Raymond Carver (1939-1988) |
Allá por la mitad de los sesenta empecé a
notar los muchos problemas de concentración que me asaltaban ante las
obras narrativas voluminosas. Durante un tiempo experimenté idéntica
dificultad para leer tales obras como para escribirlas. Mi atención se
despistaba; y decidí que no me hallaba en disposición de acometer la
redacción de una novela. De todas formas, se trata de una historia
angustiosa y hablar de ello puede resultar muy tedioso. Aunque no sea
menos cierto que tuvo mucho que ver, todo esto, con mi dedicación a la
poesía y a la narración corta. Verlo y soltarlo, sin pena alguna.
Avanzar. Por ello perdí toda ambición, toda gran ambición, cuando andaba
por los veintitantos años. Y creo que fue buena cosa que así me
ocurriera. La ambición, y la buena suerte son algo magnífico para un
escritor que desea hacerse como tal. Porque una ambición desmedida,
acompañada del infortunio, puede matarlo. Hay que tener talento.
Son muchos los escritores que poseen un
buen montón de talento; no conozco a escritor alguno que no lo tenga.
Pero la única manera posible de contemplar las cosas, la única
contemplación exacta, la única forma de expresar aquello que se ha
visto, requiere algo más. El mundo según Garp es, por supuesto,
el resultado de una visión maravillosa en consonancia con John Irving.
También hay un mundo en consonancia con Flannery O’Connor, y otro con
William Faulkner, y otro con Ernest Hemingway. Hay mundos en consonancia
con Cheever, Updike, Singer, Stanley Elkin, Ann Beattie, Cynthia Ozick,
Donald Barthelme, Mary Robinson, William Kitredge, Barry Hannah, Ursula
K. LeGuin… Cualquier gran escritor, o simplemente buen escritor,
elabora un mundo en consonancia con su propia especificidad.
Tal cosa es consustancial al estilo
propio, aunque no se trate, únicamente, del estilo. Se trata, en suma,
de la firma inimitable que pone en todas sus cosas el escritor. Este es
su mundo y no otro. Esto es lo que diferencia a un escritor de otro. No
se trata de talento. Hay mucho talento a nuestro alrededor. Pero un
escritor que posea esa forma especial de contemplar las cosas, y que
sepa dar una expresión artística a sus contemplaciones, tarda en
encontrarse.
Decía Isak Dinesen que ella escribía un
poco todos los días, sin esperanza y sin desesperación. Algún día
escribiré ese lema en una ficha de tres por cinco, que pegaré en la
pared, detrás de mi escritorio… Entonces tendré al menos es ficha
escrita. “El esmero es la UNICA convicción moral del escritor”. Lo dijo
Ezra Pound. No lo es todo aunque signifique cualquier cosa; pero si para
el escritor tiene importancia esa “única convicción moral”, deberá
rastrearla sin desmayo.
Raymon Carver y su primera esposa Maryann a principio de los 60s |
Tengo clavada en mi pared una ficha de tres por cinco, en la que escribí un lema tomado de un relato de Chejov:… Y súbitamente todo empezó a aclarársele. Sentí que esas palabras contenían la maravilla de lo posible. Amo su claridad, su sencillez; amo la muy alta revelación que hay en ellas. Palabras que también tienen su misterio. Porque, ¿qué era lo que antes permanecía en la oscuridad? ¿Qué es lo que comienza a aclararse? ¿Qué está pasando? Bien podría ser la consecuencia de un súbito despertar,. Siento una gran sensación de alivio por haberme anticipado a ello.
Una vez escuché al escritor Geoffrey Wolff decir a un grupo de estudiantes: No a los juegos triviales.
También eso pasó a una ficha de tres por cinco. Solo que con una leve
corrección: No jugar. Odio los juegos. Al primer signo de juego o de
truco en una narración, sea trivial o elaborado, cierro el libro. Los
juegos literarios se han convertido últimamente en una pesada carga, que
yo, sin embargo, puedo estibar fácilmente sólo con no prestarles la
atención que reclaman. Pero también una escritura minuciosa, puntillosa,
o plúmbea, pueden echarme a dormir. El escritor no necesita de juegos
ni de trucos para hacer sentir cosas a sus lectores. Aún a riesgo de
parecer trivial, el escritor debe evitar el bostezo, el espanto de sus
lectores.
Hace unos meses, en el New York Times Books Review
John Barth decía que, hace diez años, la gran mayoría de los
estudiantes que participaban en sus seminarios de literatura estaban
altamente interesados en la “innovación formal”, y eso, hasta no hace
mucho, era objeto de atención. Se lamentaba Barth, en su artículo,
porque en los ochenta han sido muchos los escritores entregados a la
creación de novelas ligeras y hasta “pop”. Argüía que el
experimentalismo debe hacerse siempre en los márgenes, en paralelo con
las concepciones más libres. Por mi parte, debo confesar que me ataca un
poco los nervios oír hablar de “innovaciones formales” en la narración.
Muy a menudo, la “experimentación” no es más que un pretexto para la
falta de imaginación, para la vacuidad absoluta. Muy a menudo no es más
que una licencia que se toma el autor para alienar —y maltratar,
incluso— a sus lectores. Esa escritura, con harta frecuencia, nos
despoja de cualquier noticia acerca del mundo; se limita a describir una
desierta tierra de nadie, en la que pululan lagartos sobre algunas
dunas, pero en la que no hay gente; una tierra sin habitar por algún ser
humano reconocible; un lugar que quizá solo resulte interesante par un
puñado de especializadísimos científicos.
Sí puede haber, no obstante, una
experimentación literaria original que llene de regocijo a los lectores.
Pero esa manera de ver las cosas —Barthelme, por ejemplo— no puede ser
imitada luego por otro escritor. Eso no sería trabajar. Sólo hay un
Barthelme, y un escritor cualquiera que tratase de apropiarse de su
peculiar sensibilidad, de su mise en scene, bajo el pretexto de
la innovación, no llegará sino al caos, a la dispersión y, lo que es
peor, a la decepción de sí mismo. La experimentación de veras será algo
nuevo, como pedía Pound, y deberá dar con sus propios hallazgos. Aunque
si el escritor se desprende de su sensibilidad no hará otra cosa que
transmitirnos noticias de su mundo.
Tanto en la poesía como en la narración
breve, es posible hablar de lugares comunes y de cosas usadas comúnmente
con un lenguaje claro, y dotar a esos objetos —una silla, la cortina de
una ventana, un tenedor, una piedra, un pendiente de mujer— con los
atributos de lo inmenso, con un poder renovado. Es posible escribir un
diálogo aparentemente inocuo que, sin embargo, provoque un escalofrío en
la espina dorsal del lector, como bien lo demuestran las delicias
debidas a Navokov. Esa es de entre los escritores, la clase que más me
interesa. Odio, por el contrario, la escritura sucia o coyuntural que se
disfraza con los hábitos de la experimentación o con la supuesta
zafiedad que se atribuye a un supuesto realismo. En el maravilloso
cuento de Isaak Babel, Guy de Maupassant, el narrador dice acerca de la escritura: Ningún hierro puede despedazar tan fuertemente el corazón como un punto puesto en el lugar que le corresponde. Eso también merece figurar en una ficha de tres por cinco.
En una ocasión decía Evan Connell que
supo de la conclusión de uno de sus cuentos cuando se descubrió quitando
las comas mientras leía lo escrito, y volviéndolas a poner después, en
una nueva lectura, allá donde antes estuvieran. Me gusta ese
procedimiento de trabajo, me merece un gran respeto tanto cuidado.
Porque eso es lo que hacemos, a fin de cuentas. Hacemos palabra y deben
ser palabras escogidas, puntuadas en donde corresponda, para que puedan
significar lo que en verdad pretenden. Si las palabras están en fuerte
maridaje con las emociones del escritor, o si son imprecisas e inútiles
para la expresión de cualquier razonamiento —si las palabras resultan
oscuras, enrevesadas— los ojos del lector deberán volver sobre ellas y
nada habremos ganado. El propio sentido de lo artístico que tenga el
autor no debe ser comprometido por nosotros. Henry James llamó
“especificación endeble” a este tipo de desafortunada escritura.
Tengo amigos que me cuentan que debe
acelerar la conclusión de uno de sus libros porque necesitan el dinero o
porque sus editores, o sus esposas, les apremian a ello. “Lo haría
mejor si tuviera más tiempo”, dicen. No sé qué decir cuando un amigo
novelista me suelta algo parecido. Ese no es mi problema. Pero si el
escritor no elabora su obra de acuerdo con sus posibilidades y deseos,
¿por qué ocurre tal cosa? Pues en definitiva sólo podemos llevarnos a la
tumba la satisfacción de haber hecho lo mejor, de haber elaborado una
obra que nos deje contentos. Me gustaría decir a mis amigos escritores
cuál es la mejor manera de llegar a la cumbre. No debería ser tan
difícil, y debe ser tanto o más honesto que encontrar un lugar querido
para vivir. Un punto desde el que desarrollar tus habilidades, tus
talentos, sin justificaciones ni excusas. Sin lamentaciones, sin
necesidad de explicarse.
En un ensayo titulado Writing Short Stories,
Flannery O’Connor habla de la escritura como de un acto de
descubrimiento. Dice O’Connor que ella, muy a menudo, no sabe a dónde va
cuando se sienta a escribir una historia, un cuento… Dice que se ve
asaltada por la duda de que los escritores sepan realmente a dónde van
cuando inician la redacción de un texto. Habla ella de la “piadosa gente
del pueblo”, para poner un ejemplo de cómo jamás sabe cuál será la
conclusión de un cuento hasta que está próxima al final:
Cuando comencé a escribir el cuento no
sabía que Ph.D. acabaría con una pierna de madera. Una buena mañana me
descubrí a mí misma haciendo la descripción de dos mujeres de las que
sabía algo, y cuando acabé vi que le había dado a una de ellas una hija
con una pierna de madera. Recordé al marino bíblico, pero no sabía qué
hacer con él. No sabía que robaba una pierna de madera diez o doce
líneas antes de que lo hiciera, pero en cuanto me topé con eso supe que
era lo que tenía que pasar, que era inevitable.
Cuando leí esto hace unos cuantos años,
me chocó el que alguien pudiera escribir de esa manera. Me pareció
descorazonador, acaso un secreto, y creí que jamás sería capaz de hacer
algo semejante. Aunque algo me decía que aquel era el camino ineludible
para llegar al cuento. Me recuerdo leyendo una y otra vez el ejemplo de
O’Connor.
Al fin tomé asiento y me puse a escribir
una historia muy bonita, de la que su primera frase me dio la pauta a
seguir. Durante días y más días, sin embargo, pensé mucho en esa frase: Él pasaba la aspiradora cuando sonó el teléfono.
Sabía que la historia se encontraba allí, que de esas palabras brotaba
su esencia. Sentí hasta los huesos que a partir de ese comienzo podría
crecer, hacerse el cuento, si le dedicaba el tiempo necesario. Y
encontré ese tiempo un buen día, a razón de doce o quince horas de
trabajo. Después de la primera frase, de esa primera frase escrita una
buena mañana, brotaron otras frases complementarias para complementarla.
Puedo decir que escribí el relato como
si escribiera un poema: una línea; y otra debajo; y otra más.
Maravillosamente pronto vi la historia y supe que era mía, la única por
la que había esperado ponerme a escribir.
Me gusta hacerlo así cuando siento que
una nueva historia me amenaza. Y siento que de esa propia amenaza puede
surgir el texto. En ella se contiene la tensión, el sentimiento de que
algo va a ocurrir, la certeza de que las cosas están como dormidas y
prestas a despertar; e incluso la sensación de que no puede surgir de
ello una historia. Pues esa tensión es parte fundamental de la historia,
en tanto que las palabras convenientemente unidas pueden irla
desvelando, cobrando forma en el cuento. Y también son importantes las
cosas que dejamos fuera, pues aún desechándolas siguen implícitas en la
narración, en ese espacio bruñido (y a veces fragmentario e inestable)
que es sustrato de todas las cosas.
La definición que da V.S. Pritchett del
cuento como “algo vislumbrado con el rabillo del ojo”, otorga a la
mirada furtiva categoría de integrante del cuento. Primero es la mirada.
Luego esa mirada ilumina un instante susceptible de ser narrado. Y de
ahí se derivan las consecuencias y significados. Por ello deberá el
cuentista sopesar detenidamente cada una de sus miradas y valores en su
propio poder descriptivo. Así podrá aplicar su inteligencia, y su
lenguaje literario (su talento), al propio sentido de la proporción, de
la medida de las cosas: cómo son y cómo las ve el escritor; de qué
manera diferente a las de los más las contempla. Ello precisa de un
lenguaje claro y concreto; de un lenguaje para la descripción viva y en
detalle que arroje la luz más necesaria al cuento que ofrecemos al
lector. Esos detalles requieren, para concretarse y alcanzar un
significado, un lenguaje preciso, el más preciso que pueda hallarse. Las
palabras serán todo lo precisas que necesite un tono más llano, pues
así podrán contener algo. Lo cual significa que, usadas correctamente,
pueden hacer sonar todas las notas, manifestar todos los registros.
20/06/2024
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¿De quién es la traducción?
ResponderEliminarBuenos días Ricardo Moreno Botello. No recordamos quién es el traductor. Disculpa la tardanza en responderte.
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