domingo, 30 de junio de 2013

SAQUEO CULTURAL DE AMÉRICA LATINA. Entrevista al escritor venezolano Fernando Báez. Por Alejandro Lavquén









Entrevista a Fernando Báez


Por Alejandro Lavquén


Publicada en revista Punto Final Nº 698 (noviembre 13. 2009





Fernando Báez, venezolano licenciado en Educación y doctorado en Bibliotecología, nos presenta su libro El saqueo cultural de América Latina (Ediciones Debate) recientemente editado en Chile. Báez se ha destacado por su compromiso con el rescate de la memoria patrimonial y cultural de nuestro continente y otros pueblos. De hecho en el 2003 viajó a Irak como miembro de la UNESCO y al año siguiente publicó una crónica de ese viaje, con prólogo de Noam Chomsky, titulada La destrucción cultural de Irak. Sus aportes le han valido variados reconocimientos, entre ellos el Premio Nacional de Cultura de Venezuela y Premio Nacional del Libro en Brasil. Actualmente dirige la Biblioteca Nacional de Venezuela. Sobre su libro, conversó con Punto Final.


En su libro plantea que las denuncias sobre el saqueo en América Latina se han referido, fundamentalmente, al aspecto económico, no al cultural ¿A qué se debe esto?


Ha sido el precio del memoricidio. Europa decretó el silencio sobre este tema, lo relegó a un plano académico irrelevante, y vemos que esta tesis triunfó. Baste observar la xenofobia de las nuevas generaciones europeas repitiendo el profundo desprecio que tienen por cualquier cultura que represente un desafío a sus postulados. En América Latina somos víctimas de una educación basada en la estrategia de la amnesia. Todos los valores que se han intentado inculcar han obedecido a la exclusión.



La destrucción de códices y objetos de arte religioso ¿De qué manera influye en el proceso de conquista de los pueblos originarios?


En el proceso de la transculturación, los conquistadores sentían que no bastaba con imponer la cultura occidental o el cristianismo sino que debían borrar todo rastro posible de las culturas dominadas, las cuales fueron reducidas a trofeos y curiosidades. Los códices y objetos de arte religioso representaban un peligro enorme porque eran testimonios palpables, que animaban la resistencia indígena a la evangelización y a la aceptación del servilismo. El mensaje era claro y sigue siendo claro: no hay triunfo militar ni económico sin dominio cultural.






Desde el primer saqueo cultural, ocurrido en Tenochtitlan, usted plantea que se han perpetuado 515 años de rapiña ¿Qué opina de quienes sostienen que tales afirmaciones son parte de una leyenda negra que exagera los hechos?


Yo creo que son el equivalente de los revisionistas que hoy nos dicen que el holocausto ha sido exagerado. Conozco gente seria que enloquece y se atreve a cuestionar la Shoa, un hecho firme e innegable. Lo mismo pasa con los historiadores europeos y discípulos que consideran una manipulación que uno se atreva a recordar episodios como los que expongo en El saqueo cultural de América Latina, pero ninguno ha logrado refutar uno solo de los documentos y pruebas que contiene mi obra. No hay leyenda rosa en la historia de las relaciones de la colonización europea en América Latina: el genocidio, el expolio, la esclavitud y el memoricidio fueron realidades lamentables que ya nadie puede ignorar sin complicidad.



¿Cuál es el papel de la Iglesia en este asunto? Se lo pregunto pensando en que ésta justificaba sus acciones en la expansión de la religión cristiana.


Los excesos de la religión han causado estragos, bien en nombre de Yahve o Alá. No se conoce a nadie, por decir, que en nombre del ateísmo se haya atrevido a crear una inquisición, exterminar a millones de seres humanos por creer en algo o volar aviones para estrellarlos contra centros financieros o políticos. Es irónico, porque los ateos deberían ser los más radicales al carecer de frenos trascendentes, pero vemos que no es así. En lo personal, creo que la Iglesia católica logró su meta de expandir su proyecto en América Latina con enorme crueldad, porque los evangelizadores fueron los mismos hombres corrompidos que denunció Lutero durante la Reforma. Yo le diría a los lectores que detrás de la expansión religiosa estaba el argumento económico: gran parte del dinero de la conquista fue a parar a las arcas del Vaticano. Pensemos que el Papa Alejandro VI donó las tierras recién descubiertas a cambio de recibir sus tributos, que fortalecieron sin duda la estructura eclesiástica.



El proceso del etnocidio trajo la desaparición de símbolos, lenguas y costumbres, siendo reemplazadas por la cultura del conquistador ¿Qué ha logrado sobrevivir de las culturas precolombinas?


El inventario incluye edificaciones asombrosas como Machu Pichu, Teotihuacán, Copán y cientos de otras construcciones magníficas. Hay seiscientos setenta y un pueblos indígenas, como el pueblo mapuche, un orgullo de la región. Quedan lenguas que sobrevivieron a la hecatombe cultural como el maya o el yanomami y otras decenas. También hoy quedan miles de objetos culturales en museos europeos que algún día Europa tendrá que devolver a sus legítimos dueños. Hay libros como el Popol Vuh, el Chilam Balam, poemas estupendos que salvó la memoria oral. Por fortuna, queda un 40% que logró pasar la criba de la aniquilación y la negligencia o las guerras de independencia.



Las elites culturales de los conquistadores se subordinan, desde un principio, a las culturas hegemónicas mundiales ¿Cuáles han sido las consecuencias de esto en la formación de las distintas sociedades en nuestro continente?


Ante todo la exclusión: actuamos todavía como países periféricos que necesitan la aprobación externa para aceptarnos socialmente. Todavía se forman las élites para acentuar las diferencias y mantener vigente el sistema de pensamiento y dispendio económico. Es una forma de actuación característica del colonialismo. Hoy persiste un legado siniestro: la segregación y la vergüenza étnica, ese pesimismo que conduce a la falta de políticas bien elaboradas para que esta etapa acelerada de la globalización no nos tome desprevenidos.



Usted se refiere a la memoria como eje ontológico ¿Podría ser más explícito?


No hay identidad sin memoria. Uno es lo que recuerda que es. Lo que nos hace humanos es que además de ADN biológico tenemos un ADN cultural que nos permite compartir esperanzas comunes. En el caso de América Latina insisto en cómo nos conforman seis dimensiones de nuestra memoria común; 1)Una memoria conflictiva común de conquista, expolio, esclavitud y genocidio antiguo y contemporáneo; 2) Una memoria indígena geomítica y ecológica; 3) Una memoria africana de transfiguración rítmica; 4)Una memoria hegemónica occidental: sistema religioso, sistema económico, sistema filosófico-ético, con tendencia ecocida; 5)Una memoria periférica de salvación y resistencia, que justifica cíclicamente la rebelión permanente y la revolución; 6)Una memoria negada del olvido de nuestro pasado traumático. A partir de aquí podemos entonces discutir lo que somos.



El tráfico de bienes culturales continúa en pleno siglo XXI ¿Ve alguna posibilidad de detener esto? ¿Existe Interés de los gobiernos afectados por tomar medidas más eficaces y severas?


Hay poco interés justo ahora. La asociación de las bandas de traficantes de arte con el narcotráfico, representa un problema serio. La corrupción de todo el sistema de protección patrimonial mantiene un flujo de bienes culturales que es un gran negocio para miles de personas que viven de esto. En México la situación es grave, en Perú ha sido difícil detener esta exportación ilícita porque hay un mercado gigantesco.



El saqueo cultural también ha afectado a incontables pueblos del mundo en las últimas décadas. Palestina, Sarajevo, Irak, Afganistán, son un ejemplo. Parece ser una historia sin fin, sobre todo mientras haya guerras.


Es una desgracia que mientras más la estudio, más temor siento. A veces creo que esta disposición a la destrucción cultural es una nostalgia humana por volver a la prehistoria




Tomado de LAVQUEN.TRIPOD.COM 


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Entrada actualizada el 04/02/2023- 
 23/07/2022





sábado, 29 de junio de 2013

Leer a los clásicos es mejor para tu cerebro que leer a los contemporáneos








Sergio Parra    

15 de enero de 2013




Si a la hora de escoger nuestras próximas lecturas nos olvidáramos por un momento de nuestros filtros estéticos y nuestras preferencias y sólo nos fijáramos en lo enriquecedor que resultará intelectualmente (o cognitivamente, para ser más precisos), entonces deberíamos escoger a los clásicos antes que a los contemporáneos.






Es al menos lo que sugiere un experimento consistente en monitorizar la actividad cerebral de un grupo de voluntarios mientras leían una serie de libros, que ha sido llevado a cabo por un equipo de científicos, psicólogos y académicos de la lengua de la Universidad de Liverpool. Los clásicos que se leyeron pertenecían a las plumas insignes de Shakespeare, William Wordsworth y T.S. Eliot, entre otros.




Al parecer, el escaneo cerebral no dejó lugar a dudas: los clásicos consiguieron disparar la actividad cerebral porque suponían un reto mayor, sobre todo a la hora de entender palabras antiguas o periclitadas. De hecho, se adaptó las obras a un lenguaje más moderno y el efecto cognitivo suplementario se diluyó como por ensalmo. 

William Shakespeare
 


El estudio también apunta que la poesía no sólo son palabras bonitas o un juego de feria con mucha pirotecnia que cuenta con el aval de la elite intelectual sino que los versos incrementan la actividad en el hemisferio derecho del cerebro, el área que se encarga de la memoria autobiográfica, lo que permite reflexionar sobre experiencias propias y enriquecerlas a la luz de lo leído, tal y como explica Philip Davis, profesor de filología inglesa y miembro del equipo de investigación:

La poesía no es solo una cuestión de estilo. Se trata también de profundas interpretaciones de la experiencia que añaden lo emocional y lo biográfico a lo cognitivo.

Eso no nos dice nada sobre la belleza de la poesía, naturalmente, pero al menos sitúa la poesía rimada (y ya no digamos las rimas complejas) al nivel de los autodefinidos o el sudoku.

William Wordsworth


Una prueba más para añadir a los quintales de experimentos ya realizados a propósito de cómo la lectura y la escritura modifica la estructura cerebral hasta límites insospechados. Aunque, en apariencia, un lector tiene la misma pinta que un no lector, incluso que un analfabeto, se podría decir que un lector es, respecto a una persona que nunca ha aprendido a leer, una criatura perteneciente a otra especie.




No sólo hay diferencias estructurales en el cerebro, sino que los cerebros lectores entienden de otra manera el lenguaje, procesan de manera diferente las señales visuales; incluso razonan y forman los recuerdos de otra manera, tal y como señala la psicóloga mexicana Feggy Ostrosky-Solís:

Se ha demostrado que aprender a leer conforma poderosamente el sistema neuropsicológico del adulto.

T.S. Eliot

Los libros son el equivalente intelectual de los antibióticos, los aditivos o el aire acondicionado. Son una tecnología capaz de diluir un poco más nuestra humanidad de serie y moldear nuestro cerebro para alcanzar finisterres que hace apenas unos siglos eran inalcanzables, tal y como explica elocuentemente Nicholas Carr en su libro Superficiales:

Ni que decir tiene que mucha gente había cultivado una capacidad de atención sostenida mucho antes de que llegara el libro e incluso el alfabeto. El cazador, el artesano, el asceta, todos tenían que entrenar su cerebro para controlar y concentrar su atención. Lo notable respecto de la lectura de libros es que en esta tarea la concentración profunda se combinaba con un desciframiento del texto e interpretación de su significado que implicaban una actividad y una eficiencia de orden mental muy considerables. La lectura de una secuencia de páginas impresas era valiosa no sólo por el conocimiento que los lectores adquirían a través de las palabras del autor, sino por la forma en que esas palabras activaban vibraciones intelectuales dentro de sus propias mentes.


Vía | Quo 

 Enlace relacionado:

Reading Shakespeare has dramatic effect on human brain

 

 Tomado de Papel en blanco




viernes, 28 de junio de 2013

ANA ENRIQUETA TERÁN: "Aprendí a envejecer con nostalgia y sin amargura".



   






ANA ENRIQUETA TERÁN | 1 DE MARZO DE 1970 


"Aprendí a envejecer con nostalgia y sin amargura" 



Por Rafael José Muñoz





La experiencia de Ana Enriqueta Terán a través de un retiro que duró casi catorce años es rica en enseñanzas de toda índole. Inquietos por lo que ella encontró a lo largo de esos años nos hemos acercado a la poetisa y hemos entablado con ella un diálogo abierto, lleno de sorpresas y de maravillas que ella misma nos ha exaltado a través de una palabra fácil, de un verbo ardiente donde el misterio vibra y donde la artista se siente como presa aún de esa sociedad de la cual no se desprenderá jamás. (…)




—¿Cuáles fueron las razones que la impulsaron a refugiarse en el interior, abandonar la ciudad, desentenderse del mundo de las letras y de la publicidad?


—Esta es una pregunta que temía y que por fin ha sido hecha. Una pregunta difícil que contestaré como respondiéndome a mí misma. Abandoné ciudad y gentes para enfrentarme a mi poesía, a mi propio humano desamparo, y hasta qué punto yo era o no una creación de los demás. Comencé a desconfiar de todo: de lo frívolo y lo trascendental. Por ejemplo, mucho se habló de mi belleza. Yo nunca creí en ella. Hubo siempre una inmensa distancia entre mi persona física y mi trasfondo ontológico. Sin embargo, amé mi cuerpo y todavía no he logrado zafarme de él. Se envejece muy lentamente; pero cuando sea una vieja de verdad mi poesía ganará en lucidez y será infinitamente más libre. En Morrocoy, lugar de mi exilio voluntario, aprendí a envejecer con nostalgia y sin amargura. Aprendí a ver con otros ojos paisaje y pueblo venezolanos. Ya no temo a la edad ni al derrumbe físico –nací en Valera, el 4 de mayo de 1918–. Aprendí también ásperas formas del vivir diario. Esto pudiera parecer una excentricidad o un sacrificio. Ni una cosa ni la otra. En realidad, fui feliz día a día, siempre que no me enfrentara al quehacer poético. Entonces, inventé oficios duros. Hice carpintería: cajas, cubierteras, repisas y hasta un bando bien bueno. Fui maestra de mi hija y de un grupo de niños que se formó alrededor de ella. Tuve animales de todas clases. Pasaba de un oficio a otro, pero el más duro de todos era el de la poesía. (…)


Tomado de Papel Literario


jueves, 27 de junio de 2013

"Dejando aparte la necesidad de ganarse la vida, creo que hay cuatro grandes motivos para escribir..."

Por George Orwell







George Orwell, Por qué escribo

Desde muy corta edad, quizá desde los cinco o seis años, supe que cuando fuese mayor sería escritor. Entre los diecisiete a los veinticuatro años traté de abandonar ese propósito, pero lo hacía dándome cuenta de que con ello traicionaba mi verdadera naturaleza y que tarde o temprano habría de ponerme a escribir libros.


Era yo el segundo de tres hermanos, pero me separaban de cada uno de los dos cinco años, y apenas vi a mi padre hasta que tuve ocho. Por ésta y otras razones me hallaba solitario, y pronto fui adquiriendo desagradables hábitos que me hicieron impopular en mis años escolares. Tenía la costumbre de chiquillo solitario de inventar historias y sostener conversaciones con personas imaginarias, y creo que desde el principio se mezclaron mis ambiciones literarias con la sensación de estar aislado y de ser menospreciado. Sabía que las palabras se me daban bien, así como que podía enfrentarme con hechos desagradables creándome una especie de mundo privado en el que podía obtener ventajas a cambio de mi fracaso en la vida cotidiana. Sin embargo, el volumen de escritos serios, es decir, realizados con intención seria, que produje en toda mi niñez y en mis años adolescentes, no llegó a una docena de páginas. Escribí mi primer poema a la edad de cuatro o cinco años (se lo dicté a mi madre). Tan sólo recuerdo de esa “creación” que trataba de un tigre y que el tigre tenía “dientes como de carne”, frase bastante buena, aunque imagino que el poema sería un plagio de “Tigre, tigre”, de Blake. A mis once años, cuando estalló la guerra de 1914-1918, escribí un poema patriótico que publicó el periódico local, lo mismo que otro, de dos años después, sobre la muerte de Kitchener. De vez en cuando, cuando ya era un poco mayor, escribí malos e inacabados “poemas de la naturaleza” en estilo georgiano. También, unas dos veces, intenté escribir una novela corta que fue un impresionante fracaso. Ésa fue toda la obra con aspiraciones que pasé al papel durante todos aquellos años.

Sin embargo, en ese tiempo me lancé de algún modo a las actividades literarias. Por lo pronto, con material de encargo que produje con facilidad, rapidez y sin que me gustara mucho. Aparte de los ejercicios escolares, escribí vers d’occasion, poemas semicómicos que me salían en lo que me parece ahora una asombrosa velocidad -a los catorce escribí toda una obra teatral rimada, una imitación de Aristófanes, en una semana aproximadamente- y ayudé en la redacción de revistas escolares, tanto en los manuscritos como en la impresión. Esas revistas eran de lo más lamentablemente burlesco que pueda imaginarse, y me molestaba menos en ellas de lo que ahora haría en el más barato periodismo. Pero junto a todo esto, durante quince años o más, llevé a cabo un ejercicio literario: ir imaginando una “historia” continua de mí mismo, una especie de diario que sólo existía en la mente. Creo que ésta es una costumbre en los niños y adolescentes. Siendo todavía muy pequeño, me figuraba que era, por ejemplo, Robin Hood, y me representaba a mí mismo como héroe de emocionantes aventuras, pero pronto dejó mi “narración” de ser groseramente narcisista y se hizo cada vez más la descripción de lo que yo estaba haciendo y de las cosas que veía. Durante algunos minutos fluían por mi cabeza cosas como estas: “Empujo la puerta y entró en la habitación. Un rayo amarillo de luz solar, filtrándose por las cortinas de muselina, caía sobre la mesa, donde una caja de fósforos, medio abierta, estaba junto al tintero. Con la mano derecha en el bolsillo, avanzó hacia la ventana. Abajo, en la calle, un gato con piel de concha perseguía una hoja seca”, etc., etc. Este hábito continuó hasta que tuve unos veinticinco años, cuando ya entré en mis años no literarios. Aunque tenía que buscar, y buscaba las palabras adecuadas, daba la impresión de estar haciendo contra mi voluntad ese esfuerzo descriptivo bajo una especie de coacción que me llegaba del exterior. Supongo que la “narración” reflejaría los estilos de los varios escritores que admiré en diferentes edades, pero recuerdo que siempre tuve la misma meticulosa calidad descriptiva.


Cuando tuve unos dieciséis años descubrí de repente la alegría de las palabras; por ejemplo, los sonidos v las asociaciones de palabras. Unos versos de Paraíso perdido, que ahora no me parecen tan maravillosos, me producían escalofríos. En cuanto a la necesidad de describir cosas, ya sabía a qué atenerme. Así, está claro qué clase de libros quería yo escribir, si puede decirse que entonces deseara yo escribir libros. Lo que más me apetecía era escribir enormes novelas naturalistas con finales desgraciados, llenas de detalladas descripciones y símiles impresionantes, y también llenas de trozos brillantes en los cuales serían utilizadas las Palabras, en parte, por su sonido. Y la verdad es que la primera novela que llegué a terminar, Días de Birmania, escrita a mis treinta años pero que había proyectado mucho antes, es más bien esa clase de libro.

Doy toda esta información de fondo porque no creo que se puedan captar los motivos de un escritor sin saber antes su desarrollo al principio. Sus  temas estarán determinados por la época en que vive -por lo menos esto es cierto en tiempos tumultuosos y revolucionarios como el nuestro-, pero antes de empezar a escribir habrá adquirido una actitud emotiva de la que nunca se librará por completo. Su tarea, sin duda, consistirá en disciplinar su temperamento y evitar atascarse en una edad inmadura, o en algún perverso estado de ánimo: pero si escapa de todas sus primeras influencias, habrá matado su impulso de escribir. Dejando aparte la necesidad de ganarse la vida, creo que hay cuatro grandes motivos para escribir, por lo menos para escribir prosa. Existen en diverso grado en cada escritor, y concretamente en cada uno de ellos varían las proporciones de vez en cuando, según el ambiente en que vive. Son estos motivos:

1. El egoísmo agudo. Deseo de parecer listo, de que hablen de uno, de ser recordado después de la muerte, resarcirse de los mayores que le despreciaron a uno en la infancia, etc., etc. Es una falsedad pretender que no es éste un motivo de gran importancia. Los escritores comparten esta característica con los científicos, artistas, políticos, abogados, militares, negociantes de gran éxito, o sea con la capa superior de la humanidad. La gran masa de los seres humanos no es intensamente egoísta. Después de los treinta años de edad abandonan la ambición individual -muchos casi pierden incluso la impresión de ser individuos y viven principalmente para otros, o sencillamente los ahoga el trabajo. Pero también está la minoría de los bien dotados, los voluntariosos decididos a vivir su propia vida hasta el final, y los escritores pertenecen a esta clase. Habría que decir los escritores serios, que suelen ser más vanos y egoístas que los periodistas, aunque menos interesados por el dinero.


 2. Entusiasmo estético. Percepción de la belleza en el mundo externo o, por otra parte. en las palabras y su acertada combinación. Placer en el impacto de un sonido sobre otro, en la firmeza de la buena prosa o el ritmo de un buen relato. Deseo de compartir una experiencia que uno cree valiosa y que no debería perderse. El motivo estético es muy débil en muchísimos escritores, pero incluso un panfletario o el autor de libros de texto tendrá palabras y frases mimadas que le atraerán por razones no utilitarias; o puede darle especial importancia a la tipografía, la anchura de los márgenes, etc. Ningún libro que esté por encima del nivel de una guía de ferrocarriles estará completamente libre de consideraciones estéticas. 

 3. Impulso histórico. Deseo de ver las cosas como son para hallar los hechos verdaderos y almacenarlos para la posteridad. 

 4. Propósito político, y empleo la palabra "político" en el sentido más amplio posible. Deseo de empujar al mundo en cierta dirección, de alterar la idea que tienen los demás sobre la clase de sociedad que deberían esforzarse en conseguir. Insisto en que ningún libro está libre de matiz político. La opinión de que el arte no debe tener nada que ver con la política ya es en sí misma una actitud política.  


Puede verse ahora cómo estos varios impulsos luchan unos contra otros y cómo fluctúan de una persona a otra y de una a otra época. Por naturaleza -tomando "naturaleza" como el estado al que se llega cuando se empieza a ser adulto- soy una persona en la que los tres primeros motivos pesan más que el cuarto. En una época pacífica podría haber escrito libros ornamentales o simplemente descriptivos y casi no habría tenido en cuenta mis lealtades políticas. Pero me he visto obligado a convertirme en una especie de panfletista. Primero estuve cinco años en una profesión que no me sentaba bien (la Policía Imperial India, en Birmania), y luego pasé pobreza y tuve la impresión de haber fracasado. Esto aumentó mi aversión natural contra la autoridad y me hizo darme cuenta por primera vez de la existencia de las clases trabajadoras, así como mi tarea en Birmania me había hecho entender algo de la naturaleza del imperialismo: pero estas experiencias no fueron suficientes para proporcionarme una orientación política exacta. Luego llegaron Hitler, la guerra civil española, etc.

Éstos y otros acontecimientos de 1936-1937 habían de hacerme ver claramente dónde estaba. Cada línea seria que he escrito desde 1936 lo ha sido, directa o indirectamente, contra el totalitarismo y a favor del socialismo democrático, tal como yo lo entiendo. Me parece una tontería, en un periodo como el nuestro, creer que puede uno evitar escribir sobre esos temas. Todos escriben sobre ellos de un modo u otro. Es sencillamente cuestión del bando que uno toma y de cómo se entra en él. Y cuanto más consciente es uno de su propia tendencia política, más probabilidades tiene de actuar políticamente sin sacrificar la propia integridad estética e intelectual.


Lo que más he querido hacer durante los diez años pasados es convertir los escritos políticos en un arte. Mi punto de partida siempre es de partidismo contra la injusticia. Cuando me siento a escribir un libro no me digo: “Voy a hacer un libro de arte”. Escribo porque hay alguna mentira que quiero dejar al descubierto, algún hecho sobre el que deseo llamar la atención. Y mi preocupación inicial es lograr que me oigan. Pero no podría realizar la tarea de escribir un libro, ni siquiera un largo artículo de revista, si no fuera también una experiencia estética. El que repase mi obra verá que aunque es propaganda directa contiene mucho de lo que un político profesional consideraría inmaterial. No soy capaz, ni me apetece, de abandonar por completo la visión del mundo que adquirí en mi infancia. Mientras siga vivo y con buena salud seguiré concediéndole mucha importancia al estilo en prosa, amando la superficie de la Tierra. Y complaciéndome en objetos sólidos y trozos de información inútil. De nada me serviría intentar suprimir ese aspecto mío. Mi tarea consiste en reconciliar mis arraigados gustos y aversiones con las actividades públicas, no individuales, que esta época nos obliga a todos a realizar.


No es fácil. Suscita problemas de construcción y de lenguaje e implica de un modo nuevo el problema de la veracidad. He aquí un ejemplo de la clase de dificultad que surge. Mi libro sobre la guerra civil española, Homenaje a Cataluña, es, desde luego, un libro decididamente político, pero está escrito en su mayor parte con cierta atención a la forma y bastante objetividad. Procuré decir en él toda la verdad sin violentar mi instinto literario. Pero entre otras cosas contiene un largo capítulo lleno de citas de periódicos y cosas así, defendiendo a los trotskistas acusados de conspirar con Franco. Indudablemente, ese capítulo, que después de un año o dos perdería su interés para cualquier lector corriente, tenía que estropear el libro. Un crítico al que respeto me reprendió por esas páginas: “¿Por qué ha metido usted todo eso?”, me dijo. “Ha convertido lo que podía haber sido un buen libro en periodismo.” Lo que decía era verdad, pero tuve que hacerlo. Yo sabía que muy poca gente en Inglaterra había podido enterarse de que hombres inocentes estaban siendo falsamente acusados. Y si esto no me hubiera irritado, nunca habría escrito el libro.


De una u otra forma este problema vuelve a presentarse. El problema del lenguaje es más sutil y llevaría más tiempo discutirlo. Sólo diré que en los últimos años he tratado de escribir menos pintorescamente y con más exactitud. En todo caso, descubro que cuando ha perfeccionado uno su estilo, ya ha entrado en otra fase estilística. Rebelión en la granja fue el primer libro en el que traté, con plena conciencia de lo que estaba haciendo, de fundir el propósito político y el artístico. No he escrito una novela desde hace siete años, aunque espero escribir otra enseguida.


Seguramente será un fracaso —todo libro lo es—, pero sé con cierta claridad qué clase de libro quiero escribir.


Mirando la última página, o las dos últimas, veo que he hecho parecer que mis motivos al escribir han estado inspirados sólo por el espíritu público. No quiero dejar que esa impresión sea la última. Todos los escritores son vanidosos, egoístas y perezosos, y en el mismo fondo de sus motivos hay un misterio. Escribir un libro es una lucha horrible y agotadora, como una larga y penosa enfermedad. Nunca debería uno emprender esa tarea si no le impulsara algún demonio al que no se puede resistir y comprender. Por lo que uno sabe, ese demonio es sencillamente el mismo instinto que hace a un bebé lloriquear para llamar la atención. Y, sin embargo, es también cierto que nada legible puede escribir uno si no lucha constantemente por borrar la propia personalidad. La buena prosa es como un cristal de ventana. No puedo decir con certeza cuál de mis motivos es el más fuerte, pero sé cuáles de ellos merecen ser seguidos. Y volviendo la vista a lo que llevo escrito hasta ahora, veo que cuando me ha faltado un propósito político es invariablemente cuando he escrito libros sin vida y me he visto traicionado al escribir trozos llenos de fuegos artificiales, frases sin sentido, adjetivos decorativos y, en general, tonterías.


***


Publicado originalmente en la Revista Grangel (1946).



George Orwell, Por qué escribo. Traducción de Rafael Vázquez Zamora. Texto incluido en A mi manera(editorial Destino, 1976)



Tomado de bertigo y prodavinci



miércoles, 26 de junio de 2013

HUMBERTO FERNÁNDEZ MORÁN, creador del bisturí de diamante: "Al hombre moderno le falta conquistar la fe"




HUMBERTO FERNÁNDEZ MORÁN | 21 DE JULIO DE 1968
"Al hombre moderno le falta conquistar la fe"
 


Por Lorenzo Batallán

La dinámica del profesor Humberto Fernández Morán (18 de febrero de 1924 - Maracaibo, estado Zulia, / 17 de Marzo de 1999 -Estocolmo, Suecia), es uno de los signos externos de su personalidad. Conversar con él es como dialogar con el futuro. La universalidad de su mente contagia el entusiasmo de quienes le oyen y aún a los ciudadanos comunes nos hace la impresión —escuchándolo— de comprender el lenguaje del siglo XXI (…) Es un sembrador de fe y su convencimiento es tan intimo y sincero, que involuntariamente no señala cuanto nos falta por hacer, pero entregándonos también las confianzas y la seguridad efectiva de que podemos hacerlo. De que lo haremos.


—¿Cuál es la tragedia del científico latinoamericano?

—La frustración del hombre que se siente capaz de crear ciencia original en su propio país pero a quién se le niegan los medios y, por ello, se ve forzado a emigrar a lugares más propicios.


—¿Qué terapia propone?

—La única forma de contrarrestar estos fenómenos es la de crear en el país un ambiente favorable y ante todo garantizar la continuidad del apoyo a la investigación y enseñanza científica, pues todo en la ciencia se mide en años, decenios y siglos. Los países poderosos y superdesarrollados son aquellos que han prestado mayor continuidad en el apoyo a sus científicos. 


Tomado de El Nacional


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