Érika Tucker, nuestra Shakti Ma: “Ya no pido permiso para amar”
José Pulido domingo 13 de junio de 2021
Érika Tucker: “Amé mi oficio, la fuente de artes y espectáculos; sé que mi transformación hizo que me convirtiera en alguien a quienes muchos ven intratable”.
Fotografía: Shaktianandama.com
Para los babilonios la espiritualidad quedaba en el hígado y para mis amigos sibaritas también. Aunque el poema de Gilgamesh está regido por lo que el corazón siente: “Cuando Enkidu escuchó estas palabras, se apaciguó su airado corazón”.
Los egipcios dijeron que el alma estaba allí, en esa palpitación. Los judíos entendieron que Dios le sopló la vida con su aliento al padre Adán y los pulmones se tornaron sagrados, como debe ser. Hay que cuidarlos.
Los griegos y Galeno pusieron orden y señalaron que todo queda en el cerebro, en la mente. Pero Aristóteles ya había afirmado que el punto central del hombre es el corazón y a pesar de Galeno, así se quedó: el corazón, inevitablemente, es aristotélico.
(Para hablar del corazón con plena libertad, he tomado ideas de un didáctico y brillante ensayo que escribió el médico y profesor Ricardo Zalaquett Sepúlveda, del Departamento de Enfermedades Cardiovasculares de la Pontificia Universidad Católica de Chile).
Corazón y amistad
¿Qué es lo que uno llama corazón? Ese lugar dentro del cuerpo en el que caben todas las emociones y sentimientos y cuyo espacio, asombrosamente infinito, sirve para guardar el caudal de lo que se ha sentido y de lo que se siente, aunque hasta las personas más distraídas saben que el corazón se deteriora si la cantidad de amarguras acumuladas supera a las reservas de amor existentes. Amar, por el escueto y sencillo deseo de hacer bien a lo que se ama, fortalece y alegra el corazón. Odiar perjudica el corazón porque engendra más odio.
En ese corazón infinito que todo el mundo tiene, hay un lugar dedicado a la amistad verdadera. Este es el caso que hoy me ocupa: a veces la amistad verdadera es la que ofrece una persona por el puro amor de ayudar a entender la vida. He estado pensando en una amiga que poco a poco se fue transformando en la amiga de mucha gente. Su voz transmite paz y comprensión. Hablé al inicio del corazón porque es una manera gráfica de explicarlo. Ella, mi amiga, quien hoy en día es una persona rodeada de múltiples aprecios, es como una nube de polen cernida por el sol —el suave brillo. Hablo de Érika Tucker, a quien una multitud de seguidores llama hoy en día Shakti Ma.
Érika
Siempre fue rebelde y hermosa su manifestación espiritual, pero Érika no sabía que había un camino para la libertad que exigían sus pies. Cuando la conocí parecía estar huyendo de ella misma pero también de la necedad colectiva. Me pareció un ser humano que había enfrentado todas las situaciones engañosas, como un lobo intuyendo el mecanismo de las trampas que le han puesto en la inmensidad de los bosques.
Su amistad era huidiza, pero su sinceridad permanecía inamovible como una roca. Nunca se rendía, nunca rogaba. En esos días formaba parte del equipo periodístico que se ocupaba de las páginas de arte de El Diario de Caracas y tenía un programa en la televisión donde le daba cabida a las agrupaciones de rock alternativo y demás música contemporánea que fuera interesante.
Cuando en alguna parte pronunciaban su nombre sin conocerla —Érika Tucker— se imaginaban a una rubia extranjera y eso constituía el primer choque. Luego descubrías su ironía, su lucidez, su irreverencia. Todos nos desperdigamos después que vendieron el periódico donde trabajábamos, pero teníamos noticias unos de otros porque entre amigos siempre hay puentes que no se desploman.
Shakti Ma
Un día leí que Érika Tucker, discípula de las enseñanzas que dejó Mahavatar Babaji, se había convertido en “la primera mujer en la historia de América reconocida como Mahamandaleshwar (regente espiritual de la tradición védica) y Madre Santa (SadhuiMataji) por las más altas jerarquías espirituales de la tradición védica”.
Esta mujer venezolana, cuya sabiduría crece junto con su humildad rebelde, mira sus pensamientos y observa todo sin juzgar nada. Su conciencia se ha alimentado con la experiencia de una vida profunda y sin adornos.
Todo lo que dice y escribe es de una poesía que fluye de un modo interminable en sentido contrario. La poesía que busca un origen en lo no formulado, en lo no expresado, en lo que todavía no se ha pronunciado.
Érika Tucker es un ser que genera oleadas de amor y serenidad con sólo pronunciar unas palabras. Ella contiene una verdad que torna sencillo todo lo complicado. Pero más allá de eso, Érika o Shakti Ma es como una mujer nacida en una colmena que produce lenguajes clarificadores. Y me pregunto a cada rato, ¿por qué la quiero como a una hija, como a una hermana, como a una madre y al mismo tiempo siento, al hablar con ella, que me falta mucho para nacer?
La entrevista
—¿En qué momento cambió tu vida?
—Mi vida cambió en el momento que yo cambié. Fue así. Pasó un hecho que triste y dolorosamente me produjo un cambio que conllevó una transformación. No fue tampoco de repente, ni el hecho en sí mismo: la partida de mi mamá en aquel accidente. Fue lo que arrastró en mí todo eso. Estar postrada durante tres meses me produjo un alto radical y literal. Momento igual de aquel golpe de Estado que me hizo reflexionar sobre los extremos. Se precipitaron quiebres de muchas estructuras adentro y afuera. Empecé a ver todo distinto, aunque fue como un proceso más bien, afortunadamente, corto. Comprendí la vida desde otra perspectiva que no estaba viendo ni sintiendo antes. Llegué a un despertar de un ser que desconocía por completo. Abrí un “canal” a todo lo que existe, lo trabajé y lo acepté: me abrí a creerme. Fue muy raro e inexplicable todo. A veces se dan confluencias entre lo visible y lo invisible, entre lo aparente y lo real, que generan esos sincronismos formidables que no te cambian: te transforman.
—¿Cuál es la enseñanza más poderosa que has recibido?
—Las enseñanzas se reciben siempre, día a día, pero no sé si todas generan un aprendizaje. Creo que la mayor enseñanza obtenida hasta hoy es la resolución en mí de la muerte. Aceptarla. Introducirme consciente en ese temor que es tan inevitable como esencial. Y ha sido así: resolverlo y lograr que no sea nunca más dolor, ni apego ni tristeza. La muerte es un cambio de la conciencia de un estado hacia otro.
—¿Qué le enseñas con más fervor a tus alumnos o seguidores?
—Desaprender, desprogramarse, abandonar la condena humana de la réplica y valorar totalmente la vida. Que se vive para disolver karma. Aquello que nos parece un gusto, manía, tendencia, atracción, es un rastro kármico, y si se detecta negativo abandonarlo por repetitivo y lo más probable afiliado al temor, y si por el contrario es positivo, debemos potenciarlo para que sigamos la ruta evolutiva. Y, por cierto, ni alumnos ni seguidores: gente como uno, pero en la misma. Alguna vez me dijeron: hay quienes caminan un poco más rápido, solamente eso, y han visto un poco más del sendero, por eso parece que enseñaran algo.
—Pensamos, hablamos, sentimos, creamos, destruimos. Somos seres muy extraños. ¿Qué crees que somos?
—Somos unas criaturas hermosas que hemos aprendido poco en todo este tiempo que hemos habitado el planeta. Criaturas dominadas por el ego hábil y, a su vez, pesaroso y descontrolado, incapaz de sentir más allá. Somos almas en cuerpos-mentes insaciables, dejándonos dominar por los sentidos. Somos entes programados que nos acostumbramos y adaptamos a todo. Gente de memoria corta y de afectos largos. Somos potenciales agentes de cambios y nos descreemos a nosotros mismos. Todo lo que habita bajo el sol —dijeron una vez músicos de las estrellas— está en perfecta armonía. Pero el ser humano está eclipsado por la luna.
—¿En qué crees con más certeza?
—Definitivamente, y sin dudas, en mí, en lo que percibo y siento. Creo haberme depurado lo suficiente de la mayor estupidez humana: creerse alguien o algo. Saber que no soy nada y soy todo es el axioma más complejo para una “mente-ego” que, a su vez, se concibe “alguien”. Y el asunto de ser nada ni nadie es complejo pero posible. Desprogramarse, despersonalizarse, amarse por encima de todo y, por ende, amar todo, es posible. Vivo con esa certeza, es lo que da fuerzas de seguir contemplando la gente en este mundo, hasta que pueda mudarme a otro, en el que ya todos sepan eso. Como me dijeron alguna vez: amar, amarse, es de valientes, y yo ya no pido permiso para amar.
—¿Por qué tu voz alivia el espíritu?
—Me abruma la pregunta, pero me alivia también, por todo el bullying que soporté siempre. Hoy sé que cuando hablo, entono, canto, nunca soy yo, entonces no me resiento y menos me exalto. Soy quizá ese mismo espíritu hablando que dice sentirse en alivio aunque no se sepa ni se reconozca.
—¿Qué opinas de esta época?
—Me encanta, como cualquier otra que crea o rememore haber vivido. Lo entiendo como el tiempo preciso de vida, ni un nanosegundo atrás ni otro adelante. Es una época, como todas y como siempre, muy experimental. Más cuando uno la vive así, experimentándola sin el rigor del juicio. Sé que todo guarda el registro como causa y efecto de toda acción posible. Uno se pregunta: ¿hasta dónde, qué insaciables, salvajes, crueles, vengativos, extorsionadores, negadores, ambiciosos, transgresores, podemos ser los humanos, al mismo tiempo que solidarios, recursivos, exploradores, comprometidos, entendidos? ¿Qué tanto más verdad? El ser humano no disuelve karma, y por eso replica siempre el mismo drama. El planeta siempre alineado y nuestra desafinada conciencia nos ofrecen el decorado necesario.
—¿Cómo vives?
—Vivo plena, tranquila, contenta, mucho y activamente conforme. Eso quiere decir que no me siento muerta en vida. Lejos estoy de los vicios que siento existen y el desamor que pretende extinguirnos, y así instalarse como condena humana. Reacia al conformismo cómodo, y lo más importante: me siento, vivo libre, dentro de esta cárcel o penitenciaria humana.
—¿Extrañas algo de Venezuela?
—Venezuela es el espacio común de las almas en el que crecí con el amor, el cuido, las relaciones y los afectos que me ayudaron a no extrañar nada. Es un país del que no me puedo apropiar, ni por nacimiento ni por recuerdos, y en el que no puedo crear añoranza. Al concepto país natal lo guardo en las entrañas y lo sostengo ante mí y ante cualquiera. Pero hoy en día, después de diez años fuera, lo desconozco, no por sus tierras poderosas en belleza, sino por lo que le hicimos como venezolanos. Tanta habladera de paja en cualquier cancha, entre traseros Belmont y par de razones Polar, entre otras muchas cosas, terminaron por confundirnos y distraernos. Se nos juntó el goce con la ignominia y los barriles de petróleo con la tomadera de whisky, mezcladito con misses, y todo eso nos hizo mucho daño. Nos creímos el mejor país con pocas pruebas, mala memoria y evasión constante. La Venezuela de la memoria es una visión perenne, una impregnación de amor. Eso nada puede aniquilarlo.
—¿Extrañas algo de tu vida de comunicadora?
—Nada, nunca he dejado de comunicar(me), pero nunca. Ni con quienes quisieron incomunicarse conmigo aludiendo y eludiendo mi transformación. Eso aparece de vez en cuando como un resabio que siempre estoy sanándome, por lo que me gustaba y me gusta la gente que conocí en esta vida y la que estoy por conocer, estén vivos o muertos. Amé mi oficio, la fuente de artes y espectáculos, sé que mi transformación hizo que me convirtiera en alguien a quienes muchos ven intratable, menos comunicable —según—, y va por lo mismo en lo que me creo que soy: nadie, dentro de un medio donde todo el mundo se cree alguien.
Tomada de Letralia
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José Pulido. Fotografía de Gabriela Pulido Simne |
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