Javier Márques Sánchez
A mi abuela Nati y mi abuelo Ángel les gustaba mucho Hemingway. Mis abuelos tenían tanto talento que hasta sus gustos literarios eran impecables (el de mi abuela aún lo es, porque no le gustan mis novelas; demasiado violentas). Eso pensaba cuando sólo tenía ocho, diez o quince años, y pasaba horas deliciosas sentado junto a ellos, leyendo, en el salón o en la terraza de su piso de la Glorieta Heliópolis –esa terraza con un murete inexpugnable en lugar de baldas o barrotes, que mi abuela no se cansaba de golpear maldiciendo a los arquitectos-, y aún hoy opino igual, con mi abuela leyendo sin descanso en Málaga, en casa de mi tía, y mi abuelo de tertulia con los grandes, donde quiera que sea que se reúnan los hombres que dejaron honda huella en todos aquellos que conocieron a este lado del Gran Río.
Ni El viejo y el mar ni ¿Por quién doblan las campanas? Lo primero que leí de Hemingway, don Ernesto, fue una de sus obras menos conocidas, El jardín del Edén, una novela que se editó años después de su muerte y por la que llegaron a tachar al literato de viejo verde. No es para nada una obra que se mueva en las claves habituales de don Ernesto. De hecho, si me cautivó en su momento –unos tiernos 15 años, si no me falla el reposasombreros- fue por que me hizo recordar constantemente Jules et Jim, la entrañable e inocentemente provocadora película de François Truffautt. Como en ésta, también en la historia de Hemingway hay un trío amoroso, aunque mucho más arriesgado, al jugar con la identidad sexual de una de las protagonistas, que acaba luciendo un look a lo garçon de lo más estimulante.
Con El jardín del Edén me interné en el universo Hemingway por una puerta de servicio que me permitió descubrir su mundo desde una perspectiva fascinante, tanto que ha terminado por convertirse en uno de mis autores de cabecera. Claro que, si lo pienso bien, creo que algunos de los escritores que hoy recuerdo con más entusiasmo los descubrí en la biblioteca de mis abuelos, poniendo en práctica ese juego maravilloso que es hurgar entre libros desconocidos a la espera de ser sorprendido por alguno de ellos. Y eso mismo me ocurrió con las tramas de Frederick Forsyth y John Le Carre, por quienes jamás me cansaré de defender la respetabilidad del término “best-seller”, o con la sublime mitomanía de Terenci Moix, cuyas memorias, El peso de la paja, y más aún el primero de sus volúmenes, El cine de los sábados, supuso para mí una experiencia literaria de esas que te dejan marcado, no ya por el estilo –que también- como por la historia de ese chiquillo con pocos pero selectos amigos, que renegaba de los entretenimientos que se presuponían “normales” para su edad, sexo y condición, y prefería por el contrario pasar las horas muertas viendo películas, leyendo libros de aventuras y revistas de cine o coleccionando afiches. Ya no me sentía tan sólo. Poco después, echaría mano de otra de las obras capitales de Moix, No digas que fue un sueño, y aún hoy me pregunto si aquel libro no habrá sido una influencia inconsciente en mis novelas, en esa forma de mezclar personajes reales con ficticios, o dotar a éstos de rasgos de actores conocidos. Leer la historia de Marco Antonio y Cleopatra, disfrutando entre líneas del romance ideal jamás narrado entre Dick Burton y Liz Taylor… amigo, aquello fue genial. Y mientras, de la cocina llegaba el olor de las albóndigas y la carne con tomate de mi abuela, de sus cocidos, de sus espaguetis (los mejores, con permiso de Clemenza). Porque hubo infancias felices, y luego estuvo la mía.
También en aquella biblioteca, sí, la de mis abuelos, descubrí mi primera literatura erótica, de calidad, eso sí. Nada menos que Henry Miller. ¿Qué hacían mis abuelos con Sexus, clásico entre los clásicos del genio que denunció la hipocresía moral estadounidense y sirvió de inspiración a toda la Generación Beat? La verdad, nunca lo pregunté. Más adelante descubriría en la biblioteca de mi padre Trópico de Cáncer, pero ni de lejos me resultó tan salvaje. Así que a partir de cierta edad, esperaba con cierta ansiedad la hora en la que ellos se iban a dormir la siesta para coger el libro –tapas verdes, edición de Círculo de Lectores, creo- y abrirlo al azar, para toparme con algunas de aquellas descripciones demoledoras de Miller. Recuerdo con claridad la que más me impactó, aquella en la que describía el sexo de una de sus amantes como “una maleta en la que podías guardar lo que quisieras”. Más que excitación, la lectura de Miller me produjo un gran desconcierto ante aquella desconocida –para mí- capacidad estimulante y provocadora de las palabras. Cuando algún amigo se quejaba de tener que ir a ver a sus abuelos, porque eran “un rollo”, yo pensaba en los míos y sonreía. Mis abuelos eran tan guays que le escandalizarían.
Me encantaba que fueran tan asombrosamente lógicos para todo, lo que les llevaba a abordar con naturalidad cualquier cuestión. Aún me maravilla y emociona recordar las charlas que mantenía durante interminables paseos con mi abuelo, las manos a la espalda, desde política y filosofía a religión o sexo. Creo que no dejamos página sin comentar del voluminoso Origen de las especies de Charles Darwin, que mi abuelo estuvo leyendo y anotando con tanta dedicación durante un largo periodo entre otras lecturas más distendidas. Lo mejor de mi abuelo es que a cualquier tema, por insignificante que pudiera parecer, era capaz de dotarlo de una trascendencia asombrosa, desmenuzártelo, y de la forma más sencilla y humilde, hacerte reflexionar sobre él. ¿Habéis visto esa reciente entrevista con José Luis Sampedro, hablando sobre el 15-M? (si no lo habéis hecho, no os la perdáis aquí). Pues me hubiese encantado ver un mano a mano entre don José Luis y don Ángel. Canela pura hubiese sido combinar dos mentes tan brillantes y dos espíritus tan libres.
Frederick Forsyth |
¿Y a qué venía todo esto? ¡Ah, sí! Este año se cumplen cincuenta años de la muerte de Ernest Hemingway. Enfermo de Alzheimer, maltrecho físicamente tras dos accidentes de avión, gordo, deprimido y alcoholizado, el literato no soportaba observar su decadencia. Así que tal día como hoy, al amanecer del 2 de julio de 1961, escogió una de sus escopetas de caza y se voló la cabeza. En España, su amigo Juan Belmonte, al conocer la noticia, se limitó a susurrar “Bien hecho, amigo mío”. Un año después, el propio diestro se descerrajó un tiro.
Terenci Moix |
Hace ya más de quince años, casi veinte diría yo, desde aquella primera vez que leí a don Ernesto, sentado en el sillón orejero de la salita de mis abuelos –Ikea mola, pero la comodidad del sillón orejero la tienen aún por conquistar-. Desde entonces han pasado por mis manos todas sus obras, en una época además en la que hacía el pino puente por conseguir algunos títuloss incomprensiblemente descatalogadas, como el magnífico texto taurino El verano peligroso. Hoy, por suerte, creo que todos sus trabajos están disponibles. Sin embargo, un consejo a los neófitos: dejaos de ¿Por quién doblan las campanas?, demasiado artificial; de Adiós a las armas, demasiado empalagosa; de El viejo y el mar, demasiada agua; de Las verdes colinas de África, demasiado revisada; de Al otro lado del río y entre los árboles, demasiado triste… Si queréis leer una novela de Hemingway, apostad por Fiesta o, mejor aún, por París era una fiesta (sobre aquellos “días pobres, pero días felices”). Aunque si de verdad queréis alcanzar a vislumbrar la grandeza de don Ernesto, esas composiciones afiladas, certeras y adictivas, apostad entonces por los relatos. Magia pura, como un dry martini helado, servido por una chica bonita que vaticina tu futuro inminente con una sonrisa. Maravilla tras maravilla, esos relatos. Un recital literario capaz de hacer llorar, sonreír, estremecer…
Y también podéis leer El jardín del Edén, claro, la novela de un supuesto viejo verde que, sin embargo, logró plasmar en esas páginas con inusitada ilusión y frescura, digna de una juventud aún no extinguida, el encantador placer de sentirnos vivos y de experimentar con el amor y el sexo para celebrarlo.
PD: Mientras tecleo estas últimas líneas veo en la estantería el lomo rojo de Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar. Sobresale ligeramente un trozo de papel amarillento, cuidadosamente cortado, a modo de punto de lectura. Sigue estando en la página 52, desde hace seis años. Algún día, abuelo, lo terminaré por ti.
Tomado de Al otro lado del río y entre los árboles
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