RepoMen. 2010 |
- Traductor : Christopher Tibble Lloreda
En cada número, la revista inglesa Prospect
suele preguntar a diferentes personalidades qué harían si fueran los
soberanos absolutos del mundo. Esta fue la respuesta de un conocido
profesor de Harvard.
Si fuera el rey del mundo, me encargaría de reescribir los textos
económicos. Una actividad que suena poco ambiciosa, indigna de mi
soberana oficina. Pero sería sin la menor duda un gran paso hacia una
mejor vida cívica. Hoy en día solemos confundir la lógica del mercado
con la lógica de la moral. Asumimos que la eficacia económica –hacerles
llegar bienes a aquellos que disponen de la mayor voluntad y habilidad
para hacerse con ellos– define el bien común.
Pero se trata de un error.
Michael J. Sandel |
Considere el caso de un libre mercado de órganos humanos –de riñones, por ejemplo–. Según la lógica de los textos económicos, es una idea muy atractiva. Si un comprador y un vendedor logran acordar el precio de un riñón, se supone que ambos saldrán beneficiados del negocio. El comprador adquiere un órgano vital y el vendedor suficiente dinero para justificar la operación. El negocio es económicamente eficaz en el sentido de que el riñón acaba en las manos de la persona que lo valora más.
Pero esta lógica tiene fallas por dos razones. Primero, es posible que este libre intercambio no sea en verdad voluntario. En la práctica, la mayoría de los vendedores probablemente sean personas pobres que necesitan el dinero con urgencia para alimentar a sus familias o para educar a sus hijos. La urgencia de su condición, en efecto, haría que su decisión de vender un riñón no fuese verdaderamente libre sino más bien coaccionada.
Por lo tanto, tenemos que determinar cuándo una decisión es libre y cuándo es coaccionada, antes de poder decir qué tipo de intercambio es deseable en el mercado. Se trata de una pregunta normativa, una cuestión de filosofía política.
La segunda limitación de esta lógica tiene que ver con la dificultad de valorar lo que es bueno en la vida. Un negocio es económicamente eficaz si ambas partes consideran que ganaron algo. Pero lo anterior pasa por alto la posibilidad de que una o las dos partes puedan valorar de forma errónea lo que intercambian. Uno puede, por ejemplo, objetar la compra y la venta de riñones –incluidas las que se llevan a cabo en casos de pobreza extrema– argumentando que nosotros no deberíamos usar nuestros cuerpos como instrumentos para generar lucro o como un conjunto de piezas sueltas. Argumentos similares surgen en debates sobre el estatus moral de la prostitución. Algunos dicen que el comercio sexual es degradante hasta en casos en los cuales la decisión de practicarlo no está influenciada por la coerción.
No estoy diciendo que yo prohibiría estas prácticas si fuera el rey del
mundo. Mi objetivo es otro, y más grande: debilitar el dominio que tiene
la lógica económica en la esfera pública y en nuestra imaginación moral
y política.
Tanto en los textos como en la cotidianidad, la economía se nos presenta
como una ciencia neutral del comportamiento humano. Con mayor
frecuencia aceptamos esta forma de pensar y la aplicamos a todo tipo de
política pública y de relación social. Pero esta visión económica del
mundo es corrosiva para la vida democrática. De ella surge un
empobrecido discurso público y una política administrativa y
tecnocrática.
Así es como yo corregiría los textos económicos: abandonaría la idea de
que la economía es una ciencia neutral e independiente, y la
reconectaría con sus orígenes en la filosofía política y moral. Los
economistas políticos clásicos de los siglos xviii y xix –Adam Smith, Karl Marx, John Stuart Mill– concibieron correctamente la economía como
un subgénero de la filosofía política y moral. En el siglo xx la
economía se separó de esta tradición y se definió a sí misma como una
disciplina autónoma, aspirando a tener el rigor de las ciencias
naturales.
La noción de que la economía actúa como una ciencia neutral del
comportamiento humano es inadmisible. Sin embargo, es una idea que está
adquiriendo cada vez más fuerza. Considérese el creciente uso de
incentivos en efectivo para solucionar problemas sociales. El National
Health Service, el organismo de salud pública más grande del Reino
Unido, está experimentando con lo que algunos llaman “sobornos de salud”
–recompensas monetarias para aquellos que pierdan peso, dejen de fumar o
se tomen sus medicamentos–. Algunos colegios distritales en los Estados
Unidos han intentado mejorar el rendimiento académico de sus
estudiantes más flojos prometiéndoles dinero si sacan notas altas, si
obtienen buenos resultados en los exámenes o si leen libros. Una
organización de caridad que opera en los Estados Unidos y en el Reino
Unido ofrece dólares a drogadictas para que se liguen las trompas o
acepten usar métodos anticonceptivos a largo plazo.
Yo no aboliría necesariamente estos esquemas si fuera el rey del mundo.
Pero sí insistiría en que nos preguntáramos, en cada ocasión, si el
incentivo en efectivo degrada los bienes en juego o si nos aleja de
ciertas actitudes extraeconómicas que vale la pena considerar. Por
ejemplo, si les pagamos a los niños para que lean, ¿estamos acaso
simplemente dándoles un incentivo adicional a sus ya existentes
motivaciones? ¿O les estamos enseñando que la lectura es una tarea,
corriendo así el riesgo de corromper o desplazar su intrínseco amor por
el aprendizaje? Si a veces los valores del mercado relegan actitudes y
cualidades que conviene conservar (como el intrínseco amor por el
aprendizaje), también cabe que la lógica del mercado deba responder a la
lógica de la moral. Los modelos económicos estándar asumen que los
mercados son inertes, que ellos no tocan ni manchan los bienes
intercambiados. Pero si comprar y vender ciertos bienes les cambia el
significado, entonces los mercados no pueden depender solamente de
consideraciones de eficacia. Deben depender también del argumento moral
sobre cómo valorar los bienes en cuestión.
Al revisar los textos económicos, yo adicionaría un modesto decreto:
prohibiría el uso del desgarbado y nuevo verbo que se ha vuelto popular
hoy en día en la jerga de políticos, banqueros, ejecutivos y analistas
políticos: “incentivar”. La prohibición de este verbo podría ayudarnos a
recuperar viejas –y menos económicas– formas de buscar el bien común:
deliberar, razonar, persuadir.
Tomado de El Malpensante
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