La pesadilla americana
Autor de culto, David Foster Wallace es un perfecto ejemplo de la estética posmoderna: frío, fragmentario, experimental e incisivo. Ahora se publica un libro enorme, el primero desde su suicidio.
POR Margara Averbach
Si a una persona con dolor físico le resulta difícil prestar atención a
cualquier cosa que no sea el dolor, una persona clínicamente deprimida
no puede ni siquiera percibir a ninguna otra persona o cosa como
independiente del dolor universal que la digiere célula a célula. Todo
es parte del problema y no hay solución. Es un infierno”, escribió David
Foster Wallace en La broma infinita, la novela que lo
hizo famoso en 1996 (2002, en castellano). Años después, en 2008, la
enfermedad que su padre describió como una depresión de veinte años lo
llevó al suicidio. Se ahorcó el 12 de septiembre de ese año sin haber
terminado El rey pálido, que acaba de traducir Mondadori.
La broma infinita lo convirtió en un autor importante dentro de su país y en el resto de Occidente. Más allá de gustos personales (siempre respetables en arte), no hay duda alguna de que La broma infinita es una novela enorme en todo sentido: de más de mil páginas, con cientos de voces y personajes, una visión panorámica y negativa que es rasgo característico de Wallace, un afán de ponerlo todo en un único libro al estilo de las novelas río o las trilogías, un manejo ejemplar de las técnicas literarias de vanguardia y la constante apelación a la fragmentación, la polisemia, la pluralidad de voces y puntos de vista que es una de las marcas de la posmodernidad. Sí, Wallace es un autor difícil.
Generación XXI
Según todos los críticos, pertenece a un grupo de escritores del siglo XX y XXI que comparten esas características: todos, parte de lo que se llama “corriente literaria principal” en los Estados Unidos, es decir, todos blancos, todos hombres (no mujeres). Entre otros, Thomas Pynchon, las primeras obras de John Irving, Jonathan Franzen y siguen los nombres. La razón por la que no suele haber mujeres incluidas en estas listas (como mujer la pregunta me parece válida) tiene tanto que ver con la tendencia del canon a dejar a las mujeres de lado como con el hecho de que la del grupo es una literatura masculina en temática e intereses, en las antípodas de la literatura de escritoras blancas como, digamos, Joyce Carol Oates o Annie Proulx. Los escritores que acompañan a Wallace en la lista narran conscientemente con una mirada que se acerca a la del científico: como diría Valle Inclán, contemplan el mundo “desde arriba” y analizan lo que ven con frialdad filosófica y una falta de emociones semejante a la de un investigador frente a la mesa de disecciones.
La broma infinita lo convirtió en un autor importante dentro de su país y en el resto de Occidente. Más allá de gustos personales (siempre respetables en arte), no hay duda alguna de que La broma infinita es una novela enorme en todo sentido: de más de mil páginas, con cientos de voces y personajes, una visión panorámica y negativa que es rasgo característico de Wallace, un afán de ponerlo todo en un único libro al estilo de las novelas río o las trilogías, un manejo ejemplar de las técnicas literarias de vanguardia y la constante apelación a la fragmentación, la polisemia, la pluralidad de voces y puntos de vista que es una de las marcas de la posmodernidad. Sí, Wallace es un autor difícil.
Generación XXI
Según todos los críticos, pertenece a un grupo de escritores del siglo XX y XXI que comparten esas características: todos, parte de lo que se llama “corriente literaria principal” en los Estados Unidos, es decir, todos blancos, todos hombres (no mujeres). Entre otros, Thomas Pynchon, las primeras obras de John Irving, Jonathan Franzen y siguen los nombres. La razón por la que no suele haber mujeres incluidas en estas listas (como mujer la pregunta me parece válida) tiene tanto que ver con la tendencia del canon a dejar a las mujeres de lado como con el hecho de que la del grupo es una literatura masculina en temática e intereses, en las antípodas de la literatura de escritoras blancas como, digamos, Joyce Carol Oates o Annie Proulx. Los escritores que acompañan a Wallace en la lista narran conscientemente con una mirada que se acerca a la del científico: como diría Valle Inclán, contemplan el mundo “desde arriba” y analizan lo que ven con frialdad filosófica y una falta de emociones semejante a la de un investigador frente a la mesa de disecciones.
Joyce Carol Oates. |
Como ellos, Wallace explora su mundo (el de los Estados Unidos capitalistas de fines del siglo XX, principios del XXI) con minuciosidad implacable. Lo que ve es una pesadilla. En La broma infinita, traslada la acción a un futuro cercano y escribe una novela de ciencia ficción en la que las grandes corporaciones manejan incluso la denominación de los años. En ese medio, describe a los pacientes de una clínica para curar adictos por un lado (adictos a todo tipo de drogas, desde las sustancias químicas a la televisión o los libros) y por otro, a los asistentes a una escuela de tenis, dos espejos enfrentados de la misma sociedad enferma. Aquí, la palabra principal es “describe”: aunque parezca que está narrando, gran parte de la escritura de Wallace es la descripción de un estado fijo, un corte en el tiempo. El rey pálido, la novela para la que, según dice el editor, se preparó con un curso de contabilidad e impuestos, y que después abandonó sin acabar, es otra versión del mismo proyecto.
La lección del maestro
En el epígrafe, Wallace menciona a Jorge Luis Borges (como todos en ese grupo de autores, considera su modelo al argentino) y hasta se da el gusto de nombrarlo indirectamente, “a la Borges”: la cita que elige proviene de un libro que se llama “Borges y yo”. Jorge Luis Borges es el maestro de Wallace en muchos sentidos. Se le parece en su deseo de acercar las formas literarias a géneros más cercanos a la ciencia (por ejemplo, en el uso de notas al pie o enumeraciones encabezadas por cifras, una de sus características de estilo), en el placer que siente cuando desarrolla temas filosóficos (no sociales ni políticos), en la complejidad conceptual de lo que se cuenta, en la frialdad, en la introducción de su propio nombre, David Foster Wallace, como parte de la ficción y en la discusión teórica sobre la naturaleza de la literatura y el lenguaje que se desprende del texto.
Por otra parte, como dijo Borges de todos los escritores, Wallace tiene una sola historia. Podría decirse que El rey pálido retoma lo que se contaba en La broma infinita, pero sin trasladarlo al futuro. Y en esta novela, se repite también una de las paradojas de su escritura: que la frialdad y la actitud distante con que narra producen en los lectores una emoción profunda, definible como una insoportable. Ahora que sabemos cómo murió (no cualquiera elige colgarse para morir; no cualquiera elige la asfixia para huir de un mundo asfixiante), esa amargura se cierra sobre cada uno de los fragmentos de este libro, como un puño sobre los fragmentos de un jarrón quebrado, y en ese gesto, sangra y se convierte en angustia.
En ese sentido, la dificultad en la lectura no se origina solamente en la experimentación, las largas explicaciones sobre impuestos o la fragmentación en cientos de historias sino también en el peso de esa angustia sólida como una montaña, semejante a la que producen autores como J. Coetze o Jelinek, por nombrar a dos Premios Nobel.
Se entiende que algunos digan que David Foster Wallace es un autor para pocos y que otros lo comparen con James Joyce. Tal vez, una manera de leerlo sea usando la fragmentación que él elige como método: en dosis breves. Los lectores que no aprecien demasiado la frialdad narrativa, grupo al que pertenezco (lo aclaro porque creo que es importante saber el punto de vista general del crítico que habla sobre un autor determinado), o que no quieran digerir explicaciones sobre impuestos o burocracia pueden seguir el consejo que da Wallace en el rarísimo “Prefacio” y saltear esos fragmentos o, directamente, entrar a la obra de este autor y a esta novela en particular eligiendo relatos de dos o tres páginas al azar, como si leyeran una colección de cuentos.
Es cierto que el género novela suele pedir una lectura lineal y completa (salvo experimentaciones como Rayuela de Julio Cortazar, claro), pero eso no es verdad en el caso de El rey pálido, una novela descriptiva y acumulativa. Por otra parte, lo que leemos hoy en la traducción despareja de Javier Calvo no es el libro terminado. Los papeles que componen El rey pálido no estaban en orden ni indicaban, salvo excepciones, cuál debía leerse primero. La edición de Mondadori es la traducción de un trabajo en colaboración entre un autor ausente y un editor, Michel Pietsch, que rastreó y siguió las indicaciones explícitas cuando pudo y tomó decisiones propias cuando no. El orden es una dimensión importante en el análisis de cualquier texto, sobre todo si no hay cronología en la escritura o si lo que se presenta es una visión general de algo a partir de fragmentos sobre diferentes individuos. Pero si uno intentara analizar el orden de El rey pálido, aunque el libro esté firmado y escrito por David Foster Wallace, estaría pensando en el trabajo de Pietsch. Por esas razones, El rey pálido se puede leer fragmentariamente, tomando al pasar ciertas historias y dejando otras de lado…
Wallace las quería todas juntas pero si se las lee por separado, el efecto de angustia y tristeza es casi tan demoledor como el del conjunto. En su “Nota del editor”, Pietsch cuenta que Wallace dijo que el libro tenía que dar una “sensación de tornado”, como si se lanzaran partes de la historia hacia el lector desde un torbellino a alta velocidad. Tal vez, para ciertos gustos, recibir lo que se cuenta, gota por gota y no en una tormenta brutal, haga más fácil la supervivencia.
La burocracia infinita
Desde su angustia disimulada como frialdad, Wallace elige la Agencia Tributaria, equivalente a nuestra AFIP, como foco de su análisis de los Estados Unidos. Así, se centra en el tema de la burocracia, ese lugar de profunda reflexión metafísica en el que se rozan cuestiones como el dinero, la matemática, los formularios absurdos y abstrusos y sobre todo, el aburrimiento.
Como todo autor posmoderno, Wallace proclama sus intenciones y su método desde el texto mismo. Habla de “pequeños cuentos despojados de toda sustancia humana” (es decir, fragmentación y frialdad). Organiza sus cuentos breves alrededor de la vida cotidiana de personajes intrascendentes. ¿Hay algo para contar ahí? Para Wallace, sin duda.
En el comienzo de su libro, alguien recibe un consejo: para parecer inteligente y sabio, lo único que hay que hacer es interrumpir cualquier conversación y preguntar “¿qué te pasa?” El interlocutor, quien quiera que sea, se va a quedar helado y va a negar con miedo que le esté pasando algo o dirá, sorprendido, “¿Cómo te diste cuenta?” porque lo cierto es que “a todos les pasa algo todo el tiempo”.
Ese algo que pasa alrededor de cientos de personajes es la vida. Y en el mundo de Wallace (el de esta novela y el de las demás), la vida es horrible. Por eso la supuesta “falta de sustancia humana” despierta emociones profundas en el lector, sobre todo en ciertos retratos de personas que se dedican a ayudar y lo único que reciben a cambio es rechazo y odio. Dos ejemplos: la historia de Leonard, que siempre trata de ayudar y al que todos evitan; la de Stecyk, que se presenta como vecino en un barrio nuevo y reparte guías locales frente a puertas cerradas con rejas. Wallace tiene la inteligencia de contar esas dos historias con una prosa que lleva a los lectores a sentir el mismo rechazo que otros personajes frente a la bondad. No todos los lectores agradecemos ni compartimos esa visión, eminentemente conservadora de la humanidad y del mundo. Pero la maestría de Wallace para transmitirla es innegable.
Novela quebrada
Como buen posmoderno, el estadounidense juega con las divisiones genéricas y las convenciones literarias: el “Prefacio” aparece con ese título como capítulo 9, en la página 80. En la página 79 de un libro claramente ficcional (y extraño), Wallace se presenta con su propio nombre y define el libro como “una autobiografía sin ficción, con elementos adicionales de periodismo reconstructivo, psicología organizativa, educación cívica elemental, teoría fiscal y demás” (es decir, todas disciplinas de ciencias blandas). Incluso, afirma la calidad de “verdad” de lo que está contando cuando dice que si hay algo que no parece verdadero en el libro, debe considerárselo parte de su defensa legal contra la posible reacción de la Agencia Tributaria por sus supuestas revelaciones sobre mecanismos internos.
El “Prefacio-capítulo 9” desdice así lo que los lectores creían sobre el género del libro pero al mismo tiempo afirma un propósito: El rey pálido es una visión de los Estados Unidos contemporáneos, tal como los ve Wallace: él mismo dice en el “Prefacio” que, al presentar la Agencia Tributaria, está mostrando el “corazón vivo del país”. Desde mi punto de vista, se trata de una visión parcial (hay temas absolutamente ausentes) y para empeorar el problema, el tono filosófico hace que a veces, dé la impresión de que el autor propone su mirada como descripción no de los Estados Unidos blancos ni de los Estados Unidos en general sino de toda la humanidad.
Como siempre en su obra, en El rey pálido, Wallace desnaturaliza lo cotidiano y lo convierte en pesadilla para demostrar que, en realidad, esa es su verdadera naturaleza. En cada cuento breve, por ejemplo el que narra la situación de Lane y su novia (ambos católicos) frente al embarazo de ella, la historia muestra la falsedad humana, la falta de piedad y sinceridad, las traiciones y el sin sentido de la vida y las relaciones. Los personajes parecen resignados: “así eran las cosas”, se dice.
En realidad, el “así eran las cosas” es el núcleo fundamental de toda la obra de Wallace. No hay salida. Ninguna. Esa es la conclusión. El mundo es un lugar de asfixia absoluta. Si uno está dispuesto a entrar en ese mundo, el autor estadounidense es uno de los mejores guías que puede encontrar. Habla en un idioma que parece simple. Nos lleva de cara en cara, de vida en vida para que le creamos. Y le creemos. Le basta con decir, junto con Sylvanshine, uno de los personajes que vuelven cada tanto al centro de la acción, “las criaturas hacían lo que hacían y no se podía hacer nada al respecto” para que la asfixia suba desde el libro y nos domine.
David Foster Wallace, Jonathan Franzen y Mark Leyner entrevistan de Charlie Rose (1996)
Actualizada el 29/01/2024
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