Henry Miller. |
"la
muerte creadora"
por Henry Miller.
por Henry Miller.
La sabiduría del corazón, Buenos Aires, Sur, 1966.
"No
quiero que el Destino o la Providencia me traten bien. Soy esencialmente un
luchador." Lawrence escribió esto hacia el final de su vida, pero decía ya
al comienzo de su carrera: "Tenemos que odiar a nuestros predecesores
inmediatos para liberarnos de su autoridad".
Los
hombres a quienes debía todo, los grandes espíritus de quienes se alimentaba y
nutría, a quienes tuvo que rechazar para afirmar su propia fuerza, su propia
visión ¿acaso no eran como él hombres que iban a la fuente? ¿No los animaba a
todos ellos la idea que Lawrence proclamó una y otra vez: que el sol no
envejecería nunca, ni la tierra se tornaría jamás estéril? ¿Acaso no eran,
todos ellos, en su búsqueda de Dios, de esa "guía que falta dentro de los
hombres", víctimas del Espíritu Santo?
¿Quiénes
fueron sus predecesores? ¿Con quiénes reconoció estar en deuda, reiteradamente,
antes de ridiculizarlos y desenmascararlos? Con Jesús, desde luego, y con
Nietzsche, y Whitman, y Dostoiewsky. Con todos los poetas de la vida, los
místicos, que al censurar la civilización fueron quienes más aportaron al
engaño de la civilización.
Dostoiewsky
tuvo una tremenda influencia sobre Lawrence. De todos sus antecesores, incluido
Jesús, el que le resultó más difícil de quitarse de encima, de superar, de
"trascender", fue Dostoiewsky. Lawrence siempre había considerado al
sol como origen de la vida, y a la luna como símbolo del no-ser. La Vida y la
Muerte: constantemente tuvo ante sí estos dos polos, como un marinero.
"Quien más se acerque al sol", decía, "será conductor,
aristócrata de aristócratas. O quien, como Dostoiewsky, más se acerque a la
luna de nuestro no-ser". Los intermedios no le interesaban. "Pero el
ser más poderoso", concluye, "es aquel en camino hacia la floración
todavía desconocida". Veía al hombre como un fenómeno estacional, una luna
creciente y menguante, una semilla brotada de la oscuridad original para volver
a ella. La vida breve, transitoria, eternamente fija entre los dos polos del
ser y el no-ser. Sin la guía, sin la revelación, no hay vida sino sacrificio a
la existencia. Interpretaba la inmortalidad como ese deseo vano de existencia
sin fin. Esta muerte viviente era para él el Purgatorio en el cual el hombre
lucha incesantemente.
Por
extraño que parezca hoy decirlo, la finalidad de la vida es vivir, y vivir
significa estar consciente, gozosamente, ebria, serena, divinamente consciente.
En ese estado de conciencia divina, se canta; en ese reino el mundo existe como
poema. Sin por qué ni por lo tanto, sin dirección, sin meta, sin lucha, sin
evolución. Como al chino enigmático, lo arrebata a uno el espectáculo siempre
cambiante de los fenómenos pasajeros. Ése es el estado sublime a-moral, del
artista, de quien vive sólo en el momento, el momento visionario de lucidez
total, previsora. Una cordura tan diáfana, tan álgida, que parece locura.
Mediante la fuerza y el poder de la visión del artista, se destruye ese todo
sintético que se llama el mundo. El artista nos devuelve un universo vital, que
canta, vivo en todas sus partes.
En
cierto modo, el artista siempre obra contra el movimiento tiempo-destino.
Siempre es a-histórico. Acepta el Tiempo absolutamente, como dice Whitman, en
el sentido de que cualquiera sea la forma en que gire (con la cola en la boca)
es un rumbo; en el sentido de que un momento, todo momento, puede ser la
totalidad; para el artista no hay más que presente, el eterno aquí y ahora, el
momento infinito que se ensancha y es llama y canto. Y cuando logra establecer
este criterio de experiencia apasionada (que es lo que significa el
"obedecer al Espíritu Santo" de Lawrence), entonces, y sólo entonces,
afirma su calidad de hombre. Sólo entonces encarna su pauta de Hombre.
Obediente a todo impulso, sin distinción de moral, ética, ley, costumbre, etc.
Se abre a todas las influencias, todo lo nutre. Todo es jugo para él, hasta lo
que no comprende; en particular lo que no comprende.
Esa realidad
final que el artista llega a admitir en su madurez es ese paraíso simbólico del
vientre, esa "China" que los psicólogos alojan en algún punto entre
la conciencia y el inconsciente, y la unión con la naturaleza, la seguridad y
la inmortalidad prenatales de las cuales ha de arrebatar su libertad. Cada vez
que nace espiritualmente sueña con lo imposible, lo milagroso; sueña con poder
quebrar la rueda de la vida y la muerte, evitar la lucha y el drama, el dolor y
el sufrimiento de la vida. Su poema es la leyenda en la cual se refiere los
misterios del nacimiento y la muerte; su realidad, su experiencia. Se entierra
en su tumba de poema para lograr esa inmortalidad que se le niega como ser
corporal.
La
China es una proyección hacia el dominio espiritual de su condición biológica
de no-ser. Ser es tener forma mortal, atributos mortales, es luchar,
evolucionar. El Paraíso es, como el sueño de los budistas, un Nirvana donde ya
no hay personalidad y, por lo tanto, no hay conflicto. Es la expresión del deseo
del hombre de triunfar sobre la realidad, sobre la transformación. El sueño del
artista que sueña lo imposible, lo milagroso, es simplemente resultado de su
incapacidad de adaptarse a la realidad. Por lo tanto, crea una realidad propia
-en el poema-, una realidad adecuada a él, una realidad en la cual puede vivir
sus anhelos inconscientes, sus deseos, sus sueños. El poema es el sueño hecho
carne, en dos sentidos: como obra de arte, y como vida, que es obra de arte.
Cuando el hombre llega a ser plenamente consciente de su fuerza, su papel, su
destino, es artista, y desiste de su lucha contra la realidad. Se convierte en
traidor de la raza humana. Engendra la guerra porque ha llegado a estar en
permanente desacuerdo con el resto de la humanidad. Se sienta en el escalón del
vientre de su madre con sus recuerdos de casta y sus anhelos incestuosos, y se
niega a moverse. Vive cabalmente su sueño del Paraíso. Transmuta su experiencia
real de la vida en ecuaciones espirituales. Desdeña el alfabeto corriente, que
a lo sumo puede dar una gramática del pensamiento, y adopta el símbolo, la
metáfora, el ideograma. Escribe en chino. Crea un mundo imposible valiéndose de
una lengua incomprensible, un engaño que encanta y esclaviza a los hombres. No
es que sea incapaz de vivir. Al contrario, su gusto por la vida es tan
poderoso, tan voraz, que lo obliga a matarse una y otra vez. Muere muchas veces
a fin de vivir innumerables vidas. Así se venga de la vida y adquiere su poder
sobre los hombres. Crea la leyenda de sí mismo, la mentira dentro de la cual se
constituye en héroe y dios, la mentira por la cual triunfa sobre la vida.
Tal vez
una de las mayores dificultades de la lucha con la personalidad de un creador
radica en la profunda oscuridad en que se alberga, a sabiendas o no. En el caso
de un hombre como Lawrence, nos hallamos ante alguien que exaltó la oscuridad,
ante un hombre que encumbró al máximo esa fuente y manifestación de toda vida,
el cuerpo. Todo esfuerzo por aclarar su doctrina implica una vuelta a los
problemas eternos, fundamentales, que le hicieron frente, y una renovada lucha
con ellos. Lawrence constantemente lo lleva a uno a la fuente, al centro mismo
del cosmos, a través de un laberinto místico. Su obra es enteramente símbolo y
metáfora. El Fénix, la Corona, el Arcoiris, la Serpiente Emplumada, todos estos
símbolos están centrados en la misma idea obsesiva: la resolución de dos
opuestos en forma de misterio. A pesar de la progresión de un plano conflictual
a otro, de un problema vital a otro, el carácter simbólico de su obra se
mantiene constante e inmutable. Es hombre de una idea: que la vida tiene una
significación simbólica. Es decir, que vida y arte son uno.
En su
elección del Arcoiris, por ejemplo, se manifiesta su intento de exaltar la
eterna esperanza del hombre, en la cual se apoya su justificación como artista.
En todos sus símbolos, el Fénix y la Corona particularmente, pues estos fueron
sus símbolos primeros y más eficaces, observamos que sólo estaba dando forma
concreta a su verdadera naturaleza: ser artista. Porque el artista que hay en
el hombre es el símbolo imperecedero de la unión entre sus yoes conflictuales.
Hay que dar un sentido a la vida por el hecho evidente de que carece de
sentido. Hay que crear algo, como intermedio curativo y estimulante, entre la
vida y la muerte, porque la conclusión a que apunta la vida es la muerte, y el
hombre instintiva y persistentemente cierra los ojos ante ese hecho
concluyente. El sentido del misterio, que se halla en el fondo de todo arte, es
la amalgama de todos los terrores innominados inspirados por la realidad cruel
de la muerte. Entonces hay que vencer a la muerte, o disimularla, o cambiarla.
Pero en el intento de derrotar a la muerte el hombre inevitablemente se ha
visto el ligado a derrotar a la vida, pues las dos están inextricablemente
relacionadas. La vida marcha hacia la muerte, y negar la una significa negar la
otra. El firme sentido del destino que revela todo creador se apoya en su
conciencia de la meta, en esa aceptación de la meta, ese marchar hacia una
fatalidad, igual a las fuerzas inescrutables que lo animan y lo empujan.
La
historia toda es el testimonio del fracaso insigne del hombre en desbaratar su
destino; dicho con otras palabras, el testimonio de los pocos hombres de
destino que, por haber reconocido su papel simbólico, hicieron la historia.
Todos los engaños y evasiones de que el hombre se ha alimentado -la
civilización, en suma- son fruto del artista creador. La naturaleza creadora
del hombre es la que se ha negado a dejarlo caer en esa unidad inconsciente con
la vida que caracteriza al mundo animal del cual el hombre se ha zafado. Así
como el hombre reconstruye las etapas de su evolución física en su vida
embrionaria, así también, al ser lanzado fuera del vientre, repite, en el transcurso
de su desarrollo de la niñez a la ancianidad, la evolución espiritual del
hombre. En la persona del artista se recapitula toda la evolución histórica del
hombre. Su obra es una gran metáfora, que revela mediante la imagen y el
símbolo todo el ciclo del desarrollo cultural a través del cual ha pasado el
hombre desde el ser primitivo hasta el ser civilizado infructuoso.
Cuando
ahondamos en las raíces de la evolución del artista, redescubrimos en su ser
las diversas encarnaciones o aspectos de héroe con que el hombre siempre se ha
representado a sí mismo: rey, guerrero, santo, mago, sacerdote, etc. El proceso
es largo y tortuoso. Todo él es una conquista del miedo. La interrogación por
qué lleva a la interrogación adónde y cómo. La huida es el deseo más profundo.
Huida de la muerte, del terror innominado. Y la forma de huir de la muerte es
huir de la vida. Esto lo ha manifestado siempre el artista a través de sus
creaciones. Al vivir adentrado en su arte adopta como mundo un reino intermedio
dentro del cual él es todopoderoso, un mundo dominado y regido por él. Ese
mundo intermedio del arte, ese mundo en el cual se mueve como héroe, sólo ha
sido factible debido al más profundo sentido de frustración. Paradójicamente,
surge de la falta de fuerza, de la sensación de incapacidad para oponerse al
destino.
Esto,
entonces, es el Arcoiris, el puente que el artista tiende sobre el abismo de la
realidad. El brillo del Arcoiris, la promesa que anuncia, es el reflejo de su
creencia en la vida eterna, su creencia en el nacimiento perpetuo, la juventud,
la virilidad, la fuerza continuas. Todos sus fracasos son nada más que el
reflejo de sus choques humanos y débiles con la realidad inexorable. El motivo
es el impacto dinámico de una voluntad que conduce a la destrucción. Porque con
cada fracaso real recae con mayor intensidad en sus ilusiones creadoras. Todo
su arte es el esfuerzo patético y heroico por negar su derrota humana. En su
arte logra un triunfo real, puesto que no es un triunfo ni sobre la vida ni
sobre la muerte. Es un triunfo sobre un mundo imaginario creado por él mismo.
El drama está enteramente en el dominio de la idea. Su guerra con la realidad
es reflejo de la guerra que se libra dentro de él mismo.
Así
como el individuo, cuando llega a la madurez, la revela aceptando la
responsabilidad, así también el artista, cuando reconoce su verdadera
naturaleza, su papel predestinado, está obligado a aceptar la responsabilidad
de la hegemonía. Se ha conferido a sí mismo poder y autoridad, y debe obrar
consecuentemente. No puede tolerar nada más que los dictados de su propia
conciencia. Así, al aceptar su destino, acepta la responsabilidad de prohijar
sus ideas. Y así como los problemas con que tropieza cada individuo son únicos
para él, así también las ideas que germinan en el artista son únicas y han de
ser vividas. El artista es el signo del Hado en sí, el signo mismo del destino.
Porque cuando por vivir su lógica de sueño se realiza mediante la destrucción
de su propio yo, está encarnando para la humanidad el drama de la vida
individual que, para probarse y experimentarse, ha de admitir la disolución.
Pero a fin de lograr su propósito, el artista está obligado a retirarse, a
apartarse de la vida utilizando sólo la experiencia suficiente como para
ofrecer el sabor de la lucha real. Si elige vivir anula su naturaleza propia.
Tiene que vivir vicariamente. Para poder desempeñar así el monstruoso papel de
vivir y morir incontables veces, según la medida de su capacidad para la vida.
En cada
nueva obra el artista vuelve a representar el espectáculo del sacrificio del
dios. Porque detrás de la idea del sacrificio está la idea esencial del
sacramento: se mata a la persona que encarna el gran poder a fin de que su
cuerpo sea consumido y se redistribuyan los poderes mágicos. El odio al dios es
el más fundamental del culto al dios: se basa en un deseo primitivo de
conseguir el poder misterioso del hombre-dios. En ese sentido pues, el artista
siempre es crucificado: para ser devorado, para ser despojado del misterio,
para quitarle su poder y su magia. La necesidad del dios es este anhelo de una
vida mejor: es lo mismo que el anhelo de muerte.
Se
puede representar al hombre como un árbol sagrado de la vida y la muerte, y si
además consideramos que ese árbol representa no solamente al hombre individual
sino a todo un pueblo, a una cultura íntegra, tal vez empecemos a percibir la
relación íntima entre la aparición del tipo de artista dionisiaco y el concepto
del cuerpo sagrado.
Y
siguiendo con la imagen del hombre como árbol de la vida y la muerte, bien
puede comprenderse cómo los instintos vitales, impulsando al hombre a
expresarse cada vez más por medio de su mundo de forma y símbolo, por medio de
su ideología, por último lo obligan a prescindir de los aspectos puramente
humanos, relativos, fundamentales de su ser -de su naturaleza animal, de su
mismo cuerpo humano-. El hombre trepa por el tronco del vivir para dilatarse en
un florecimiento espiritual. Desde un microcosmo insignificante, pero recién
separado del mundo animal, el hombre con el tiempo se extiende sobre los cielos
bajo la forma del gran anthropos, el hombre mítico del zodiaco. El propio
proceso de diferenciación del mundo animal al cual pertenece todavía hace que
cada vez vaya perdiendo más de vista su humanidad total. Sólo en los límites
últimos de la facultad creadora y cuando su mundo de formas no puede ya tomar
mayores dimensiones arquitectónicas, comienza a comprender de pronto sus
"limitaciones". Entonces lo asalta el miedo. Es entonces cuando
verdaderamente experimenta la muerte -la gusta de antemano, por así decir-.
Entonces
los instintos vitales se convierten en instintos mortales. Lo que antes parecía
todo libido, impulso incesante de creación, ahora se ve que encierra otro
principio: la admisión de los instintos de muerte. Sólo en la cima de la
expansión creadora llega a humanizarse verdaderamente. Entonces siente las
raíces profundas de su ser, en la tierra. Enraizado. La supremacía y la gloria
y la magnificencia del cuerpo se afirman por fin con toda su energía. Sólo
entonces asume el cuerpo su carácter sagrado, su verdadero papel. La triple
división de cuerpo, mente, alma, se torna unidad, trinidad sagrada. Y con ella
viene la comprensión, de que no puede exaltarse un aspecto de nuestra
naturaleza sobre los demás, salvo a expensas de alguno de ellos.
Lo que
llamamos sabiduría de la vida llega aquí a su apogeo- cuando se adivina ese
carácter fundamental, sagrado del cuerpo-. En las ramas más altas del árbol de
la vida se marchita el pensamiento. La grandiosa florescencia espiritual en
virtud de la cual el hombre se elevó a proporciones de dios, perdiendo así
contacto con la realidad -porque él mismo era la realidad-, ese gran
florecimiento de la Idea se convirtió entonces en una ignorancia que se expresa
como el misterio del Soma. El pensamiento vuelve a recorrer el tronco religioso
que lo ha sostenido y, ahondando en las raíces mismas del ser, redescubre el
enigma, el misterio del cuerpo. Redescubre el parentesco entre la estrella, la
bestia, el hombre, la flor, el cielo. Una vez más se advierte que el tren o del
árbol, la columna misma de la vida, es la fe religiosa, la aceptación de la
propia naturaleza arbórea -no un anhelo de alguna otra forma de ser-. Esta
aceptación de las leyes del propio ser es la que preserva los instintos
esenciales de la vida, aun en la muerte. En el ascenso, el imperativo, la
obsesión única, era el aspecto individual del propio ser. Pero una vez en la
cima, cuando se han sentido y percibido los límites, se revela la gran
perspectiva y se reconoce la semejanza de los seres circundantes, la
interrelación de todas las formas y leyes del ser -la afinidad orgánica, la
totalidad, la unidad de la vida-.
De modo
que el tipo más creador -el tipo de artista individual- que más alto ha brotado
y con mayor diversidad de expresión, tanto que parecía "divino', ese tipo
creador de hombre, para conservar en él los elementos mismos de la creación,
tiene pues que convertir la doctrina, o la obsesión de individualidad, en una
ideología común, colectiva. Ése es el verdadero sentido del Maestro-Modelo, de
las grandes figuras que han dominado la vida humana desde el principio. Al
llegar a la cumbre más alta de su floración, no han hecho más que recalcar su
humanidad común, su innata, enraizada, ineludible calidad de humanos. Su
aislamiento, en las alturas del pensamiento, es lo que les causa la muerte.
Cuando
consideramos una figura olímpica como Goethe, vemos un árbol humano gigantesco
que no afirmó otra "meta" excepto el despliegue de su propio ser,
excepto la obediencia a las leyes orgánicas profundas de la naturaleza. Eso es
sabiduría, la sabiduría de un espíritu maduro en la cumbre de una gran
Civilización. Es lo que Nietzsche llamaba la fusión de dos corrientes
divergentes en un ser: el tipo soñador apolíneo y el dionisiaco extático.
Tenemos en Goethe la imagen del hombre encarnado con la cabeza en las nubes y
los pies bien plantados en el suelo de la raza, la cultura, la historia. El
pasado, representado por el suelo histórico, cultural; y el presente,
representado por las condiciones cambiantes del tiempo que componen su clima
mental; se nutrió tanto del pasado como del presente. Fue profundamente
religioso sin necesidad de adorar a un dios. Se había hecho un dios. En esta
imagen del Hombre ya no cabe el conflicto. Ni se sacrifica él al arte, ni
sacrifica el arte a la vida. La obra le Goethe, que fue una gran confesión
-"huellas de la vida", decía él -es la expresión poética de su
sabiduría, y salió de él como cae de un árbol una fruta madura. Ninguna situación
era demasiado noble para sus aspiraciones, ningún detalle demasiado
insignificante para su atención. Su vida y su obra asumieron proporciones
grandiosas, una amplitud y majestad arquitectónicas, porque tanto su vida como
su obra tenían la misma base orgánica. Con excepción de da Vinci, él es quien
más se acerca al ideal de hombre-dios de los griegos. En él se dieron el ocio y
el clima más favorables. Tenía sangre, raza, cultura, tiempo: todo. Y todo lo
alimentaba.
En ese
momento excelso en que aparece Goethe, en que el hombre y la cultura están en
la cúspide, todo el pasado y el futuro se despliegan. Allí se entrevé el final;
en adelante el camino desciende. Después del olímpico Goethe aparece la raza
dionisíaca de artistas, los hombres de la "época trágica" que
profetizó Nietzsche y de los cuales él mismo fue ejemplo magnífico. La época
trágica, en que se siente con fuerza nostálgica todo lo que más está negado
para siempre. Otra vez se revive el culto del Misterio. El hombre debe volver a
representar una vez más el misterio del dios, el dios cuya muerte fecunda ha de
redimir y purificar al hombre de la culpa y el pecado, ha de liberarlo de la
rueda del nacimiento y el devenir. El pecado, la culpa, la neurosis, todos son
una y la misma cosa, el fruto del árbol de la ciencia. El árbol de la vida se
torna así en árbol de la muerte. Pero es siempre el mismo árbol. Y de este
árbol de la muerte es de donde ha de volver a surgir la vida, de donde la vida
tiene que renacer. Lo cual, como lo atestiguan todos los mitos del árbol, es
precisamente lo que ocurre. "En el momento de la destrucción del
mundo", dice Jung, refiriéndose a Ygdrasil, el fresno del mundo, "ese
árbol se convierte en la madre tutelar, el árbol de la muerte y la vida, preñado.".
En este
punto del ciclo cultural de la historia es cuando tiene que aparecer la
"transvaluación de todos los valores". Es la inversión de los valores
"espirituales", de todo un completo de valores reinantes. El árbol de
la vida conoce entonces su muerte. El arte dionisiaco de los éxtasis reafirman entonces sus derechos. Sobreviene el drama. Reaparece lo trágico. Gracias a la
locura y el éxtasis se representa el misterio del dios, y en los celebrantes
ebrios se despierta el deseo de morir -morir creadoramente-. Es la conversación
de ese mismo instinto vital que impulsó el árbol del hombre hasta su expresión
plena. Es salvar al hombre del temor a la muerte para que pueda morir.
Avanzar
hacia la muerte. No retroceder hacia el vientre. Salir de las arenas movedizas,
del flujo estanco. Es el invierno de la vida, y nuestro drama consiste en
alcanzar un espacio firme para que la vida pueda avanzar de nuevo. Pero ese
espacio firme sólo puede procurarse sobre los cadáveres de quienes están deseosos
de morir. (*)
(*)
Fuente: Henry Miller, La sabiduría del corazón, Buenos Aires,
Sur, 1966.
Tomado de DDOOSS
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Entrada actualizada el 13/11/2022.
Gracias por compartir, muy lúcido trabajo. Que sigan los éxitos, hoy día mundial de la poesía. Hector Gustavo Alvarado
ResponderEliminarGracias por tu lectura y por dejar tu comentario Héctor Gustavo. Disculpa la tardanza en responderte
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