Dune, de Frank Herbert, deslumbra con su maestría. Desde hace años está considerada como la mejor novela de ciencia ficción.
Por Fernando G. Toledo
fgtoledo@diariouno.net.ar
26-07-2013
En 1965 el estadounidense Frank J. Herbert, periodista, fotógrafo en
la Segunda Guerra Mundial y estudiante irregular en algunas clases de
literatura universitaria, publica la novela Dune.
La carrera literaria de este autor era incipiente: unos relatos en
algunas revistas y una novela psicológica, The dragon in the sea (1956),
que originalmente había aparecido por entregas en la revista
Astounding.
Pero la edición de Dune –primero en dos partes y luego como novela
integral– cambiaría no sólo la vida del propio Herbert, por el éxito
comercial y la catarata de premios que le representó: también iba a
torcer el rumbo de la literatura de este género. Tanto que hoy en día se
la puede considerar, sin ambages, como la mejor novela de ciencia
ficción de todos los tiempos.
Dune se parece a algunas obras maestras del género y, al mismo
tiempo, es distinta y original. Revisa tópicos de la ciencia ficción,
pero también los expande con un trazado magnífico, el de la pluma de
Herbert, que aún hoy asombra.
No es el único mérito de Dune ofrecer una historia notable, aunque la
tenga. El argumento apenas puede ser enunciado, pero difícilmente
hacerle honor con un resumen. Un intento podría decir que el libro se
ubica en un futuro lejano (unos dos mil siglos adelante), y nos muestra
el momento en que la raza humana se ha dispersado por el cosmos.
El duque Leto Atreides, enviado por el emperador Shaddam IV, llega a
tomar posesión de Arrakis, también conocido como Dune: un planeta
desértico y hostil, donde el agua es mínima pero que cuenta con el bien
más preciado del universo: la especia, algo así como una droga que se
utiliza para múltiples fines, pero que además sirve para expandir la
conciencia. Pero Leto es traicionado por el imperio y por el barón
Harkonnen y asesinado.
Por ello su joven hijo, Paul, es quien se encargará de vengarlo y
tomar posesión. Pero Paul no es un hombre común: es hijo de una Bene
Gesserit (una bruja), y las profecías de Arrakis indican que es el
mesías que los salvará y hasta permitirá cumplir el viejo sueño de tener
agua fluyendo por sus tierras.
Con un ritmo narrativo inclaudicable, Herbert nos lleva a atravesar
la complejidad del universo que ha pensado para lo que iba a terminar
siendo una larga saga. Pero no contento con las situaciones, las
acciones, los conflictos y la elaboración de personajes, el autor traza
además una galería apabullante de maquinarias, castas, tradiciones,
lenguas, instrumentos musicales, sistemas ecológicos, criaturas y
religiones que parecen abrirse página a página como un juego de cajas
chinas.
Ese diseño de un universo propio (que tiene ganado el mote de
“Universo Dune”) es el que soporta las reflexiones que mueven a Herbert a
escribir esta obra maestra.
Dune Trailer (1984)
La primera tiene que ver con su preocupación ecológica. En Dune, la
falta de agua y, al mismo tiempo, la abundancia de especia juegan una
sutil paradoja: el agua es para los nativos de Arrakis –los Fremen, un
juego de palabras que se traduciría como “los libres”– es lo más valioso
que puedan imaginar, pero al mismo tiempo son los gusanos gigantes que
sólo existen en ese planeta los que producen la preciada especia. Cómo
se gana o se cede poder a partir de esa dialéctica mueve buena parte de
los hilos de los personajes.
Pero, por otra parte, la indagación sobre el poder fanático de las
religiones, y sobre el peligro de contar con un “mesías”, o un
“superhéroe” también preocupa a Herbert, quien ve –como lo vislumbra el
propio protagonista, Paul–, que cuando la humanidad cuenta con un ser
superior, la yijad (guerra santa) es inevitable.
Las páginas de Dune llevan al lector a imbuirse de esa arquitectura
portentosa diseñada por Herbert, capítulo a capítulo (mientras un
paratexto, las poéticas citas del personaje de la princesa Irulan, nos
introduce a cada uno de ellos), hasta tal extremo que los lectores
parecen tomar en sus ojos el color azulino de los Fremen, el color
característico del consumo frecuente de especia. En cierto modo así es:
Dune es una sustancia hecha de palabras que, también, modifica nuestra
conciencia.
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