente al
exilio y los que nos joderemos aquí somos nosotros como nos jodimos
durante 10 años”. La cosa quedó allí, pero el divorcio entre el líder
histórico y los dirigentes jóvenes era ya efectivo. Un año después, en
abril de 1960, ya electo Rómulo Betancourt como presidente, se consumó
la expulsión del partido de casi todo el buró juvenil. Betancourt estaba
dispuesto a pagar ese precio para consolidar su proyecto político con
el apoyo de Estados Unidos y la expresa misión de contener el contagio
de la revolución cubana, que amenazaba con regarse como un incendio por
el continente.
La primera vez que Fidel Castro salió de
Cuba, en 1959, viajó a Caracas. El motivo secreto era extender, en
Latinoamérica, la emancipación de Estados Unidos y su idea era que
Betancourt lo apoyara. Pero éste le volvió la espalda y se convirtió en
su más encarnizado antagonista. Sin embargo, Castro se reunió con los
izquierdistas que ya se mostraban inconformes con las alianzas del nuevo
gobierno con la oligarquía y el clero. Rafael José Muñoz fue uno de los
principales promotores del debate sobre la lucha armada y la
posibilidad de seguir la vía cubana.
“Al poeta le tocó poner orden en esa
situación” –recuerda Domingo Alberto Rangel, ideólogo fundador del MIR
(Movimiento de Izquierda Revolucionaria)–. “Era un hombre muy singular.
No he visto ser más nervioso. Sostenía los pañuelos en sus manos
sudorosas y los rompía a causa de la impaciencia. Para él no existían
los plazos en el tiempo. Quería que todas las tareas se cumplieran
inmediatamente y pedía celeridad en todo. Era ideal para la
organización, pero en el MIR abundaban los bohemios y él solía pelear
con quienes eran desmañados con el tiempo. Eso no impidió que fuera el
gran secretario de organización del MIR. Tomó el dictamen de la
dirección nacional del partido y se dedicó a recorrer el país para
recomponer y compactar las fuerzas de la izquierda, dispersas en el
momento de la división de Acción Democrática”.
También se encargó de coordinar los
preparativos de la creación de los frentes guerrilleros y viajó a La
Habana clandestinamente. “Yo lo acompañé. Asistimos a una reunión con
Raúl Castro y Ramiro Valdés, en la que nos entregaron un maletín con
150.000 dólares para el movimiento guerrillero –asegura Antonio Octavio
Tour, en aquel entonces un joven militante–. El viaje fue complicado
porque tuvimos que salir clandestinamente por la frontera con Colombia y
a partir de ahí movilizarnos en aviones privados”.
Rafael José se había casado, en 1959,
con Nelly Olivo, mi mamá. Vivieron desde el principio en un matrimonio
contrariado, que duró hasta su muerte, y tuvo un distanciamiento de ocho
años. No podía haber seres más distintos. Ella era bióloga y él poeta,
pero la verdadera diferencia radicaba en el carácter: él era ordenado,
puntual y socialdemócrata; ella soñadora, revolucionaria y tan abstracta
que sus conversaciones, salpicadas de una profusa jerga médica y
biológica, resultaban incomprensibles. Sin embargo, eran buenos
compañeros y se guardaban respeto.
El sueldo que recibía mi padre en el MIR
no alcanzaba para gran cosa, de modo que mi madre hacía malabarismos
para estudiar y sostener a los hijos con el pequeño salario que recibía
como técnica de investigación en la universidad. “Pese a que la política
lo absorbía casi totalmente, el poeta siempre encontraba un momento
para escribir –decía mi madre–. Después de asistir a tres reuniones,
organizar la logística de quienes se iban a la guerrilla, mover armas de
un sitio a otro, volvía a su máquina Erika e introducía dos hojas
blancas en medio de las cuales insertaba una lámina de papel carbón”.
Junto a la máquina, colocaba un vaso de cerveza o vino y le daba unos
sorbos como preludio a la escritura. “Apenas comenzaba a teclear, no
paraba hasta traspasar al papel lo que tenía en la mente, fuera un
artículo de opinión, un manifiesto político o un poema. Como le tenía
manía al desorden, después de terminar recogía todo y clasificaba el
trabajo con minuciosidad. La máquina quedaba como si no la hubiese
tocado”. Sin embargo, la vida que llevaban era desordenada. El acoso de
la Dirección de Inteligencia Policial los llevaba a no tener rutinas
fijas. Cuando él tenía que ocultarse, sus hijos pasaban un buen tiempo
sin saber dónde estaba. “Para no ponerlos en peligro, yo tenía que
dejarlos con mi mamá mientras las cosas se tranquilizaban. Eso era muy
angustioso para ellos”, recordaba mi mamá en una de las conversaciones
que tuvimos a fines del año pasado, antes de su muerte.
En los sesenta, mi padre amplió el
estudio de los maestros esotéricos. Había comenzado con George Gurdjieff
y su discípulo, Piotr Ouspensky. Siguió con libros históricos sobre
alquimia y cábala. Visitaba con frecuencia la librería del Centro de
Orientación Filosófica y formó una amplia biblioteca con títulos como Los relojes cósmicos y Hermetismo y religión.
Esas sospechas acerca de la existencia de otras dimensiones capaces de
ampliar la percepción no tardaron en permear su poesía. La metafísica
terminó por convertirse en un refugio del profundo desencanto político
que había empezado a sentir, y que fue clave en su crisis existencial
que empezó en estos años.
Antonio Tour estuvo cerca suyo en los
momentos en que su convicción revolucionaria comenzó a resquebrajarse.
“El poeta supo que había habido ejecuciones sumarias en los focos
guerrilleros del Occidente. Una compañera había sido ejecutada por
despertar un ataque de celos entre dos guerrilleros. El comandante
encargado del frente decidió ejecutarla para eliminar el motivo de la
discordia. Otras cosas pasaban en la guerrilla urbana, incluyendo la
desaparición de una enorme suma de dinero que se había destinado a
ayudar a los compañeros que salían de las montañas. Todo eso, además de
las rencillas entre los líderes del MIR, lo decepcionaron. Pero él nunca
habló de eso. Cuando se asomaba el tema entre tragos, él sólo decía:
‘Tour, dejemos el pasado en el pasado y sigamos bebiendo’. Sólo una vez
entró en materia para decirme: ‘Eso no era lo que se suponía que
haríamos. Estábamos aquí para derrotar la injusticia y fomentar la
democracia’. Y ahí acabó. Después de una pausa siguió bebiendo”.
Su mente, agotada con las luchas
internas del MIR, producía febriles imágenes de la vida en el campo
junto a su padre, que funcionaban como un alivio a la perturbación.
Pasaba las madrugadas en vela y un reumatismo que había empezado a
padecer gastaba sus horas con dolores atroces. Las rachas alcohólicas se
hicieron más largas y constantes, y tuvo ataques cada vez más funestos
de reumatismo, que el alcohol ya no lograba apaciguar. Sin embargo, pese
a su desencanto, estaba decidido a unirse a la guerrilla.
La noche en que iba a hacerlo llegó
temprano a casa a preparar lo poco que iba a llevarse. Estaba exhausto y
tenía los nervios a flor de piel. Lo aguijoneaba la duda acerca de lo
que iba a hacer. ¿Tenía sentido? Llevaba tres años sin tomar un respiro
de la actividad partidaria y de las persecuciones y, además, mi mamá
estaba embarazada de su tercera hija. Él le había hablado vagamente de
un viaje de trabajo, pero ella sospechó. Estaban a punto de cenar cuando
empezaron a discutir acaloradamente. “Sabía que me ocultaba algo –decía
mi mamá–. Yo tenía una jarra de agua y le iba a servir. Pero me detuve y
lo miré fijamente para que me dijera qué pensaba hacer”.
De pronto, mi padre se puso de pie, hizo
a un lado las pocas cosas que preparaba para llevarse, y farfulló
algunas palabras para sí mismo. Mi mamá vio en él una mirada angustiada
que no había visto nunca antes. Sacó una cerveza de la nevera y volvió a
la mesa, luchando por recuperar la compostura. Marla y Yuri, sus hijos
de tres y dos años, mis hermanos, lo miraban en silencio, sentados
frente a los platos de comida humeante. Mi padre iba a sentarse otra
vez, pero se detuvo. Entonces sobrevino el ataque. Con una energía
inesperada, volteó la mesa echando al suelo toda la vajilla. Permaneció
inmóvil, tratando de ordenar los pedazos rotos de sí mismo, pero no pudo
y, en vez de marchar a la montaña, fue hospitalizado en una clínica
psiquiátrica.
A principios de 1963, semanas después de
este episodio, emprendió un largo viaje que lo llevó, gracias a
gestiones de sus amigos comunistas, a Europa y la Unión Soviética. Poco
se sabe sobre su estadía en Moscú. Pasó dos meses en un sanatorio de la
ciudad, rehabilitándose del alcohol y aliviando el reumatismo. Una
fotografía lo muestra en el Teatro Bolshoi, acodado en una mesa sobre un
fondo de terciopelo rojo y arabescos dorados. Lo acompañan dos hombres.
Según contaba después, el más joven se llamaba Boris y era su
intérprete. En su honor, llamaría Boris a su último hijo.
***
En las heladas caminatas por los
jardines del sanatorio y por los bosques del parque Kolomenskoe, en
Moscú, el agotamiento cedió y él empezó a dedicar tiempo y energía a la
escritura. Regresó a Caracas en abril de 1963, pocas semanas antes del
nacimiento de Valentina, su tercera hija, cuyo nombre exaltaba la hazaña
de la cosmonauta Valentina Tereshkova, la primera mujer en el espacio.
Este nacimiento lo acercó de nuevo a la vida familiar. Alejado del
alcohol, vivió uno de sus mejores momentos. Los conflictos y peleas con
mi mamá habían disminuido aunque, por causa de la difícil personalidad
de ambos y del carácter enamoradizo de mi padre, la relación nunca llegó
a ser armónica. Fue un período de extraordinaria fecundidad para su
obra. Al cabo de unos meses comenzó a escribir poemas en cuadernos
escolares, con una letra llena de picos, siempre nítida. Eran versos
extraños, en nada parecidos a su obra anterior, en los que intentaba
reflejar en palabras lo que, decía, le había “llegado” en imágenes.
El año 1964, en que trabajó como
corrector de pruebas y estilo, y como articulista en diversas
publicaciones, puede verse cómo la aparición de una galaxia tras la
explosión de una supernova: se sintió renacer. Trabajó con mayor
intensidad y llegó a escribir más de 20 poemas en un solo día. Cada
nueva jornada aparecían sobre el papel anagramas, anagogías y analogías
desconcertantes, que podían leerse como expresiones que intentaban
escapar del significado convencional, pero también como voluptuosas
creaciones de una lengua en estado edénico. El producto de esa
vertiginosa erupción es “El círculo de los 3 soles” (Editorial
Zona Franca, 1969), compuesto entre 1964 y 1968, un volumen de más de
500 páginas con poemas que van de unas pocas líneas hasta trabajos de
varias secciones con muchas páginas. Algunos están escritos en prosa y
otros en largos bloques o en aforismos de pocas líneas. Algunos muestran
un denso desarrollo y otros son ráfagas o pensamientos confusos. Hay un
afluente caracterizado por ficciones matemáticas formuladas en
ecuaciones inconcebibles. Hay parábolas que versan sobre dimensiones del
tiempo y el espacio expresadas en genealogías inalcanzables para la
experiencia humana de un solo hombre y que, sin embargo, son “vividas”
por la voz poética. En otros poemas predominan las alusiones esotéricas
trufadas en versos que refieren a transmutaciones alquímicas y
cabalísticas. Hay una vertiente en la que se esbozan la metempsicosis de
Rafael José Muñoz en RJM, muzoñumjuansan, el hijo, el padre y,
finalmente, Rafsol. En las pastorales y elegías hay pájaros, árboles y
paisajes que parecen pertenecer a lugares y civilizaciones del pasado o
el futuro. En general, en los poemas menos convencionales el tiempo es
alterado por momentos que quiebran la linealidad y palabras que
equivalen a efectos sin evidente causa. Él decía que sus poemas venían
de profundidades del ser y que le aparecían dictados por una voz
interior.
Tengo un deseo extraño de colocarme en el Billón
de ir más allá, de colocarme en el Trillón
donde el tiempo anida sus Siglos.
Tengo un deseo extraño de ser Tres:
Onu ne aicnese y onirt ne anosrep.
Tengo ganas de quedarme así:
Uno en esencia y trino en persona.
de ir más allá, de colocarme en el Trillón
donde el tiempo anida sus Siglos.
Tengo un deseo extraño de ser Tres:
Onu ne aicnese y onirt ne anosrep.
Tengo ganas de quedarme así:
Uno en esencia y trino en persona.
En muchos poemas, el lenguaje es sometido a un estrujamiento tal que termina descoyuntado, vuelto una representación fonética. Cuando no escribía llevado por el frenesí, pasaba horas y horas absorto en la búsqueda de imágenes y símbolos que lo llevaran a crear una poética que buscaba unir la palabra y el número.
Desde las Sumarijas Regiones
Berlinescher astronomischer chlurder
Aften gnoste must;
Así son, por trillones de kilómetros
Bajando najitos, sin viento,
Entran hacia el callejón donde esperan las Cariátides (…).
Aften gnoste must;
Así son, por trillones de kilómetros
Bajando najitos, sin viento,
Entran hacia el callejón donde esperan las Cariátides (…).
“El círculo de los 3 soles”
está poblado por una zoología, una geología y una botánica de ciencia
ficción. En un poema habla de las “cuevas de Epsilón”, en otro menciona
“la cola de Andrómeda bajo sudores de platino”, en otro se refiere a las
“grutas de Osiris”. Los animales reales o imaginarios también están
presentes: “el loro de Alejandría”, “la garza No. 1”, “el Venado de ojo
de lucero”, “las Dos Hormigas Negras Evangelistas del Círculo”, “el Pez
Austral”, “la Tortuga Argentorati”. A su exaltada memoria emocional y a
la capacidad de evocar paisajes que no conocía, añadía el soplo de la
fábula y la proporción del absurdo. Fue capaz de imaginar su propia
gestación, en una revuelta y una burla contra su historia familiar.
Las revelaciones de Rafsol
Me fui a la colina y contemplé la noche,
otosoropas estrellas, begonias azules, anaxulas negras,
y en el infinito espacio la forma de un 3 (…).
otosoropas estrellas, begonias azules, anaxulas negras,
y en el infinito espacio la forma de un 3 (…).
Díjeme: Ex nació de Ex y engendró a Ox,
Ox creó a Seh y Seh engendró a Yex,
Yex creó a Lex y Lex engendró a Fex;
y cuando Fex hubo desaparecido
nació Agustín, hijo de Dominga;
y Agustín engendró a Tito y a Titina y a Tom y a Celenia
y a Amado;
y he aquí que más tarde, cuando pasean las cucarachas
por el corredor de las casas de Guanepa,
Ox creó a Seh y Seh engendró a Yex,
Yex creó a Lex y Lex engendró a Fex;
y cuando Fex hubo desaparecido
nació Agustín, hijo de Dominga;
y Agustín engendró a Tito y a Titina y a Tom y a Celenia
y a Amado;
y he aquí que más tarde, cuando pasean las cucarachas
por el corredor de las casas de Guanepa,
Agustín se encontró con Piedad,
hija de Pedro Celestino Muñoz;
y he aquí que Agustín y Piedad se unieron
y de esa unión nació Rito y Alí
y Rosalía y Ludgerio;
y Artajerjes nació de la unión de Piedad con Serrano.
Rito se llamó Rafsol
Díjose que nació por obra y gracia del Espíritu Santo;
Y que la mañana en que nació cantó un cristofué,
díjose también que nació con poderes extraños:
podía ver a 1.000 trillones de años luz,
podía resucitar a los muertos,
podía perdonar los pecados,
podía detener el Universo, si cerraba los ojos (…).
hija de Pedro Celestino Muñoz;
y he aquí que Agustín y Piedad se unieron
y de esa unión nació Rito y Alí
y Rosalía y Ludgerio;
y Artajerjes nació de la unión de Piedad con Serrano.
Rito se llamó Rafsol
Díjose que nació por obra y gracia del Espíritu Santo;
Y que la mañana en que nació cantó un cristofué,
díjose también que nació con poderes extraños:
podía ver a 1.000 trillones de años luz,
podía resucitar a los muertos,
podía perdonar los pecados,
podía detener el Universo, si cerraba los ojos (…).
Símbolos alquímicos e iniciáticos como la roszul, el huevo, el mandala, la piedra, el espejo, el ojo, la llave deben vérselas con cruces, sepultureros, ataúdes, funerales. La presencia de la muerte es melancólica, como han destacado todos los críticos, pero no es menos cierto que para él la muerte no está exenta de festejo, ceremonia y humor negro. Entre todos los textos hay uno que escribió el 22 de marzo de 1968, cuando tenía 39 años, que sirve de pórtico al libro, y que es una invitación a su propio entierro:
Ha muerto cristianamente el señor Rafael
José Muñoz. Sus amigos: Juan Liscano Velutini, Jesús Sanoja H.,
Ramakrisna, Krisnamurti, Romain Rolland, Pitágoras, Platón, Tsu Tsu,
José Stalin, Mao Tse Tung, Moisés, Alberto Schweitzer, Hermann Hesse,
Thomas Mann, Walt Withman, Mauricio Maeterlink, James Joyce, George
Ivanovich Gurdjieff, Piotr D. Ouspensky, Madame Blavatsky, Annie Besant,
Mabel Collins, Thomas Hamblin, Los Doce Apóstoles, Los Peregrinos de
Oriente, invitan al acto del sepelio, el cual se efectuará el día 22 de
marzo de 1968. Sitio de encuentro: Jardines de Guanola. Hora: 5 a.m. o 5
p.m.
La muerte ficticia del poema es el punto
culminante de esa crisis existencial que lo hizo abandonar la política y
abrazar la poesía.
Cuando “El círculo de los 3 soles”
se publicó, en 1969, mi tío Alí Muñoz le celebró los sonetos. La
respuesta de mi padre fue un golpe en el estómago: “Los sonetos los
escribo para que los güevones (mentecatos) que no entienden lo otro, que
es la verdadera poesía, se enteren de que de verdad escribo”.
Hoy, el crítico venezolano Rafael Arráiz Lucca considera “El círculo de los 3 soles”
como uno de los diez libros de poesía venezolana más importantes del
siglo XX y, con los años, Rafael José Muñoz empezó a ser mencionado como
un poeta que además fue político, y no como lo contrario. Aunque la
academia lo ha estudiado muy poco, varias generaciones de lectores lo
han mantenido, de modo oculto y misterioso, increíblemente vivo.
Sus dos críticos principales, Juan Liscano y Guillermo Sucre, tenían visiones antagónicas sobre su obra.
Liscano dice que Rafael José Muñoz recreó las vanguardias sin conocerlas
a fondo. Guillermo Sucre, en “La máscara, la transparencia”,
toma con pinzas esta tesis. Sin ocultar su desdén por Liscano y con
abierto desaire hacia Rafael José, se pregunta si éste es un “poeta
realmente complejo o simplemente complicado”. Dice, severo: “Este poeta
venezolano transgrede todos los límites expresivos en insalvables
criptogramas (…) El lenguaje de Muñoz, en gran medida, deja de ser un
sistema de símbolos compartidos con el lector real o virtual”. Reconoce
que la obra es el producto de “una gran tensión interior, de un
inconsciente trabajado por las más duras pruebas personales”. Sin
embargo, advierte: “El peligro de Muñoz, y se percibe mucho en su libro,
es el de (re) caer en lo eneguménico: que ‘el humilde del sinsentido’
de que habla Lezama recordando a San Juan de la Cruz, derive en la
arrogancia del furor destructivo”. Pero reconoce al poeta versátil y
diestro que está detrás de lo que él llama la “arrogancia del furor
destructivo”, tanto del lenguaje como de su propia persona. La confusión
babélica, que por momentos recuerda la “cristalina mezcolanza” de
Rimbaud, hace a Sucre hablar de una desmesura y una mitología personal
que elevan a Rafael José Muñoz de rango, salvándolo de un anacrónico
vanguardismo. Se trata de un “esperanto poético en el que caben diversos
idiomas deliberadamente falseados”. Sin embargo, prefiere el lado
mesurado de su poesía. “Así, hay otra cara de su libro (además de las
mil que el tiempo irá revelando) en la que el lenguaje, sin perder su
visión y su búsqueda extrema, vuelve por sus propios poderes, luminosos o
oscuros, pero ya no abandonados al egotismo del poeta vidente (yo soy
un elegido, es una de las convicciones de Muñoz). En ese otro plano es
donde la experiencia sin duda mística de este poeta se ahonda y
esclarece a sí misma; donde su mitología personal, adquirida o
inconsciente, parece coincidir con un logos necesario”.
***
Durante estos años su relación con el
alcohol empezó a ser otra vez tormentosa. Vivía torturado por la
dipsomanía, que lo llevaba a pasar largos períodos de abstinencia,
alternados con otros en los que el consumo de alcohol era incontrolable.
Mi tío Alí Muñoz dice que su vínculo se resintió a causa de las
hospitalizaciones, porque le tocaba ser el malo de la película. “En
varias ocasiones tuve que hacerlo hospitalizar. Tu mamá quedaba
inconsolable. ¿Pero qué iba a hacer yo? ¡Era mi hermano! Una vez le
monté una trampa para llevarlo bajo engaño a la clínica. Al descubrirla,
me insultó y se resistió de mil maneras. Como él era muy persuasivo,
casi convence al doctor para que lo dejara ir. Entonces tuve que
plantármele diciéndole: “Doctor, yo lo respeto mucho a usted, pero el
poeta no saldrá de aquí bajo ningún respecto a menos que esté sobrio”.
Las clínicas eran un suplicio más
truculento que la tortura. Lo enfundaban en una bata hospitalaria y lo
amarraban a la cama para evitar que huyera. Y no sólo debía padecer el
espantoso síndrome de abstinencia alcohólica, cuyos estragos físicos son
más largos y terribles que los de la heroína o la cocaína, sino
soportar el tratamiento de electroshocks con que pretendían curarlo.
Pero el hospital no merecía el estoicismo de la cárcel. Los médicos
decían que su mente había sufrido daños por la tortura y el alcohol y,
aunque nunca hubo por parte de ellos un diagnóstico claro, muchos
sostienen que su poesía era una expresión de locura, y que el trance
onírico que usaba como método creativo era producto de una indeterminada
enfermedad. Esta hipótesis es ingeniosa, pero limitada. Tiene, en el
fondo más de demérito que de elogio, pues evade vérselas con lo que
dicen o plantean los poemas mismos, su desorbitada creación y su
profunda musicalidad.
Cuando Rafael José salía de las
hospitalizaciones quedaba con los sentidos embotados, desconectado del
mundo, en un pliegue del tiempo y el espacio donde sólo cabían él y sus
demonios. Mientras tanto, el matrimonio se iba a la deriva. “El poeta
era luz en la calle y oscuridad en la casa”, solía quejarse mi mamá,
porque mi padre seguía siendo un amigo entregado a sus amigos pero un
hombre complejo en su propia casa. Aunque mi mamá reconocía sus
esfuerzos desesperados para superar el alcoholismo, sentía que sus hijos
–Marla, Yuri, Valentina– ya habían sufrido suficiente durante una
infancia trastornada por ausencias inexplicables, mudanzas repentinas y
el acecho de los cuerpos de seguridad que, en busca de armas y
propaganda, dejaban la casa patas arriba y el aire infectado de terror.
Además, estaban las crisis recurrentes, marcadas por estallidos
nerviosos y delirios que culminaban en hospitalizaciones.
Una noche de principios de septiembre de 1968, cuando ya había terminado la corrección de “El círculo de los 3 soles”,
volvió achispado a casa. Estaba de un humor particularmente jovial y
llevaba un ramo de flores con la intención de reparar las asperezas que
había atravesado con Nelly en los últimos meses. Todavía quedaban restos
de ternura entre ambos. Esa noche hicieron el amor por última vez en su
vida. El encuentro de los dos cuerpos fue borrascoso. Pocas veces
estuvieron de acuerdo en algo, salvo en el recuerdo de esa noche. Ella
se quedó en silencio sintiéndose levitar. Él encendió un cigarrillo y la
vio sumergirse en el sueño. De pronto, ella sintió que su cuerpo se
desdoblaba y que atravesaba paredes hasta llegar a la calle. Él dijo que
la vio salir del cuerpo y, al verla caminar por la calle en ropa de
dormir, comenzó a llamarla para que volviera.
Mi mamá supo de inmediato que había
quedado embarazada y, desde entonces, pasó cada día mortificada por los
efectos que podía tener el alcoholismo de Rafael José en la formación
del feto. Nueve meses después, el 21 de mayo de 1969, un día antes del
cumpleaños número 41 de mi papá, nací yo, Boris, el hijo menor. Mi papá
recibió la noticia con júbilo pero acusó a mi madre de haber adelantado
el parto para evitar que naciera el 22, igual que él. “Tu papá era un
ser arbitrario”, se oía repetir a mi mamá al rememorar mi nacimiento.
Cinco días después, mi padre abandonó la casa.
***
Nadie ignora que, para llenar una ausencia, la memoria inventa recuerdos benévolos o disimula aquellos que resultan dolorosos. Durante mucho tiempo, mi imaginación volaba hasta la habitación del Hospital Clínico Universitario, donde murió mi papá y que yo nunca conocí. Allí, junto a la cama, veía su cuerpo atrapado por la camisa de fuerza. Escuchaba su voz llamando a mi mamá: “Nelly, Nelly, Nelly…”. Y sentía su respiración arrinconada. Después, esas imágenes terribles daban paso a otras en las que mi papá emergía de su lecho de muerte y se instalaba de nuevo en el mundo, sobrio y curado por siempre jamás. Esas fantasías lograban anular mi desdicha pero, tarde o temprano, la ilusión estallaba para dar paso al verdadero recuerdo de los días que compartimos entre 1978 y 1981, los únicos años en que, desde mi nacimiento, vivimos en familia.
En realidad, se separó de mi madre pero
no de sus hijos. Desde que se fue, aunque no volvió a dormir en casa,
nos visitaba varias veces a la semana. Los domingos nos llevaba al
matiné del teatro Río de la Calle Real. Luego, religiosamente,
terminábamos sentados todos en una mesa de La Giralda. Pero para mí el
gran acontecimiento llegaba los sábados. Me recogía en nuestro
apartamento del edificio Papirusa de la avenida Orinoco de Bello Monte y
caminábamos a través de la avenida Casanova hasta llegar a la antigua
Calle Real de Sabana Grande, en lo que luego se transmutó en una
irreconocible arteria atascada de vendedores, a una estrecha pero
infinita juguetería de la que yo podía llevarme cualquier cosa que
quisiera. Me decía que era el Bazar Muñoz y que todo lo que había
adentro era mío. Muchos años después, atando cabos, descubrí que el
Bazar Muñoz no era sino el Rey de las Piñatas, una de las pocas tiendas
que sobrevivió con cierta dignidad a las invasiones bárbaras que, en los
años noventa, volvieron al bulevar más entrañable de la ciudad, un
corredor asediado por todas las taxonomías de miseria humana. Cada vez
que paso por ese punto de Caracas me asaltan aquellos episodios de
felicidad infantil, perfumados con el aroma a lavanda de los pañuelos de
mi padre. Son instantes cargados con una fulminante ilusión de
eternidad, como si toda la alegría de la infancia estuviera cifrada en
esas pequeñas ceremonias del amor.
Mi papá volvió a casa un poco antes de
las elecciones presidenciales de 1978. Había trabajado en la campaña
presidencial de 1972 como consejero político de Carlos Andrés Pérez, y
luego como su secretario personal. Cuando Pérez fue electo presidente,
en 1973, mi padre fue nombrado comisionado Especial de la Presidencia.
Él esperaba que su participación en la arrolladora victoria del
presidente fuera reconocida con un puesto más destacado, pero algunos de
sus amigos más antiguos conspiraron en su contra calificándolo de
hombre enfermo, no apto para una posición ejecutiva.
El día en que volvió, lo vi entrar a
casa con la falta de energía propia de un hundimiento y la inconfesada
desesperación de la derrota. Poco antes le habían diagnosticado cirrosis
hepática. Su hígado se cobraba revancha produciéndole temblores y
despellejándole las manos.
En aquella época, en la radio se oía día
y noche “Paula C”, un despecho intelectualoso de Rubén Blades. Mi papá
solía asomarse a la ventana y, mirando el cerro Ávila, repetir una y
otra vez el estribillo: “Oye que triste quedé cuando se fue Paula C /
Vivir sin un amor no vale nada / No vale nada, tú ves”. Por esos datos
supe que él también arrastraba una pena de amor. De hecho, durante un
tiempo se había enredado con una mujer mucho más joven que él y menos
tolerante que Nelly, que lo había echado sin contemplaciones. También
había malbaratado en aguardiente el dinero que había ganado durante sus
años de trabajo en el gobierno. Cuando regresó a casa, interrumpió toda
actividad partidaria, salvo la publicación de artículos de opinión en el
vespertino El Mundo y comentarios sobre ocultismo en la revista Cábala.
Supongo que creía que apartado de las causas políticas y de cualquier
aspiración de poder, lejos de cualquier militancia, podría establecer
una rutina normal con su familia. Pero vivía en permanente estado de
guerra contra sí mismo, cargando con la tristeza elemental que siempre
lo había perseguido.
Poco a poco, dejó de ser un hombre
activo, enérgico y callejero. Renunció a frecuentar los bares de Sabana
Grande para quedarse bebiendo, leyendo y escribiendo en casa. A la vez,
adoptaba rituales y pasatiempos paradójicos, como hacer el desayuno los
domingos o jugar a las adivinanzas con las canciones de salsa y la
música clásica de la radio. Hoy me parece increíble que la melancolía
que se lo tragaba no fuera suficiente para derribarlo por completo y
hacerlo abandonar la escritura, a la que se aferraba con celo. Consumía
diariamente un litro de ron y, arropado por el vapor etílico, se sentaba
frente a la máquina. Una vez que empezaba a teclear sólo tomaba las
pausas que le dictaba la respiración, como si escribir poemas y
artículos lo mantuviera unido al mundo por un hilo de tinta.
A veces lo sorprendía declamando sonetos
que había aprendido de memoria en la juventud, murmurando fragmentos
incomprensibles. Insomne, cuando ya nadie en la casa estaba despierto,
se sentaba de nuevo a escribir poemas que abarcaban la hoja completa, de
arriba a abajo y de un borde al otro, sin dejar el menor resquicio
libre. En la mañana, me asomaba a espiar la máquina de escribir pero,
por lo general, no entendía nada del soliloquio interminable que poblaba
aquel montón de papel.
No he podido encontrar más que un puñado
de esas páginas entre los abundantes escritos que dejó. Sin embargo, en
el último año he leído muchos poemas que puso en manos de Jesús Sanoja
Hernández, gracias a quien se salvaron de las mudanzas familiares que
parecían más bien naufragios. La mayoría están marcados por una honda
tristeza. La evocación de la muerte ya no es irónica, juguetona o
reflexiva, sino inmediata: la muerte como solución al dolor de vivir.
Los últimos poemas apenas si despiden algo de la luz y el sentido que le
faltaron a su vida.
En agosto de 1981, tres meses antes de
morir, escribió un poema amoroso dedicado a Mireya, una joven vecina.
Luego de comparar a la quinceañera con la luz del día, el canto de la
tarde y decir que tiene un olor a pomarrosa, cambia de tono bruscamente:
Ya ni tengo ganas de vivir.
muero, seguido por mi propia muerte.
no tengo nada, todo se convierte
en un no ser, un desistir.
muero, seguido por mi propia muerte.
no tengo nada, todo se convierte
en un no ser, un desistir.
No aprendo ni siquiera a convivir
con la lluvia, la noche, con lo inerte.
Pienso en mi suerte, en mi pobre suerte.
solo pienso en mi polvo, en sucumbir.
con la lluvia, la noche, con lo inerte.
Pienso en mi suerte, en mi pobre suerte.
solo pienso en mi polvo, en sucumbir.
Estoy seguro de que en ese momento ya presentía su propia muerte y, a pesar de que el alcoholismo lo inutilizaba cada vez más, durante los años previos se las había arreglado para terminar “En un monte de Rubio” (Editorial Centauro, 1979) y “Doña Piedad y las flores”, una plaquette dedicada a su madre. Más adelante, escribió “Homenaje a Pablo Neruda”, un libro que permanece inédito. El título “En un monte de Rubio” alude al lugar de nacimiento de su amigo Carlos Andrés Pérez, a quién consagra el libro como una especie de biografía poética. Sólo muy recientemente se lo ha empezado a leer con independencia del contexto político en que fue escrito ya que, en verdad, la crítica de la época no le prestó atención, ni siquiera para criticarlo como un servicio al poder.
Durante los tres años que vivimos
juntos, la vida fue tumultuosa para todos. En los períodos de sobriedad
parecía disfrutar de cierto sosiego, a pesar de que los temblores de la
abstinencia le sacudían el cuerpo. En esos raros momentos, vivíamos la
ilusión de la normalidad. Se levantaba temprano, se bañaba y leía el
periódico antes de sentarse a su máquina. Si tenía que salir, pasaba a
recogerlo un taxi o se iba caminando, pues le encantaba recorrer
distancias que, para mi imaginación, eran inabarcables. Una vez
caminamos tomados de la mano hasta la Plaza Venezuela. Luego de un buen
trecho nos detuvimos a comer hamburguesas en un puesto callejero. No he
olvidado que al ordenar las llamó “hamburger”, con pronunciación
inglesa. Después atravesamos avenidas llenas de concesionarios de autos,
hasta que giramos a la altura de la calle de los hoteles. Cuando por
fin llegamos a la Torre Polar de Plaza Venezuela, me dejó en el cine
mientras él se sentaba a conversar con su viejo amigo, el cantante
puertorriqueño Daniel Santos, que no era adicto al alcohol sino a la
cocaína. Ese día vi la película “Can’t Stop the Music”, una
fabulación infantilizada sobre la formación de la banda gay Village
People. Recuerdo todo con gran nitidez porque fui intensamente feliz
durante el paseo. Pero al salir del cine encontré a mi papá con los ojos
enrojecidos y el inconfundible aliento de los tragos.
A los períodos de sobriedad y lucidez
los seguían inevitables crisis alcohólicas. Como cabía esperar, aquellos
eran cada vez más breves y espaciados. Había días en los que salía a la
calle sobrio y, un par de horas más tarde, un taxi lo dejaba en la
puerta del edificio hecho un guiñapo. Varias veces cayó allí sin poder
levantarse. Vivíamos en un primer piso, de modo que yo miraba todo
escondido tras la ventana, con un escalofrío de vergüenza que venía
acompañado por el deseo malsano de que el hombre tirado en el suelo no
fuera mi padre. Los vecinos no sabían cómo reaccionar y yo me sentía
incapaz de enfrentarme a ese espectáculo. Sin embargo, como no había
nadie más en casa, bajaba a recogerlo y lo ayudaba a acostarse en el
sofá.
Vivir con alguien encadenado a la
melancolía y el dolor estuvo a punto de hacer perder la cordura a mi
mamá. Cuando mi papá era atrapado por trances de delirium tremens,
se desataban en casa situaciones descabelladas. Más de una vez lo vi
sostener conversaciones simultáneas con grupos de amigos invisibles.
Arreglaba como podía los muebles de la sala. Los invitaba a sentarse y,
en una esquina del semicírculo, disertaba sobre política y filosofía,
sobre el amor, la música, las noticias. En uno de esos delirios obligó a
mi mamá a servir café a los seis miembros de su cenáculo. Ella, de
hecho, vertió café en las seis tazas y las colocó con gran ceremonia
donde se hallaban los amigos imaginarios. En otras ocasiones nos
conminaba a mí o a alguno de mis hermanos a sentarnos en la sala para
seguir con atención lo que esos fantasmas tuvieran que decirnos. Había
duendes recurrentes, que aparecían para aliviar el desamparo en el que
vivió desde su niñez. Uno de ellos, tal vez la más comprensiva de sus
sombras, era el señor Angelo, un notario de modales corteses que llegaba
sin anunciarse para consolar los desvelos del poeta con su sabiduría de
otro mundo.
La única hospitalización que pareció
curarlo de veras ocurrió a mediados de 1980, en el Hospital Clínico
Universitario. Salió de ella renovado y casi brioso. Durante ese período
comenzó a decir que estaba escribiendo otro libro de poemas. “Se llama
‘Los secretos del jabón azul’ y es sobre los arcanos de Hermes, el tres
veces grande, quien anunció el cristianismo y escribió la ‘Tabla
Esmeralda’”, afirmaba, rotundo y con teatral grandilocuencia. Nunca
encontré ese libro entre sus papeles, salvo una mención aislada en otro
poema, y una carpeta rotulada “Los secretos del jabón azul” que estaba
vacía.
Aunque José Agustín Catalá, su fiel
amigo y editor, aún se lamenta por haberle hecho más fácil la tarea de
destruirse prestándole un apartamento para escribir fuera de casa, no es
del todo exacto que se encerrara allí sólo para beber. El 24 de abril
de 1980 entregó en Monte Ávila Editores un libro inédito titulado
“Poemas”. Este manuscrito desapareció en el laberinto de archivos
muertos de esa editorial. Pero también escribió su “Homenaje a Neruda”,
ciento veinte folios de un desmesurado poema en el que la voz poética
conversa con Neruda, llamándolo por su nombre o “el hondero entusiasta”.
Allí mi padre mezcla referencias de la vida y obra del poeta chileno
con la suya propia. Largos pasajes cabalgan hacia la incoherencia y,
aunque siempre retoma el nombre de Neruda, por momentos refiere
episodios y anécdotas políticas de sus años militantes, mencionando
tanto a sus amigos como a sus adversarios y torturadores.
Es imposible precisar cuándo comenzó a
beber de nuevo, pero debe haber sido a mediados de aquel año, poco
después de enterarse de que un cáncer de pulmón devoraba a su hermano
Ludgerio. Jesús Sanoja Hernádez escribió que cuando mi padre le entregó
los originales de “Homenaje a Neruda”, cargaba “la muerte pintada en el
rostro y metida en el alma”. Eso debe haber sido en septiembre u octubre
de 1981.
Algunas semanas antes del día en que
murió fueron a entrevistarlo unos periodistas del suplemento cultural
“Papel Literario”, del periódico El Nacional. Sus respuestas fueron tan
absurdas que nunca pudieron publicar el artículo. El fotógrafo Vasco Szinetar le hizo varios retratos esa mañana. Muestran a un hombre
envejecido que aparenta al menos 20 años más de los 53 que tenía. A
fines de septiembre llegó la noticia de la muerte de Rómulo Betancourt
en Nueva York que lo hizo murmurar durante días, como si hubiese muerto
un familiar muy cercano. A principios de octubre murió Ludgerio.
Mi papá no paraba de beber. Tenía las
manos desconchadas por las cirrosis, estaba flaco y la cabeza se le
había vuelto completamente blanca. Desde su habitación, que permanecía
casi todo el día con la persiana baja, se filtraba un fuerte olor a
bilis y alcohol. Sin embargo, entre nosotros la relación seguía estando
llena de ternura.
Una semana antes de que lo llevaran al
hospital soñé con su muerte. Me asusté mucho y, atenazado por un mal
presentimiento, se lo conté a mi mamá esa misma mañana. Estábamos en el
paso peatonal, esperando la luz para cruzar la calle. Ella respondió:
“No te preocupes por tu papá. El poeta tiene más vidas que un gato.
Primero nos entierra a todos y después se muere él”. Entonces cambió la
luz, ella me tomó de la mano para cruzar y yo me quedé dándole vueltas a
sus frases. Las había dicho ya muchas veces, con leves variantes. En
ocasiones no era un gato sino un Ave Fénix. Pero esta vez no se trataba
de una simple fórmula: la imagen de un padre invulnerable, capaz de
volver de la zozobra gracias al don de la resurrección, conjuraba no
sólo mis miedos sino también los suyos. Y la verdad es que aquel viernes
6 de noviembre de 1981, cuando el poeta me despidió con besos antes de
irme al colegio, no recordé mi sueño de la semana anterior. Nada me hizo
pensar que esa era la última vez que iba a verlo vivo, ni que en pocas
horas más mi papá se iba a morir.
Pueden leer El Circulo de los Tres Soles pulsando aqui
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