Sergio Parra
15 de enero de 2013
Si a la hora de escoger nuestras próximas lecturas nos olvidáramos
por un momento de nuestros filtros estéticos y nuestras preferencias y
sólo nos fijáramos en lo enriquecedor que resultará intelectualmente (o
cognitivamente, para ser más precisos), entonces deberíamos escoger a los clásicos antes que a los contemporáneos.
Es al menos lo que sugiere un experimento consistente en monitorizar la actividad cerebral de
un grupo de voluntarios mientras leían una serie de libros, que ha sido
llevado a cabo por un equipo de científicos, psicólogos y académicos de
la lengua de la Universidad de Liverpool. Los clásicos que se leyeron
pertenecían a las plumas insignes de Shakespeare, William Wordsworth y
T.S. Eliot, entre otros.
Al parecer, el escaneo cerebral no dejó lugar a dudas: los clásicos
consiguieron disparar la actividad cerebral porque suponían un reto
mayor, sobre todo a la hora de entender palabras antiguas o periclitadas. De hecho, se adaptó las obras a un lenguaje más moderno y el efecto cognitivo suplementario se diluyó como por ensalmo.
William Shakespeare |
El estudio también apunta que la poesía no sólo son palabras bonitas
o un juego de feria con mucha pirotecnia que cuenta con el aval de la
elite intelectual sino que los versos incrementan la actividad en el hemisferio derecho del cerebro,
el área que se encarga de la memoria autobiográfica, lo que permite
reflexionar sobre experiencias propias y enriquecerlas a la luz de lo
leído, tal y como explica Philip Davis, profesor de filología inglesa y miembro del equipo de investigación:
La poesía no es solo una cuestión de estilo. Se trata también de profundas interpretaciones de la experiencia que añaden lo emocional y lo biográfico a lo cognitivo.
Eso no nos dice nada sobre la belleza de la poesía, naturalmente,
pero al menos sitúa la poesía rimada (y ya no digamos las rimas
complejas) al nivel de los autodefinidos o el sudoku.
William Wordsworth |
Una prueba más para añadir a los quintales de experimentos ya
realizados a propósito de cómo la lectura y la escritura modifica la
estructura cerebral hasta límites insospechados. Aunque, en apariencia,
un lector tiene la misma pinta que un no lector, incluso que un
analfabeto, se podría decir que un lector es, respecto a una persona que
nunca ha aprendido a leer, una criatura perteneciente a otra especie.
No sólo hay diferencias estructurales en el cerebro,
sino que los cerebros lectores entienden de otra manera el lenguaje,
procesan de manera diferente las señales visuales; incluso razonan y
forman los recuerdos de otra manera, tal y como señala la psicóloga
mexicana Feggy Ostrosky-Solís:
Se ha demostrado que aprender a leer conforma poderosamente el sistema neuropsicológico del adulto.
T.S. Eliot |
Los libros son el equivalente intelectual de los antibióticos, los aditivos o el aire acondicionado. Son una tecnología capaz de diluir un poco más nuestra humanidad de serie y moldear nuestro cerebro para alcanzar finisterres que hace apenas unos siglos eran inalcanzables, tal y como explica elocuentemente Nicholas Carr en su libro Superficiales:
Ni que decir tiene que mucha gente había cultivado una capacidad de atención sostenida mucho antes de que llegara el libro e incluso el alfabeto. El cazador, el artesano, el asceta, todos tenían que entrenar su cerebro para controlar y concentrar su atención. Lo notable respecto de la lectura de libros es que en esta tarea la concentración profunda se combinaba con un desciframiento del texto e interpretación de su significado que implicaban una actividad y una eficiencia de orden mental muy considerables. La lectura de una secuencia de páginas impresas era valiosa no sólo por el conocimiento que los lectores adquirían a través de las palabras del autor, sino por la forma en que esas palabras activaban vibraciones intelectuales dentro de sus propias mentes.
Enlace relacionado:
Reading Shakespeare has dramatic effect on human brain
Tomado de Papel en blanco
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