Crónicas del Olvido
LOS ABUELOS DE LA LENGUA: LAS VOCES QUE HOY NO DEBEMOS OLVIDAR
(Un breve paseo por don Ángel Rosenblat)
**Alberto Hernández**
Los abuelos son los constructores de nuestra lengua. Son los hacedores de muchas de nuestras expresiones. Cada abuelo, cada abuela (son las más cumplidoras) lleva un morral de antiguas expresiones castellanas y criollas que abundaron en nuestra carrera hacia la adolescencia y luego hacia la madurez. Muchas se pierden o se han perdido en el tremedal del tiempo. Pero es bueno darle crédito a quienes han hecho posible nuestro diccionario cotidiano.
Los que somos llaneros llevamos un “por si acaso”, una “marusa”, una “faltriquera”, una “mochila”, una “chácara” de voces, que nos salvan a la hora de salir de un escollo. O embrollo. Igual pasa con los orientales, que son muy decidores; con los zulianos, que escandalizan con su inteligencia adjetiva; con los andinos, tan sosegados pero a la hora de las verdades tan entregados a darlo todo por sus razones, y así con los caraqueños, chuscos, más domeñados por el Ávila y sus vertientes venidas del abra geográfico. Pero bueno, los venezolanos somos herederos de esos abuelos que nos dignifican con sus refranes, decires, recreaciones, invenciones, insultos, regaños, citas, aforismos y hasta relatos breves que se han convertido en literatura.
Existe toda una lexicología sonsacada de los fogones, de las salas de costura, de los patios, de las habitaciones iluminadas por grandes ventanales con poyos para sentarse a ver el atardecer o la noche y huir del calor tropical.
Pensarán los lectores que sólo se trata de los abuelos de la casa. Me refiero a los abuelos de la lengua, aunque, por supuesto, tocaré a los míos, a los que nos ayudaron a saber que existe una manera de decir, de crear, de inventar y de tener por cierto y propio un idioma que viene de muy lejos y que seguramente muchos de ellos no supieron de su origen. Pero, no importa.
Tan abuelo nuestro es Cervantes, Quevedo o Antonio Machado como los padres de mi mamá y de mi papá. Y los abuelos de mis amigos, que también decían sus cosas de las que aprendimos mucho.
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El registro se hace casi imposible de completar porque la voz no descansa. La edad no tiene freno y el idioma mucho menos. Claro, no hay idioma sin voz. Pero en los libros reposan esas que pronunciaron el mundo pensado, mirado, tocado, amado y odiado.
Uno recurre al “Refranero Español” (Edit. Cultura, Barcelona, España, 1999) y se tropieza con muchos refranes que llegaron de la península y se quedaron aquí. Unos muy antiguos que fueron vaciados por la boca de los primeros hombres y mujeres que costearon en las barcazas conquistadoras. Más tarde, paso a paso, arribaron otros que se asentaron en la memoria de los habitantes de Venezuela.
Mucha gente opina, y podría tener razón, que los refranes son ecos de una cultura superficial, de “autoayuda”. Que se trata de facilismo. Debemos recordar que quien inventa los refranes, generalmente, es gente iletrada que nos enseñó a leer desde su ingenuidad. Es ya de “cajón” que fue un iletrado el que creó las letras y luego la lectura. Todo viene de otros saberes, y los refranes son decires que arrastran sabiduría. De esa experiencia se desprende el saber, y luego se hace conocimiento.
Literatura hay mucha donde los refranes son parte de su anatomía. Cervantes, los autores del Siglo de Oro, la picaresca española, el antiguo teatro hispano…allí respiran aún muchos de esos decires, portátiles a la hora de querer rellenar una conversación. O de cerrarla con rabia, ironía, cariño y el sentimiento que puedan albergar esas pocas palabras. Los aforismos, tan respetados, son parte del cuerpo original de los refranes. Un buen refrán contiene un aforismo. O al revés.
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(En este instante me viene a la memoria, no refranes ni aforismos, algunas palabras que formaron parte de la cotidianidad de nuestras abuelas, pero que con ellas, con esas palabras, se podían armar expresiones que se aproximaban o eran tomadas como refranes o aforismos (no conocíamos esa palabra hasta que llegaron los estudios de literatura a nuestras vidas).
Por ejemplo: la palabra ternilla, en desuso, era usada con frecuencia por mi abuela paterna. Cualquier poco enterado dirá que se trata de una palabra inventada, que no tiene asidero en el diccionario. Pues bien, esa voz tiene un sinónimo: cartílago.
La abuela decía: “Muchacho, cuando te ríes se te ven las ternillas”. Es decir, el cartílago de las fosas nasales. O: “Me arden las ternillas”, cuando tenía gripe.
Igual usaba el verbo traer en presente en su acepción primitiva o en la suya propia, como creación personal: “Yo truje el agua”, por ejemplo. Algún eco forjado por las bridas del idioma en pleno desierto castellano. Ese vocablo es el viejo idioma que heredamos y se quedó anclado en la memoria de nuestros viejos y ahora se ha perdido para siempre, como es lógico: los idiomas también se cambian la ropa.
En algunas regiones de los Llanos, en Guárico, para ser específico”, usaban las palabras “prosisto” y “safrisco” como sinónimos de “salidos”, brincones, metiches, etc. La palabra safrisco pudo haber dado pie a “sifrino”. Igual, se nota la diferencia entre el uso de ciertas palabras diferentes en pueblos del mismo estado. Por ejemplo, en Valle de La Pascua, a la cometa le dicen papagayo. En Calabozo, “zamura”. A las caraotas rojas, las llaman en Valle de la Pascua, Tucupido, Zaraza o Chuguaramas, “caraotas pintadas”. En Calabozo y sus alrededores, “tapiramas”.
Todo eso forma parte del juego de contenidos semánticos producto de traslaciones tanto sociales como lingüísticas. Claro, todo conglomerado humano viaja con sus palabras y costumbres. Y al establecerse las imponen.
Mi abuela materna voceaba en una región donde nadie lo hacía: “Vos sabés que la vaca ya no da más leche”, decía en la explanada del hato Santa Bárbara, cerca de Guardatinajas, su heredad. Nadie más hablaba como ella en esa región. Y entre sus salidas, ésta: “Sin novedad, mijito”, cuando alguien preguntaba por su salud. Una expresión muy común en el campo de batalla: “Sin novedad en el frente”, título de una novela de guerra). Se podría afirmar, con dudas, que se trata de una expresión de uso castrense aunque la novedad siempre es o no la rutina del ser humano.
Mi abuela paterna, cuando regañaba a algunos de sus nietos porque éramos muy traviesos, nos calificaba de “Lanza e Boves”, para compararnos con la violencia o inquietud criminal del asturiano José Tomás Boves, quien desangró a Venezuela para vengarse de quienes lo habían maltratado, humillado o ninguneado.
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Una ligera revisión del arriba mencionado refranero, da cuenta de algunas expresiones que nacieron en la Península Ibérica y se quedaron un largo tiempo en esta tierra, hoy de desgracia (con el perdón de don Isaac J. Pardo).
Isaac J. Pardo. |
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En la ponencia presentada en 1967 en el Instituto Caro y Cuervo de Bogotá, titulada “El criterio de corrección lingüística Unidad o pluralidad de normas en el Español de España y América”, el profesor Ángel Rosenblat, entre otras muchísimas cosas señala:
“…ningún sistema es mejor o peor que otro. Pero ¿no es aplicable al “habla”, la realización individual del sistema?”.
Es decir, Rosenblat quiere decir que la norma es colectiva, pero que no se puede aplicar al hablante individual, toda vez que forma parte de su cultura.
Sigue (tomo a saltos algunas ideas):
“Si en lugar de tomar una comunidad indígena singular, nos detenemos en una población de los Andes venezolanos ¿hemos de aplicarle otro criterio? Oímos que la gente dice “haiga” o “truje” o “vide” o “mesmo” o “agora” o “jondo” o “máma”, como decían muchos escritores del siglo de Oro. O “máiz, bául, rial, pion, mestro, Rafel”. O “busté” o “su mercé”…
Continúa el maestro:
“…O “teníanos, queríanos” (“Teníanos hambre”, “Queríanos comer”). O “trajites”, “juites”…”.
Voces criticadas, decimos en la ciudad, por estar “mal dichas". Resulta que el viejo español que llegó a nuestro continente hablaba así. El criterio de corrección no aplica en ellos por el grado de su cultura lingüística, que sí debe aplicar en sectores cultos, escolares o académicos.
Continúa Rosenblat:
“Como el habla de esa comunidad es afín a la de otras comunidades, vecinas y lejanas, que constituyen en conjunto el mundo de habla española, nos hemos acostumbrado a considerar sus modos expresivos como dialectales y a darles la denominación, mitad comparativa, mitad peyorativa, de rústicos (…) Pero el habla de esa comunidad es irreprochable tal como es, y cualquiera que se acerque a ella, como visitante o como estudioso, debe hacerlo con el mayor respeto. Dentro de ella cabe una rica gama de matices estilísticos, desde la ramplonería más vulgar hasta la elocuencia y la gracia”.
Para quienes andan sujetos de la brida del caballo corrector, sobre todo cuando se trata de gente iletrada, es bueno seguir usando la opinión del profesor Rosenblat:
“No parece que quepa aplicar a los usos expresivos de esa comunidad unos juicios de valor extraídos de usos urbanos que han adquirido función social o política prevaleciente”.
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Dice Rosenblat:
“la fuerza coercitiva del sistema lingüístico es sin duda mayor en una comunidad estrecha. Las infracciones se sancionan con burlas o menosprecios (…) La lengua se adquiere además por aprendizaje, y todo aprendizaje es por naturaleza imperfecto o incompleto. La enseñanza, incluso la de la lengua propia, es una lucha denodada y permanente contra el error. ¿En nombre de qué corrige la madre el “sabo” o el “andé” de su hijo y le impone los modos de expresión de la colectividad?¿En nombre de qué se enmienda el habla del inmigrante o del extranjero?”
En el mismo tono:
“Es injusto aplicar al habla de una comunidad un criterio de corrección exterior a ella”.
Y así, entre otras muchas más enseñanzas, Ángel Rosenblat nos dice:
“Una lengua no es una suma de variedades dialectales, sino una integración”.
Queda mucho más en el faltriquera. Quedan muchas más palabras que decir. Por hoy, está bien.
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Alberto
Hernández. Fotografía de Alberto H. Cobo.
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Alberto
Hernández, es poeta,
narrador y periodista, Fue secretario de redacción del diario El Periodiquito.
Es egresado del Pedagógico de Maracay con estudios de postgrado de Literatura
Latinoamericana en la Universidad Simón Bolívar. Es fundador de la revista
literaria Umbra y colabora además en revistas y periódicos nacionales y
extranjeros. Ha publicado un importante número de poemarios: La mofa del musgo
(1980), Última instancia (1985) ; Párpado de insolación (1989), Ojos de
afuera (1989) ganadora del 1r Premio del II Concurso Literario Ipasme; Nortes (
1991), ; Intentos y el exilio(1996), libro ganador del Premio II Bienal Nueva
Esparta; Bestias de superficie (1998) premio de Poesía del Ateneo de El Tigre y
diario Antorcha 1992 y traducido al idioma árabe por Abdul Zagbour en 2005;
Poética del desatino (2001); En boca ajena. Antología poética 1980-2001
(México, 2001);Tierra de la que soy, Universidad de Nueva York (2002). Nortes/
Norths (Universidad de Nueva York, 2002); El poema de la ciudad (2003). Ha
escrito también cuentos como Fragmentos de la misma memoria (1994);
Cortoletraje (1999) y Virginidades y otros desafíos. (Universidad de
Nueva York, 2000); cuenta también con libros de ensayo literario y crónicas.
Publica un blog llamado Puertas de Gallina. Parte de su obra ha sido traducida
al árabe, italiano, portugués e inglés.
Los Abuelos de la Lengua siempre estarán con nosotros querámoslo o no, nos enseñaron las primeras letras, su letras tan expresivas y resonantes aderezadas en el entorno del fogón tradicional de sus vidas; pero también con la cueriza del aprendizaje y las manos del amor: "Qué muchacho tan culero e incontrastable este"; "Muchacho, tráigame esa busaca"; "Póngame esa marusa con el recao de olla en la mesa"... Y nosotros elevamos nuestro "volantín", "petacas", "papagayos". Todas esas palabras y más son parte de nuestra idiosincrasia familiar y nuestras querencias atávicas... Excelente amigo Alberto.
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