“El interés, la ambición, el amor propio les hicieron dar la espalda a lo que hubiera podido ser su vocación: ayudar, a los que sufrieron como ellos, a conseguir un poco más de comodidad y luz. En el caso contrario, se quedan de corazón y alma con los que dejaron material y socialmente, y trabajan todo lo posible para su liberación. Estos últimos merecen que se les honre, porque tienen la valentía más difícil. Conozco a algunos. Pero no los confundo con los que, después de mendigar los favores de la sociedad, se vuelven en contra de ella y, al no poder encontrar bastante pronto un puesto en el que se reconozcan sus méritos, incitan a la revolución por interés y hacen demagogia. Son gente que no tiene ninguna convicción, hombres que se venden. Sólo hablo de quienes actúan con sentimientos nobles”.
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La mejor definición que conozca de la cultura la dio el que dijo: la cultura es lo que queda en la mente cuando todo lo otro ha sido olvidado. La cultura, pues, no es exactamente la instrucción. Se puede ser instruido y no culto. La mayoría de los que hablan de la Ciencia y de lo que nos dice, no son cultos. Igualmente la falta de cultura puede muy bien acompañarse de un nivel elevado de civilización.
UN PUEBLO SIN INSTRUCCIÓN PUEDE SER CULTO POR SUS TRADICIONES Y SUS CREENCIAS, O POR SU SABIDURÍA POPULAR; PERO AL HOMBRE INSTRUIDO DE LA CIUDAD LE FALTA EL CONTACTO CON LA TIERRA QUE LO NUTRE
A la inversa, un pueblo sin instrucción puede, pese a todo, ser culto, por sus tradiciones y sus creencias, o por su misma sabiduría, la sabiduría popular. Sancho Panza, que es un analfabeto, está lejos de ser inculto. Lo que falta al hombre instruido y al hombre de las ciudades, es el contacto con la tierra que lo nutre.
Lo importante -dice Valéry- no es aprender, sino sumarse a lo que se aprende. Y esto no es tan fácil. Requiere el concurso del tiempo, del sentimiento, y no se qué inspiración. La cultura es una amistad con las ideas.
No fue entendida así en el siglo pasado. Creyeron que bastaba con abrir escuelas; tuvieron demasiada confianza en la progresión de las ideas por su propia fuerza, olvidándose de que las ideas no son nada sin los hombres. Veo dos obstáculos principales para el desarrollo de la cultura dentro de nuestra sociedad: la desigualdad económica y el individualismo. La primera redujo el número de hombres que pudieran participar de la cultura, el segundo empobreció a los mismos hombres cultos.
Antes que nada, es cierto que la gran división de los hombres, sobre todo desde junio de 1848, destruyó un medio armónico e hizo quimérica por mucho tiempo toda esperanza de fraternidad. Ahora bien, no hay cultura posible sin una armonía previa entre los hombres. Los grandes siglos de cultura son aquellos en que hubo comunicación entre los hombres, interpenetración de las profesiones, estima y confianza mutuas, por lo menos en Occidente.
Se buscaron remedios, no se encontraron sino paliativos. No bastaron las becas. ¿A qué llevaron? A la promoción social de niños felizmente dotados; no suprimieron la barrera, sino que permitieron que algunos la franquearan con más facilidad. Estos, al enfrentarse a una situación nueva, o bien traicionaron la clase de donde provenían, o bien se revelaron contra el Estado que les hizo salir de ella. Es un dilema del cual pocos escapan. Se olvidan de su vida pasada y, renegando del medio en el que se educaron, se vuelven lo que se llama “jefes” y se olvidan de que son “hombres”.
El interés, la ambición, el amor propio les hicieron dar la espalda a lo que hubiera podido ser su vocación: ayudar a los que sufrieron como ellos a conseguir un poco más de comodidad y luz. En el caso contrario, se quedan de corazón y alma con los que dejaron material y socialmente, y trabajan todo lo posible para su liberación. Estos últimos merecen que se les honre, porque tienen la valentía más difícil. Conozco a algunos.
EL BUEN INTELECTUAL NO ES UN OBJETO DE TRÁFICO EN MANOS DE PARTIDOS Y GOBIERNOS, PUES TIENE CONCIENCIA DE SER UN OBRERO CON DERECHO A LA LIBERTAD DE PENSAMIENTO. LA VALENTÍA MÁS DIFÍCIL, por Jean Grenier
HAY GENTE RESENTIDA Y SIN CONVICCIONES QUE, AL NO OBTENER DE LA SOCIEDAD UN PUESTO EN EL QUE SE RECONOZCAN SUS MÉRITOS, INCITAN A LA REVOLUCIÓN POR INTERÉS Y HACEN DEMAGOGIA
Pero no los confundo con los que, después de mendigar los favores de la sociedad, se vuelven en contra de ella y, al no poder encontrar bastante pronto un puesto en el que se reconozcan sus méritos, incitan a la revolución por interés y hacen demagogia. Son gente que no tiene ninguna convicción, hombres que se venden. Sólo hablo de quienes actúan con sentimientos nobles. Adquieren cultura, y el resultado es que están para siempre divididos entre dos mundos y tentados de abandonar a los suyos o de renunciar a esta cultura por la cual ascendieron.
Representémonos a un adolescente, que sale del pueblo en cuanto pudo realizar estudios, al precio de enormes dificultades y muchas veces en contra de los suyos. En primer lugar, tocará con el dedo en la escuela la evidencia de que la mayoría de sus compañeros fueron enviados allí solamente para adquirir buenas situaciones. La escuela no sirve en absoluto para formar hombres que puedan servir a los demás. La escuela no es un medio de cultura, es un medio de ascenso personal. Los exámenes no hacen sino malas selecciones, ya que un mal alumno siempre puede volver a presentarse hasta que lo aprueben.
Luego se dará cuenta de que, aunque le hayan afirmado lo contrario, muchas situaciones permanecen veladas para él. Hace falta dinero para estudiar Derecho, Medicina, y más aún para estudiar Ciencias Políticas: hacen falta relaciones familiares o políticas para ingresar en ciertas administraciones del Estado. La igualdad ante los diplomas no significa nada, mientras no se adquiera la igualdad ante las situaciones. Luego, aunque hubiese adquirido la mejor situación del mundo, se sentiría incómodo.
Uno de ellos definió muy bien aquello. Hijo de un pobre zapatero de provincia, pudo superar la condición de su padre, pero nunca se olvidó de sus orígenes ni de los deberes que tenía para con los de su condición. Sin embargo, cuando volvían a encontrarse, sentía en ellos cierta molestia: lo consideraban como un señor; todos sus esfuerzos no lograban disipar la mala inteligencia, parecía una sombra imperceptible que se extendía entre ellos y celaba incluso sus miradas. Había vuelto a la experiencia de Michelet, que decía admirablemente: “Lo difícil no es ascender, sino al ascender, seguir siendo uno mismo”. Y llegamos al punto realmente neurálgico: la cultura que debiera unir a los hombres, en realidad los separa.
Para aislar a los hombres, no solamente existen desigualdades económicas, sino también un deseo en quienes son cultos de separarse de los demás. No solamente hay un aislamiento que se impone, sino también uno que se crea. En el siglo XIX, la cultura, en especial la artística, fue una cultura individualista. Cuanto más uno se afirmaba, más trataba de quedarse solo. Es un movimiento general que, para decir verdad, se compensa con el deseo generoso de muchos escritores, artistas y sabios de ir al pueblo, Lamartine, por ejemplo. ¡Pero cuántos más se apartan en tu torre de marfil! El fin de todo eso es el diletantismo y el esteticismo que no solamente son plagas sociales, sino fuentes de relajamiento para el arte.
André Gide pretende que nuestra literatura tiene una invencible inclinación a los abstracto; llega hasta abstraerse de la humanidad. En verdad, creo que nunca pierde de vista lo humano, pero no siempre es accesible, porque su forma se ha vuelto demasiado aristocrática. Es la culpa de los humanistas del siglo XVI y de los preciosistas del siglo XVII. Es cierto que el idioma francés perdió ese verdor que se ha conservado en otras lenguas como el provenzal o el castellano.
EL INDIVIDUALISMO TRANSFORMÓ EL SABER VIVO EN BIBLIOTECAS Y LA BELLEZA EN MUSEOS; UNA VERDADERA CULTURA DEBE UNIR POR UN VÍNCULO ORGÁNICO AL HOMBRE CULTO CON LA SOCIEDAD ENTERA
El individualismo hizo mucho daño al espíritu mismo de los individualistas. Los esterilizó. Transformó el saber vivo en bibliotecas y la belleza en museos. El hombre ha sido desvinculado de su obra. No la contempló más que en espejos deformantes. Una verdadera cultura debe unir por un vínculo orgánico al hombre culto con la sociedad entera. No debería presentarse esta paradoja: o bien se sigue al Estado y se está contra el pueblo, o bien se queda con el pueblo y se está contra el Estado.
Entonces hay algo nocivo en la cultura actual, y me inclino a creer que este mal proviene de nuestra organización misma. Sin examinar ahora cuál puede ser el remedio (creo que reside más en un socialismo que en un estatismo, en un espiritualismo más que en un materialismo), estoy convencido de que el siglo XX puede curar el mal que padecía el XIX. Pero no estoy absolutamente seguro. Y ahora tendría muchas reservas que hacer sobre la manera actual de defender la cultura.
Se nos propone una cultura llamada proletaria, totalmente distinta a la cultura llamada burguesa, y que convenía sacrificar ésta a aquella. [...] En cuanto a mí no puedo aceptar esta concepción. ¿Con qué derecho excluir a tantos hombres insignes que nos precedieron, so pretexto de que no pensaban como nosotros, o sencillamente porque ni siquiera conocían los problemas que se plantearían en una época industrial imprevisible para ellos?
Y, sobre todo, ¿con qué derecho excluir a los obreros de la sabiduría universal? ¿por qué estrechar a gusto el campo de la cultura? ¿No tendrán derecho los obreros a conocer ellos también a los grandes pensadores, a los grandes artistas, sean quienes fueren? Si les cortan ese derecho, se les quita la libertad más valiosa; se les aleja de antemano de ciertas ideas so pretexto de que no conducen a la apoteosis de su clase social, se les impide desde un principio una visión que puede ser fecunda para su propia cultura.
No, no se puede proceder así, por interdictos y aprobaciones. Esto no es querer al pueblo, sino despreciarlo y herirlo. El pueblo no pide más que una cosa: que no se le prohiba nada, ni en el campo de la cultura ni en ningún otro. Además, sea cual fuere la revolución que se produzca en el orden social, algún día habrá que decidirse a asumir la herencia de la cultura de la humanidad.
Vimos cómo un partido revolucionario que empezara por rechazar esta herencia, la reivindicó luego, dando a esta herencia el sentido no de un medio de evasión, sino de posesión (Malraux). Tiene razón. El cristianismo tuvo que aceptar la cultura griega, el revolucionario tendrá que aceptar la cultura europea de antes de la revolución. Hombre nuevo, sí, pero injertado en el hombre antiguo.
¿Querellas de palabras? No: hay que elegir entre usar de la cultura en beneficio de un partido, o subordinar todo partido a una cultura. Existe un peligro aún más grave que ése. El peligro de una supuesta cultura proletaria hoy en día está alejado; y, no lo olvidemos, gracias a las protestas de los propios interesados. Queda otro peligro: el de una pretendida verdad proletaria. Esta adopta la forma, en la actualidad, de una ortodoxia marxista. Ejerce una espantosa tiranía, pero también ha suscitado muchas reacciones: “El arte que se somete a una ortodoxia, aunque fuere la más sana doctrina, está perdido”, declara Gide (“Regreso de la U.R.S.S.”). Lo mismo se puede decir de la ciencia, de la filosofía y de toda disciplina intelectual.
EL BUEN INTELECTUAL NO ES UN OBJETO DE TRÁFICO EN MANOS DE PARTIDOS Y GOBIERNOS, PUES TIENE CONCIENCIA DE SER UN OBRERO CON DERECHO A LA LIBERTAD DE PENSAMIENTO
Insistamos bien en este hecho de que, para difundir la cultura, no basta con abrir escuelas, crear bibliotecas y museos, incluso simples “casas de la cultura”. Es necesario también asegurar un mínimo de libertad intelectual e imparcialidad a quienes los frecuentan. Y, para eso, no basta con distribuir materiales, hay que permitir su examen, sin prevención ni prejuicio.
De lo contrario, se hace como estos padres de familia que declaran adorar a sus hijos, pero controlan cada uno de sus actos; que pretenden incluso dejarles toda libertad para elegir la opinión que quieran, pero dedican todo su tiempo a calumniar las ideas que no son las suyas y, por último, dejan entender que si sus hijos no comparten sus propias ideas, dejarán que se las arreglen solos. Se puede pensar en escapar de la autoridad paterna, pero ¿cómo pensar en escapar de la autoridad de un Estado que será totalitario?
Comprendo muy bien que sea estimulante el estar en un gran partido y el hablar en nombre de las masas (a las cuales se hace decir lo que se quiere). Pero un intelectual se equivocaría al creer que estará mejor considerado en un partido porque haya hecho declaraciones explícitas de ortodoxia. [...] Es evidente el grave peligro que se corre con un estado totalitario, sea cual fuere; porque dicho Estado, no sólo pretende estatizar las riquezas, por lo cual le felicitaría, sino también las conciencias, por lo cual le critico. El Estado no está hecho para eso; está hecho para permitir al máximo de ciudadanos disfrutar del máximo de cultura; a lo sumo, puede darle una orientación. Una cultura sin libertad intelectual no es más una cultura: es un bagaje inútil y pesado, un cuerpo sin alma.
Reconozco perfectamente que necesitamos una nueva cultura popular, que el reino del espíritu crítico ha pasado. No considero -como lo hace Gide- al no-conformismo como un signo de verdadera cultura. Pero no admito tampoco que se transforme esta voluntad de adhesión en aceptación de servilismo. No olvido que la Edad Media, tan de moda hoy en día, también tuvo su parte mala. [...] Los países en donde, durante la época de Justiniano, no subsiste más que “una fe, una ley, un Estado”, son justamente aquellos en donde el pensamiento está más esclavizado y aterrado.
Deseo de todo corazón con Guehenno que “la escuela de la diferencia”, es decir, la del siglo XIX, sea sustituida por “la escuela de la comunión”. Pero también deseo que no nos hagan pasar una esclavitud por una comunión. Mucho más que un salario conveniente, el obrero quiere su dignidad, y tiene razón. También tiene su dignidad el intelectual. Y ésta debe impedirle aceptar una cadena vergonzosa.
Contrariamente a lo que se repite siempre, no reivindica en absoluto el derecho a la libertad intelectual porque quiera ser distinto al pueblo; tampoco un pretendido refinamiento le impediría comprender las necesidades de la plebe; no, sólo tienen conciencia de que no es una mecánica en manos de partidos y de gobiernos, un objeto de tráfico, sino un obrero que, si reconoce sus deberes, reivindica también sus derechos, y el primero de todos es la libertad de pensamiento, sin la cual no hay cultura, porque no hay pensamiento.
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JEAN GRENIER, Sobre el espíritu de ortodoxia, 1937. Monte Avila Editores, 1969. Jean Grenier, galardonado en Francia con el Gran Premio Nacional de Letras 1968, nació en 1898. Profesor de La Sorbona, en donde ocupó la cátedra de Estética y Ciencia del Arte, ha desempeñado también varios cargos docentes en otros lugares, entre ellos Argel, donde fue maestro de Albert Camus.
Tomado de Filosofía Digital
Actualizada el 27/01/2024