El ojo de Dios
En el aterrador azar de una gran biblioteca, son muchas las veces en las que una frase escrita a mano sobre una página gastada, por algún lector anónimo, despierta la imaginación de un bibliotecario ocioso y aburrido. Puede que esta sea una de esas veces, no lo sé. La verdad, en este momento no estoy seguro siquiera de si este relato es verídico.
Muy al norte de Bélgica, en la provincia de Amberes, existe un pequeño pueblo cervecero de no más de dos mil habitantes. Es esa clase de villa en la que el aburrimiento flota como una bruma espesa e intoxicante, que surte efecto inmediato sobre el visitante que respira su aire. Las casas son de ventanas largas y techo de dos aguas. Están dispuestas de manera de sacar el máximo provecho al limitado sol al que se exponen. En este pequeño pueblo llamado Westmalle, viví un año muy particular de mi vida.
Había llegado ahí por razones diversas y pretendía quedarme un tiempo, por lo que busque trabajo en el único campo que manejo bien: los libros. Conseguí atender la biblioteca municipal dos días a la semana y la paga no estaba mal, o no lo estaba para un ciudadano normal de vida estable y simple. Ese no era mi caso.
Lejos de los pasillos más consultados de la biblioteca municipal, se extiende una casi interminable red de corredores atestados de volúmenes viejos e ilegibles. Manuscritos de menor importancia que reposan y meditan sobre temas mucho más importantes que el contenido de sus páginas. Estos lugares aún pueden ser constatados por el visitante.
A poco tiempo de la repentina renuncia de uno de los bibliotecarios colaboradores del colegio San Antonio, pasaba yo uno de mis ratos de fastidio, sentimiento que sobra en Westmalle, recorriendo una calle solitaria y soleada, de esas que escasean en el norte. Sin más a donde ir, entré en la biblioteca, a pesar de no ser uno de mis días de trabajo, y ojeé un par de libros sin intención de llevar ninguno. Por obra del caos de los anaqueles, fue a parar a mis manos un ejemplar en cuarto del evangelio apócrifo de Valentino que despertó en mí cierta curiosidad, por lo que lo abrí al azar. Dudo que tal cosa exista. Al pie de la segunda o tercera pagina se hallaba escrita en trazo torpe una inscripción que decía: “Codex Seraphinus ed. Franco Maria Ricci pag 64” y un poco por encima de ella se encontraba subrayado del texto original: “...y Jesús, todo misericordia dijo: Regocijaos, porque a partir de este momento yo os hablaré con toda claridad, desde el principio de la verdad hasta su fin, y sin parábola”.
Con alimento más que suficiente para mi imaginación, coloqué el libro en el lugar del que lo había tomado y regresé a casa. Días después, grande fue mi sorpresa al encontrarme en el escritorio de Dominique Van Decross, el bibliotecario desaparecido, un tomo de la enciclopedia de Luigi Serafini, edición de Franco Maria Ricci. Aproveché que estaba solo y lo tomé prestado de la mesa. Como el lector puede ya prever, había algo en la pagina 64. Al abrirlo, encontré en el un par de hojas cosidas y dobladas a la mitad, escritas a máquina. Me senté a los pies de una escalera, a la salida del edificio, y bajo la mirada de un icono ortodoxo comencé a leer el documento.
No lo transcribo en este relato no sé si por egoísmo o filantropía. En todo caso, era una historia bastante erudita de la lucha del hombre por su libertad; hablaba de Egipto, el éxodo, las luchas campesinas de la edad media, la revolución francesa. Hablaba también de que la Biblia resumía el espíritu del hombre. Que desde la caída de Babel, la humanidad se encontraba fragmentada, y toda la epopeya bíblica trataba de la unificación del ser humano en un paraíso futuro. Hablaba de lo complejo y contradictorio de la historia y finalizaba con una definición de Dios, en la que argumentaba que era el ser capaz, por su misma perspectiva, de ver lo contradictorio como parte de un todo.
Quedé fascinado por lo que había leído. Me pareció, en ese momento, una obra maestra de historiografía. Poco tardaría en darme cuenta de la verdadera magnitud de lo que había tenido en mis manos. Durante algunas noches pensé en publicarlo. Me rondaban en la cabeza frases memorables y pensamientos bastante agudos a mi juicio. Un domingo por la mañana, mientras mi mujer se defendía en el supermercado con su escaso holandés, releí el texto. Medité profundamente sobre él, y lo degusté línea por línea. De pronto caí en cuenta del horror que contenía.
El texto preparaba al lector lentamente. Le daba un amplio contexto y con una implacable y absorbente argumentación, lograba explicar, en quince cuartillas magistrales, “la contradictoria historia del espíritu humano”. Elevaba la perspectiva del espectador, la colocaba en un lugar amplio y lograba darle sentido a los fragmentos inconexos de la historia humana. Y si Dios es el ser que por su misma perspectiva, logra ver lo que otros no ven y logra darle sentido a las contradicciones, el espectador se convertía, tras haber leído el texto, en el propio Dios. Lograba ver como Dios y sentir como él.
La idea me llenó de repugnancia. Me sentía horrorizado. Había visto la complejidad del universo humano y me había salido de ella, para comprenderla como si se tratase de una mala película. Ya nada tenía sentido. Desde joven encontraba apasionante las historias de esta índole. Ahora me resultan estúpidas y dañinas. Borges dice, de manera un tanto infantil al final de uno de sus cuentos, que después de haber visto el Aleph, no veía sino rostros conocidos en las calles. Nunca antes encontré esa frase tan banal.
Creo que la única razón por la que no he enloquecido tras haber leído el texto, es porque quería poner mi testimonio por escrito. No sé que sería de la vida de Dominique Van Decross, pero seguro que no lo veremos más por aquí, quién sabe. Al poco tiempo de comprender la verdadera naturaleza del diabólico texto, dejé el oficio de bibliotecario. Las llamas devoraron el libro. No me he arrepentido aún.
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