20 de abril de 2012
El Sahara Occidental fue conquistado primero por España y, después, por
Marruecos. Estas sucesivas ocupaciones tuvieron y tienen efectos
directos sobre la vida de las mujeres. Además de la pobreza y la
opresión, su propia cosmovisión está amenazada: las abuelas ya no son
las jefas de familia ni se protege como antes a las mujeres en caso de
divorcio. Fatma El Medi Asma, líder de la resistencia de las saharaui en
Argelia, visitó la Argentina y conversó con Las 12 para dar a conocer
una historia con muchas más riquezas que el mito occidental de la nada
en el desierto.
Por Luciana Peker
Fatma
El Medi Asma es la presidenta de la Unión Nacional de Mujeres Saharaui.
Ella tuvo que huir de Sahara Occidental, su país, cuando tenía siete
años, por un camino que duró tres días y fue el más duro de sus 42 años
de vida, hasta llegar a un campo de refugiados en Argelia, igual que
otras 173 mil personas, principalmente, mujeres y niños/as. Habla en
castellano porque España colonizó su país hasta que, sin tregua, fue
invadida por Marruecos. Hoy lucha por la independencia de su territorio.
Pero también por las condiciones de las mujeres que viven en Sahara,
relegadas a la pobreza, a pesar de las riquezas de la región, por la
falta de educación y, por lo tanto, de trabajo. No hay una sola
universidad en un país que se pretende autónomo, pero Marruecos tilda de
provincia.
La inequidad de la soberanía se complica con la tradición. La
cultura marca que las mujeres deben quedarse a cuidar a sus padres. Y si
ellas no pueden irse, ni pueden estudiar donde están, no logran
capacitarse ni avanzar. Todo complota contra ellas.Pero son otras mujeres las que luchan por su independencia y por la cosmovisión de su cultura que, lejos de los prejuicios occidentales sobre el Islam, defiende la libertad de las mujeres de casarse y divorciarse, de tener hijos con hombres distintos, les da el lugar de mayor autoridad familiar a las abuelas y protege absolutamente a las esposas (en lo social y económico) frente a un divorcio.
Fatma visitó la Argentina y se reunió con organismos de derechos humanos y las Madres de Plaza de Mayo para pedir apoyo en su reclamo de soberanía. Ella contó su vida a Las/12 en una historia que empieza con una carretera de huidas y partos entre gritos y muerte. Una historia que le pesa. Pero que también ella quiere relatar para construir futuro en ese camino por el que ella quiere regresar a su país cuando sea –nuevamente– un país.
LA RESISTENCIA ESPUMANTE
Ella tiene tres hijos –y otra hija más que murió– y un marido. Estudió en Libia. Pero tuvo que volver al campamento cuando su padre murió para cuidar a sus diez hermanos. Pero no está atada a la penumbra, sino dispuesta a la liberación. De visita por Brasil y Argentina se la ve envuelta en una tela liviana, en una semana porteña de abril que sorprende por no dar lugar a la brisa del otoño, pero que a ella, viniendo del Sahara, la sorprende que se la designe como calurosa. La tela la recubre de cuerpo entero y también su cabeza. El vestido se llama melpha. No luce igual que una occidental y eso se nota, más que en el departamento en el que se aloja, cuando se sale al pasillo o a la calle y, simplemente, estar cubierta marca la diferencia.Una pregunta clave es si la desnudez occidental nos libera o nos ata a la esclavitud del cuerpo homogénico. Pero, más allá de ese debate, su tela se diferencia de otras burkas, sotanas, polleras, pelucas o coberturas de diferentes interpretaciones de las religiones que judíos, musulmanes y católicos vuelcan como una posible opresión textil sobre sus fieles. La melpha de Fatma no sólo es liviana –como un gran pareo– sino que además sus tonos lilas le dan una vivacidad que, ni siquiera a través del prejuicio del juego de las diferencias, da lugar a verla como una mujer tapada de sí misma.
La liviandad también se acompaña por su amabilidad. Ella está descalza por rito con sus pies pintados de un color morado y apoyados sobre una alfombra. Pero no pide a sus comensales que la sigan. Parecería una decisión de respetar su camino sin exigir que todos los pies anden por su mismo recorrido. Habla un español –su tercera lengua después de árabe y hassania– tan llano que una causa que parece tan lejana como la independencia de Sahara se vuelve cercana, comprensible, tan propia aunque su continente sea Africa y sus vecinos de enfrente sean las islas Canarias.
El territorio que ella defiende y del cual proclama la bandera verde, blanca, negra y roja está conquistado por Marruecos y signado por muros que superan a los ladrillos que ya cayeron en Berlín o que todavía siguen entre Israel y Palestina. Su lugar de exilio es un campamento de refugiados en la frontera del Sahara con Argelia. Pero su raíz común es la conquista de España que terminó en 1975, pero que Marruecos invadió inmediatamente. En ese momento ella huyó a Tinduf. Ahora son 500.000. Tal vez muy pocos para hacer peso. Pero muchos para seguir con el sometimiento.
Su religión es la islámica. Ella cuenta de diferencias. Pero diferencias que tejen orgullos o distinciones. Ninguna frontera infranqueable. También cuenta de las riquezas de su país en pesca, para derribar el mito de la arena infinita, y en minería. “Nuestra riqueza fue nuestra condena a la pobreza”, sentencia Fatma y la sentencia recuerda al destierro que el escritor Eduardo Galeano relató en Las venas abiertas de América Latina, que sin duda ya irrumpió con la lógica del despojo como efecto de la posesión en Oriente y Africa, desde el valor del oro en Potosí –que convirtió a Bolivia en campo de arraso de sus riquezas y de la pobreza de sus habitantes– hasta las actuales peleas por el oro, el gas, el petróleo y el agua que atraviesan la actualidad en la visita en que Fatma visita Argentina. Tan cerca, tan lejos. Tan raro, tan igual.
Es por eso que para acercarse –o mostrar lo cerca que estamos– es que ella viajó hasta Argentina y, ya en la entrevista, las palabras tienen un ritual que las hace desear. Ella acerca a sus comensales el mayor de sus agasajos: un té saharaui: un manjar, una bienvenida, una ronda de afecto, una metáfora.
El té viene con ella. No está procesado, ni elaborado, ni molido, ni puesto en saquitos. Son hebras sin contaminantes que conservan su sabor natural. Pero, en verdad, la pureza no es su distinción. El sabor se asemeja al del té verde. Hasta ahí sus sabores de raíz oriental y nuestros sabores abiertos a volvernos sommeliers en catas podrían suprimir la sorpresa en la garganta. El secreto está en el encanto de las manos. El cobijo de las tacitas. La corriente que produce la infusión beduina en su inquietante ir y venir.
No hay palabras antes del té, ni palabras sin té. El encuentro tiene que ser regado con un sorbo cálido. Ella sirve la yerba en la tetera caliente. Sirve en tres vasos –pequeños, un convite al sorbo más que a un trago largo– y cuenta que la tetera tiene que alcanzar hasta tres reposiciones. Ella vuelca la mezcla. Pero el elixir de su propia cultura no está en lo que se vuelca, sino cómo se vuelca: una, dos, tres veces de un vaso a otro, hasta que el calor y el frío se dejan confundir y se mezclan, hasta que el líquido se mixtura de aromas y texturas y se vuelve espuma. La ceremonia crece hasta volverse suave manjar: bienvenida.
“Está muy mal visto si vas a una familia y no te ofrecen té. Sobre todo la gente beduina que suele trasladarse de un lado a otro en camello y, aunque no tengan comida (también, generalmente, carne de camello), para ellos el té es todo –relata–. Después la persona puede tomar tres vasos. El primero es ‘amargo como la vida’, el segundo ‘dulce como el amor’ y el tercero ‘suave como la muerte’. El té es una forma de mirar la vida.”
Fatma mira la vida desde un lugar que no es el suyo, desde los siete años, cuando huyó de Sahara Occidental, por la invasión de Marruecos, en 1975 y se trasladó hasta un campo de refugiados en un desierto ubicado en Argelia. Desde 1884 su tierra había sido colonia española –nos une ese antecedente histórico–, pero cuando Europa abandonó el poder Marruecos no dejo lugar para la independencia. “La invasión marroquí fue cuando España empezó a retirarse”, apunta.
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