José Ignacio Cabrujas. Ilustración de Isabel Adler |
"Casi todos nuestros compatriotas piensan que el Presidente, es un ladrón. Si un hombre llega a Miraflores, es “lógico” que se dedique a robar"
El Estado del Disimulo.
Entrevista realizada a José Ignacio Cabrujas en 1987.
Entrevista realizada a José
Ignacio Cabrujas en 1987.
José Ignacio Cabrujas (1937/1995)
El Estado del Disimulo
Entrevista realizada a José
Ignacio Cabrujas en 1987, por el equipo de la revista Estado & Reforma (Luis García
Mora, Víctor Suárez, Trino Márquez y Ramón Hernández).
Exponente
de la modernidad del teatro venezolano, José Ignacio Cabrujas no se oculta en
la forma para evadir el fondo. Racionalmente crítico con la realidad, tiene
su referente directo en la cultura venezolana y su razón dialéctica parte de
la confrontación de la regionalidad y la universalidad para asegurar una
evidente trascendencia: actor, director y dramaturgo se inició en el oficio
con el Teatro Universitario de la Universidad Central de Venezuela, donde
estudiaba Derecho. Hombre de la televisión y del periodismo, no ha
desaprovechado sus opciones como comunicador de masas. De aguda percepción,
claro estilo y reflexivo decir, es un intelectual de bien ganada credibilidad
en el quehacer cultural contemporáneo.
Cabrujas dejó volar su gusto por el análisis
y la reflexión durante tres horas con el equipo editor de Estado &
Reforma. Por razones estrictamente relacionadas con la dictadura del espacio,
buena parte de la conversación se ha quedado en la libreta; sin embargo,
consideramos que la síntesis que presentamos refleja en buena medida el
parecer de José Ignacio Cabrujas sobre el Estado y el proceso modernizador
que adelanta la Comisión Presidencial para la Reforma del Estado.
–El concepto de
Estado en Venezuela es apenas un disimulo...
–El concepto de Estado es
simplemente un “truco legal” que justifica formalmente apetencias,
arbitrariedades y demás formas del “me da la gana”. Estado es lo que yo, como
caudillo, como simple hombre de poder, determino que sea Estado. Ley es lo
que yo determino que es Ley. Con las variantes del caso, creo que así se ha
comportado el Estado venezolano, desde los tiempos de Francisco Fajardo hasta
la actual presidencia del doctor Jaime Lusinchi. El país tuvo siempre una
visión precaria de sus instituciones porque, en el fondo, Venezuela es un
país provisional. La sensación que uno tiene cuando viaja al Perú o a México
y observa las edificaciones coloniales, –palacios de gobierno, cuarteles,
catedrales, inquisiciones, es decir, las formas arquitectónicas del Estado–,
es de permanencia y solidez, como si la noción de futuro estuviese en cada
ladrillo. Quien hizo la Catedral de México, además de edificar un concepto,
pretendió exactamente levantar un templo perdurable y asombroso. Por el
contrario, cuando uno entra en la Catedral de Caracas, termina por entender
donde vive. La Catedral de Caracas es un parecido, un lugar grande,
relativamente grande, todo lo grande que podría ser en Venezuela un lugar
religioso, pero al mismo tiempo se trata de una edificación provisional que
forma parte del “más o menos” nacional. Uno siente ese “más o menos” en la
artesanía de los racimos de uvas, corderos pascuales, triángulos teologales o
sandalias de pastores. Uno comprende que alguien levantó esa catedral
“mientras tanto y por si acaso”. La historia nos habla de un país rico
habitado por depredadores incapaces de otra nostalgia que no fuese el
recuerdo de España. Se dice que nuestros indígenas eran tribus errantes que
marchaban de un lugar a otro en busca de alimentos. Pero tan errantes como
los indígenas fueron los españoles. Vivir fue casi siempre viajar y cuando el
Sur comenzó a presentirse como el lugar del “oro prometido”, llámese Dorado o
Potosí, Venezuela se convirtió en un sitio de paso donde quedarse significaba
ser menos. Menos que Lima. Menos que Bogotá. Menos que el Cuzco. Menos que La
Paz. Se instaló así un concepto de ciudad campamento magistralmente descrito
por Francisco Herrera Luque en una de sus novelas.
–¿Seguimos viviendo en un campamento?
–Han pasado siglos y todavía me parece vivir
en un campamento. Quién sabe si al campamento le sucedió lo que suele
ocurrirle a los campamentos: se transformó en un hotel. Esa es la mejor
noción de progreso que hemos tenido: convertirnos en un gigantesco hotel
donde apenas somos huéspedes. El Estado venezolano actúa generalmente como
una gerencia hotelera en permanente fracaso a la hora de garantizar el
confort de los huéspedes. Vivir, es decir, asumir la vida, pretender que mis
acciones se traducen en algo, moverme en un tiempo histórico hacia un
objetivo, es algo que choca con el reglamento del hotel, puesto que cuando me
alojo en un hotel no pretendo transformar sus instalaciones, ni mejorarlas,
ni adaptarlas a mis deseos. Simplemente las uso. No vivo en un lugar, me
limito a utilizar un lugar. El gigantesco hotel necesitaba la fórmula de un
Estado capaz de administrarlo. Alguna vez, ¿quién sabe cuándo?, fue necesario
comenzar a crear instituciones, leyes, reglamentos, ordenanzas para
garantizar un mínimo de orden, de convivencia. Habría sido más justo inventar
esos artículos que leemos siempre al ingresar en un cuarto de hotel, casi
siempre ubicados en la puerta. “Cómo debe vivir usted aquí”, “a qué hora debe
marcharse”, “favor, no comer en las habitaciones”, “queda terminantemente
prohibido el ingreso de perros en su cuarto”, etc., etc.; es decir, un
reglamento pragmático y sin ningún melindre principista. “Este es su hotel,
disfrútelo y trate de echar la menos vaina posible”, podría ser la forma más
sincera de redactar el primer párrafo de la Constitución Nacional, puesto que
por “Constitución Nacional” deberíamos entender un documento sincero, capaz
de reflejar con cierta exactitud lo que somos, y lo que aspiramos.
–Pero...
–En lugar de esa sinceridad
que tanto bien pudo hacernos, elegimos ciertos principios elegantes,
apolíneos más que elegantes, mediante los cuales íbamos a pertenecer al mundo
civilizado. El campamento aspiró a convertirse en un Estado y para colmo de
males, en un Estado culto, principista, institucional, en todo caso,
legendario por todo lo que tiene de hermoso y de irreal. Las constituciones
nacionales, desde los hermanitos Monagas para acá, son verdaderos tratados de
contemporaneidad y hondura conceptual. El déspota, y vaya si los hubo, jamás
usó la palabra “tiranía”, ni los eufemismos correspondientes, como podría ser
la palabra “autoritario” o “gobierno de fuerza” o “régimen de excepción”. Por
el contrario, redactar una Constitución fue siempre en Venezuela un ejercicio
retórico, destinado a disimular las criadillas del gobernante. En lugar de
escribir “me da la gana”, que era lo real, el legislador por orden del
déspota, escribió siempre “en nombre del bien común” y demás afrancesamientos
por el estilo.
El
resultado es que durante siglos nos hemos acostumbrado a percibir que las
leyes no tienen nada que ver con la vida. Nunca levantamos muchas salas de
teatro en este país. ¿Para qué? La estructura principista del poder fue
siempre nuestro mejor escenario.
Ilustra con una anécdota:
–Nicanor Bolet Peraza
escribió una crónica costumbrista sobre el Teatro del Maderero. Se
representaba allí, en los días de Semana Santa, nada menos que La Pasión de
Cristo, con crucifixión y azotes y crueldades habituales a la serenísima
figura del Hijo del Hombre. Cuenta Bolet Peraza que en la escena del Gólgota
salían los dos centuriones romanos y representaban aquella escena donde
Cristo pide agua de manera conmovedora. Los dos centuriones empapaban
esponjas con hiel y vinagre, acercándolas a la boca del crucificado. Entonces
comenzaban a oírse grandes carcajadas en la sala, puesto que todo el mundo
suponía, vaya usted a saber por qué, que las esponjas estaban repletas de
mierda. Mayor era el sufrimiento de Cristo y más vigorosas eran las risotadas
de los espectadores. Hasta que un niñito gritó: “!Es que ese no es Cristo!;
ese es el hijo de Estelita con el chichero de la esquina!” Nada, en mi vida
de hombre de teatro, me ha parecido tan esclarecedor como esta escena. En
efecto, asumir la majestad es una de nuestras imposibilidades. Jamás hemos
aceptado el drama extremo del poder. Cuando la institución se toma en serio a
sí misma, no tarda en aparecer el rasero de la “joda”. Está bien, gobierna...
pero tampoco te lo tomes tan en serio. Está bien, ponte el uniforme y mete la
barriga... pero, déjate de vainas, porque tú, uniformado, protocolar,
dándotelas de gran cosota, sigues siendo el hijo de Estelita con el chichero
de la esquina.
Insiste en el ejemplo:
–La entrada del Presidente de la República
al Congreso, en la ceremonia de entrega de cuentas, se parece a la
contradicción que vivimos. Allí está la verdadera identidad nacional, en ese
presidente picarón, desesperado porque no vaya algún jodedor a pensar que él
se lo está tomando en serio. Persiste en mí una imagen, la del presidente
Luis Herrera Campíns en el trance de dar una de sus habituales ruedas de
prensa, transmitidas en cadena nacional de radio y televisión. La ceremonia
era idéntica quincena tras quincena. Los televidentes observábamos una puerta
laqueada, de un versallismo arrepentido, repleta de ornatos dorados, como
corresponde a una puerta de poder. Se abría la puerta y la cámara retrocedía
hasta mostrar a dos soldados venezolanos, fornidos y retacos, vestidos con la
interpretación estilo Centeno Vallenilla del uniforme de Carabobo,
inexplicablemente zarista como si se tratara de una escena de La Guerra y la
Paz. De inmediato salía Herrera, precedido de una fanfarria republicana casi
siempre destemplada. Y comenzaba la comedia porque Herrera en ese corto paseo
hacia la sala de conferencias, hacia un gigantesco esfuerzo por aparentar
cordialidad y llaneza de carácter. Allí lo veíamos guiñar el ojo, dar
palmaditas, sonreír a la cámara, saludar con la mano a la altura de la
cintura para no parecerse al emperador Trajano. Era como si Herrera nos
dijese: “!Un momento! !Yo sigo siendo Luis Herrera! (el hijo de Estelita y el
chichero), yo estoy cumpliendo un protocolo más o menos y tal, pero sigo
siendo el amigo cordial, el simpaticón Herrera, el gordo Herrera, el ñato
Herrera, el negro Herrera, el cómplice de todos ustedes cruzando un pedacito
de Miraflores sin que los humos se me hayan ido a la cabeza”. Porque más allá
de las ceremonias, el Presidente sabe muy bien a quien representa.
Terminada la comparación,
regresa a lo concreto:
–Algún político del siglo XIX
en Venezuela, lamento no recordar ahora su nombre, dijo que el venezolano
podía perder la libertad pero jamás la igualdad. Nosotros entendemos por
igualdad ese formidable rasero donde a todos nos hace el traje el mismo
sastre, donde lo importante es que no me vengas con cuentos, no te la des
“de”, porque si te la das “de”, yo te desmantelo, yo acabo contigo, yo digo
la verdad, yo revelo quién eres tú en el fondo, qué clase de pillín o de sinverguenzón
eres tú, para que no te me vayas demasiado alto, para que no te me vuelvas
predominante y espectacular.
Otro ejemplo:
–Años atrás, cuando trabajaba
en la Dirección de Cultura de la UCV, fui invitado por el inolvidable Jesús
María Blanco a una recepción académica mediante la cual se iba a rendir
homenaje a un ilustre venezolano que había hecho un singular aporte a la
cirugía cardiovascular. Las revistas inglesas y norteamericanas, me refiero
desde luego a revistas especializadas, habían comentado en términos sumamente
elogiosos y admirativos al trabajo de nuestro compatriota, de allí que la
Universidad se sentía en el deber de reconocer, con la solemnidad del caso,
los logros de un miembro de la comunidad. Estábamos allí muchos invitados, y
los académicos entraron con toga y birrete, aproximándose de inmediato al
homenajeado. El rector pronunció un parco discurso donde destacó la
trayectoria de ese gran cirujano. Me pareció, y por lo demás, era natural,
que el distinguido científico se sentía muy bien porque mostraba un evidente
orgullo y hasta una honda emoción. Concluyó el acto. Salieron las cuadrillas
de mesoneros con las correspondientes botellas de champagne y el protocolo se
“animó” después de un vigoroso aplauso en el instante en que el rector condecoró
al “hombre”. No hubo en ese aplauso ninguna hipocresía. Por el contrario, era
una reacción emotiva y, desde luego, sincera. Pero después de los aplausos,
comenzó el cocktail, desaparecieron las togas y los birretes y todo el mundo
se “republicanizó”. Entonces empezó la verdadera ceremonia nacional, el
auténtico ritual de “no te me vayas tan lejos”. Los amigos rodearon al
encumbrado y así como en las corridas de toros salen los picadores, para que
el toro se acostumbre a la lidia, es decir, para que el toro sea menos toro,
así al doctor González (invento el apellido porque no recuerdo cómo se
llamaba el cirujano) lo comenzaron a llamar Gonzalito. Menudearon las
palabrotas y las palmadotas: “!Gonzalito, carajo! ¿Quién lo iba a decir,
Gonzalito? ¿Cómo fue ese pegón, Gonzalito, si a ti te “rasparon” en Anatomía
II? !Si tú eras más malo que el carajo! ¿Esa operación no te la haría la
enfermera?” Etc., etc. Esta sociedad familiar que no acepta deserciones a la
cervecita cotidiana, que convierte a González en Gonzalito, justamente el día
que González es más González que nunca, esta sociedad de complicidades, de
lados flacos, ha hecho de la noción de Estado un esquema de disimulos. Vamos
a fingir que somos un país con una Constitución. Vamos a fingir que el Presidente
de la República es un ciudadano esclarecido. Vamos a fingir que la Corte
Suprema de Justicia es un santuario de la legalidad. Pero en el fondo, no nos
engañemos. En el fondo, todos sabemos como se “bate el cobre”, cuál es la
verdad, de qué pie cojea el Contralor, o el Ministro de Energía, o el
Secretario del Ministro de Educación. La “verdad” no está escrita en ninguna
parte. La verdad es mi compadre, la verdad es el resorte mediante el cual
puedo burlar la apariencia legal, eso que en la jerga administrativa se
denomina la “veredita”. Lo expresa muy bien el venezolano cuando decimos:
“No, chico, no hables con el Secretario. Habla directamente con el
Presidente, porque el Secretario es un pendejo. Vete a la cabeza”.
–Nadie confía en nadie...
–Hemos aprendido a vivir mintiéndole al
Estado, y ese aprendizaje tiene razón de ser si este país viviese de acuerdo
a las normas, leyes, disposiciones, reglamentos, permisos, procedimientos,
etc., todo se habría paralizado. En tiempos del doctor Caldera, yo trabajaba
en el fallecido INCIBA y había allí una disposición mediante la cual no se
podían efectuar órdenes de pago por encima de cinco mil bolívares. Un cheque
por más de cinco mil bolívares tenía que ser sometido a revisiones,
autorizaciones y otras tortuosidades que escapaban a la dinámica de ese
gasto, casi siempre urgente. ¿Qué solución se encontró para burlar este
principio, probablemente justo, probablemente necesario? Emitir varios
cheques de cinco mil bolívares a la misma persona o a la misma entidad. Si
era necesario gastar diez mil bolívares en una urgencia, se ordenaban dos
cheques de cinco mil y todo el mundo en paz. No se trataba de un robo. Se
podría definir como una realidad paralela al ser apolíneo que es el Estado
venezolano. Si te detiene un fiscal de tránsito, tú sabes muy bien que por
encima de su reclamo protocolar (usted se comió la luz, ciudadano), hay una
proposición paralela, no necesariamente deshonesta. Puede ser que el fiscal
te diga simplemente: “mira, vete y vamos a dejar esa vaina así”,
probablemente porque tú le has dicho al fiscal: “hermano, es que tengo a mi
mamá enferma, es que me están esperando en el Hipódromo porque me van a dar
un dato, es que venía distraído porque tengo un problemón en mi casa”. ¿Por
qué? Porque la boleta que el fiscal te debe entregar de acuerdo a las
disposiciones del tránsito es en el fondo una agresión personal. No es que tú
faltaste. Es que tú le caíste mal al fiscal. Es que el fiscal es un
antipático, un desgraciado, que ese día se levantó de mal humor porque anoche
quién sabe lo que comió ese muérgano que la pagó conmigo. De ahí que la
corrupción sea un establo habitual, yo diría que normal, en ese inmenso
tejido de situaciones cotidianas donde necesitamos dialogar con el Estado
convertido en fiscal de tránsito, o en escribiente de tribunal, o en
secretario de notaría, o en enfermera de los Seguros Sociales. Los
procedimientos no persiguen en este país aligerar los procesos. Por el
contrario: casi siempre se trata de verdaderos obstáculos que no tienen nada
que ver con mi vida. El funcionario es mi enemigo cuando se pone pesado, es
decir, cuando cumple con las normas. Por eso, en Venezuela, todo funcionario
público cumple con las normas. Por eso, en Venezuela, todo funcionario
público o es un delincuente o es un antipático. La verdadera filosofía del
Estado venezolano descansa sobre un axioma preciso y diáfano, esto es: el
Estado en Venezuela sirve para impedir una catástrofe. El Estado desconfía
absolutamente de los ciudadanos. El Estado venezolano parte de la idea de que
somos unos pillos y de que es necesario impedir que seamos tan pillos.
–¿Cómo hacer un país donde la realidad no
está divorciada de lo que está escrito en el papel?
–Hace
unos años escribí una comedia llamada Acto Cultural. Los personajes de esa
comedia eran miembros de la Junta Directiva de una Sociedad Cultural en una
pequeña ciudad provinciana. Vivían para la cultura y representaban la
cultura, quiero decir, “la gran cultura”. Un día, esta Junta Directiva de la
Sociedad Louis Pasteur decide celebrar los 50 años de la institución, con una
representación teatral de la vida de Cristóbal Colón. La representación es un
fracaso, porque, diabólicamente, perversamente, en lugar de recitar el texto
previamente acordado, esos miembros de la Sociedad Pasteur hablan de lo que
les pasa, confrontan sus intimidades, proclaman sus amarguras y catástrofes
cotidianas. El Secretario de la Sociedad declara ante los supuestos
espectadores del pueblo que a él toda la vida lo que le ha gustado es el trasero
de una alemana y la posibilidad de tomarse 15 rones después de las seis de la
tarde. Que esa es su cultura, porque, al mismo tiempo, esa es su apetencia,
su sinceridad, su realidad. La declaración es catastrófica y las “fuerzas
vivas” de la localidad abandonan el recinto. La Sociedad Louis Pasteur ha
muerto. Nadie le dará una subvención, nadie le permitirá funcionar. Es el
precio de la confesión, o si se quiere, de la sinceridad. Creo que la
sociedad venezolana, y me refiero a la sociedad en el sentido de grupo humano
que establece ciertos compromisos, ciertos objetivos comunes, está basada en
una mentira general, en un vivir postizo. Lo que me gusta no es legal. Lo que
me gusta no es moral. Lo que me gusta no es conveniente. Lo que me gusta es
un error. Entonces, obligatoriamente tengo que mentir. No voy a renunciar a
mis apetencias, a mi “verdad”. Voy a disimularla. Voy a aparentar esto o lo
otro, para así poder esconderme, porque vivo en un país donde mis deseos no
forman parte de la poesía, donde el “culo de la alemana” o los 15 rones del
atardecer no son “culturales”, donde la descripción que se hace de mí en
términos literarios, pictóricos, es decir, en términos “sublimes” pertenece a
ese edificio casi teologal que es el “deber ser”. ¿De dónde sacamos nuestras
instituciones públicas? ¿De dónde sacamos nuestra noción de “Estado”? De un
sombrero. De un rutinario truco de prestidigitación. El campamento que era
una ciudad como Caracas hacia 1700 consiguió una “forma” capaz de disimular
ciertas amabilidades precarias, cierta vida auténtica, donde intercambiábamos
un poquito de sal y un poquito de harina, cierto “mientras tanto” y cierto
“por si acaso”.
–¿Y hoy?
–Vivir
es defendernos del Estado. Defendernos de un patrón ético al que llamamos
“Estado” y que no es otra cosa que la traslación mecánica de un esquema
europeo. Se aceptó la “moral” y la “cívica”, como me las enseñaban en el
bachillerato, cuando mi profesor en el Liceo Fermín Toro me decía una cosa y
el policía de la esquina me decía otra. Vivimos en una sociedad que no ha
podido escoger entre la “moral” y la “cívica”, hasta el sol de hoy, conceptos
absolutamente contrapuestos. Si soy “moral” no soy “cívico”. Y si soy
“cívico”, ¿cómo diablos hago para ser moral? El Estado venezolano, dicho así,
con mayúsculas, no se parece a los venezolanos. El Estado venezolano es una
aspiración mítica de sus ciudadanos. El Presidente es presidente sólo porque
él dice que es presidente. Pero, en realidad, no es un presidente. Es una
persona que está allí, desempeñando una provisionalidad, mientras le
encontramos su “lado flaco”, su rasero de miserias cotidianas, su condición
de “zángano” del panal. De allí que la función presidencial no es entendida
del todo por los ciudadanos. Casi todos nuestros compatriotas piensan
“honestamente” que el Presidente, sea quien sea, llámese como se llame, es un
ladrón. O es más o menos un ladrón. Si un hombre llega a Miraflores, es
necesariamente “lógico” que se dedique a robar. Si no lo hace, pertenece a la
categoría de los “inexistentes”, al limbo del “paradigma”. Desde luego, no
nos gusta que el Presidente robe. No nos gusta. Lo damos por hecho. Puede ser
que nos quejemos amargamente de la corrupción gubernamental, de tal o cual
pillo que se robe un dinero, pero la damos por hecho. “Todos los políticos
son unos bandidos”. “Todos los políticos son unos corruptos”. “Todos los
políticos son unos ladrones”. Eso es lo que realmente pensamos. El corrupto
no es un ser excepcional. El corrupto es un ser lógico, sostenido por una
relación de causa y efecto. El corrupto es “la norma”. El hombre honesto o es
un pendejo o es simplemente una excepción lujosa.
–Con la aparición del
petróleo, el ciudadano empieza a pedirle al Estado una cierta racionalidad,
una efectividad y una eficacia...
–Se creó una especie de
cosmogonía. El Estado adquirió rápidamente un matiz “providencial”. Pasó de
un desarrollo lento, tan lento como todo lo que tiene que ver con agricultura,
a un desarrollo “milagroso” y espectacular. Un ciudadano inglés, un italiano,
un sueco, no espera “milagros” del Estado. A eso se reduce lo que se llama
“madurez política”. A no esperar demasiado del Estado. Los parámetros de las
sociedades europeas son previsibles. Inglaterra se mueve dentro de una
relativa prosperidad y una relativa pobreza desde hace un montón de años. La
apreciación de la gestión gubernamental, por parte de un ciudadano inglés, es
un hecho bastante objetivo, proviene de situaciones absolutamente concretas.
Para Margaret Thatcher es relativamente sencillo convocar a los ingleses y
decirles: “Miren, la situación es muy difícil. No prometo prosperidad, no
prometo multiplicar los panes y los peces. Prometo dificultades, peligros de
todo tipo, y prometo un empeño en tratar de salir adelante. Prometo seriedad.
Tal vez vamos a decaer. Tal vez vamos a vivir peor. Pero, prometo que voy a
tratar de hacerlo lo mejor posible”.
–De ellos a nosotros, de lo ideal a lo
concreto:
–Imaginemos que un político venezolano diga
algo parecido en una campaña electoral. Imaginemos un candidato que nos hable
de imposibilidades, de limitaciones, de realidades. Un candidato que no nos
prometa el paraíso es un suicida. ¿Por qué? Porque el Estado no tiene nada
que ver con nuestra realidad. El Estado es un brujo magnánimo, un titán
repleto de esperanzas en esa bolsa de mentiras que son los programas
gubernamentales. Un tomate, una papa, una mazorca, un arbusto de café eran en
la Venezuela de 1900 productos de un esfuerzo tangible, de mediocre certeza.
No hay ningún milagro posible en una mazorca, como no sea el milagro de la
tierra. Una mazorca de maíz cuesta tres centavos, cuatro centavos, cinco
centavos, seis centavos. Esas son, en términos de precio, las únicas
sorpresas que puede darnos. El petróleo es diferente. Espectacularmente
diferente. Hoy valía medio dólar. Mañana tres. Después seis, doce,
veinticuatro, hasta treinta y seis dólares. No se trata de una economía
fundamentada en el fatigoso esfuerzo, en el “un poquito hoy” y “un poquito
mañana”. Se trata de un show económico. El petróleo es fantástico y por lo
tanto induce a la ilusión de un milagro. Creó en la práctica la “cultura del
milagro”. Por primera vez, el Estado venezolano había hecho un “buen
negocio”, lo cual, viéndolo bien, resultaba excepcional dada su costumbre de
hacer pésimos negocios. ¿Cómo un pobre se convertía en rico en la Venezuela
de 1905? Descubriendo un tesoro. No había otra manera. No había “negocios”,
ni especulación en la Bolsa, ni golpes de fortuna. Había la leyenda de que
los españoles en los días de la Independencia enterraron baúles, arcones,
botijuelas repletas de morocotas. Mi padre, un primitivo habitante de lo que
hoy en día llamamos en Caracas, Catia, o Parroquia Sucre, solía hablar de un
canario que a principios de siglo descubrió uno de esos tesoros. Cavó en la
tierra, hizo un hoyo, y encontró monedas de oro. Pues bien: a eso se parece
el petróleo. Es cuestión de cavar hoyos y descubrir riqueza. El hueco
petrolero sustituirá a la imaginación del hueco donde había morocotas
españolas. El Estado era ahora capaz de hacernos progresar mediante audaces
saltos. !Viva Gómez y adelante! ¿No era ésa la consigna? ¿No pagó el dictador
la deuda externa en pocos años? ¿No comenzamos a ver prodigios? ¿No fue ese
el comienzo del “sueño venezolano”? Tal vez Argentina lo tuvo en los tiempos
de la Segunda Guerra Mundial. Tal vez Chile en los lejanos días del cobre y
el nitrato. Tal vez Brasil, en tiempos de Getulio Vargas. Pero no se puede
hablar de un sueño colombiano, ni de un sueño paraguayo, ni de un sueño
boliviano u hondureño. La agricultura y la ganadería no provocan las mínimas
condiciones de ese “sueño”. Nuestro “sueño” fue saltar sobre esa lenta y
fatigosa historia.
–¿Y nos apoyamos en una mentira?
–La riqueza petrolera tuvo la
fuerza de un mito. Mi padre hablaba de Filippo Gagliardi como los
norteamericanos hablaban de Henry Ford. Digo mal, porque la riqueza de Henry
Ford es el producto concreto de una inventiva y de una inmensa capacidad de
trabajo. Pero Gagliardi en los años de Pérez Jiménez llegó al sitio del “baúl
de morocotas”. Llegó, según mi padre, con los pantalones rotos. De hecho,
tuvo que hacerse unos pantalones, nada menos que con la bandera del barco y
ahora, me parece estarlo oyendo, míralo, míralo a donde llegó. Mira el
relator que tiene. En mi casa de Catia, por allá por 1955, vivió un
inmigrante italiano. Un día, ese italiano de profesión tornero, descubrió en
una revista un anuncio que promocionaba esas señales de carretera que
llamamos “ojos de gato”. El hombre recortó el aviso, y me hizo escribirle una
carta al ministro de Obras Publicas, solicitándole una audiencia. La carta
fue enviada, pasaron meses y meses, y por fin, el ministro se dignó atender
al italiano tornero. Pasó un año y por fin el contrato se hizo realidad. De
golpe y porrazo, como solemos decir, el italiano era representante exclusivo
de los “ojos de gato” en ese fantástico país en ascenso. Demás está decir que
se hizo millonario. Pero ese concepto, o mejor dicho, esa ilusión, profundizó
más la idea de la provisionalidad. Nunca fuimos tan “provisionales” como en
los dorados años de Pérez Jiménez. Había más riqueza que presencia. La ciudad
de Caracas no era capaz de reflejar esa prosperidad por más edificios y
monumentos que se construyeran. La ciudad seguía siendo una aldea, pero todos
estábamos de acuerdo en que se trataba de una aldea provisional, “mientras
tanto y por si acaso”. Por eso desapareció el hotel Majestic para dolor de
los nostálgicos. Por eso despedazaron con una bola de acero la miserable
casita donde había nacido Andrés Bello. No vivíamos donde teníamos que vivir,
pero tampoco sabíamos dónde teníamos que vivir, cuál era la imagen de la
ciudad que soñábamos, en qué consistía esa fabulosa ciudad. Por eso, Caracas
no es una ciudad reconocible. Por eso no se la puedes describir a un
extranjero. Vete a París e intenta explicar a un francés qué es Caracas. ¿Qué
puedes decir? Grandes edificios, muchas autopistas, algo como Houston, como
Los Ángeles, algo inerte y sin recuerdos. Grandes, edificios, grandes
autopistas, como los discursos de Pérez Jiménez, que eran una síntesis de
cuántos edificios se hicieron y cuántas autopistas se construyeron. La
democracia lejos de apartarse de ese camino, insistió en la construcción de
ciudades provisionales. Betancourt, Leoni y Caldera no fueron demasiado lejos
en ese “sueño venezolano” porque la realidad presupuestaria lo impedía.
Seguíamos siendo ricos, pero, no tan ricos. Pero vino el otro Pérez, Carlos
Andrés Pérez, y allí sí encontramos la frase que nos definía. Estábamos
construyendo La Gran Venezuela. Pérez no era un Presidente. Era un mago. Un
mago capaz de dispararnos hacia una alucinación que dejaba pequeñas lagunas.
Pérez enrumbó el acto del poder hacia la fantasía.
–El pueblo venezolano es irreverente frente al
poder; sin embargo, le exige formalidad...
–Es cierto. No solamente el venezolano le
está pidiendo al Estado que asuma dignamente su condición de tal, sino que
por primera vez en la historia de Venezuela, hay signos inequívocos de que
nos interesa la suerte de ese Estado, hasta donde percibimos la noción de
Estado. Normalmente, en Venezuela el Estado es el gobierno, y concretamente
el gobierno de turno. Desde los tiempos de Juan Vicente Gómez hasta el
segundo o el tercer año de gobierno del doctor Herrera Campíns, los informes
del Banco Central, las alocuciones presidenciales y las declaraciones de los
ministros de Hacienda pregonaban un continuo crecimiento. El país crecía
económicamente casi como los ciclos de la naturaleza, y tan irresponsable era
ese crecimiento como puede ser irresponsable un aguacero. Era un crecimiento
que no dependía de nosotros. El mundo nos hacía crecer. La prosperidad
norteamericana o europea nos hacía crecer. El nacionalismo egipcio nos hacía
crecer. Las ambiciones árabes nos hacían crecer. Y de repente, ese
crecimiento se detuvo. Hemos comenzado a vivir un déficit, y el presidente
Lusinchi no ha podido soltar una balandronada de esas de, “ahora somos más ricos”
o “estamos pensando regalarle un barco a Bolivia” o “vamos a prestarle dinero
a los países pobres de Latinoamérica”, como alguna vez nos dijo Pérez
Jiménez. Por el contrario, andamos ahora de lo más modestos y nuestra única
soberbia es pagar puntualmente los intereses de la deuda externa y a
regañadientes un pedacito de capital. El gobierno tiene problemas y todo el
mundo sabe que el gobierno tiene problemas. Entonces nos ha empezado a
interesar la suerte del gobierno. Hemos comenzado a entender que el gobierno
no es una catástrofe natural, sino una contingencia que se expresa en un
proyecto económico. Y hemos comenzado a entender que ese proyecto económico
del gobierno tiene que ver con el precio del solomo y de los pimentones
cotidianos. Que un error del gabinete reduce las posibilidades del sueldo que
gano. Antes no ocurría. Antes el gobierno era simplemente una calamidad, una
desgracia natural, una breve esperanza y un inevitable deterioro en estos
tiempos de la democracia; un fraude ontológico. ¡Qué lejos quedaron los
tiempos del segundo Pérez! La noción de progreso surgió en nosotros a partir
de acontecimientos gratuitos. Yo me acerco a los cincuenta años y jamás en mi
vida de ciudadano, un Presidente me ha convocado a nada. Yo he vivido
cuarenta y ocho anos en calidad de testigo del gobierno, sin escuchar una
proposición que venga de Miraflores. De Miraflores vienen hechos cumplidos e
indiscutibles. A veces, esos hechos cumplidos, productos de un azar histórico
(la crisis del Canal de Suez, la guerra arabejudía, etc.) han provocado un
tremendo impacto emocional en mi vida. Lo provocó Pérez Jiménez cuando nos
participó que éramos un país rico. Hasta ese momento, yo estaba acostumbrado
a vivir en un país de gente que sobrevivía. Durante el siglo XIX y, en este
siglo, hasta la presidencia de Cipriano Castro, el país vivía decayendo.
Vivir era sobrevivir. Un pequeño período de bonanza relativa, una correcta
administración de algún servicio público, era todo un acontecimiento
excitante. Era salirse de la norma habitual. Pérez Jiménez decretó el sueño
del Progreso. El país no progresó, desde luego. El país engordó, y hay una
gran diferencia entre engordar y progresar. Pero esa gordura, ese sobrepeso,
desempeñó el rol del progreso. Los venezolanos creemos que La Gran Venezuela
del otro Pérez fue impactante. Pero esa Gran Venezuela del segundo Pérez fue
mucho menos sensacional que la Gran Venezuela del primer Pérez. Pérez Jiménez
fue un debut Carlos Andrés Pérez, una reprise. A pesar de la visceral
enemistad, los dos Pérez se parecen mucho. Pérez Jiménez identificó nuestro
pasado con la mediocridad. Nos hizo pensar que esa esperanza que el pueblo
depositó en el breve gobierno de Rómulo Gallegos era un error candoroso.
Pérez Jiménez logró identificar al país palúdico y juambimboso, al país de
los hombrecitos de un metro sesenta y tez amarillosa con el plebeyismo adeco.
No fue Pérez Jiménez un gobernante impopular. Fue simplemente un gobernante
“apopular”. Derrocó el gobierno de Acción Democrática con un golpe frío
sumamente aplaudido por la exigua clase media, por los socialcristianos y por
la elite financiera. Acción Democrática se disolvió como un antiácido a pesar
de toda esa leyenda de oposición clandestina... heroica, precisamente por lo
que tuvo de individual, porque fue el enfrentamiento de una dictadura ante
una pavorosa indiferencia general. Creo que he insistido mucho en los años de
Pérez Jiménez a lo largo de esta conversación. Pero es que a veces me
preocupa que nos olvidemos de la trascendencia histórica de esos años. ¿Hasta
cuándo la Historia de Venezuela va a continuar contándose en términos
morales? ¿Hasta cuándo vamos a dividir nuestros gobernantes en buenos y
malos?
–¿Hemos intentado construir un Estado que no
coincide con lo que somos?
–Si hemos construido desde
1828 hasta el sol de hoy un Estado apolíneo, donde la realidad actúa como una
frustración de lo sublime, no tiene nada de extraño, entonces, que nuestra
historia se cuente, y lo que es peor, se interprete, en términos morales. La
tradición histórica de esta república parte de un supuesto terrible. En 1783,
nació en Caracas, un genio inimitable, un extraterrestre insuperable, una
especie de carambola cósmica. La historia de Simón Bolívar, la que aparece en
sus documentos, en sus cartas, en sus manifiestos, en sus consideraciones
sobre la política de los primeros años del siglo XIX, no tiene nada que ver
con ese semi-Dios inventado, fertilizado y a veces censurado por la Sociedad
Bolivariana. Desde luego, el culto a Bolívar, la sacralización del Padre de
la Patria, no es una potestad única de la Sociedad Bolivariana. Desde Guzmán
Blanco para acá, no ha habido un presidente de Venezuela que no haya citado a
nuestro gran personaje a la hora de cometer cualquier arbitrariedad. El
pensamiento de Bolívar es romántico y por lo tanto febril y tormentoso,
repleto de humores, indignaciones, exaltaciones, tormentos y alucinaciones,
como las sinfonías de Beethoven o las extravagancias de Lord Byron. De hecho,
quienes conocieron de cerca a Bolívar nos lo describen como un hombre
pintoresco, escénico, amigo de los coups de theatre, erotómano e inestable.
De allí que sus acciones en el campo político presentan claras
contradicciones, malos humores, depresiones y cuanto “ego” puede haber en
este mundo, características todas estas que lo hacen ser un hijo de su
tiempo. Este hombre intuye en Europa una visión americana. Él tiene el
paisaje. Europa le aporta una ideología, o dicho más rigurosamente, una
inquietud ideológica. Su pasión, la misma que le llevó a inventar sombreros a
París o a jugar naipes como un libertino desaforado, lo induce a afirmar que
Napoleón Bonaparte es un traidor, que ha cambiado la casaca republicana por
ese manto de armiño y ese oropel de pedrería que aparece en el famoso cuadro
de la coronación. Napoleón ha abandonado los principios esenciales de la
revolución francesa. Bolívar, atrapado en esa ira, merienda en el Monte Sacro
de Roma, y allí, si ha de creerle uno a la tormentosa memoria de Simón
Rodríguez, nuestro Libertador habla del Imperio Romano y de piedras seculares
y de la Independencia de su tierra. Dicho de otra manera: Él va a enmendarle
la plana a Napoleón. Él va a hacer lo que Napoleón no hizo. Él va a vivir un
drama masónico, el sueño de los “freres” y todo eso, en Güiria o en Ocumare o
en Puerto Cabello. La construcción de la obra es la construcción de él mismo.
Él es su obra. Terminada la acción donde este caraqueño se desempeña con
impresionante y hasta neurótica tenacidad, Bolívar pierde el rumbo y se
convierte en un hombre incómodo. Ha concebido un gran ideal, la unión de
varios países en lo que él denomina La Gran Colombia. La idea es
perfectamente francesa, y cuando digo esto, por Dios, no pretendo ser
peyorativo, no pretendo que los lectores de la sección de Cartas de El
Nacional me exhiban como un nuevo Santander o como un segundo Arciniegas. La
idea de la Gran Colombia es francesa, es universalista, es europea, es, en
una palabra, una idea de “civilización”. Y si hubiese ido más lejos, si
hubiese concebido un país del tamaño de Suramérica, con Brasil, Argentina,
Chile, Uruguay y Paraguay, sumados, el delirio, pues, habría sido fantástico.
Pero la realidad no funcionó. Y lo que me niego a pensar es que la realidad
que destruye el sueño de la Gran Colombia es una simple sumatoria de
mediocridades. Me niego a considerar al general Páez como un cretino patán
que no supo entender la magnitud de un genio. A eso llamo la historia moral
de Venezuela. Bolívar es genial. Páez es un imbécil. Santander es un cochino.
Sucre era muy bueno. Mariño, medio bueno. Piar un ambicioso, Bermúdez un
matón; etc. ¿Qué es esto? ¿Adónde vamos con este catecismo? ¿Qué clase de
historia es ésta que comienza por etiquetar virtudes morales en los próceres?
¿Qué derecho tienen las “viudas del Libertador” de despotricar del general
Páez? Cometido ese pecado original, la historia de Venezuela se comporta como
una estirpe. Este es un bueno. Este es un malo. Esta, pobrecita, es mala
porque no le informaron. Vargas es bueno. Carujo es malo. Soublette es bueno.
Guzmán robaba pero no se le pueden negar sus virtudes. A Castro lo perdieron
las mujeres. Zamora era bueno y lo mataron los malvados en Santa Inés, Gómez
era un vampiro, pero hizo la Trasandina, o Gómez es el mejor presidente que
hemos tenido porque nos metió a todos en cintura. ¿Qué estupidez es ésta?
¿Cómo le podemos enseñar a nuestros jóvenes semejante basura?
–Bolívar...
–He citado a Bolívar como un personaje
víctima de sus admiradores, para referirme a la manera como la sociedad
venezolana percibe a sus caudillos. Rómulo Betancourt, me interesa mucho más;
desde luego, no porque lo considere más importante que Bolívar, en esta
especie de carrera de caballos o de olimpíada en que hemos convertido el
análisis histórico, sino porque me atañe más. Yo tuve una gran desgracia, o
mejor dicho, una doble desgracia, a la hora de apreciar la figura de
Betancourt. Cuando era niño, mi padre, ferviente católico, describía a
Betancourt, en nuestras sobremesas, como un comunista que recibía rublos del
Kremlin, un enemigo de lo piadoso, prácticamente un espía a las órdenes de la
KGB. Cuando ingresé al Partido Comunista, la descripción era tan religiosa
como la de mi padre. Betancourt era simplemente un agente de la CIA, un
tenebroso personaje a las órdenes del imperialismo, dispuesto a entregar el
petróleo, el acero y el aluminio a esa especie de guarida del diablo que era
Wall Street. Quiero decir que yo viví dos religiones frente a Rómulo
Betancourt. Durante su gobierno, me sentí perseguido. Sobreviví gracias a la
piedad del Director de Cultura del Ministerio de Educación, y a la
generosidad del director de la Radio Nacional, porque literalmente fui
expulsado del Departamento de Teatro Infantil del Consejo Venezolano del
Niño, por comunista. Fue necesario un cierto tiempo para que yo pudiese
percibir la figura de Betancourt con una relativa serenidad. Durante el
gobierno del doctor Leoni, leí por primera vez la reproducción de El Libro
Rojo, editado por José Agustín Catalá. Pocas lecturas nacionales me han
impactado tanto. Las cartas de inconfundible estilo, enviadas por Betancourt
desde Costa Rica, nos describen a un febril muchachón marxista en el trance
de descubrir que el marxismo no era una panacea universal. La reflexión de
Betancourt sobre las peculiares condiciones socioeconómicas de Venezuela,
son, mira tú lo que es la vida, el origen del MAS, sólo que se trataba de un
MAS concebido en 1930, cuarenta y un años antes de la aparición de ese grupo
político. Betancourt, en su lenguaje no siempre feliz, habla de un socialismo
con vaselina, es decir, de una estrategia y de una táctica donde el
movimiento revolucionario contra la dictadura de Gómez tiene que tomar en
cuenta la realidad concreta de la economía y de la historia de Venezuela.
Betancourt distingue matices en la primitiva “burguesía nacional” y esgrime
la democracia, como una táctica destinada a crear rebeldía en “las masas”.
Era un pensamiento. Los comunistas de esa época actuaban, por el contrario,
como un club de admiradores de la Unión Soviética, como “fans” de Stalin
empeñados en proclamar los logros de la actividad koljosiana en la remota
Ucrania. Hablaban de remolachas soviéticas y de campesinos de ropa modesta y
almidonada contemplando puestas de sol con música de balalaika. El primer
manifiesto del PCV esta escrito en vocativo. “Vosotros obreros sois...”, es
decir, está escrito en el lenguaje de los curas españoles. Betancourt le puso
el “tú” a la moderna política venezolana. Su actividad consiste en visitar
cada pueblo, cada caserío, cada conuco y explicar allí la idea de un partido
redentor. Betancourt se ata a la cuerda histórica de la Revolución Federal,
y, desde luego, le hace la cruz a la candidez de los comunistas. Betancourt
llega a definir al Partido Comunista de Venezuela como un partido “pequeño
burgués”. La democracia, es decir, el país donde hoy vivimos, es su norte.
Dudo mucho que Betancourt haya entendido en profundidad las ideas de Marx.
¿Dónde las podía leer integralmente en 1940? La actividad política lo
convirtió en un hombre de circunstancias. La formación stalinista le hizo
pensar que la democracia era él. Los sucesos en que se vio involucrado, desde
el golpe contra Medina, hasta la caída de Rómulo Gallegos, terminaron por
convertirlo en un pragmático, en un hombre cauteloso que aprendió a dominar
sus rabietas. De allí que hizo amigos, que unió esfuerzos, que le hizo la
corte al doctor Caldera, que denunció el sectarismo, que gobernó Venezuela
durante los primeros años de la década del sesenta, era un obsesivo de la
democracia por la democracia misma. Su política económica es la lógica
transición de lo que el perezjimenismo había acumulado y la lógica crítica de
lo que el perezjimenismo había dejado de hacer. No se trata de un golpe de
timón. Se trata de una corrección de rumbo carente del menor dramatismo. El
país en el plano económico sigue siendo más o menos el mismo si se descuenta
la feroz posición ante los corruptos, la necesidad de sanear la
administración pública y el establecimiento de unas reglas de juego mucho más
civilizadas. Habíamos conquistado la democracia y Betancourt aspiraba
sinceramente a una efectividad gubernamental que no levantase demasiadas
ampollas. La consigna con la cual llega al poder es impresionante. Los
Napolitan se habrían llevado las manos a la cabeza. Los estrategas de salón
lo habrían tildado de loco o suicida: “Contra el miedo: Vota blanco”. Pero,
en efecto, su gobierno se hizo “contra el miedo”, contra los traumas, contra
los que aspiraban, incluso en su propio partido, a una mayor profundización
en las reformas sociales. Habíamos conquistado la democracia, y para
Betancourt, hombre del 28 al fin y al cabo, la posibilidad de hablar mal del
gobierno, la posibilidad de criticar a un ministro ineficaz o a un
funcionario ladrón, era una razón de vida. Era una tarea histórica. “Hablar
pendejadas del gobierno”, es decir, “menos barbarie y más decencia”, fue su
visión. Betancourt el fiero, había aprendido a vivir en sociedad. Allí estuvo
su gloria y, a veces, creo, su infierno. Quién sabe si le agregó azúcar a la
vaselina. En todo caso, evitó cuidadosamente “los grandes cambios”, hasta que
mi papá me dijo, caramba, es verdad, como que el tipo no era comunista.
–Betancourt sí intenta cambios en lo económico.
Él inicia la política de sustitución de importaciones...
–No quiero ser mezquino. Pero la política de
sustitución de importaciones era una exigencia empresarial, o por lo menos,
de un gran sector del empresariado. Existía una capacidad económica para
ensamblar automóviles y cigarrillos y laticas de petit-pois. Existía la
posibilidad de cerrar gradualmente las importaciones. Betancourt enmendó una
política económica, sin eso que los dirigentes adecos suelen llamar “mayores
traumas”. Insisto en esto, no por disminuir la figura de Betancourt, sino
porque resulta ridículo en estos momentos pensar que el 23 de enero de 1958
fue un cambio radical de la sociedad venezolana. No. Todo el mundo tenía
miedo. Todo el mundo pensaba que el país se estaba embochinchando y que los
militares iban a dar un golpe y que iba a regresar Pedro Estrada con sus
“chicos malos”. El 23 de enero fue un júbilo, un aire cordial que flotó en el
país. Fue la posibilidad de hablar vainas, de criticar al gobierno, y hasta
de sustituirlo. Betancourt definió posiciones y jugó al equilibrio. El modelo
de país que su gobierno intuía se parecía a ese lugar donde vivían Mickey
Rooney y Elizabeth Taylor en las comedias MGM de mitad de los años cuarenta.
Era la apoteosis de la clase media. El Cafetal es un museo viviente de esa
aspiración. Por eso, duélale a quien le duela, Betancourt no sólo es el
fundador de Acción Democrática, sino el artífice supremo, el gran constructor
del partido social cristiano. Betancourt fue el gran empresario del partido
Copei en esa especie de “trust” democrático que se construyó durante su
gobierno. Cuando Gonzalo Barrios perdió las terceras elecciones
presidenciales de la democracia, Betancourt debe haber puesto una fiesta,
porque, muy por encima de las aspiraciones hegemónicas de su partido,
aparecía un concepto de alternabilidad democrática. El caudillo no sólo había
inventado el gobierno, había inventado, nada menos, que la oposición. Cuando
Pérez perdió, todos vimos a Betancourt diciendo “We will come back”. ¿Alguien
vio amargura en su rostro? Por el contrario, yo diría que el hombre que nos
hablaba era un hombre feliz. Copei ocupó el lugar que en una época eterna y
tormentosa ocupaban las Fuerzas Armadas, o los caudillos alzados: la ilusión
de cambio, la misma que excusó la invasión de los sesenta contra el gobierno
de Ignacio Andrade. La misma. Sólo que menos espontánea, más cívica y
definitivamente constitucional.
–¿Usted cree que el Estado se puede reformar en
frío? ¿La única salida es el escepticismo?
–Sinceramente, no me siento escéptico en
cuanto a las posibilidades de una reforma del Estado venezolano. No me siento
escéptico frente a la Copre, si por escepticismo entendemos la cómoda
posición de quedarse en casa y decir, con el estilo de un viejo matón de la
política: “Están perdiendo el tiempo. Hay otras realidades”. Y toda esa
quincalla. Sí creo que la Copre se mueve en un terreno difícil. Sí creo que
no es del todo cierta esta convocatoria del Estado a su propia reforma. Pero,
sería un necio si no me percatara de que por algún motivo, el país ha
comenzado a vislumbrar que en la reforma del Estado está su supervivencia.
Que en las actuales circunstancias, la Copre arribe al éxito que todos
esperamos, desde luego, me parece difícil. Quién sabe si la Copre es el
inicio de un proceso, una institución en medio de una crisis, destinada a
crear una conciencia. La Copre no brotó de la nada. Brotó de ciertas formas
organizativas que la población ha comenzado a poner en práctica para
defenderse de las arbitrariedades del Estado. Cuando alguien dice que los
venezolanos debemos votar por los gobernantes regionales, está, al mismo
tiempo, proclamando una experiencia, está constatando una situación a partir
de seis gobiernos, y de lo que ha ocurrido en esos seis gobiernos. Está claro
que no podemos continuar así. Decía al comienzo de esta conversación que por
primera vez nos importa la suerte de un gobierno. La oposición al gobierno
del doctor Lusinchi no ha podido ser radical. Nadie en Venezuela está
pensando en qué diablos hacer para desembarazarnos de este gobierno. Por el
contrario, existe una demanda de éxito, un desearle al Presidente como
símbolo de poder, cierta lucidez para que el país salga del atolladero. La
etapa infantil de castigar al gobierno y volvernos a enamorar de un nuevo
pretendiente ha comenzado a ceder. El fracaso de Lusinchi, sería mi fracaso,
y mi fracaso no me puede alegrar. La polarización mediante la aplicación
mecánica de la alternabilidad -AD-COPEI - COPEI-AD, tiene ahora otro sentido.
Si alguna crítica se le puede hacer al doctor Lusinchi es haber cometido el
acto de adolescencia de prometernos que con él íbamos a vivir mejor. La época
de los ofertones ha comenzado a declinar, porque el país demanda del gobierno
una mejor y más lúcida explicación de lo que está haciendo. Ningún gobierno
es exitoso. El poder conduce a la desilusión en las sociedades primitivas.
¿No se desilusionó el país de Pérez a pesar de su espectáculo, a pesar del
pleno empleo? Creo firmemente que los venezolanos hemos comenzado a salir de
esa estupidez mediante la cual concebimos al presidente como un señor que
arregla problemas por obra del Espíritu Santo. Un presidente no es un ser
definitivo. Gómez era definitivo. Franco, en España, fue definitivo. Pérez
Jiménez fue definitivo. Fidel Castro es lo más definitivo que existe. Pero se
trata de dictadores, de gobiernos sometidos al sello personal, dramático,
diría yo, del gobernante. Son hombres que se extienden en el tiempo y sus
gobiernos terminan por ser “épocas”. Nadie puede hablar del gobierno de Fidel
Castro en Cuba. En todo caso hablará de la “era” de Fidel Castro en Cuba.
Pero un presidente quinquenal no es un caudillo. Y si la Constitución
venezolana prohíbe drásticamente la reelección del mandatario, tú me dirás qué
clase de caudillo puede ser ése. Pero en Venezuela le atribuimos al
presidente características de caudillo; es decir, de hombre capaz de crear
“eras”. Yo personalmente detesto los caudillos y no me gusta vivir “eras”. A
veces creo que es absurdo que los venezolanos no podamos reelegir al
presidente, porque, desde luego, en cinco años, es idiota prometer un
“cambio”. Pero esto forma parte del pánico que inspira en Venezuela la figura
del presidente. Cinco años, y salimos de él, como exclamando... ¡uf!
–¿Realmente el venezolano se ha dado cuenta de
la necesidad de reformar el Estado o ha sido una reforma impuesta?
–El país se atascó. Eso es un hecho. El país
está saturado de vicios que provienen del Estado. Probablemente lo que sucede
es que resulta muy difícil en Venezuela percibir la noción del Estado. En
Venezuela hay gobierno... y de vaina. El gobierno es el primer agresor del
Estado. Cada cinco años, el gobierno se enfurece contra el Estado, descabeza
funcionarios, liquida planes, desvía presupuestos, liquida proyectos, quema
documentos, cambia los membretes, es decir, destroza una mínima continuidad
administrativa. El presidente irrumpe en Miraflores prometiendo un país
nuevo, como las promociones de detergentes. Pero en el fondo, los detergentes
no son nuevos. Los detergentes son más o menos lo mismo, y sus posibilidades
de cambio, pertenecen al mundo de los detalles. El gobierno se publicita a sí
mismo como “nuevo”, “audaz”, “definitivo”, “otra cosa”, “de aquí en
adelante”, pero las relaciones de poder..., relaciones institucionales con la
CTV, con Fedecámaras, con los bancos, con el Ejército, con el Clero, con los
maestros, etc., son más o menos la misma cosa. Entonces, ¿por qué en lugar de
proclamar novedad, no proclamamos efectividad? La noción de reforma del
Estado, que en el fondo no es más que una más sana y efectiva distribución
del poder, atenta contra este principio jabonero de nuestros gobiernos. Hace
poco el doctor Humberto Celli argumentaba en televisión contra la proposición
de que los gobernantes fuesen elegidos mediante una votación directa. El
Celli se preguntaba por el desastre que eso significaría. ¡Un gobernante del
estado Aragua enfrentado al Presidente de la República! ¡Qué horror! !Qué
caos! ¡Qué desorden! ¡Si ahora cuesta meter a los gobernantes en cintura,
imagínense cómo sería eso! Pero lo que no dice el doctor Celli es que el
sistema actual ha creado una gran frustración en la provincia. Lo que no dice
el doctor Celli es que nuestra provincia se ha hecho más sentida culturalmente
hablando, más autónoma en la vida cotidiana, y que esa fórmula del gobernador
elegido “a dedo” por el Presidente de la República, amenaza el desarrollo del
país. La presencia de ese policía central que es el gobierno, ese policía que
desde un alto faro vigila el territorio nacional, ha comenzado a resultar
intolerable. Porque en el fondo es un policía que vigila mal, un policía
equivocado, mofletudo, carente de reflejos, achacoso. Es el “supremo autor”
según la letra de nuestro himno. El “supremo autor” que vigila desde el
“Empíreo”. Volvemos a la comedia del Estado. Hay que engañar al Gordo. La
expresión circunstancial del Estado, que es el gobierno, es la de un cretino
al que debes engañar si quieres sobrevivir. Vas a pedirle algo y jamás podrás
decir la verdad. Estás obligado a la mentira. Tienes que convertirte en un
experto en el uso de palabras claves. Tienes que otear en el horizonte y
percibir que hoy el gobierno está interesado, qué sé yo, en las instituciones
pedagógicas populares. Entonces tú quieres escribir un ensayo, qué sé yo,
sobre Teresa de la Parra, y deseas que el gobierno te patrocine esa
investigación. Tienes que mentir. Tienes que decir que el ensayo sobre Teresa
de la Parra se compadece perfectamente con la política de desarrollo de las
instituciones pedagógicas de la cultura popular. Aquello no pega ni con cola.
Tu ensayo es elitesco, no va más allá de treinta interesados, pero tú mientes
y estafas al Gordo. Los documentos públicos, las cartas de peticiones, son en
Venezuela una gran picaresca que ríete del Lazarillo de Tormes. Pero esta
comedia no es potestad del gobierno. Es también un modo de ser de la
oposición. La oposición en nuestro país es ridículamente pavloviana.
Oposición en Venezuela es decir lo contrario de lo que dice el gobierno. Esto
es blanco, dice Lusinchi. Esto es negro, contesta Fernández. Esto es verdad,
dice Lusinchi. Esto es mentira, dice Fernández. Nada hay en este mundo más
previsible que un discurso de la oposición. Un discurso de la oposición es un
cassette previamente grabado. Se trata de una oposición “programada” como una
Apple II. Lusinchi comete el dislate de decir que con su gobierno se va a
vivir mejor, porque me da la gana, y la oposición lo espera en la bajadita,
en la bajadita inevitable. Los candidatos le presentan al país un “plan de
gobierno”, por allí, cuando la campaña está concluyendo, y todos sabemos que
eso no es más que un “saludo a la bandera”. En mi actividad, que se refiere
al teatro, los planes de gobierno consisten casi siempre en decir que se va a
estimular la cultura, que se va a hacer más popular la cultura, y desde
luego, que se va a afirmar la identidad cultural del venezolano. ¿Cómo? Ah,
no sé. La oposición aguarda en la bajadita. Pasan tres años, y naturalmente,
ni se desarrolló la cultura, ni se popularizó la cultura, ni se encontró por
ninguna parte la identidad nacional. Entonces, la oposición sale de su
escondite y grita: “¡Fracaso!”. “¡Fracaso!”. ¡Por Dios! ¿Hasta cuándo? ¿Hasta
cuándo le permitimos al Presidente de la República que sea triturado por ese
implacable mecanismo? ¿Hasta cuándo le vamos a permitir a la oposición ese
ritual canónico, inexorable, que le impide hacer verdadera política?
–¿Hasta cuándo la clase política está
dispuesta a fracasar?
–Esa es una gran pregunta.
¿No será que al país le hace falta un nuevo liderazgo? ¿No será que debemos
permitirle a AD y a Copei un buen descanso, unos cuantos años de recogimiento
y meditación en algún claustro? Tal vez ni siquiera sean malos partidos. Pero,
¿por qué no los mandamos a las duchas?, para ver... Son partidos que carecen
de objetividad. Son demasiado protagonistas. Pero, hasta Laurence Olivier
cansa, si lo ves siempre en la misma cartelera.
–Eso es utópico.
–Pero
al mismo tiempo inevitable. AD y Copei están viciados. Y lo que es peor, en
sus vicios han arrastrado a los otros partidos. Arrastraron al MAS, por
ejemplo. El MAS, al insertarse en ese ritual político, en calidad de actores
de reparto, perdió su razón de ser. No hablo, por Dios, de fusiles, no tengo
la menor nostalgia por los fusiles. Los fusiles siguen siendo tan estúpidos
como en 1963. Pero sí hablo de otra política. Estoy harto de que el MAS baile
al son que le tocan AD y Copei. ¿Qué le promete ese partido al país? Hoy en
día nada. Hace unos años tampoco prometía nada, pero estábamos en vías de
prometer algo. Y ya eso es bastante. Hoy en día, apenas podemos prometer
ser... “mejores”. ¿Pero quién le creó eso al MAS? ¿Qué significa que el MAS
sea “mejor” que esto? ¿Qué es ser mejor? De nuevo el esquema, la forma, la
reflexión que nace y muere en el seno del partido político se impone sobre lo
que debería ser real. De nuevo el político aturdido por sus propios
mecanismos pierde la noción de sus funciones reales en esta sociedad. El desesperado
esfuerzo del actual MAS es: “¡Tómenme en serio! ¡Yo soy tan serio como el
doctor Gonzalo Barrios! ¡Yo no soy aquel loquito que proponía fantasías! ¡Yo
cambié!” Es decir, yo me parezco a mis adversarios, yo sé de juego, de
elegancia, de fairplay. ¿Cómo puede ser una alternativa así?
–¿Hacia dónde puede
dirigirse una reforma del Estado?
–¿Reformar
qué? ¿Reformar en función de qué? Tenemos la sensación, y más que la
sensación, las pruebas, de que el Estado venezolano es impráctico. Y hemos
formulado la necesidad de una reforma del Estado. Sabemos que el Estado es
ineficaz y que su estructura provoca en él un movimiento de paquidermo.
Sabemos, por ejemplo, que existe una permisología aterradora, casi soviética,
que impide un mejor desarrollo de la industria de la construcción. El
elefante se ha convertido en un carcamal pesadísimo e insoportable, y por lo
tanto es urgente una serie de reformas prácticas dictadas casi por el sentido
común. Es posible, entonces, estas medidas de carácter inmediato, en estos
próximos meses. Pero ellas no deben confundirnos. El problema sigue siendo el
mismo. ¿Para qué vamos a reformar el Estado? ¿Qué queremos lograr con esa
reforma? ¿Cuál es la proposición, qué es lo que entendemos por Estado aparte
de la solemnidad principista? Un organismo existe en la medida que cumple una
función y persigue unos objetivos. Se supone que el objetivo del Estado es el
progreso efectivo real, coherente, práctico de la sociedad, tal como el
reglamento del hotel a que hice referencia. Cuando estudié Derecho en la UCV,
mi profesor de Derecho Constitucional decía que toda la armazón jurídica de
una nación perseguía como objetivo una cosa llamada “el bien común”. Está
bien. Pero, ¿qué diablos es el “bien común”? ¿La felicidad humana? ¿El bienestar
humano? ¿La dignidad humana? ¿La justicia humana? El Estado, al igual que el
hombre, vive prisionero de prejuicios, de verdades generales, de cosas que
parecen ciertas o que el uso ha convertido en “ciertas”. ¿Qué supone que
debemos “progresar”?, pero nadie nos dice qué se entiende por progreso. ¿Más
cemento? ¿Más árboles? ¿Más automóviles? ¿Más calles destinadas a que los
ciudadanos caminen y oigan el piar de los pajaritos? ¿A qué nos debemos
parecer los venezolanos? ¿A la vida del estado de Texas? Ojo, no califico,
simplemente me hago esa pregunta. Porque, de repente, para algunos progreso
puede ser que vivamos como los pemones. Y para otros, progreso es chimenea,
contaminación y cabillas. Todos estamos de acuerdo en que Venezuela debe
fortalecer su agricultura. Jamás he conocido un venezolano que diga: “al
diablo la agricultura, abajo la cosecha de arroz”. Supongamos entonces que el
gobierno decide, como evidentemente es el caso del gobierno actual, aumentar
la productividad del campo y reformar leyes, ordenanzas, códigos,
procedimientos que tengan que ver con la productividad en el campo. Eso,
aparentemente, sería estupendo. Pero, alguna vez nos hemos preguntado cómo
vive un agricultor venezolano. ¿Qué necesita ese ser humano que recoge una
cosecha de plátanos? ¿Dinero? ¿Más dinero? Pero, ¿dinero para qué? ¿No
necesitará, por ejemplo, ese hombre un teatro donde ver maravillas del arte?
¿No necesitará, por ejemplo, una televisión regional, capaz de confrontarlo
consigo mismo? ¿No aumentaría la productividad del cambur, si el hombre que
lo trabaja está orgulloso, verdaderamente orgulloso, del lugar donde vive?
¿No aumentará esa productividad si el hijo del campesino puede encontrar una
sólida librería, un sólido cine de arte, una programación musical y otras
tantas dignidades? ¿No soy mejor agricultor si mi hijo puede graduarse de
filósofo en la universidad cercana? Se dirá: ¡Qué idealismo! Pero es que la
vida de un hombre, de un ciudadano, no puede medirse en términos de
productividad. No sólo es cosechar tomates. Es ¿para qué cosecho tomates? He
citado goces del arte y del pensamiento pero puedo hablar también de un buen
restaurante, de una desconcertante discoteca para bailar, de un circo que me
visita, de un recital de El Puma cerca de mi siembra de tomates, de una
conferencia de Ramón J. Velázquez en la casa de cultura de mi comunidad. No
de miserias culturales que es a lo que estamos acostumbrados. No de migajas
que la capital desparrama sobre la provincia. Hablo de vida pletórica. De
posibilidades auténticas. De incorporación de todos los hombres de este país
a las mejores oportunidades. La calidad debería ser una consecuencia de la
cantidad. Pero en nuestro país la cantidad es el único logro.
–Tal vez la reforma más
importante sería dotar al Estado de un conjunto de políticas coherentes, que
eviten los movimientos espasmódicos, erráticos y convulsionados, y que son
los que explican la ausencia de continuidad en los planes. ¿Cuál sería una
política coherente en el campo de la cultura?
–La política cultural del Estado venezolano
es una política de mecenazgo. Desgraciadamente, no aparece Lorenzo de Médicis
por ninguna parte, tal vez porque al mecenas le falta buen gusto, le falta
contemporaneidad. Pero, en todo caso, la posición del artista venezolano es la
de la mendicidad. El Estado se limita a distribuir un presupuesto, irritante
las más de las veces, entre las instituciones culturales. Toma esto. Toma
esto. Toma esto... y sigue en tu vida. Te beco, te financio, te ayudo, te
doy. Pero el Estado venezolano no hace prácticamente nada por crear las
estructuras mínimas donde desenvolverse la cultura en cualquiera de sus
expresiones. Por ejemplo, se ayuda al teatro, en el sentido de que se dan
unos reales, o unos realitos a los grupos teatrales. Pero el Estado es
incapaz de organizar y cuidar y estructurar hacia un concepto de rentabilidad
mínima las salas de teatro que existen en el país. Es como darle dinero a un
señor para que cultive tomates y después desentenderme de dónde demonios va a
vender ese señor esos tomates. ¡Es que el tomate sirve para comerlo! ¿Qué
hago yo con unos tomates en unos guacales o en un depósito? Yo quiero comerme
esos tomates. Yo quiero ver, oír y tocar las manifestaciones de cultura. Yo
quiero que Zhandra Rodríguez se gane su dinero, mientras más, mejor, bailando
para la gente y no para una elite ilustrada. Y lo quiero porque seguro que
Zhandra Rodríguez se convierte en una empresa, se autofinancia, se muestra
como un ser real, y como un artículo de lujo más o menos prescindible. Entonces,
que sobrevivan los mejores, como pasa en todas partes del mundo. En todas
partes del mundo civilizado hay artistas profesionales y hay artistas
aficionados. Los aficionados hacen rifas, tómbolas, colectas y reciben alguna
ayuda comunal para presentar sus espectáculos de aficionados. Los
profesionales generan dinero y no hacen rifas. ¿Que el proceso es gradual?
Sí. Es gradual. ¿Pero cuándo lo vamos a poner en marcha? A mí no me importa
que ocurra en el año 2150. Lo importante es que ocurra y ahora hay que
sembrarlo. Esa magnanimidad del Estado con la cultura es letal porque,
repito, son unos Lorenzos de Médicis tacaños y de horroroso gusto. La
actividad cultural en Venezuela es apenas una mala conciencia de nuestros
gobernantes. Y si no, fíjate en el gobernador del estado Miranda, que de un
plumazo canceló del presupuesto regional la partida cultural. ¿Por qué no
cancela la del papel toilette? ¿Por qué no se cancela la partida de “clips”?
¿Por qué les es tan fácil cancelar la cultura?
–¿Cuál es la tarea del ciudadano común?
–La gran pelea es asumir la
democracia. Sincerarla. Hay que enseñarle al Presidente de la República a que
sea realmente demócrata. Nadie, en esta tarea, tiene derecho a colocarse en
la acera de enfrente. Es importante elevar la discusión. Es importante que
los socialdemócratas piensen y actúen como socialdemócratas; y los
demócrata-cristianos piensen y actúen como demócrata-cristianos. Un cierto
cinismo se ha apoderado de nuestros partidos. A veces, el cinismo se disfraza
de resignación. Es así. Tiene que ser así. Tengo la obligación, como
intelectual, como artista, o como lo que diablos sea yo, de tomarme en serio
a los hombres que hacen política en Venezuela. Muchos de ellos han dado lo
mejor de sí mismos en esa actividad. Por lo tanto, vale la pena reclamar
inconsecuencias. Un día, Miguel Otero Silva me ofreció una columna en el
Cuerpo C de El Nacional. Entonces pensé: José Ignacio, tienes cuarenta y ocho
años, ¿cuándo carajo vas a decir lo que piensas?
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