Ernest
Benn, un escritor, publicista y político británico, dijo: “La política
es el arte de buscar problemas, encontrarlos aunque no existan,
diagnosticarlos incorrectamente y aplicar el remedio equivocado” –la
frase, dicho sea de paso, se suele atribuir a Grouxo Marx, quien para
muchos era la única persona capaz de crear una frase ingeniosa en el
siglo XX.
Los políticos suelen ser odiados y envidiados –todos llevamos a la vez un anarquista y un presidente de gobierno dentro-, pero habitualmente se exageran filias y fobias aún cuando parezca que se esfuerzan muchos en llevar a la práctica la apreciación de Ernest Benn.
Durante los últimos años en los editoriales, tertulias políticas, blogs y resúmenes de actas de los congresos, no hay día que falten referencias a Cataluña, la lengua, las lenguas, el nacionalismo, el estatuto de autonomía, los disparates de alguna que otra figura pública. De manera general, los temas se tratan con bastante respeto, a veces incluso con respeto inmerecido.
Uno de los temas más discutidos suele ser el “problema” de la lengua. Los idiomas catalán y castellano son enfrentados como si realmente se tratase de una batalla. Los defensores del catalán y los del castellano se desgatan en una cruzada publicitaria, de declaraciones y se cargan de razones.
El 7 de mayo de 2009, basándose en el principio de que el catalán es la única lengua propia en la región, la Comisión de Educación y Universidades del Parlamento de Cataluña instituyó el uso del catalán como única lengua oficial y vehicular de la enseñanza. En enero de este año, el pleno del Parlament aprobó la Ley del Cine de Cataluña y admitió a trámite un nuevo Código de Consumo de Cataluña, que prevé un endurecimiento de las sanciones por no rotular en catalán en locales comerciales de todo tipo. Esta nueva normativa establece que cualquier comerciante que no rotule o no redacte los documentos inherentes a la labor comercial -facturas, instrucciones, folletos publicitarios o presupuestos de su comercio, etc.-, al menos en catalán, puede ser multado hasta con 10.000 euros –hasta ahora la multa podía ascender “sólo” a los 3.000. La norma establece, además, el criterio de "disponibilidad lingüística" por el que se obliga a los comerciantes a responder en catalán a los consumidores que se les dirijan en este idioma. La mayoría de los grupos políticos votaron a favor.
Para estas medidas políticas se esgrime, como ya he dicho y, entre otras cosas que pretendo no tener en cuenta hasta más adelante –por ejemplo aquel razonamiento pueril que viene a decir más o menos: si el franquismo desaconsejó, prohibió o persiguió la lengua catalana, ahora se tiene una justificación moral para hacer lo mismo, o sea, desaconsejar, prohibir o perseguir otras lenguas o más específicamente la lengua castellana-, la oficialidad única del catalán en la región o la mayoritaria importancia del idioma respecto a otros.
Sin embargo, según datos del 2008 ofrecidos por el Institut d’ Estadística (www.idescat.cat) el 45,9% (2.830,000 habitantes) de la población catalana usa el castellano de manera habitual frente al 35,6% (2.196,600 habitantes) que usa el catalán –los datos referentes a lengua materna aumentan esa diferencia a unos 55 y 31,6%, respectivamente. ¿Por qué, entonces, teniendo en cuenta que el castellano es la lengua propia y la lengua más usada de la mayoría de los catalanes, el parlamento se sumerge en estas decisiones? ¿Por qué los políticos se sienten avalados para apoyarlas? ¿Por qué no hay una respuesta más contundente de la sociedad catalana a estas leyes y normas?
Inconscientemente se recurre a un tema moral y a un complejo. El asunto moral, al que ya hemos hecho referencia anteriormente, se basa en que la relevancia actual del idioma español es consecuencia de la represión del catalán por la dictadura franquista y las políticas llevadas a cabo por el gobierno central durante esos veinticinco años. Sin embargo, el castellano no llegó a Cataluña -al País Vasco o a Galicia- junto al ejército de Franco. Estaba allí desde hacía quinientos años y había alcanzado gran relevancia por diferentes razones que se alejan lo suficiente de la imposición o la obligatoriedad. El complejo se justifica en otro concepto no en balde relacionado con la política: el poder. La parte de la sociedad y las clases catalanohablantes son representativas de la solvencia económica, el éxito comercial o industrial y la jerarquía. El catalán, a pesar de los datos referidos anteriormente, es el idioma de los ejecutivos, de los empresarios, de la gente bien. El castellano es el de la portera, el del obrero, el del andaluz o el extremeño que vino a dejarse el pellejo en la fábrica, en el campo.
La generalidades tienden a equivocarse, ya lo sé, por eso aclaro que no es mi apreciación del asunto, sino la apreciación generalizada que creo detectar. Si uno quiere prosperar en la sociedad catalana tiene que hablar catalán. O más, tiene que ser catalán, lo que quiere decir, tienes que pertenecer a “los catalanes de toda la vida”, al poder –de otro modo nunca pasarás de “charnego” aunque seas el presidente de la Generalitat. Y el hispanohablante baja la cabeza y asiente y asegura que así es como debe ser.
Los políticos catalanes han encontrado el problema que no existe. Han diagnosticado erróneamente. Han aplicado el peor remedio: reprimir lo irreprimible: los niños seguirán hablando castellano en el recreo; en el bar se seguirá pidiendo una mediana y un cortado.
Los políticos suelen ser odiados y envidiados –todos llevamos a la vez un anarquista y un presidente de gobierno dentro-, pero habitualmente se exageran filias y fobias aún cuando parezca que se esfuerzan muchos en llevar a la práctica la apreciación de Ernest Benn.
Durante los últimos años en los editoriales, tertulias políticas, blogs y resúmenes de actas de los congresos, no hay día que falten referencias a Cataluña, la lengua, las lenguas, el nacionalismo, el estatuto de autonomía, los disparates de alguna que otra figura pública. De manera general, los temas se tratan con bastante respeto, a veces incluso con respeto inmerecido.
Uno de los temas más discutidos suele ser el “problema” de la lengua. Los idiomas catalán y castellano son enfrentados como si realmente se tratase de una batalla. Los defensores del catalán y los del castellano se desgatan en una cruzada publicitaria, de declaraciones y se cargan de razones.
El 7 de mayo de 2009, basándose en el principio de que el catalán es la única lengua propia en la región, la Comisión de Educación y Universidades del Parlamento de Cataluña instituyó el uso del catalán como única lengua oficial y vehicular de la enseñanza. En enero de este año, el pleno del Parlament aprobó la Ley del Cine de Cataluña y admitió a trámite un nuevo Código de Consumo de Cataluña, que prevé un endurecimiento de las sanciones por no rotular en catalán en locales comerciales de todo tipo. Esta nueva normativa establece que cualquier comerciante que no rotule o no redacte los documentos inherentes a la labor comercial -facturas, instrucciones, folletos publicitarios o presupuestos de su comercio, etc.-, al menos en catalán, puede ser multado hasta con 10.000 euros –hasta ahora la multa podía ascender “sólo” a los 3.000. La norma establece, además, el criterio de "disponibilidad lingüística" por el que se obliga a los comerciantes a responder en catalán a los consumidores que se les dirijan en este idioma. La mayoría de los grupos políticos votaron a favor.
Para estas medidas políticas se esgrime, como ya he dicho y, entre otras cosas que pretendo no tener en cuenta hasta más adelante –por ejemplo aquel razonamiento pueril que viene a decir más o menos: si el franquismo desaconsejó, prohibió o persiguió la lengua catalana, ahora se tiene una justificación moral para hacer lo mismo, o sea, desaconsejar, prohibir o perseguir otras lenguas o más específicamente la lengua castellana-, la oficialidad única del catalán en la región o la mayoritaria importancia del idioma respecto a otros.
Sin embargo, según datos del 2008 ofrecidos por el Institut d’ Estadística (www.idescat.cat) el 45,9% (2.830,000 habitantes) de la población catalana usa el castellano de manera habitual frente al 35,6% (2.196,600 habitantes) que usa el catalán –los datos referentes a lengua materna aumentan esa diferencia a unos 55 y 31,6%, respectivamente. ¿Por qué, entonces, teniendo en cuenta que el castellano es la lengua propia y la lengua más usada de la mayoría de los catalanes, el parlamento se sumerge en estas decisiones? ¿Por qué los políticos se sienten avalados para apoyarlas? ¿Por qué no hay una respuesta más contundente de la sociedad catalana a estas leyes y normas?
Inconscientemente se recurre a un tema moral y a un complejo. El asunto moral, al que ya hemos hecho referencia anteriormente, se basa en que la relevancia actual del idioma español es consecuencia de la represión del catalán por la dictadura franquista y las políticas llevadas a cabo por el gobierno central durante esos veinticinco años. Sin embargo, el castellano no llegó a Cataluña -al País Vasco o a Galicia- junto al ejército de Franco. Estaba allí desde hacía quinientos años y había alcanzado gran relevancia por diferentes razones que se alejan lo suficiente de la imposición o la obligatoriedad. El complejo se justifica en otro concepto no en balde relacionado con la política: el poder. La parte de la sociedad y las clases catalanohablantes son representativas de la solvencia económica, el éxito comercial o industrial y la jerarquía. El catalán, a pesar de los datos referidos anteriormente, es el idioma de los ejecutivos, de los empresarios, de la gente bien. El castellano es el de la portera, el del obrero, el del andaluz o el extremeño que vino a dejarse el pellejo en la fábrica, en el campo.
La generalidades tienden a equivocarse, ya lo sé, por eso aclaro que no es mi apreciación del asunto, sino la apreciación generalizada que creo detectar. Si uno quiere prosperar en la sociedad catalana tiene que hablar catalán. O más, tiene que ser catalán, lo que quiere decir, tienes que pertenecer a “los catalanes de toda la vida”, al poder –de otro modo nunca pasarás de “charnego” aunque seas el presidente de la Generalitat. Y el hispanohablante baja la cabeza y asiente y asegura que así es como debe ser.
Los políticos catalanes han encontrado el problema que no existe. Han diagnosticado erróneamente. Han aplicado el peor remedio: reprimir lo irreprimible: los niños seguirán hablando castellano en el recreo; en el bar se seguirá pidiendo una mediana y un cortado.
Publicado 8th June 2011 por Frank Glez Bear
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