Adriano González León lee en compañía de Alberto Hernández (1995). Foto: Solángel Mendoza. |
Reencuentro con Adriano González León
LA EDAD ES UN LENGUAJE QUE RETIENE EL OLVIDO
** Alberto Hernández
** Foto: Solángel Mendoza
** Solo, encerrado en un cuarto, el Viejo se muere. Adriano lo escribe para anclar la memoria en recuerdos ya idos, en el parpadeo de ciertas voces que ya no están. Una novela que aún busca lectores. Una novela que se olvida en los estantes, como el anciano que escribió desde su cercana muerte.
El tiempo enmudece cuando oye:
—Un juicio es siempre defectuoso porque lo que uno juzga es el pasado —dice entre el follaje verbal de “Gran Sertón: Veredas” la savia de Guimarães Rosa. Tono de edad oculta, la imagen que consigue corporizar la desolación en una suerte de espiral que reclama otra voz, la que crece en las páginas de “Viejo” (Alfaguara/Editorial Santillana, Santafé de Bogotá, Colombia, 1995), novela que Adriano González León trazó casi para despedirse.
“Viejo” es el espejo de la muerte, la imagen que despierta la aversión, el enlace entre la conciencia y el cuerpo vencido, listo para la “danse macabre”.
En febrero de 1995, mes de salida al público del libro, Adriano reveló parte de la motivación de esa historia mientras repasaba las páginas de algunas publicaciones de La Liebre Libre en Maracay:
—¿Saberse viejo no es fácil?
—No, y te respondo con el mismo comienzo de la novela: Sobre todo, porque nunca quiere saberse.
Después de esa afirmación, el autor de “País portátil”, entre bromas y momentos de una extraña seriedad, comenzó a sentir reticencia —en ese momento— para hablar del tema, pese a que “la vejez forma parte de la mirada pública y llega un momento en que no puedes ocultarla, deshacerte de ella”.
—¿Estamos condenados al olvido?
—Afortunadamente. Sí, estamos, porque la memoria se agota, se desvanece, se pierde en el silencio. Y eso es el olvido —deja en el aire.
—Es decir, ¿nos olvidamos desde nosotros mismos?
—Hace rato citabas a Huizinga. Creo que el tiempo gotea demasiado sobre nosotros. En estos tiempos es más fácil perder la memoria, que es perder la vida, llegar al sitio donde es imposible avanzar. ¿Cómo decía Huizinga?
—En “El otoño de la Edad Media”, Johan Huizinga escribió: “Tres temas suministran la melodía de las lamentaciones que no se dejaban de entonar sobre el término de todas las glorias terrenales. Primero, este motivo, ¿dónde han venido a parar todos aquellos que antes llenaban el mundo con su gloria? Luego, el motivo de la pavorosa consideración de la corrupción de cuanto había sido un día la belleza humana. Finalmente, el motivo de la danza de la muerte, la muerte arrebatando a los hombres de toda edad y condición”.
—¡Uff... Me siento viejo... —eco del libro. Adriano parpadea y sonríe.
La edad es un lenguaje
La estación de Adriano es el lenguaje y con él vigoriza la memoria. La presencia de un personaje que teje una trama hacia el pasado indica la elaboración de un espacio en el que un lenguaje muy particular también es personaje.
—Claro —afirma el escritor—, si recorremos nuestras lecturas, si las revisamos, nos daremos cuenta de que hemos vivido con él, con la voz de los otros, con el lenguaje ajeno, el eco de alguien que nos habla.
—¿Tiene edad la palabra, el lenguaje?
—Tenemos edad con él. Si somos lenguaje, palabra o silencio, morimos con él. Morimos con la edad de la palabra que hemos usado.
“El héroe, hombre activo por excelencia, sólo le debe su ser al lenguaje”, confiesa Blanchot, y desde esa perspectiva, sumada al hecho de que el viejo se desdobla en el tiempo a través del “flujo de la conciencia digresiva”, nuestro autor ha construido —con la pasión característica del novelista— un canto simbólico en el que prevalece el uso de un tiempo que se detiene a veces y que se precipita no tanto hacia delante, sino hacia los lados referenciales de una evocación fragmentada, en una instantánea fractura de una historia diseminada por la imaginación, de naturaleza trágica, “elegíaca”, para decirlo con Julio Ortega.
—¿De cuánto olvido estamos hechos?
—Si hablamos así, llegaremos a pensar que la acumulación de datos, la cultura, es un vacío, el olvido que esperamos, la muerte. Somos la suma de todas esas muertes.
La edad habla, la vejez es un habla cuya particularidad radica en un tono más espiritual que físico, atado a una conciencia recurrente, a veces designada por los tropiezos de un extenso paseo por los recuerdos.
—Como lector, creo entender ese largo “olvido” del viejo al regresar a los lugares e imágenes borrosas, inseguras de unas anotaciones cuyos límites están en la tensión lograda, precisamente, por el tono de despedida que rezuma la coherencia de ese cuaderno nuclear. El viejo escribe, mejor, se escribe para sobrevivir a su propia historia —afirmo.
—No, escribe para morirse —dice Adriano.
Los dos espacios
“Siempre de regreso en los caminos del tiempo, no adelantaremos ni atrasaremos: tarde es temprano, cerca lejos”, repite Blanchot, y en este intento del narrador venezolano por deshacerse de la coherencia rítmica del tiempo, está el paisaje de la insuficiencia, del fracaso, de la indolencia, de la desolación.
—Para crear el mundo debo dividirlo. Para fundar las imágenes del tiempo debo confrontarlas, recurrir al espejo donde la palabra se corporiza, se mueve —musita Adriano.
La ficción repite la imagen. Dentro de ella, en ese vientre ajeno, un relato engendra otro relato. Memoria migratoria que revela el momento en que la palabra se detiene. Hay un lugar, costura que conjuga las vueltas del tiempo, donde el narrador reconoce la eternidad: la muerte, esa cotidianidad del vacío, del silencio total, de la descarnadura, de la palabra ausente.
¿Quién traduce el viaje hacia el pasado? ¿Es la nostalgia la última apreciación, el intento por alejarse del cuerpo y hacer de la conciencia el remedio para el olvido? ¿O acaso el miedo atávico es la meta del desaliento?
Entre el olvido y los dolores físicos se debate esta historia que Adriano González León construyó con el tiempo, con su tiempo, y con los deslizamientos de la evocación.
Un allá, un acá. El acá es la decadencia, la advertencia de que “de pronto se me vinieron los pasos...”, en el vuelo de las aves, en los espíritus emplumados que conquistaron el cielo para alejarse de la tierra, para dejar de ser cuerpo físico y acercarse a Dios.
Dos miradas en el tiempo: una finita, otra eterna, la más precaria es la entonación de un texto inconcluso, prefigurado por un discurso que es el testimonio de un hombre acabado, “paideia” del desencanto, de la transmigración: el texto fragmentado de esta novela de Adriano da la idea de un espacio donde todo puede ser posible, hasta la muerte.
—Me quedo con lo que dijo Huizinga —remata el novelista.
Alberto Hernández
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