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Tintín a Pérez-Reverte: “Hergé ya no está entre nosotros”
16 Mar 2018/ARTURO PÉREZ-REVERTE / Hergé, Tintín
Tintín a Pérez-Reverte: “Hergé ya no está entre nosotros”
Una entrevista de reportero a reportero, de Arturo Pérez-Reverte a Tintín, que publicamos en Zenda 35 años después de que apareciera en el hoy desaparecido diario Pueblo.
Pueblo entrevistó a Tintín en el castillo de Moulinsart
Arturo Pérez-Reverte
Enviado especial a Moulinsart
—Hola, Néstor.
—Buenos días, señor Reverte. Lo esperan en la biblioteca.
El imperturbable mayordomo, chaleco de rayas y profundas ojeras, ha envejecido desde que lo conocí, hace muchos años, cuando estaba al servicio de los hermanos Pájaro, por aquella época propietarios del castillo de Moulinsart, cuando “el Secreto del Unicornio” pudo ser desvelado. Pero a Néstor no sólo lo han envejecido los años. Se le ve profundamente abatido, con expresión más grave, y ahora camina encorvado, perdido su habitual porte.
—He sentido mucho la muerte del señor Remi —le digo con cierto embarazo.
—Tenía que ocurrir un día u otro, señor. Eran ya muchos años.
Me conduce a través del salón, en el que algunos objetos me traen recuerdos de juventud. En una vitrina hay una estatuilla, reproducción exacta del fetiche arumbaya de la Oreja Rota; un fragmento de Calysteno y una piedra lunar; un instrumento de música tibetano; un curvo puñal de plata, regalo del emir Ben Kalish Ezab, del Khemed… Por un instante me veo a mí mismo hace veinte años, chiquillo de pantalón corto soñando con vivir un día todas aquellas aventuras, y comprendo que también para mí el tiempo ha transcurrido inexorable.
Tintín está en la biblioteca. Resulta increíble, pero a pesar de tener cincuenta años, su aspecto sigue siendo el de un joven que apenas ha llegado a la treintena. Todavía tiene el característico mechón de pelo rubio, aunque visto de cerca, el cabello comienza a escasearle en las sienes. “Milú” ya es un perro anciano que apenas se mueve de un rincón y mira al vacío con ojos tristes.
Estrecho la mano franca que me tiende Tintín y después me vuelvo hacia el capitán Haddock. El viejo marino está sentado en un sillón tapizado en piel, bajo un enorme óleo del caballero Francisco de Hadoque, su ilustre antepasado, el vencedor de Rackham el Rojo. Haddock tiene un vaso de whisky en las manos, y no necesito mirar la etiqueta de la botella que hay sobre la mesa próxima para saber que se trata de escocés Loch Lomond. El lobo de mar lleva puesto su jersey azul de marino, pero su pelo ya no es negro y la frondosa barba está salpicada de hebras de plata.
Nos sentamos los tres, acepto un Loch Lomond y aprovecho para echar un vistazo de reojo a la abundante correspondencia que hay sobre la mesa. En su mayor parte se trata de cartas y telegramas de condolencia, y reconozco algunas de las firmas: Tchang, Baxter, el general Alcázar, Chester, el rey de Syldavia, Arturo Benedetto Giovanni Giuseppe Pietro Arcangelo Alfredo Cartoffoli da Milano, Serafín Latón, Oliveira… Paseo la vista por la sala: hay una maqueta del Unicornio, una fotografía de Tintín y Haddock frente al Templo del Sol, otra con Tornasol frente a la frontera de Borduria… Tintín me acerca una caja de cigarros del Faraón; escojo uno y lo enciendo mientras preparo el magnetófono.
El whisky de Haddock
—Antes de empezar quiero expresarles mi condolencia por la muerte del señor Remi. Y lamento molestarles en estas circunstancias.
—No se preocupe —responde Tintín—. Hergé ya no está entre nosotros, pero pienso que esta entrevista es un homenaje que quizá a él le agradase. Por eso respondimos positivamente a su llamada telefónica.
—¿Significa la muerte de Hergé el final de sus aventuras?
Tintín se encoge de hombros.
—Es posible —responde—. Desde 1976, cuando el asunto de Los Pícaros, no hemos intervenido más que en un asunto de cuadros falsos inspirado en el “affaire Legrós”. Estaba previsto que se publicase pronto, y Hergé, tras dar los toques indispensables, dejó el tema en manos de nuestro buen amigo, el dibujante Bob de Moor, que como usted sabe era su brazo derecho. Quizá Bob decida terminar el trabajo y sacar el nuevo álbum, pero es posible que ésta sea la última vez. Hergé dijo en varias ocasiones que no quería que siguiesen apareciendo aventuras después de su muerte, y posiblemente se cumpla su voluntad. De todas formas, también para el capitán y para mí han pasado los años. Nos hacemos viejos, y ya da pereza moverse de Moulinsart.
Nos interrumpe una llamada telefónica. Haddock se lleva el teléfono a la oreja.
—¿Cómo? ¿La carnicería Sanzot? ¡Esto no es ninguna carnicería, señora! ¿Qué? ¡Le digo que no, mil millones de mil rayos! ¡Váyase al infierno, señora! ¡Zulú! ¡Paranoica! ¡Imbécil! ¡Bachibuzuk! ¡Fátima de baratillo!
Haddock cuelga el teléfono con gesto airado y vuelve a sumirse en la contemplación de su vaso de Loch Lomond.
—Disculpe al capitán —me dice Tintín—. La muerte de Hergé lo ha afectado mucho. No lo había visto beber tanto desde que lo conocí a bordo de aquel barco, cuando el asunto del Cangrejo de las Pinzas de Oro.
—No tiene importancia —respondo con una sonrisa comprensiva—. Conozco desde hace muchos años al capitán… Volviendo al tema de Hergé, supongo que su muerte no les ocasiona a ustedes ningún trastorno económico. Parte de los beneficios originados por la venta de los setenta millones de ejemplares de sus ventas vendidos en el mundo les habrá correspondido a ustedes.
—Así es —responde Tintín—. Pero, a decir verdad, nunca hemos necesitado esos ingresos. Tenga en cuenta que el capitán y yo todavía disponemos de las rentas del tesoro de Rackham el Rojo, que terminamos descubriendo en el sótano de este mismo castillo. La muerte de Hergé no nos afecta económicamente, y él lo sabía. Fíjese que hasta le convencimos de que rompiera el contrato del seguro de vida que Serafín Latón quería hacerle firmar con nosotros como herederos…
Seguimos en la biblioteca del castillo de Moulinsart y, como es inevitable, la conversación deriva hacia los recuerdos. Haddock ha destapado una nueva botella de Loch Lomond y apura el contenido de un vaso sin respirar. Tintín le mira, las cejas enarcadas por la preocupación, y se vuelve hacia mí.
—Me preocupa el capitán —comenta en un susurro—. Tiene el hígado hecho polvo, pero no hay quien consiga apartarle del whisky.
El cigarro del Faraón se ha consumido entre mis dedos, y apago lo que queda de él en un pesado cenicero de plata con una inscripción: “A mis amigos Tintín y Haddock. El general Alcázar”.
—¿Qué tal le va a Alcázar? —pregunto, recordando la prominente mandíbula y el mostacho de uno de los más viejos amigos de Tintín.
"Otra vez suena el teléfono. Haddock responde a la llamada y después lanza un torrente de maldiciones."
—No del todo bien. El general Tapioca consiguió derrocarle otra vez, poco después de la aventura de los Pícaros. Ahora se encuentra en Estados Unidos intentando conseguir que la CIA le eche una mano para volver al poder. Hay que reconocer que se trata de un hombre inasequible al desaliento.
—Tintín, usted ha sido, a lo largo de su vida, un joven que ha hecho amigos en todas partes. Y también enemigos: Rastapopoulos, el coronel Sponz, Allan, Mitsuhirato, Muller…
—Sí, es cierto. De todos ellos, el más encarnizado haya sido, posiblemente, Rastapopoulos, marqués de Gorgonzola. Desde el asunto de los cigarros del Faraón hasta la isla del Pacífico, en el accidentado viaje a Sidney me he ido tropezando con él.
—¿Por qué lo odia tanto Rastapopoulos?
—No lo sé —responde con una sonrisa—. Supongo que la primera vez le estropeé un negocio… Bueno, cada vez que nos hemos encontrado, yo le estropeaba un negocio. Y eso es algo que no se perdona. Es un tipo absolutamente perverso, pero debo reconocer que la última aventura que me relacionó con él, cuando el frustrado secuestro del millonario Carreidas, llegué a sentir lástima. En realidad, él no necesita el dinero porque es inmensamente rico. Hace el mal por pura afición, como otros coleccionan sellos. Y fíjese, también él me ha enviado un telegrama de condolencia por la muerte de Hergé. Rastapopoulos puede ser un canalla, cierto, pero al menos es un canalla con cierto estilo.
Otra vez suena el teléfono. Haddock responde a la llamada y después lanza un torrente de maldiciones.
—¡Por mil truenos, que el diablo la deje afónica! —exclama hecho una furia, derramando el whisky sobre la alfombra—. La Castafiore acaba de amenazar con dejarse caer por aquí dentro de un rato. ¡Al refugio!
Y con un último “mil millones de mil rayos” el capitán Haddock sale corriendo de la habitación. Me vuelvo hacia Tintín.
—¿Cuál es exactamente la relación entre el capitán y Bianca Castafiore? Cuando el asunto de las joyas estuvieron a punto de casarse, ¿verdad?
Tintín sonríe con el aire de quien no dice todo lo que sabe.
"¿Es realmente usted tan misógino como lo demostró ser Hergé?"
—Bueno, sólo son excelentes amigos. Es cierto que Bianca siente una especial devoción con el capitán, y que ambos podrían haber hecho una excelente pareja. Pero la música, ya sabe, los separa. Haddock no es precisamente un melómano, y la voz de ella… En fin, Bianca no pierde la esperanza; de todas formas lo cierto es que se trata de una mujer encantadora, que sería un gran apoyo para el capitán en su vejez. Quizá algún día…
—Hay una cosa que me llama poderosamente la atención. En los veintidós álbumes que han sido publicados sobre usted, incluyendo el del País de los Soviets…
—No me hable de aquel episodio —comenta Tintín con una mueca de desagrado—, aquello fue una locura de juventud.
—Bien, disculpe. En realidad, me refería a que ninguna de esas veintidós historias aparece jamás un personaje femenino con carácter protagonista, ni siquiera secundario, a excepción de la Castafiore. ¿Es realmente usted tan misógino como lo demostró ser Hergé?
—Tenga en cuenta que Hergé tenía una profunda educación cristiana y consideraba que esa especie de segregación sexual era necesaria como base moral de nuestras historias. Entre nosotros, le diré que lo he lamentado a menudo.
—¿Le hubiera gustado tener alguna novia? ¿O la ha tenido realmente fuera de las viñetas?
—Mire, voy a serle sincero. Nunca he tenido novia, ni dentro ni fuera de las viñetas. Creo que, en cierta forma, he sido víctima de mi propio personaje.
—Algunas veces, y disculpe mi franqueza, se le ha acusado de encerrar en su personaje cierta homosexualidad latente. Esa amistad con Tchang, por ejemplo, cuando el Loto Azul, esa comunicación telepática con su amigo, esa búsqueda entra las nieves del Tibet…
—Esas insinuaciones son ridículas —responde, un tanto picado—. Mi mundo es un mundo donde la amistad, la lealtad, están por encima de todo lo demás. Es como si alguien dijese que el capitán y yo somos maricas porque no nos hemos separado desde la historia del Cangrejo de las Pinzas de Oro y vivimos juntos en Moulinsart.
Hago una pausa para cambiar la cinta magnetofónica y servirme otro trago del excelente Loch Lomond del capitán.
—En cincuenta años, usted, Tintín, sólo ha derramado una lágrima en una ocasión: cuando creyó muerto a su amigo Tchang, en el álbum del Tibet. Una lágrima en cincuenta años, fíjese. Tampoco fuma ni bebe, no tiene debilidades conocidas. ¿Es usted tan frío, tan impasible como parece?
Esta vez Tintín sonríe abiertamente. Es la única vez que duda unos instantes antes de responder.
—Mire usted… En todas mis aventuras, en todo cuanto he vivido, desde un pequeño barco de vela perdido en las aguas del mar rojo hasta cuando fui el primer hombre en caminar sobre la Luna, he tenido que ser actor, pero sobre todo he sido testigo. Pascal decía que, ante los acontecimientos, sólo hay un hombre que puede juzgar, un hombre no directamente interesado. Yo me he esforzado por ser ese tercer hombre impasible del que hablaba Pascal. Recuerde que soy periodista. A lo largo de mi vida, me he limitado a ser testigo de lo que hacían los demás.
—Sin embargo, usted ha tomado a veces partido, incluso político. Por ejemplo, ayudó a los chinos contra los japoneses cuando lo del Loto Azul. Y en el Congo, perdóneme, se comportó como un vulgar colonialista.
—En ambas ocasiones yo era muy joven, recuérdelo. ¿Quién no ha tomado partido en su juventud? Tampoco entonces era ese hombrecillo impasible del que usted habla. El tiempo y la intensa vida que llevé me dieron después la serenidad.
—¿A quién votó usted en las últimas elecciones?
—Yo no voto. Yo he vivido. Y lo he hecho haciendo lo que la mayoría de los hombres sueñan a escondidas poder hacer algún día: vivir hermosas aventuras en países lejanos, tener amigos fieles, acumular magníficos recuerdos… Sólo votaría a Haddock como presidente del Gobierno, y eso porque sería muy divertido verle presidir un Consejo de Ministros.
La entrevista ha terminado. Tintín me acompaña a la puerta, donde me cruzo con Bianca Castafiore, que llega acompañada de Hernández y Fernández. La Castafiore pregunta: “¿Dónde está el capitán Bartok?”, y se pierde camino del salón.
—Encantado de conocerle —me dice Hernández.
—Yo aún diría más —añade Fernández—. Encantado de conocerle.
Diario Pueblo, 8 de marzo de 1983
Tomado de Zenda Libros.
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