lunes, 22 de mayo de 2017

MICROVALLEJIANAS



Queridos amigos frecuentes o no de esta página

La costumbre nos hace comunicarnos presuponiéndonos unos a otros. Ustedes, a quienes no vemos, leyendo lo que nosotros decimos en la presuposición de que seremos leídos y ustedes viniendo a la página presuponiendo que habrá un mensaje para que sea por ustedes leído. Un juego magnífico.

Hablando de juegos. Esta vez el crítico notable que se llama Alberto Hernández y que es asombrosamente prolífico y que se ha propuesto rescatar del olvido muchos textos que estuvieron a la sombra por bastantes años, nos trae un juego estimulante que seguramente nos hará sonreír, imaginar, escuchar incluso las voces a las que sólo nosotros podemos dar el timbre que escojamos en nuestra imaginación.

Es la presuposición de que el autor (digamos Alberto Hernández, aunque podría ser cualquiera de nosotros) va caminando por una calle de Niza, o de Viena o de Lima y ve al poeta Vallejo sentado en un banco de una plaza. Sí, a César Vallejo en persona, un poeta que cuando estaba vivo y a la mano, los que tenían que verlo y escucharlo no lo hicieron. O muy pocos. Vaya, una oportunidad perdida.

El autor, digamos Alberto o quien sea, se pone a hablar con Vallejo y a sugerirle cosas, juegos, conversaciones, imaginaciones y Vallejo no se pierde esa oportunidad de imaginar en la imaginación. Una oportunidad extraordinaria que se extiende hasta nosotros.

Disfrutemosla. Yo la disfruté y presupongo que también ustedes lo harán. Por qué no.


Graciela Bonnet


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Alberto Hernández

1.-
Veo a César Vallejo sentado en un banco de una plaza en Niza. Paso por un lado y lo saludo. No me responde. Me alejo de él y lo observo: mi cámara fotográfica tarda un poco en asimilar la luz mortecina de un invierno tosco y sordo. El poeta tiene una pierna doblada sobre la rodilla de la otra. Los brazos cruzados. El pelo recién peinado. Su perfil incaico hace que los paseantes se fijen en su rostro de piedra.

Camino frente a él y lo oigo decir:

André Breton cuenta que Philippe Soupault salió una mañana de su casa y se echó a recorrer París, preguntando de puerta en puerta:

-¿Aquí vive el señor Philippe Soupault?

Después de atravesar varias calles, de una casa desconocida salieron a responderle:

-Sí, señor, aquí vive el señor Philippe Soupault”.

Noté una leve arruga en el lado izquierdo de la boca de Vallejo. Creo que sonreía. Su rostro pétreo, color tierra, recibió una porción de nieve que, momentáneamente, lo cegó.

Entonces dejó de sonreír y se limpió la cara.

A su derecha, como esperando que algún pájaro cantara, apareció el señor Soupault con un paraguas.

2.-

Pensé en la locura de Vallejo, en ese impulso profundo del espíritu que hace que hable y se deje oír. Accioné de nuevo la cámara y volteó a verme. Ahora, pensé, lo tomaré de frente. Me apuntó con la mano con la que escribió “Trilce” y me dijo:

“Un detective que figura en una novela de Chesterton, empeñado en encontrar el lugar donde se ocultaba un criminal, dio con él, guiado y atraído por ciertos detalles raros que ofrecía, en su arquitectura, la casa donde estaba escondido el delincuente”.

Cerré los ojos para imaginar la cara de Chesterton y me aparté un poco del alucinado poeta de las alturas andinas. 

Cada vez que habla, relata una breve historia. Creo que está lleno de ironía y burla. Ah, es surrealista un tanto el poeta, me digo a mí mismo como si yo no fuera yo mismo.

3.-

He permanecido mucho tiempo bajo el cielo borroso de Niza con la sola intención de espiar a César Vallejo. Y cada vez que lo veo, se me ocurre una historia que no logro contar, pero sí lo oigo pronunciar:

“Le vi pasar tan rápido, que no le vi”.

Oigo la risita entrecortada del hombre sentado. Pienso en Rodin y elimino la idea de este texto. No es Rodin, es Vallejo, quien en un pequeño salto existencial pronuncia en perfecto peruano:

“Estuve lejos de mi padre doscientos años y me escribían que él vivía siempre. Pero un sentimiento profundo de la vida, me daba la necesidad entrañable y creadora de creerle muerto”.

Casi se ahogó al final de la última palabra pronunciada. Se levantó del banco invernal y cerró los párpados con fuerza. Me miró y se sentó de nuevo. Imaginé –siempre imagino- con la intención de que lo volviera a retratar. Pero no se me ocurrió.

Balbuceó con sorna:

“Un personaje teatral: un ciego que dice y siente cosas formidables para los que tienen sus ojos”.
Me hizo pensar. 

Una señora culona pasó empujando un coche con un cerdito muy bebé. Vallejo se incorporó y lo miró, entonces abrió la boca con cierta desmesura, cosa rara en él, y sopló:

“Mi amargura cae jueves”.

Poeta, fue poeta un rato. Pero después, dejó a un lado al poeta que era:

“Un transeúnte dice:

-Tome usted 5 soles.

-Gracias. No.

-Agárrelos, por favor.

Etc., etc.”

Y se echó a reír. Casi llora.

4.-

Anochecía en el parque. Ya no lo veía casi. Un retardo en la iluminación, o la niebla, no me dejó captarlo muy bien. Sin embargo pude escuchar:

“-Te debo 20 francos; préstame 5 y te quedaré debiendo 15. ¿Comprendes?”

Tosí con ganas de reír, pero me abstuve.

Me aparté de él y me escondí detrás de un árbol cuyo tronco era inmenso. Él se levantó del banco y sacó un paraguas del bolsillo con una naturalidad increíble.

Me pasó por un lado con el paraguas abierto. Se dirigió a mí con paso ligero y soltó:

“-Va a hacer caca y por eso se pone los anteojos”.

Y en diciendo esto, se perdió en la oscuridad.

No era raro en él.

(Todos los textos de Vallejo fueron tomados de “Contra el secreto profesional”, libro publicado por el Fondo Editorial Tropykos, Colección Paria, Caracas 1992).



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Graciela Bonnet


 Nació en Córdoba, Argentina, en 1958. Es Licenciada en Letras por la Universidad Central de Venezuela (1984). Ha trabajado 25 años como correctora de pruebas y supervisora de ediciones por contrato para todas las editoriales venezolanas, entre ellas Monte Avila, Planeta, Biblioteca Ayacucho, ediciones de la Casa de la Poesía, Pomaire, Eclepsidra, Santillana, Editorial Pequeña Venecia, La Liebre Libre. Experiencia de tres años como redactora free lance para una editorial de libros de autoayuda. Escritora fantasma (sin firma) realizó investigaciones para crear libros, novelas, tesis y monografías.Es dibujante amateur. En 1997 el grupo editorial Eclepsidra publicó su poemario "En Caso de que Todo Falle." En 2013 editorial Lector Cómplice editó "Libretas Doradas, Lápices de Carbón" En el año 2000 participó del encuentro de Mujeres Poetas en Cereté, Colombia.




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Alberto Hernández

Nació en Calabozo, estado Guárico, el 25 de octubre de 1952. Poeta, narrador y periodista. Se desempeña como secretario de redacción del diario “El Periodiquito” de la ciudad de Maracay, estado Aragua. 

Fundador de la revista literaria Umbra, es miembro del consejo editorial de la revista Poesía de la Universidad de Carabobo y colaborador de publicaciones locales y  extranjeras. Su obra literaria ha sido reconocida en importantes concursos nacionales. En el año 2000 recibió el Premio “Juan Beroes” por toda su obra literaria.

Ha publicado los poemarios La mofa del musgo (1980), Amazonia (1981), Última instancia (1989), Párpado de insolación (1989), Ojos de afuera (1989), Bestias de superficie (1993), Nortes (1994) e Intentos y el exilio (1996). Además ha publicado el ensayo Nueva crítica de teatro venezolano (1981), el libro de cuentos Fragmentos de la misma memoria (1994) y el libro de crónicas Valles de Aragua, la comarca visible (1999).  Recientemente ha publicado «Poética del desatino» y «El sollozo absurdo».


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