Habló más de sus fracasos que de sus éxitos y no dejó de mencionar lo que en su opinión había sido el mayor error de su trayectoria literaria.
Este punto lo desarrolló precisamente cuando se le interrogó sobre su novela El santuario. Y la pregunta encerraba interés, porque para muchos es conocida en parte la historia de esta obra:
—Antes de escribirla —dijo— yo había escrito otras tres novelas, y en verdad ninguna había logrado convertirse en un éxito comercial. Y a mi me interesaba ganar un poco de dinero. Entonces me propuse escribir la novela más horrible para alcanzar esos objetivos. La vendí a un editor y éste me dijo: “¡Dios mió, si se publica vamos a terminar todos en la cárcel!”. Eso fue en 1926. Yo me olvidé de El santuario y, entre tanto, me dediqué a producir otros tres libros. Después de algún tiempo, sin embargo, recibí las pruebas de aquel libro que yo había escrito para conseguir dinero. Al releerlo me percaté de que encerraba conceptos muy bajos, escritos con fines puramente comerciales.
Hay un silencio y se le pregunta a Faulkner qué sucedió luego:
—Claro, le pedí a los editores que destruyeran esa novela. El editor me contestó que había costado mucho dinero la elaboración de las planchas y que él no podía perder eso. Yo, por mi parte, era muy joven y no tenía dinero como para comprar las planchas. “Si usted paga yo las destrozo”, me dijo. Por último, decidí escribir la obra de nuevo y el editor y yo pagamos por partes iguales las viejas planchas.
—¿Moraleja?
—Aprendí una lección. Desde ese mismo momento decidí no escribir más nunca una sola palabra con fines comerciales, es decir, para ganar dinero.
Faulkner se refirió luego a la actual novelística en los Estados Unidos.
—No he leído una novela nueva en los últimos 15 o veinte años.
—¿Por qué?
— Eso sucede con los escritores cuando llegan a cierta edad. Entonces vuelven a los libros de juventud.
—¿Podría Faulkner señalar a breves rasgos algunos de esos antiguos libros que ahora relee?
—Don Quijote lo leo todos los años. Leo muchas novelas de Charles Dickens, Tolstoi, La Biblia, el Viejo Testamento, Shakespeare y siempre, a donde voy, llevo el libro Poesía de Oxford, famoso compendio inglés.
Continuaba la conversación.
—Creo que todos los grandes escritores han fracasado en algún momento de su vida. Todos deben tratar de captar la belleza, el mundo y la pasión de los hombres. Considero que el fracaso de Wolf fue el más espléndido y mejor de los fracasos.
—¿Y Hemingway?
—Hemingway figura un poco más abajo en esa lista, porque su fracaso fue menor ya que él es un artesano en el arte de escribir.
Recordamos que en cierta oportunidad Faulkner elaboró una lista de los grandes escritores “fracasados” la cual inicio con el nombre de Wolf. Se puso él mismo en segundo lugar y un poco más atrás ubicó a Hemingway, Steimbeck y otros.
—¿Es cierto entonces que elaboró esa lista de escritores fracasados?
—Rigurosamente cierto.
—¿Corrige mucho los originales?
Para explicarlo cita un ejemplo: —Escribí Mientras agonizo en seis semanas, cuando trabajaba en una planta de electricidad. Recuerdo que escribía sólo en las horas de la noche y la madrugada. Eran las que me quedaban libres. La obra fue publicada sin que yo le hubiese cambiado una palabra. En cambio para escribir Fábula me tardé nueve años.
—¿No había conocido obras de escritores latinoamericanos?
—Lamento decir que no. He pasado revista a algunas obras con la ayuda de un diccionario. Pero como se sabe, ése no es un método muy convincente:
—¿Querría manifestarnos qué consejos daría a un escritor joven?
—Uno muy sencillo. Que vaya a su casa y se ponga a escribir. Déjeme explicarlo. Uno debe sentir por dentro el impulso de algo apasionante que luego debe ser llevado al papel de manera que interese al lector.
A alguien que estaba presente se le ocurrió preguntarle, qué animales prefería; qué caballo le gustaba montar, qué clase de planta le atraía más.
Después de esas enumeraciones se interroga a Faulkner sobre cierta versión bastante conocida que lo pinta a él como un hombre huraño.
—¿Estaba él de acuerdo con tales versiones?
—Esa fama se debe a que muchas personas atraídas por mi éxito me han hostigado con preguntas insignificantes, tales como: “¿Qué come usted en el desayuno?”. Claro, ante esta gente adopto una actitud defensiva.
—¿Qué decía de los autógrafos?
—Si con varios autógrafos puedo pagar las atenciones que se me dispensan, sería un precio bien barato. Cuando me piden un autógrafo en Latinoamérica, siento que la persona lo hace con un interés reconfortante. A veces en los Estados Unidos la cosa es diferente y hay casos de personas que lo piden para luego venderlo.
Por su propia iniciativa, el escritor vuelve sobre las cuestiones de los autores latinoamericanos y lanza una idea.
—Yo creo que sería positivo en extremo el establecimiento de un fondo en los Estados Unidos que vele por las traducciones de las obras de los mejores autores latinoamericanos, fundamentalmente los jóvenes.
¿Por qué –preguntamos- no ha escrito obras de teatro?
—A mí me gusta el silencio, y dentro del teatro hay demasiado barullo. Yo disfruto más de las piezas imaginativas. Me gusta el teatro para leerlo, más no para verlo.
—¿Cree usted que ha realizado una obra importante por la obtención de una nueva técnica, por la descripción de ambientes y personajes que le son absolutamente personales, por la lucha con formas de lenguaje que han logrado una expresión de auténtica equivalencia con el contenido ideológico y la condición de los personajes?
—Para mí, el escritor está demasiado ocupado en escribir, en tratar de llevar al papel la suma de sus observaciones, de su imaginación y de su experiencia para tener tiempo de preocuparse con el estilo y la técnica. La técnica es simplemente el proceso de narrar de la manera más conmovedora, que esté a su alcance el cuento que está narrando. El estilo, pienso, se inventa a sí mismo. Yo diría que un escritor excesivamente preocupado por el estilo no es en realidad un escritor de primer rango, si se le da a esta palabra el sentido de individuo que tiene el ardiente deseo de decir algo.
—¿Es cierto (de acuerdo con el mismo libro de John Brown) que usted tenga menosprecio y desconfianza por la literatura, que su obra sea, en cierta manera “antiliteraria”? Se dice que usted detesta las conversaciones literarias, las revistas de vanguardia, las discusiones de ideas abstractas.
—Nunca he sentido menosprecio y desconfianza por la literatura. Casi podría decir que no estoy interesado en la literatura, que ningún escritor que esté ocupado, tratando de poner en el papel la suma de sus experiencias de su imaginación y sus observaciones, tiene tiempo para ser literato. Es verdad que no gozo en las conversaciones literarias, por las mismas razones que acabo de mencionar arriba. He estado demasiado ocupado en escribir, para tener tiempo o gusto en hablar acerca de ello o acerca de los libros de cualquier otra persona. Cuando dejo de escribir lo que quiero es una tregua en el trabajo de escribir. Escojo entonces algo completamente diferente: montar a caballo, por ejemplo. Es decir, me considero no como hombre de letras sino como criador de caballos y cazador de zorros que escribe por el placer y el estímulo que en ello encuentra. Como el jugador amateur de tennis juega al tennis.