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Desierto de Negev. |
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Melancolía en Israel en el 5765
05/03/2012
El pasado cinco de Iyar de 5.765 cumplía la nación-Estado de Israel
cincuenta y cinco años de vida independiente. Desde el punto de vista
geográfico, el pequeño territorio por cuyo dominio comenzaban a luchar
hace unas décadas los nuevos ciudadanos consiste en una zona costera,
abierta al comercio marítimo, y un ancho litoral de cultivos intensivos
que da lugar paulatinamente, conforme el país se adentra hacia el
interior, a una zona montañosa en la que alternan los minifundios, las
explotaciones ganaderas y las forestales para, finalmente, abrirse a una
extensa zona desértica, en el que durante estos años sólo han osado
vivir una parte insignificante de los nuevos ciudadanos —unos cabreros
nómadas que en pos de los rebaños mueven sus tiendas—.
Un rincón poco particular del mundo, pues, parecería el nuevo Estado,
si no fuera por una ciudad antigua, pétrea, hermosa —es decir, disputada— que se llama Jerusalén. Los siglos han arrojado allí sobrados
repre- sentantes de las múltiples razas y religiones significadas en el
Mediterráneo oriental y el Próximo Oriente: musulmanes palestinos y
palestinos cristianos; judíos jerosolimitanos viejos y los llegados de
la diáspora; griegos ortodoxos, monjes y laicos; armenios cristianos, y
romanos, y reformados; de más lejos, la ortodoxia rusa; del Occidente
tecnológico, los del protectorado inglés, la colonia americana y los
vecinos alemanes... Con todos ellos Jerusalén ha creado un centro urbano
poco más que medieval: la judería, la aljama, el barrio armenio se
yuxtaponen sin mezclarse, como las colonias residenciales fuera de la ciudad vieja, que se rozan
apenas cuando sus vecinos se ignoran muy conscientemente unos a otros o
se amenazan con miradas que devienen no pocas veces gestos de desafío.
Jerusalén es una ciudad compleja, importante y dramática, apta para
encuadrar un poema épico, un texto heroico que no ha encontrado
todavía vecino o vecina que lo escriba.
De momento, la asombrosa ciudad ha producido algunos relatos memorables, protagonizados la mayoría por niños israelíes, vencidos precisamente por la complejidad de la ciudad en la que viven.
Haim Beer es uno de los mejores contadores de historias jerosolimitanas (inéditas por desgracias en España). En El puro elemento del tiempo, por ejemplo, Beer ha dado forma a las tensiones —que serían contradicciones, si el protagonista tuviera madurez neuronal para
sustanciar el uso de la lógica— con las que convive un niño a quien
subyugan las fantásticas, apenas verosímiles pero nunca necias del todo,
historias que le cuenta su abuela relativas a tiempos pasados y a
tierras lejanas que aportan no obstante destellos de significación a su
vida cotidiana; un niño, pues, ilusionado, que pasa acto seguido al
estado previo al desen- gaño cuando su madre trata de apearle de esas
fantásticas memoraciones a fuerza de análisis racionales con que ella,
en absoluto el tipo de cre- yente ultraortodoxo que es la abuela, pugna
por explicar a su hijo los mecanismos de la realidad en la que viven. Un
colapso.
Ciudad asombrosa e imposible es también aquella en la que transcurre
la historia de Una pantera en el sótano, según reza la traducción al
castellano del relato que Amos Oz ha situado, asimismo, en Jerusalén. El
título basta para sabernos frente a otro relato fantástico, escuchando
la voz de otro niño israelí hechizado por el mundo en el que vive. (Es
notable la afición que los escritores de esta nación tienen por la
literatura infantil: Oz, Grossman, Shalev, Beer han escrito relatos
infantiles, y cuando han querido meterle mano al mundo de los adultos,
lo han hecho con frecuencia a través de los ojos de un niño).
La historia de Una pantera en el sótano ocurre pocos días antes de la
declaración de independencia del Estado de Israel, aquel catorce de
mayo de 1948. La dominación inglesa tiene sus agentes; el pueblo
israelí, sus sublevados; los vecinos de Jerusalén, sus opiniones y los niños,
dominación, resistencia, patriotismo y traiciones-juguete. La política
en este país que está por nacer, como el descubrir las formas de una
mujer joven un hombre que está en trance de serlo cabalmente, colocan
los primeros fardos de realismo en el alma de quien de allí a poco será
considerado un adulto lucha- dor patriota, un voceador de opiniones
políticas, un experto interlocutor del bello sexo.
Es verdad, sin embargo, que en Israel hay también ciudades importantes
que no son Jerusalén. Tel Aviv es una de ellas, balanza o contra- polo
de la ciudad santa, según algunos la pintan allí. Ella es muy capaz
también de generar historias dignas de una memoria transhodierna. La
última novela de Oz, por ejemplo, traducida al castellano como El mismo
mar, se refiere a varios vecinos de esta ciudad, alguno de los cuales,
buscando la definición de su personalidad, marcha hasta... el Tibet. Tel
Aviv parece más promiscua que abigarrada; una ciudad que colapsa más
que entusiasma, apta más para el éxtasis pasional que para la exaltación intelectual o el enardecimiento patriótico. Tel Aviv dista de Jerusalén lo que Sión de Sodoma, a ojo, digamos.
No ha de incomodarnos, sin embargo, binomios tan intransigentes como el
de estas ciudadanías tan opuestas, pues en el nuevo Israel hay otras
ciudades y sobre todo hay desiertos, valles y campo. De hecho, relatos
humanos, historias de seres ni dioses ni diablos ocurren la mayoría
extramuros de la ciudad, a cielo abierto, en tierras que cultivan los
isrealíes nuevos.
Unos lo hacen sometidos a esas férreas organizaciones que son los kibbutzim. Instituciones para pioneros convencidos, modelos de
socialización agrícola que no acertaron a poner en marcha los soviéticos
en sus mejores tiempos; a los habitantes de esas cárceles del
entusiasmo ha dedicado Oz Un descanso verdadero, que se cuenta entre sus
últimas novelas.
Otros israelíes han vivido sometidos a esa extraña lógica con que procede el azar, es decir, la no-lógica. A ella quiero ahora prestar
atención, pues la primera obra de Meir Shalev traducida en nuestro país
creo que la merece por más de una razón.
El autor de Por amor a Judit (Salamandra, 2003) ha posado su mirada en
el valle de Jezreel, una zona ya algo elevada sobre el nivel del mar,
cerca de Haifa, no lejos del Carmelo. Un valle apto para ofrecerse como tierra
prometida a quien viniera de cumplir una larga travesía por el desierto, pues en él hay manzanos, hay perales, en Jezreel se da el maíz,
diversas especies de flores se cultivan allí, prospera el ganado,
prospera la apicultura, hay muchachas y canciones también. Es un valle
agradecido para quien dobla el espinazo y lo trabaja.
Como casi todo en este Israel de 1950, los habitantes de Jezreel son
recientes vecinos de estos pagos. Se apellidan Rabinovich, Scheinfeld,
Globerman o similares; las historias de sus respectivas familias vienen de lejos, pero las suyas personales, que ahora comienzan, parecen
construirse con dos tipos de teselas que abundan en tierras de alu-
vión, como ésta.
Las vidas que arrollan en el nuevo país son, para empezar, soberanamente anecdóticas, rebosantes de eventos, se diría que fantásticas —en
el sentido de fantasiosas—. Como en las marcas anulares de un árbol
medra- do; como las sinuosas líneas de plancton, conchas y algas que las
olas más impulsivas han dibujado sobre la playa, así la vida de cada
israelí parece teji- da de peripecias, avatares y antojos de un sino
mudable y complejo. .
Tantos vaivenes, sorpresas y definiciones a medias que al cabo ni
siquie- ra una tierra nueva puede naturalizarlas todas. Para no pocos de
los recién llegados, la vida en Israel será solamente una estación de
tránsito, una parada más en un trayecto con destino desconocido mas casi
siempre de largo recorrido. Las vidas del marido y de la hija de Judit,
la protagonista de la novela, han corrido esa suerte: llegaron a Israel
por casualidad y la misma casualidad ha querido sacudírselas de encima.
El traqueteo violento de un tren, pues, que agita a quien entra en el
país hasta que sale un día de él con la misma figura que trajo: en
calidad de extranjero.
Otros sí llegan a enraizarse, como Zaide, el narrador, el hijo de Judit,
la abandonada. Su voz es la de un israelí nuevo, asentado más por fuerza, desde luego, que de buen grado. «Cada vez que me harto del caos
sobre el que se me ha decretado vivir, o que me encuentro asqueado en el
abis- mo de las suposiciones y a merced del viento dé las
conjeturas...», declara Zaide, hijo de un vecino de Jezreel llamado
Rabinovich, más hijo también de otro vecino llamado Scheinfeld, e hijo
del vecino ganadero de la comarca, llamado Globerman, es decir aquí:
declara este hijo de Israel, que es tanto como decir: este producto del
acaso.
El segundo rasgo que corresponde a los neonatos israelíes es la añoranza de su primera patria. Hay quien sueña con las frondosas riberas
del Dnieper que recorrió durante su infancia; o con la ciudad gótica
centroeuropea, si no son los amaneceres sobre el puente viejo de
Marraquex lo que vislumbran los ojos abiertos de un israelí que ensueña.
Si Israel es el país del albur, es también el de la añoranza del suelo
firme, de la alianza sagrada con la tierra.
Sobre el humus del anhelo de una sustancia imputrescible cunde entre
estos seres un anhelo grande, impulsivo, poderoso de amar. La fórmula
más probada aquí contra la nostalgia de otros mundos parece ésta: amar.
Ama y desenraizarás de tu alma los fantasmas de otras patrias. Junto a
los animales, junto a las plantas, junto al agua que arroya y al tiempo
que pasa: cumple aquí el ciclo natural al que perteneces y empezará para
ti una vida nueva. Ama y será tuya esta tierra. Nadie que ame será un
apátrida en ella. Dale un hijo a este suelo, verás cómo te lo
agradecerá. Ama, y atrás quedarán el frío, la soledad y la añoranza que
cortacircuitaban tu potencial, extranjero.
Un curioso tutor para el amor se introduce en el último capítulo de la
novela, rompiendo la clasicidad, por así decir, de los personajes primeros de la novela: un «gentil» meridional, homosexual y básicamente iletrado, enseñará a un israelí cómo ha de amar. Como si, entre las muchas
reglas que hubiera en Israel, faltara precisamente la más importante:
aquella que conduce al reconocimiento en el amor. Bailar un tango,
condimentar la comida, zurcir un traje: la seriedad en el cumplimiento
de estos oficios del amor habrá de conducir por necesidad a la unión
con la mujer que se desea, pues en el plan, en la seriedad de quien lo
ha previsto todo, asegura este italiano, se condensa la fórmula
secreta del amor.
Pero también este recurso falla en Israel, el azar se impone a los más
prometedores cálculos metódicos. La vieja y alegre gentilidad no puede
enseñar nada al nostálgico Jacob. Éste ha experimentado momentos de
alegre esperanza, pero al cabo vuelve a la añoranza, al anhelo de la
mujer amadá, que nunca poseerá. .
¿Cómo redimir esta ansiedad? ¿Cómo asentarse en esta tierra, fracasado
el último Salvatore que llegó a ella arrastrado por la guerra? El trato
de Jacob con la tierra del nuevo Estado ha hecho de él un ser simple,
natural, obstinado como la propia naturaleza, pero no un hombre
abotargado ni bestial; el trato con los gentiles ha derramado sobre
este campesino una mano de mundanidad, de heterogeneidad social que no
obstante ha seguido mereciendo el respeto de sus vecinos. La vida en el
nuevo Estado ha producido en el ciudadano Jacob una suerte de
ciencia, de saber existencial que, aunque de aparente simplicidad,
merece ser contado.
Primero, Scheinfeld el recién llegado a Israel; luego Scheinfeld enamorado; luego Scheinfeld frustrado; finalmente Scheinfeld el sabio, convocan al narrador, Zaide, junto a la mesa de la cocina para contarle
allí la verdad de su vida; una experiencia que podrían resumir las
palabras de otro anciano de Israel, rey de Jerusalén, que dibujó así la
almendra de su vida: «Emprendí grandes obras, me construí palacios, me
planté viñas, me hice huertos y jardines y planté en ellos toda suerte
de árboles frutales. Me hice estanques para regar con ellos el bosque
donde los árboles crecían. Compré siervos y siervas y tuve muchos
nacidos en mi casa; tuve mucho ganado, vacas y ovejas, más que cuantos
antes de mí hubo en Jerusalén. [...] Y de cuanto mis ojos me pedían,
nada les negué. No privé a mi corazón de goce alguno, y mi corazón
gozaba de toda mi labor, siendo este el premio de mis afanes. Entonces,
miré todo cuanto habían hecho mi manos y todos los afanes que al hacerlo
tuve, y vi que todo era vanidad y apacentarse de viento y que no hay
provecho alguno bajo el sol» (Ecl. VIII, 14 ss.).
Hay grandes diferencias entre este rey de Jerusalén, que fue Cohelet, y
el contemporáneo inmigrante apicultor llamado Scheinfeld. En la vieja
ciudad se asentaba el Templo y el poder; en el valle de Jezreel, el
cultivo de la tierra y el medro de la ganadería; al asentamiento urbano
pertenecían el comercio y la artesanía; al valle, las familias
campesinas, los arroyos traicioneros, las asambleas de los cuervos.
Muy distintos los trabajos, muy distintos los bienes que gozaron uno y
otro. Pero al término de las experiencias más importantes de sus vidas,
cuando el rey se sienta a escribir y el campesino a comer junto a su
hijo, concluyen por igual:
«Esto es lo que queda de sus trabajos en los días de vida que le da Dios al hombre bajo el sol: comer, beber y alegrarse».
Hay, pues, una sabiduría añeja que, renovada, se transmite en este
reciente Israel. Pero en un punto parecen separarse la vieja gnosis
israelita y la de estos nuevos campesinos. Pues aquéllos parece que
vivieron junto a un Dios que se gozaba estableciendo su tienda entre las
de los hijos de los hombres, mientras los nuevos ciudadanos viven
libres de aquel que se hacía llamar padre, un severo aunque eficaz
protector del que apenas se acuerdan hoy sino para, tal vez
inconscientemente, invocarlo con melancolía.
No es sólo, pues, añoranza de la infancia abandonada, ni añoranza de la
tierra prometida: orfandad se llama la última componente de la nostalgia que entrañan los ciudadanos dé Israel. El niño narrador de la
novela, Zaide, tiene una madre, Judit; la nación-Estado recién nacida
tiene también la suya: el azar, ya lo hemos dicho, pero ambos carecen de
un padre. Es verdad que, del primero, hasta de tres progenitores sacan
cábalas los vecinos; pero es tan decisivo el peso del azar, tan
engañosas las apariencias del amor que todos tres valen tanto como
ninguno.
Y lo mismo sucede a Israel: hijo de la vida y el tiempo, hijo del amor y
de la historia, hijo de la inmigración y la añoranza, este Israel no
tiene ahora un Dios que repita como antaño: «Tú eres mi hijo, yo te he
engendrado hoy» (Ps. II). Llegar a saber si hubo alguna vez un Dios como
ése o si fue un sueño de los ancestros; si aquel padre ha regresado o
si ha preferido buscarse otras naciones; una cuestión, una circunstancia
importante para un relato a gran escala que está por escribir en
Israel.
Mientras llega o no llega, no hay camino único que los israelíes
recorran a una, como un pueblo. Oded, el huérfano de la novela, «el
eterno abandonado, el Simbad furioso, el lechero que sueña otras
tierras más vastas», construye para sí un «estrecho caminito de orfandad
y de reproche», al margen de las reglas y las normas colectivas. Y
muchos como Oded marchan en Israel por la senda que abren cada día sus
zapatos.
Scheinfeld renuncia a comprender a la divinidad, se siente viejo: «El
Dios de los judíos —sentencia rencoroso— entiende muy bien la soledad,
pero no comprende el amor. Un Dios único como el nuestro, solo en el
cielo, sin hijos, sin amigos ni enemigos y, lo peor de todo, sin mujer,
acaba por volverse loco de soledad y por eso nos vuelve locos también a
nosotros, llamándonos puta, virgen, novia y todo tipo de nombres con los
que los hombres estúpidos llaman a la mujer».
Todas estas nostalgias se amalgaman en el más veloz y el más esquivo
de los sentimientos, según Shalev, y en la novela se dan cita en las
comidas. «Ve —dice Cohelet—, come alegremente tu pan y bebe tu vino con
alegre corazón», pues esta es la parte que, según Cohelet, le ha tocado
en suerte a cada uno.
Y comparte, añade el anciano Jacob, tus nostalgias junto al fuego: la
nostalgia del pasado, la nostalgia de la infancia, la nostalgia de la
mujer que pudo ser amada. Al calor del hogar y con vino viejo, se
confunden las voces del pasado y las del futuro, la del padre con la del
hijo, la del sabio y la del campesino, la del judío se une con la del
comediante gentil.
¿Qué es lo que resulta al final de esta jomada? Resulta la melancolía.
La que podemos sentir por «alguien que se ha marchado pero que quizá
vaya a volver»; o por alguien que ha vuelto pero que «ya no es el
mismo»; y la peor de todas, concluye Jacob, ésa que sentimos por alguien
que ha muerto: la nostalgia que no lleva consigo esperanza de regreso.
Una cosa comparten todas las nostalgias: que no hay alimento que las
sacie, bebida que las calme ni medicamento que las cure. La nostalgia
no tiene razones para existir, porque no las necesita. Existen hombres
y mujeres fuertes para sentir melancolía, simplemente, y ésos no
necesitan motivos para aceptarla, para convivir con ella cada día.
Meir Shalev es un escritor poderoso y sabio que en cuatro comidas ha
referido una parte de la nostalgia de Israel. Un país complejo, amenazado, contradictorio; un país que puede despertar en nosotros, sin
motivos aparentes, una bella aunque amarga nostalgia y que agudiza lo
que es mejor que la imaginación, que la invención incluso, y que será lo
más nuestro hasta la hora de la muerte, dice el sabio Shalev: aquello
que nos salva, cuando lo recordamos.
RAFAEL LLANO