SOBRE EL VERBO ENVEJECER
(Sol Linares)
A mí misma, y mis etcéteras
(1) La edad es mucho más
que la suma del tiempo
En nuestra edad no cabe
todo lo que hemos vivido. Como en una ventana no cabe todo el cielo, como en un
telescopio no caben todas las galaxias, o en una escalera todos nuestros pasos.
Si lo intentas, ¿pueden caber en tu cama todos tus amores? ¿Acaso caben en una
cucharilla todos tus sorbos? ¿O en la almohada todos tus sueños? En mi reloj de
pulsera no caben las 359.160 horas que he vivido hasta hoy. Ni en mis zapatos
todas las millas que he viajado. De los 14.695 días gastados, cada uno ha sido
diferente al otro aunque cada día haya repetido la rutina de despertar,
bañarme, comer, estudiar, cagar, trabajar, dormir. Siempre ocurre algo que lo
hace distinto: un paisaje, una persona, una ciudad, una anécdota, un sabor, un
dolor. Nada ocurre de la misma manera, lo cual hace pensar que un día es una
progresión de 24 horas donde una o más cosas ocurren de múltiples formas para
obtener infinidad de sentidos. Entonces, ¿qué miden nuestros años? La edad es
mucho más que la suma del tiempo. Es un resultado interior que acopia los
accidentes, las acciones ajenas y cada una de nuestras decisiones que nos han
modificado hasta hoy. Siendo la edad una categoría del tiempo, también lo es
del acontecimiento. De modo que la suma del tiempo y el acontecimiento dan un
resultado de singular belleza: la transformación. La edad es la medida de
nuestras transformaciones. Será por eso que nuestras líneas de expresión son el
dibujo de las emociones más usadas.
(2) La autenticidad
es un constructo de los años
Hermoso párrafo el
anterior, ¿cierto? Parecen cosas de Unamuno, Yourcenar, o Sábato. Es la edad,
uno abre la boca y de pronto salen tantas parábolas… Todo indica que ha llegado
el momento de eructar sentencias al mundo, y lo peor es que no pediré disculpas
por ello. ¿De qué sirve envejecer si seguiremos pidiendo disculpas por todo? No
vale la pena envejecer y seguir pidiendo permiso para vivir, pensar, amar, cambiar
de opinión, disentir, follar, rendirse, desear, ambicionar, ganar o perder. En
realidad no vale la pena envejecer para seguir huyendo, temiendo, tosiendo si
te preguntan algo vital. Debe haber una edad para la desfachatez sin
revanchismo, para las verdades sin sectas. Bella la edad en que no buscas
convencer a nadie ni ser convencido, en que respondes lo que te preguntan, si
te lo preguntan, y que sea problema de la gente la respuesta. Como comer
chocolate en una hamaca eso de librarse de la angustia de tener siempre la
razón, la última palabra, la palabra clave. Fantástico también eso de dejar de
ver en cada evento una ocasión para imponerte u oponerte. ¿De qué sirve
envejecer y seguir confundiendo las luchas triviales con las batallas de tu
vida? ¿O cambiar de dirección por seguir a ciegas al primer pingüino que busque
un acantilado, o al primero que pronuncie la palabra justicia? De nada sirve, y
continuar imitando, gritar si todos gritan, correr si todos corren. De nada
sirve envejecer y seguir temiendo equivocarse, hacer el ridículo, o preguntar
lo que no se sabe. De nada sirve envejecer para guardar los mismos rencores. No
vale la pena llenarse de años para seguir protocolos al pie de la letra, oler
el vino sin saber de bodegas, aplaudir una obra que no nos gusta, saludar solo
si te saludan, ser valientes para todo, disimular los bostezos mientras izan la
bandera. La posibilidad de quitarse las máscaras en todas las
ocasiones, es una de las raras ventajas que reconozco de la vejez, dijo
Margaritte Yourcernar. ¿Qué otra ventaja podría darte envejecer, sino la de ser
lo más verdadero posible?
(3) La edad es una medida
engañosa de comparación
Envejecer es uno de esos
verbos que solo se usan frente al espejo, frente a un ex, o frente a un viejo
amigo del cole. Nunca se está demasiado viejo sino en relación a algo o
alguien. Al lado de una estrella somos algo menos que un ácaro no nacido; al
lado de un bebé somos más o menos un rascacielos de días. No se sabe cómo,
encontrar a un ex compañero de clase en el minimarket es una experiencia
esquizoide. Pasamos de la alegría de ver al amigo a la compasión por su
deterioro, luego al terror de vernos igual, y finalmente, a la oculta y tibia
satisfacción de creernos menos envejecidos. Nos despedimos secretamente triunfantes.
Pero el amigo o el ex, cruza la calle invadido por la misma piedad hacia
nosotros.
(4) La edad nos interroga
Tengo 41. Y lo digo
despacio: cua-ren-ta-yu-no. Después de los 40 la edad se pronuncia lentamente,
separada en sílabas sentimentales. Es como preguntarle a un número quién somos.
Antes no, antes un cumpleaños jamás es motivo de reflexión. Cumplir años a lo
sumo representa lo siguiente:
De
1 a 3 años (heroísmo): Solo importa vencer el fuego y apagar las velitas.
De
4 a 6 (emoción): La torta es la rockstar.
De
7 a 11 (egoísmo): Los regalos son más relevantes que las personas.
De
12 a 21 (pupularidad): Mientras más amigos haya más genial somos.
De
22 a 32 (autodestrucción): Procurar las más profundas y consecutivas
borracheras menzclando ron, tequila, cocuy, whisky, drogas, compañía, lugar,
hora, religiones, tesis, antítesis.
De
33 a 37 (exclusividad): Estar borracho solo con amigos verdaderos.
De
38 a 45 (existencialismo sobrio): Mierda, ya estoy viejo. ¿Quién soy? ¿Qué he
hecho?
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Fotograma de Up. |
(5) A los 40 todo es
confuso
Los 40 traen un profundo
desconcierto, esa desgraciada sensación de estar a la mitad. Es una edad
confusa, en la que siendo viejo todavía se es joven, y para las cosas de
jóvenes, se está un poco viejo. Sigues llevando tu ropa de los 30, la sobriedad
de los 36, el entusiasmo de los 25, hablas como de 50, amas como de 20, pero te
dicen señora o señor en los buses, en las tiendas, y en la taquilla de los
bancos. ¿Señora, yo? Confuso comenzar a ser una señora, o un señor. Sobre todo
en un mundo donde las sillas se destinan a los ancianos y los peligros a la
pubertad. Donde, de haber una tragedia, se salvan primero a los ancianos y a
los niños: a los de 40 que se los coman los perros. Es un error de cálculo. ¡En
realidad el mundo está gobernado por gente de 40! Pero nadie parece notarlo,
entonces uno queda como atorado en un limbo, como atorado en la embajada de un
país que todavía no existe. En las fiestas, los de 40 tampoco sabemos si
conversar con los de 25 o con los de 60, es decir, hablar de Maluma o de la
osteoporosis. Uno se va haciendo el tonto y se mete en la cocina. Allá te ponen
a picar cebollas, pimientos y a hablar de los bonos. Hablar de los bonos
empeora todo; ese tono confuso entre alegría, mendicidad y suerte te da un
aspecto bobalicón. Lo cierto es que a los 40 uno pica aliños, habla de política
(el verbo correcto es arrecharse de política), reparte galletas, va al baño a
cada instante a vaciar la vejiga, y termina bailando con los de 25.
(6) Los extraños efectos de
la palabra Señora -Señor-
Cada vez que me dicen
señora se me pega un susto… Parece que me van a culpar del holocausto, o de los
pecados de Gloria Trevi, o que me van a poner a barrer los montones de basura
que dejan en el Woodstock. No sé, no sé, me da un susto cuando me dicen
señora… Siento que van a culparme por la muerte de Lennon, o a
pedirme una receta de lasaña, o pedirme remedios naturales contra los parásitos,
o a ponerme a coser botones. Qué mierdas sé yo. Es como si alguien fuera a
pedirme una tijerita que debería tener en el bolsillo para cualquier
emergencia. Como si alguien fuera a pedirme aspirinas, o anís estrellado para
el cólico, o ácido bórico para... no sé para qué coño es el ácido bórico. O
como si alguien desesperado fuera a pedirme un lado en la cama porque teme a la
oscuridad. Cuando alguien te dice señora, es como si fueran a multarme por las
canciones de Alanis Morissette, o a pedirme prestado un destapacaños. Me da un
vacío en el estómago… Como si hubieran descubierto que eres feliz y vinieran a
pedirte que devuelvas la bicicleta, o que apagues el cigarrillo. Y también me
da susto porque cuando la gente me llama señora, siento que esperan de mí una
mujer confiable y sabedora, una mujer cabal y generosa. Y la verdad es que no.
No estuve en el holocausto ni en el Woodstock, no maté a Lennon, ni sé pegar
botones, ni luchar contra los parásitos, ni tengo tijeritas en los bolsillos,
ni aspirinas, ni anís estrellado, ni ácido bórico (ahora que recuerdo sirve
para envenenar a las cucarachas), ni tengo destapacaños. La verdad es que solo
sé preparar lasaña, bailo las canciones de Gloria Trevi, canto las canciones de
Alanis Morissette en la ducha hasta que me cae jabón en los ojos. La verdad es
que no soy confiable, ni sabia, ni cabal, ni generosa. Y bueno, le tengo miedo
a la oscuridad. ¿Señora yo? Será por eso que salgo confundida de la taquilla de
los bancos, buscando entre la gente una mujer de mi generación a ver cómo es
una señora que escucha a Pink Floyd, a ver qué cosas enseña, que cosas dice,
que enfermedades cura, cómo usa su época para invalidar la siguiente, y cosas
así.
(7) Del cuerpo
Uno pasa lentamente de ser
humano a Shair Pei. Gabriel García Márquez dijo algo como que el cuerpo no está
preparado para los años que uno pudiera vivir. Pues que viva lo que pueda, a lo
Bukowski, a lo Pizarnik, a lo Sabina, a lo Mahatma Gandhi. Total, el cuerpo es
el mejor cómplice, el testigo más cercano, la insatisfacción más dolorosa, la
víctima más placentera y el enemigo más dulce.
(8) Del amor y el tiempo
El miedo a la vejez no es
otra cosa que el miedo a dejar de ser amado. Por eso nos drogamos las bocas con
botox, las tetas con silicón. Reducimos los cueros, estiramos las carnes. Lo
hacemos por no perder el privilegio del amor y del sexo. No hay más razones que
estas para querer vernos más jóvenes. Porque nadie quiere seguir siendo el
“pata en el suelo” feliz, el pasajero idiota del mundo, el copiloto, el
inexperto en la cama, el chulo, el inquilino endeudado, el mantenido, el
encapuchado de guerrillas fútiles, el suicida por todo, el exagerado por nada.
De la juventud se añora solo la juventud. La flexibilidad para tener sexo en la
ducha, las carnes duras para que cuando te quites el brassier tus tetas apunten
a un solo hombre y no a dos, la lozanía del rostro por si alguien viene y te
acaricia. Si algo pudiéramos cambiar de nuestra vejez, es ese cuerpo
derritiéndose. Todos quisieran tener la experiencia, el confort, la sabiduría,
la pericia, el guaguancó de los 40, 50 o 60 en un cuerpo de 30. Por eso amar y
ser amado es la batalla más feroz que plantea el tiempo, el fin que justifica
los medios. Moraleja: Hay que ponerle botox al corazón, hasta que aguante.
(10) La vejez no
existe: existe la actitud
No sé quién construye estas
expresiones cursis que lo empeoran todo. Ya está bueno eso de ponerle fresas a
la sopa de pescado. Detesto esas frases ambigüas como “pareces de 33”, “no
aparentas esa edad”, “mantienes la alegría de la juventud”. Es como halagar
pellizcando, como dar un caramelo escupido. La verdad es esta: uno llega a la
vejez como llegó a la pubertad, uno llega a la vejez como llegó a la adultez:
siendo amargo o alegre, optimista o pesimista, apasionado o apático,
quejumbroso o satisfecho. La alegría, el optimismo o la amargura no son
categorías del tiempo. Pertenecen al reino de la personalidad. Así que voy a
morir con las convers puestas. Caminaré por las ciudades como
una coqueta Shar Pei con zapatos de lona gastada, bajo una sombrilla de flores,
cantando las canciones de Alanis sin entender para qué llevo tijeritas en el
bolsillo, y si esas bolitas duras son las baterías del dildo o las aspirinas.
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Sol Linares
Escritora venezolana (1978). Ganadora del primer lugar en el concurso ”Cuento, ensayo, poesía” (Universidad de los Andes, ULA, 2002) por el cuento “Bitácora de ti”; del primer lugar en la III Bienal Nacional de Literatura Ramón Palomares 2007 con el libro de cuentos Cuentafarsas (Fondo Editorial Arturo Cardozo, 2007; Fundarte, 2010); del primer lugar en el Concurso Internacional de Novela Alba Narrativa 2010 con Percusión y tomate (El Perro y la Rana, Venezuela, 2010; Fondo Cultural Alba, Cuba, 2011; La Oveja Roja, España, 2016; Acirema, Venezuela, 2018); del Premio Municipal de Literatura Luis Britto García 2014 por su novela Canción de la aguja (Fundarte, 2013), y del Premio Municipal de Literatura Luis Britto García 2015 por su libro de cuentos La silla cruza las piernas (Fundarte, 2014). Autora del libro de cuentos La circuncisa (Monte Ávila Editores, 2011). Muestra de su trabajo narrativo ha sido recogido en las antologías Antología sin fin (Escuela Literaria del Sur, 2012), De qué va el cuento (Alfaguara, 2013) y Nuestros más cercanos parientes (Kalathos Editorial, España, 2016).
Tomado de Letralia
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Actualizada el 04/03/2024