Estimados Amigos
Hoy tenemos el gusto de compartir un texto de nuestro amigo Héctor Seijas que es un inédito en la red. Por eso se publica hoy miércoles en el blog, recuerden que en el pasado el día de los estrenos cinematográficos en Venezuela. Era otra época y otro país.
Deseamos disfruten de esta propuesta literaria.
Atentamente
La gerencia.
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El
tema de las ratas y la ciudad asediada por las ratas cautivó mi imaginación y
convirtió mi trashumancia urbana en una especie de alerta latente ante la
amenaza velada de estos roedores inteligentes y multitudinarios cuyo número
supera la suma global de la humanidad. Puedo si lo deseo realizar un recuento
de la historia de mi convivencia con las ratas a lo largo de los distintos
domicilios. Ahora viene a mi mente la imagen de una rata electrocutada. Estaba
trasparentada en su propia y pulida calavera con los dientes todavía aferrados
a un cable de alta tensión. Lo había mordido al olisquear el papel que envuelve
el centro del cableado. Y el mordisco la había paralizado en una tensión de
chispas que la chamuscaron por completo y la dejaron como un peine de huesos
limpios y finos. Los colmillitos deben haber crecido uno o dos milímetros
después del chispazo fulminante. Sin duda, una muerte digna de una rata. La
otra rata que merece un lugar en esta épica alucinante de nuestras vidas con
ratas; era una rata gorda y sarnosa. Una rata gorda, sarnosa y anciana que ya había
perdido, a causa del peso; la vivacidad y la rapidez pero en cambio parecía
poseer una “cierta” sabiduría, antes de proseguir cualquier empresa peligrosa,
como todo lo peligroso que nos rodea. Y así uno se acostumbra a pasarla
agazapado, orillando la sombra en medio del tráfago de las aceras
convulsionadas. Como aquella rata gorda, sarnosa y vieja que ya había recorrido
todos los laberintos fangosos y todavía le restaba aliento para salir a la
superficie por las noches y encaramarse en mi catre de estudiante. Lo hizo unas
dos o tres veces. Y llegó hasta mi vientre y desde allí quiso seguir hasta mi
pecho y fue la primera vez que me levanté espantado y la vi en medio de la
oscuridad: gorda y anciana. ¿O fue ella quien me miró a mí? Por poco me habla.
Casi me habló. Lo que quiero decir es que me miró con sus ojillos de rata corrida
en siete cloacas. Una rata de las alcantarillas sobre mi pecho a medianoche
mirándome con unos ojillos de vietnamita. Como si hubiera venido desde los
remotos albañales a transmitirme una clave o un presagio; pero de tal modo tan
enigmático que no terminaba de entender lo que quiso decirme con su mirada de
vieja descreída del mundo y los albañales. La segunda vez –creo que fue la
segunda–; dentro de mi memoria evaporada de bencedrinas yo estaba comiendo
sobre un tablón que había improvisado para que me sirviera de mesa y a la vez
de escritorio. Unas lentejas, el alimento anti-literario por excelencia. Las
emblemáticas lentejas. Y de pronto siento que algo gordo roza el empeine de mi
pie con asquerosa lentitud. Era ella otra vez, lo supe sin tener que cerciorarme bajando la vista por
debajo de la mesa-escritorio, en donde yo conjugaba el oficio de las letras con
la asiduidad de una cocinilla eléctrica. Ni me moví. La dejé que se arrastrara
y continuara su trayecto. Puesto que no deseaba interrumpir el almuerzo con las
ganas de vomitar. Respiré profundo y contuve el asco. No podía darme el lujo de
vomitar porque a mis tripas tan solo habían llegado unos pocos gramos de
lentejas con arroz, unas dos cucharadas, antes que la rata gorda y anciana se
paseara lentamente con su peso de cloaca moribunda. No la volví a ver. Quizá
fuera esa la última vez que compartía con un mamífero terrestre como yo,
devorador de lentejas y arroz. Me pregunto: ¿Adónde habrá ido a morir esta rata
anciana y solitaria, luego de haberse despedido de mí? Seguramente convivía
conmigo por debajo del piso, más abajo del friso superficial, y escuchaba mi
respiración y adivinaba mis sueños con solo olisquearme desde abajo, desde su
guarida silenciosa y oscura. Ella me conocía desde antes y yo la conocí a
última hora. Tuve miedo por la posibilidad de contraer la sarna. Incluso pensé
en la rabia. En el caso de que me hubiera mordido o rasguñado mientras dormía.
Entonces decidí acudir al dispensario, donde un médico con acento andino me
dijo que las ratas, todas las ratas provenientes del río San Pedro, estaban
sanas. Que no tenía por qué preocuparme y que en todo caso –me recomendaba–
hacer como hacían en su pueblo, donde preparaban una especie de cemento con
vidrio molido y que tapara cada uno de los orificios por donde podían salir y
así, como roen y roen al roer se tragaban las partículas de vidrio y quedaban
secas allá dentro de sus agujeros tapiados. Vaya mundo inmundo de las ratas que
no sé por qué me ha llamado tanto la atención. Al punto en que los médicos me
han diagnosticado delirios zoomórficos, de acuerdo con lo que me explicó y que
yo acerté a comprender de las palabras del Doctor Blanco, el jefe psiquiatra
encargado de mi caso. Por órdenes expresas del tribunal que me confinó a este
sucio manicomio que a veces imagino como una página arrancada de Los miserables, la novela del gran
Víctor Hugo. El Doctor Blanco le hace honor a su apellido. Su presencia es tan
pulcra que parece sacado de una caja de detergente. Lo concibo como un agente
que pugna por la asepsia, a pesar de la amenaza contaminante. Sus blancas manos
están como recubiertas por una segunda piel de látex. Los atuendos de médico
son tan blancos como los del doctor Kildare. Libra una lucha sin cuartel contra
microbios, ácaros, bacterias, hongos microscópicos y virus virulentos, valga la
redundancia. Y, por supuesto, contra personas como yo, ante las cuales guarda
la debida distancia para no contaminarse ni siquiera con las palabras. Solo
hace preguntas. Muy breves y precisas y casi nunca mira de frente, siempre lo
hace sin despegar los ojos de la hoja de vida del paciente, como si allí únicamente
fuera capaz de anotar con inigualable letra los enigmas del diagnóstico. Por
cierto, las pocas palabras que brotan de la boca del Doctor Blanco también son
blancas; redondas como píldoras y asépticas. Yo creo que al final el Doctor
Blanco también sucumbió a la peste que se propagó por la ciudad y por el
interior del país, llegando incluso hasta las selvas recónditas del Orinoco y
el Amazonas. La misma fue avanzando lenta, progresiva y subrepticia, mientras
la sociedad sucumbía a lo largo de unas cinco décadas que duró la incubación. Presa
del delirio provocado por la cultura cavernaria de las minas (petróleo, oro,
diamantes, coltrán). Sucedía cada vez que elevaban los precios de alguno de
estos minerales, especialmente el petróleo. El país entraba en una especie de
convulsión multitudinaria, dionisíaca, sufragada con petrodólares. Comenzaban a
llegar mercancías al país, por tierra, mar y aire. Así como llegaban las
mercancías (y las putas y la caña y la droga) a cualquier mina en cualquier
parte del mundo. Pero el Doctor Blanco permanecía suspendido, ajeno, dentro de un
frasco de formol evaporado. Y no era para menos, tener que ocuparse de una
población de locos que superaba las tres mil personas, dispersas en varios
manicomios a los cuales acudía el Doctor Blanco, cabalgando horarios y haciendo
de tripas corazones. No se puede negar, hay que haber nacido con vocación para
soportar a los semejantes que como yo hemos caído por debajo de lo normal, por
debajo de lo más bajo, por debajo de nosotros mismos, en un mundo de oscuridad
y a plena luz del día. Le pregunto al Doctor Blanco ¿Si es posible que me cure
definitivamente? Durante la sesión de psicoterapia semanal que debo cumplir
para superar los rigores de este último brote esquizofrénico. Pero el Doctor
Blanco únicamente garrapatea en su expediente enigmático y yo estoy del otro
lado de su escritorio como si estuviera del otro lado de la luna ¿Y quién se va
a poner a conversar con un loco? A menos que la persona también esté loca o sea
tan ingenua para enredarse en un palabreo con un loco. Se los advierto. Si es
que desean continuar escuchando el relato de esta historia contada por un
idiota, como diría William Shakespeare. Por un loco. Es decir, el relato de una
historia reciente que concierne a mi país y a los míos y a los que no son los
míos y a los vivos y a los que ya están muertos. Pero, se los repito, narrada
por un loco. Que soy yo mismo. Aunque a veces también soy otros. Y como uno
nunca sabe como comenzar esta clase de historias y mucho menos darle una forma a priori; porque se trata de una historia
referida a un país en plena ebullición caótica; he pensado que la mejor manera
de resolver este asunto de un modo que no sea literario, ni mucho menos fastidioso, consiste en ir
escribiendo como si estuviera comenzando y a la vez terminando algo. Un presente
continúo como la música. Y es que cuando escribo mis ideas comienzan a
enfilarse como hormigas dentro de un bosque bien tupido. Poco a poco forman
tropas y filas y penetran el bosque donde florecen las orquídeas, las amapolas
y las serpientes verdes y amarillas cuelgan de los arbustos. Así es mi mente a
veces. Otras es un acantilado y otras un abismo de Prozac. Pero cuando escribo,
cuando logro hacerlo en los récipes desechos, experimento rasgaduras de la luz
en mi interior que me permiten observar el mundo de los humanos como si se
tratara del mundo de las ratas. Es decir, el inframundo humano. Y cuyo anónimo
escenario es la ciudad completa y el país completo que miro alrededor, desde mi
guarida roída de ideas y pensamientos. En un país lleno de locos. Y de ratas. A
veces me pregunto ¿Si será posible aislar la locura en un microscopio y
analizarla como se hace con una bacteria o con un gonococo? En una ocasión
logré formularle esta pregunta al Doctor Blanco (ese día mi lengua tenía algo
de flexibilidad) y lo único que acertó a decirme fue que en todo caso la
demencia no era como un tumor o una úlcera que podía verse con rayos x ¿Y
entonces como podía probar ante los tribunales que no estaba loco si ni siquiera
poseía una radiografía de mi alma? Imposible. Todo dependía de los informes que
eran tramitados directamente desde el manicomio al juzgado. No tenía otra salida
sino aferrarme a los papeles garabateados con angustia a cualquier hora sin que
se notara la rareza de mi ocupación –entre tantos personajes que me rodeaban–
cada uno poseído por un tics o por una apariencia grotesca. Como el loco
Cabecita, que era microcéfalo, había nacido con la cabeza tan pequeña en
relación con su cuerpo robusto. No sé si Cabecita en realidad estaba loco o era
que lo habían encerrado al igual que a la mayoría de nosotros por presentar una
anomalía que podía infundir temor o peligro a la familia y la sociedad. Y en su
caso se trataba de su pequeña cabeza. La gente que no estaba acostumbrada a
verlo se sorprendía y luego se asustaba hasta que alguien le calmaba y le decía
que no se preocupara que Cabecita era totalmente inofensivo, que no hacía daño
y que incluso era de los pacientes más destacados en las labores agrícolas que
se realizaban en las adyacencias de los pabellones. Puede decirse que esta ha
sido mi cartografía psicodélica. Eso sí, con sus respectivas pausas de libertad
condicionada, lo que yo equiparo a las salidas de Alonso Quijano, alias El
Quijote.
Durante esos intervalos logré desempeñarme en cantidad de oficios y
hasta pude sobrevivir casi una década en la Universidad para licenciarme en
Letras. Me casé varias veces y tuve hijos, amigos y enemigos a granel. Éstos
deben estar muy contentos al saber que me encuentro embarrado con mi propia
caca alucinante. Pero eso significa que me temen y que han hecho lo posible,
detrás de los telones donde la intriga ensaya comedias y a veces tragedias, por
mantenerme a raya dentro de este panóptico inmundo. Cada hoja de récipe que
lleno con mi letra difícil de mano engarrotada por el Seconal Sódico, es una
hoja desprendida del árbol de la demencia. Yo soy otro que tiene la necesidad
de hablar consigo mismo para no estallar como una bomba de mierda. Y cuando
estuve libre en la calle, o eso se cree uno que está libre porque está en la
calle, logré mimetizarme con los paisajes, las personas, los animales y las
cosas que me rodeaban. Pero a diferencia del manicomio, donde la comida apesta,
pero es comida al fin y al cabo, en la calle había que pelear por la comida,
así como en una sabana africana. Lo que fuera para no sucumbir de hambre. Y
entonces, comenzaba la batalla de las equivocaciones. Y me estrellaba ante la
mole de una chamba cualquiera, cuando yo lo que quería era ser poeta y ganarme
la vida dando clases de literatura. ¿Cómo llevar a cabo semejante proyecto en
medio de una pradera africana? En primer lugar había que armarse de valor. Y si
llegara a prostituirme también tendría valor. Y así lo hice. Buscaba trabajo en
medio de la pradera africana. Algo que fuera digno, así fuera poco. Pero que
va, la lucha entre depredadores no conocía la tregua. Y no hay nada más
peligroso que una rata de dos patas. Es decir, un ser humano. Usted, yo, ella y
él. Los vivos son peligrosos, los muertos no. Esta sentencia me la transmitió Juan
Carlos “El Tanatologo”. Pero vayamos por partes, o, por partículas. No
olvidemos que aquí lo que se trata de escribir debe comenzar y recomenzar cada
vez como el mar que prefigura el poema de Paul Valery. Y Siempre. Tiene que ser
así porque no hay método. El mar no tiene método ¿Y quién le ha encontrado un
método a la demencia? En todo caso, sigo la ruta sin fin de mi carretera. Pues,
como se sabe, todo loco tiene su carretera y yo tengo la mía y la recorro
dormido y despierto. Y en esa ruta sin norte ni sur conocí al Tanatologo;
precisamente cuando me encontraba en medio de la pradera en busca de alimento,
es decir, de trabajo, de chamba, conseguí un empleo de mayordomo en la
funeraria Vallés. Una ocupación remunerada que me permitía comer y dormir a
salvo de los demás depredadores. Incluidas, en primer lugar a las ratas, a mis
congéneres. Recibo un mensaje vía celular de un interlocutor. Uno de los
pacientes que tiene salida los fines de semana ha logrado meter al manicomio un
teléfono que alquila a precios exagerados. Atiendo el mensaje escrito por mi
interlocutor en la vida real y cotidiana de este año 2016. El paciente operario
del teléfono clandestino es un joven boxeador caído en desgracia a causa del
crack. Pero es un comerciante innato. Tanto las llamadas como los mensajes
tienen distintas tarifas. El teléfono también cuenta con las funciones de
internet, pero esta función forma parte de otro menú de tarifas inaccesibles
para la minoría de los locos que puede pagar el uso furtivo del aparato. Les
advierto que no tengo tiempo ni manera de recortar la realidad que reseñan y
repotencian los diarios y el internet porque la ensalada sería fraudulenta. Una
ensalada editada con recortes de periódicos y noticias y otros escamoteos de la
información que se reproducen como células cancerígenas en el universo
internauta. Aunque contamos con un televisor en el área de recreación. El
Interlocutor. Desde ahora comenzaré a referirme al Interlocutor con “I”
mayúscula: “Hi, me pregunta: ¿Cuántas veces viste a Adriano González León con
una pea o dormido sobre una barra? Le respondo por escrito y lo más breve
posible: N veces. Yo era un estudiante de letras merodeador de luminarias
bohemias. La barra del Camilo se podía ver desde la puerta de la calle. Otro
que dormía peas en público era Pancho Massiani. A éste uno podía verlo a
cualquier hora dormido en una mesa del Callejón La Puñalada. Y a Peluca tuve
que cuidarle N veces las peas dormilonas para que no le bailaran la cartera”. La
imagen que mejor los describe, uno de Los Caprichos de Goya: La pesadilla de la razón. Aparecen unos
murciélagos revoloteando sobre la testa del durmiente. La mesa pareciera estar
ubicada, o des–ubicada, en un rincón del universo. Así los veo, reflejados
desde la negrura de los ojos del Tanatologo, habituados a una noche sin fin. Su
propia noche acumulada en sendas ojeras donde los ojos estaban como incrustados
en una piel lívida cuya edad no tenía edad. Seguramente el contacto directo y
cotidiano con los cadáveres de la morgue le había transmitido la coloración
tenue y amarillenta. Siempre muy circunspecto, algo derivado también del
silencio de la morgue, pues, cada vez que debía ocuparse de un difunto pedía
que lo dejaran solo. Además, la mayoría de las personas que laboraban en la
funeraria carecían de lo elemental para dialogar con el Tanatologo. Choferes de
limosinas, camareras, empleados de seguridad, en fin, una cáfila de zamuros,
cada quien ocupado en su trabajo azteca. Llevado a cabo con desdén. Y hasta con
cierto desprecio por los difuntos a los cuales solían ponerle apodos mordaces,
como aquel señor gordo dueño de una panadería en San Bernardino a quien llamaban
algunos empleados –durante el lapso de las exequias– La Mortadela. Estos empleados
debían de ser unos de los vivos tan temidos por el Tanatologo. Todos ellos, o
casi todos y todas, vivían dentro de la funeraria como si vivieran dentro de un
solar habanero o en una casa de vecindad caraqueña. Cada quien ocupado en el
rebusque del pan y muy atentos a las maledicencias de los compañeros. Hasta
integrar una red de operarios en torno a La Pelona, que, por cierto, solía ser
la convidada de piedra en estos eventos sociales que duraban entre doce y
veinticuatro horas de acuerdo con la importancia y categoría del difunto. Y que
los hubo célebres durante mi estadía en este recinto afanado de zamuros donde todo
era negocio. Y el trato y arreglo de las “Mortadelas” más lucrativo y fácil que
la minería y que el contrabando. Una
industria indetenible que proveía de un chorro de dinero que no cesaba ni de
día ni de noche. El Tanatologo exponía –solo para mí– en el tiempo que había
entre uno y otro velatorio, luminosas ideas acerca del negocio de los muertos.
Aunque para él no solo podía significar un negoción, tal como lo era para el
caso de la familia Vallés-Hernández, los propietarios de la funeraria. Además
aderezaba –casi siempre con los brazos colgando de las mangas del paltó como alas
quietas– imágenes funerarias de los egipcios y hablaba de las técnicas de
embalsamamiento. Un catálogo exótico para los clientes sofisticados. Pues, sí
que los había. Y también caprichosos. Pero los dueños no tenían ningún interés
en el arte –aseguraba–. Una vez me confesó que había aprendido, o, más bien,
descubierto por cuenta propia el oficio de la “tanatología” aplicando las
mismas técnicas del maquillaje ilusionista. Estas técnicas las había aprendido recorriendo
pueblos y ciudades con el Circo de Los Hermanos Bell. Se fugó de su casa y se
fue con el circo, hasta el día en que invirtió las técnicas –según sus propias palabras–
y las aplicó a los difuntos. La lógica y una porción de absurdo le permitieron
acertar. Y en lugar de dibujar o simular una herida podía desvanecerla. Y así
para el resto de las muertes por accidentes; sobre todo éstas últimas.
Requerían cada vez de inventiva e ingeniosidad, puesto que los accidentes
lograban desfiguraciones irreconocibles. Entonces El Tanatologo solicitaba una
fotografía del difunto y aplicaba unas fórmulas que mantenía en secreto. El
Tanatologo les devolvía a los difuntos la identidad perdida detrás de la
máscara de la muerte. Los maquillaba y los taponeada con mucha delicadeza y
hasta lograba que su trabajo de ilusionista fuese –en más de un aspecto–
artístico. En una ocasión logró quitarle a una anciana un bojote de años y
cuando los nietecitos fueron a verla, huyeron espantados y reclamaron a los
familiares: esa no es mi abuela. Y encapsulado –como estoy en la primera
persona del singular– me pregunto: ¿Por qué me será tan difícil escribir desde
la tercera persona? La única persona de
la cual no puedo escapar es mi propio yo. Es también mi propio mal. Como
desearía proyectarlo hacia las otras personas del verbo y alejarme del
confesionario. Y no tener que repetir que el Doctor Blanco odia a las bacterias
como yo. Las mantiene a raya. Para ello cuenta con una prótesis inteligente. Y
es que pareciera que el ojo clínico del Doctor Blanco poseyera la capacidad de
un microscopio capaz de averiguar en la mente de los locos los síntomas de esto
y aquello. Aunque, en lo que a mí respecta, lo considero imposible. Es como si
yo quisiera meterme en la cabeza de una segunda o tercera persona y desde esa
cabeza mirar y hablar en relación con un mundo ficticio que no es otra cosa
sino literatura confeccionada. Un híbrido que carece de realidad porque se
agotó históricamente y porque además ¿Quien posee un microscopio capaz de
llegar hasta la célula madre de la demencia? Y eso es lo peor que le puede
suceder a un loco que se encuentra desnudo a plena luz del día y cuyo domicilio
es imprevisible. Hoy puedo estar en este manicomio y mañana estar sentado en
una plaza contemplando las miserias de una ciudad podrida como Caracas. Aunque
–como ya lo he dicho– la peste no conoce tregua. Y puede manifestarse desde un
punto de vista metafísico, más allá de las enfermedades físicas. La locura es y
no es. Y al mismo tiempo es indecible. A lo sumo –me refiero a los legos; no
especializados en la materia– puedo llegar a establecer una traducción. Cuando
no una caricatura. Y hasta un retrato fidedigno acerca del aspecto de un loco;
pero habría que estar loco para comprenderlo. Y sucede que la mayoría de los
locos están a tal punto locos que le es imposible llegar a un grado tan
significativo de iluminación. Ya lo creo así. Y nadie me saca de mis cabales. Quise
decir, de mis desbordamientos y de mis desmadres cerebrales. El enfermero se
acerca a mi catre de loco bajo dominio psicoquímico y me pasa la mano por
debajo de la piyama y me dice o más bien me aconseja que cuando salga del
manicomio y si es cierto que soy escritor, pues, que no pierda la ocasión de
escribir sobre el manicomio. Que a él no sé por qué le parece un tema
interesante y digno de ser rememorado. Y al mismo tiempo escabulle su mano de
enfermero sadicón por debajo de mi piyama de loco indefenso a causa de la
parálisis que provoca el Haldol cuando es suministrado sin la compañía del
Akinetón. Otro psicofármaco con nombre de faraón egipcio ¿Y qué casualidad? Ahora
lo veo como un grano de arena o un pedazo de vidrio o lentejuelas o delirio
pulverizado. Y puedo relatarlo en primera persona y traerlo al enfermero a este
presente que no deja de ser mierdoso y confuso al extremo de la hibrys. O la máxima comedera de mierda
que jamás se haya visto. Y no solamente mierda metafísica o mierda moral.
Mierda moral y mierda violenta. Toda clase de detritus acumulado. Y me digo:
qué arrecho es el ser humano; peor que todos los animales. Y hasta me veo
hablando como Fernando Vallejo. El peor animal de este planeta es el ser
humano. No cabe duda. Es el peor de todos y por eso fue expulsado de todos los
paraísos. Y lo único que podría sustituir a un paraíso es un hogar; pero en un
mundo donde todos somos inquilinos. Esto es algo muy difícil cuando no
imposible. Y aquí me tienen como una muestra. Al punto en que desearía que esta
escritura fuese lo suficientemente trasparente para que ustedes pudieran
asomarse a la demencia y que me digan si detrás del horizonte aparece algún signo.
Alguna prueba fehaciente que les impida equivocarse de nuevo respecto a mi
persona. Así lo creo. Y de ahora en adelante no descansaré hasta que pueda
recuperar las partículas que quedaron desparramadas como las miserias que las
ratas dejan después de un intenso festín de basuras.
Héctor Seijas
Héctor Seijas
Ha publicado: La posibilidad infinita (1989); La flor imaginaria (1990); Cuadernos de pensión (1994); Cruz del Sur, una revista, una librería, una causa (2002); Comprensión de nuestras ciudades (2005); Siete poetas rumanos (2009); Caracas revisited. Una poética de la nocturnidad (2010); Amada Caracas. Antología esencial de la ciudad contemporánea (2014) y El spleen de Caracas. Crónicas en el bajo mundo (2015). Ha colaborado en publicaciones periódicas de larga enumeración. Fue jefe de redacción de la revista A Plena Voz y durante la cuarta república trabajó como docente en barrios de pobreza crítica para el ministerio de la Cultura, la Biblioteca Nacional, el Ministerio de la Familia y otras instituciones. Hasta el año pasado (2015) se desempeñó como cronista en El Correo del Orinoco, pero fue desalojado de allí por una junta interventora. En la actualidad, integra el Ejército de Reserva del Proletariado, a causa del desempleo inducido por el macartismo y la lumpen burocracia que prevalece. Por ahora.
P.D.: En busca de editor: Los asesinos del zen. Crónica de los hombres infames (2016).
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