Henry Miller, Pablo Picasso y las aguas reverberantes
Traducción: Hernán Mario Cueva
Traducción: Hernán Mario Cueva
En el dominio del arte, la mayor alegría, el mayor triunfo, se logra cuando, al advertir que se dominan los medios, se los abandona deliberadamente, con la simple esperanza de descubrir una verdad escondida en lo más profundo de uno mismo. Esta liberación de la maestría, que no proviene sino de la más severa disciplina, es como el premio a la paciencia. Entonces, se haga lo que se haga, se diga lo que se diga. se tiene razón y nadie se atreve a criticar. Muy a menudo presiento todo esto al contemplar una obra de Picasso. La gran libertad y la espontaneidad que revela Picasso nos parecen surgir de ese impacto, esa presión, ese sostén de todo su ser que, durante tanto tiempo, estuvo sometido a la disciplina del espíritu. El menor gesto sin valor aparente es tan preciso, tan real, tan válido, como el efecto más estudiado. Tal lo que yo sé y nadie podría convencerme de lo contrario. Picasso, en eso, no hace más que demostrar una sabiduría de la vida que el sabio practica a nivel más alto.
Esta mañana me desperté a las cinco; el cuarto estaba todavía en sombras y yo reposaba tranquilamente, meditando el ensayo que debía escribir cuando me levantara. Pero al mismo tiempo, a medida que la luz aumentaba, observaba, como si me hallara ejecutando un dúo, la lenta metamorfosis de los colores de una pintura mía que se hallaba junto a la cama. Tuve, en ese momento, la extraña sensación de imaginar lo que ocurriría si la luz continuaba aumentando hasta más allá de la plena luz del día. Pensaba tanto en la desconocida gama de colores como de formas ... Y después, ¡qué mundo conjetural exploré! En ese instante pude situarme, por así decir, en un porvenir que acaso se realice alguna vez. Vi no sólo lo que yo quizá pueda hacer un día, sino también (y es lo más importante) que la anticipación es un presagio de la cosa misma. De pronto me di cuenta de lo que había sido mi lucha para expresarme por escrito. Repasé ese período en que las visiones más intensas, más exaltadas, de la palabra escrita o hablada me poseían, aunque precisamente en ese momento yo no pudiera expresarme sino con balbuceos. Hoy comprendo que mi firme deseo fue el único responsable de cualquier progreso que yo pueda haber realizado y de cualquier maestría que yo pueda haber adquirido. La realidad está siempre allí y está precedida por la visión, Y si la mirada se mantiene fija, la visión se cristaliza en hechos o en gestos. Imposible escapar a ello. Poco importa el camino recorrido: tarde o temprano, todos los caminos llevan al final. "Todos los caminos conducen al Cielo", dice el proverbio chino. Si se pudiera plenamente aceptar eso, se llegaría más pronto. No habría que conformarse con el grado de progreso resultante de todos y cada uno de los esfuerzos, sino con concentrarse en mantener la visión bien viva, en conservarla pura e inflexible. El resto no es sino un juego de prestidigitación en la oscuridad, un procedimiento verdaderamente automático, y no menos sonámbulico, pues lo acompañan penas y dolores.
Desde las 23.30 de esta noche me siento en éxtasis por el descubrimiento del color ocre. ¡Maravilloso! Lo pongo en el cielo y obtengo el alba, lo pongo en la hierba y obtengo una luz dorada. Desde el atardecer voy de una acuarela a la otra (idéntico tema, tratamiento diferente). En cada una de ellas hay un árbol (siempre el mismo árbol, como el que puse delante de San Agustín) y agua: ¿charco, arroyo, lago, playa? Y también colinas: tan verdes como las colinas de Irlanda. Me he valido de un verde de vejiga en la creencia de que obtendría un matiz ligeramente dorado; pero obtuve un verde irlandés. Un poquito de azul de Prusia casi en la cumbre de las colinas: relucen con todo el mineral que está oculto en ellas y que custodian los siete enanitos. Al tratar de obtener el reflejo de las colinas en el agua, insistí tanto que ahora el agua contiene toda clase de azules y de verdes. Antes de salir hacia el cine para ver al querido Raimu (única figura humana de la pantalla), di un baño a la más pequeña de las acuarelas. Efecto sorprendente. Y ahora lamento haberla retocado. Todo había tomado un matiz celeste, como al amanecer. En los lugares donde los colores se habían borrado no quedaba ya papel blanco sino algo así como un espacio barrido por el viento donde los colores se hacían esperar aún. Se podía ver que la mano del hombre había pasado por allí: como el soplo de Dios sobre la superficie de las aguas. El árbol había sido deshojado por el frío. Era maravilloso; pero, como un idiota, pensé que todo el mundo podría ver que yo lo había lavado y que no se trataba de un pase de prestidigitación. Finalmente, obtuve una barca, con la forma y el resplandor, de adelante hacia atrás, que eran menester para hacerla flotar con el sol y la marea. En esa pequeña acuarela logré crear la ilusión de dos damitas sin ponerles pelo, ni ojos, ni nariz (por primera vez en mi vida). Esta vez puedes imaginar el rostro de cada una de ellas. Lo sabes: tienen rostro. ¡Un triunfo de primer orden! Pero lo mejor de todo es la tierra: salpicada de ocre, de modo que brilla de manera celestial; y no es tanto la tierra como "esta tierra" de los tiempos fabulosos anteriores a la invención de la máquina. (En las leyendas épicas griegas, cuando se piensa en batallas y en pourparlers entre semidioses, uno se imagina una tierra y un suelo muy diferentes de lo que nos muestran Utrillo y Cezanne, por ejemplo. Sin duda alguna, la tierra era por aquel entonces más dorada. Cuando un hombre se desplomaba, herido, sentía afinidad con esa tierra. No había agujeros de obuses ni espacios de hierba comida o desteñida por los gases. Moría a pleno sol, en una orgía de ocre amarillo, de hierba verde, de amarillo cromo y de tierra oscura. O a la luz de la luna, realmente plateada, que asumía proporciones tremendas. Veía los troncos de los árboles: negros como el carbón y moteados de plata. En el espeso follaje se le ofrecían matices primaverales en los que se distinguían trazas de rojos y naranjas. A veces, mientras se lee un libro, se vuelven a ver todos esos colores. Suele ocurrirme también que los vea en el cine, en un filme en blanco y negro. Esta noche, al ver a Raimu encolerizado, de espaldas a la ventana que daba a la costa, advertí los más maravillosos verdes y amarillos, un follaje como paja y árboles con la corteza lastimada. Y vi el sillón, el canapé y el empapelado de Matisse; entre tanto, los personajes se desplazaban en una dimensión distinta de la del decorado: no obstante sus ademanes violentos y. trágicos, estaban lejos de resultar tan convincentes como el sillón, la ventana entreabierta, las colinas escarpadas, las hojas de palmera semejantes a peces-espada, los olivos esmirriados y la bahía calma y ascendente.
Y te diré algo más curioso aún. Cuando hube realizado las dos terceras partes de mis pinturas regresé al estudio para mirar esa pintura, hecha por un niño, que yo había recortado de un libro. Comprendí enseguida que la criatura sabía de pintura mucho más de lo que yo sabré nunca. Aunque había colocado sobre el lado que no correspondía la sombra del largo cuello de cisne, no había menoscabado para nada la verosimilitud. Cuanto había trazado con su pincel era absolutamente fiel a su visión. A menudo, yo me olvido de poner la sombra: hasta que voy a una galería de pintura y advierto allí que la mayoría de las cosas tienen sombra. El niño tiene clara conciencia del ambiente en el que están inmersos los hombres y las cosas. Los niños grandes como yo, que a menudo no son sino adolescentes de cabeza hueca, olvidan siempre el ambiente, así como los sabios olvidan a los enanos que, según Fred, viven en los metales. Cuando escribo, estoy consciente de todas esas cosas: pero cuando tomo el pincel, la idea de hacer algo me absorbe hasta tal punto que pierdo todo sentido de la realidad. Mis creaciones (si puedo llamarlas así) flotan o se debaten en un vacío sensual. Esta noche me he acercado más que nunca a esa realidad. Y todo por obra del pincel; habitualmente, soy muy impaciente al usarlo. Pensé largamente cada detalle: la sensación de agua, el aspecto de las colinas y dónde y cómo comienza la curva de una barca. Y recordé de qué forma el viento, cuando azota la tierra, aplasta el follaje del árbol, cual si fuera a arrancarlo. Creo que, antes de quedarme sin aliento, logré poner un poco de todo eso en mis dos acuarelas. Sin embargo, cuando las comparo con la obra del niño, distan de ser tan buenas, tan honestas, tan reales como ésta. El niño no ha sumergido sus acuarelas en un baño: de eso estoy seguro. Y el sendero que trazó en el césped es un sendero; el mío apenas si está untado en el suelo. Pero de todos modos doy gracias a Dios por sus atenciones. Las cosas me han salido mejor que nunca y puedo irme a la cama con la conciencia tranquila.
Anoche, antes de dormirme, ordené a mi subconsciente que al despertar recordara el último pensamiento que se me había cruzado por la cabeza. Y resultó: era comunicarte la impresión que me causó un cuadro (de Suzanne Valadon, creo) reproducido en "Paris-Soir". Al mirar esa cabeza me asaltó un pensamiento que se reitera cada vez que estudio cabezas. Era una cabeza que sólo los pintores pueden darnos: no es posible hallar nada semejante ni en literatura ni en escultura.
Era (o es, pues se trata de un fenómeno eterno en pintura) un rostro dictado por la lógica del pincel. De arriba hacia abajo estaba acortado y de un lado a otro, proporcionalmente ensanchado. En las figuras de Braque, esto se aprecia de manera prototípica. Las cabezas son moldeadas por la pintura para adaptarse a las exigencias de la tela. La cabeza se esboza como una escultura, creando así una gracia y una belleza muy diferentes de las que nos son familiares en la vida. Habitualmente, los rasgos tienen la tosquedad de una piedra achatada. Al ver esa cabeza en la columna A Travers les Galeries sentí gran alegría, en parte a causa del reconocimiento de un principio, en parte a causa del descubrimiento de un elemento que por lo general está ausente de mis cuadros. Si hubiera que hacer un rostro semejante a la acuarela, supongo que habría que utilizar un papel humedecido. Tengo la intención, a título de ensayo. de tratar de hacerlo al pastel, utilizando los dedos para lograr esa calidad explosiva de la estructura ósea, las cavidades y las circunvoluciones frontales. Son los alrededores de la mandíbula lo que más me atrae: se trata de algo difícil de describir. pero es como si la mandíbula estuviera situada en el mismísimo fondo de un montículo de carne que va ensanchándose. Lo que me obsesiona es la carnal voracidad de la boca y no la facilidad verbal o los deseos de besar que provoca.
En cierta ocasión, Reichel hizo una al óleo, de estilo alemán medieval, en verde oliva oscuro, y con una carne morena y terrosa que no cesa de atormentarme. El rostro estaba tan extendido que asumía apariencias de batracio. Sin embargo, es un rostro "de todos los tiempos", según tú decías de los caballos de Shakespeare. Hay algo más con respecto a esas cabezas (que yo llamaría "cabezas posmedievales"). Cuando un paisaje les sirve de fondo (siempre tengo la impresión de que eso las realza asombrosamente: como si se quisiera mostrar L'Homme dominant la Nature, el rostro refleja instintivamente las curvas y los ritmos de la naturaleza. La cabeza de los tiempos modernos, absolutamente aislada, da miedo, pues no pertenece al Hombre, carece totalmente de relaciones. Es el símbolo del cerebro trabajando en el vacío. Ello basta para justificar tu admiración por ese pintor francés cuyo nombre se me olvida, ¡ése que acabó pintando con un muñón! (Renoir). Todas sus mujeres tienen esa calidad de la que hablo. Con las mujeres de Picasso llegamos a las flores de la edad de la máquina: aún cuando ellas pertenezcan a la época "clásica" del pintor. Sus macizas madonas son las aves rapaces del espacio. Y hete aquí que ahora él les acuerda un perfil con ojos dobles. Ignoro la razón plástica o estética para esas apariciones, pero creo entrever su razón metafísica: sus mujeres, nuestras mujeres, no tienen, por así decirlo, cuerpo "celestial". Puesto que son íntegramente físicas, se tornan síntesis atómicas, intangibles conglomerados de electrones, carentes de dimensiones reales. Labradas con hacha se diría, no por ello son menos impalpables y sin substancia. Los planos descubiertos por Cezanne se metamorfosean en abstracciones de carnes einsteinianas. Sin parte delantera, sin parte posterior, carecen también, claro está, de laterales. Dalí caía siempre hasta la tubería interior. Picasso, más escorpiano, busca un substrato más sólido, pero le gusta alcanzarlo a golpes de hacha, lo mismo que un loco: sus figuras no se yerguen sino sobre un plano, un plano de cartón-piedra. Y tan acostumbrados estamos a esa verdad de cartón-piedra que ya no vemos allí nada anormal. Pero basta tomar un poco de distancia y mirar con los ojos de un Renoir para comprobar la enorme diferencia.
Esto es, por el momento, cuanto tengo que decir acerca de los rostros "ensanchados". Salgo enseguida a dar un paseo por el parque Montsouris, para estudiar el lago, los cisnes y el césped.
Mientras me paseaba por el bulevar Saint Michel, estudié las reproducciones exhibidas en los escaparates: más que nada, las órbitas y los labios. Me topé con un hermoso conjunto de mujeres de Renoir y descubrí esa boca sonriente, de comisuras ascendentes, que realza la redondez de todos sus rostros de mujeres. La boca como vagina. ¡Decididamente, son bocas-Renoir! Y paso a los rostros antiguos: de todas las escuelas y de todas las edades. Estudio el modelado de muchos modernos: el autorretrato de Cezanne, esa cabeza jibosa, con un mechón casposo que cae sobre el grasiento abrigo negro.... un retrato repelente desde cualquier punto de vista. Es ridículo hacer retratos que tengan tan poco carácter y con tales atavíos. Sin embargo, las órbitas me interesan. De técnica muy simple (lo que no me impide fracasar cada vez que intento pintarlas). En esta ocasión fui un poco más lejos: vi que esos juegos de sombras descendían hasta el globo del ojo o, por lo menos, hacia la cuenca. Al volver a casa, en subterráneo, iba tan absorbido por esa carne que cubre la órbita, que me pasé de estación ... Hay varias partes del rostro humano que también son misteriosa y sensualmente fascinantes: el hundimiento de la base de la nariz, la parte que está por debajo de la nariz, el lóbulo de la oreja ... Si uno se concentra en eso, se pierde en la introspección. La carne que hay por debajo de la ceja de una mujer puede resultar cautivante. ¡Cuánto lugar ocupa el ojo!. Dicho sea de paso, acabo de advertirlo. De ahora en adelante daré más importancia a la órbita. Observo asimismo, en mis exámenes microscópicos, que cuanto menos se toque la oreja mejor es. Todo e! color, tan vivido, del rostro, muere en los múltiples recovecos de la oreja, y a menos que se elijan cuidadosamente los colores, la oreja se torna monstruosa. El matiz mismo de la sangre, ese matiz en reflujo, por así decirlo, parece concentrarse en el lóbulo de la oreja. ¿No es cierto?
Deducción trivial: pero más vale tarde que nunca. Y entonces, al pensar en las incontables maneras de pintar un rostro, me pregunto si nunca te habrá dado vueltas en la cabeza la idea de dar charlas sobre los rasgos de una fisonomía, comparar e! punto de vista de uno con la técnica de otro. Las bocas de Da Vinci con las de Rubens, Renoir, Cezanne, Picasso, etcétera. Los ojos de Boticelli con los de Cimabue, Giotto o Van Gogh. Quién sabe qué podría decirse sobre el tema concentrándose en un rasgo aislado del rostro y disecándolo, en vez de considerar la expresión, que es una cualidad del alma y, a la postre, imposible de analizar. Con los escritores es distinto: estoy siempre consciente de los trucos de cada uno, se trate de gesto, conversación, ensueño, exclamación, etcétera. El tartamudeo de Herr Peeper Korn, pongamos por caso. ¡Qué trabajo monumental! ¡El sentido último del tartamudeo! Como si Thomas Mann, al esculpir esa figura humana, no se hubiera concentrado en ese detalle sino para revelarnos mejor el secreto del carácter del hombre.
Sí: ¡me gustaría oírte dar una charla sobre el rostro! Me pregunto si antes que yo, otros se han sentido cautivados por las órbitas y los lóbulos. Sin duda.
Balzac dice en algún sitio, creo que a George Sand, que escribió tales y cuales malos libros: uno para aprender francés, otro para estudiar el arte de la descripción, el de más allá para aprender a manejar el diálogo. Sin duda algunos anatomistas como Rembrandt, Rafael y Rubens deben haber disecado a menudo la figura humana para poder observar durante mucho tiempo nada más que un detalle que les estorbaba y los intrigaba. Basta con concentrarse de esa manera y los descubrimientos, que se logran no cesan de asombrarnos. Lo sabes bien: hay ciertas cosas que uno puede estar mirándolas toda la vida sin verlas jamás. Tal manera de ver; es, en cierto sentido, un no ver, ¿comprendes lo que quiero decir? Se trata de una búsqueda en la cual, vendados los ojos, no se desarrollan sino los sentidos táctiles, olfativos y auditivos; y siempre ocurre así cuando se ve por primera vez. Y entonces, un día, por extraño que pueda parecer, uno ve de pronto en qué consiste, por ejemplo, un coche. Se ve el coche, en el coche y no ya ese clisé que uno se había habituado a considerar un coche por el resto de sus días, simple comodidad para ahorrar tiempo. Para un artista, el desarrollo de esa facultad en el dominio que fuere es lo que detiene la aguja más larga y le permite vivir plena y libremente. No sigue ya a la muchedumbre y "crea el tiempo que le es necesario para ver lo que lo rodea. Si continuara avanzando con los demás, proseguiría con ellos sordo y mudo. Es esa detención voluntaria lo que le acuerda ese movimiento celestial que le permite ver, sentir, oír, reflexionar, ¿no crees?.
dijo Henry miller
Hay un cuento de meadero que podría aplicarse a mi. Se trata de un profesor universitario que sale de un mingitorio en el momento en que otro se dispone a entrar. Cuando los dos se cruzan, el que entra observa que el primero tiene un lápiz en la mano. "¡Ajá!", le dice: "¿así que usted es de ésos que escriben en las paredes de los urinarios?" Y el otro responde: "¡Oh, no! Yo me limito a corregir las faltas de ortografía."
... no estoy de acuerdo con esos intelectuales y críticos puntillosos que pretenden que en materia de literatura erótica, el lector debe mantenerse perfectamente impasible y al margen de todo pensamiento impuro. ¿Por qué diablos un lector no habría de tener pensamientos impuros?...
Podría perfectamente reprochárseme que exagero la importancia de la libertad del individuo. Personalmente, pienso que he devuelto a la sexualidad su justo lugar en la literatura, salvado ese factor esencial de la existencia del olvido, por decirlo así. La obscenidad como la sexualidad, tiene en la literatura un lugar que le corresponde por derecho, con los mismos títulos que en la vida.
La primera vez que leí a Freud, hace treinta o treinta y cinco años, lo encontré muy estimulante. Todo el mundo, yo incluido, sufría su influencia. Pero hoy en día no me interesa para nada. Al escritor le conviene retozar donde más le plazca: todo lo que constituye un aporte importante para un artista no puede dejar de ser, para él, un alimento. Pero lo que se refiere al análisis freudiano me aburre hoy casi tanto como hablar de los analistas, que son personas a las que hallo mortalmente aburridas.
La virtud particular del artista consiste en ser, a la vez, observador y partícipe. Yo no atravieso la existencia como un escritor ocupado en tomar notas mentalmente o en una libreta, aunque tengo conciencia de que siempre pienso utilizar ciertas cosas en el futuro No puedo impedirlo, está en mi naturaleza. Pero no afronto la realidad con el espíritu y el desapego de un investigador. Cuando participo, lo hago como ser humano. Sucede que soy, simplemente, más consciente de lo que ocurre con la mayoría de la gente.
Sólo un hombre que se ha bañado en arte, si se me permite decirlo así, puede ver defectos en el arte. Hay que ser artista para poder hablar contra el arte.
... nada es eterno, excepto el ciclo sin fin de la creación y de la destrucción, ciclo en el cual usted y yo y cada uno de nosotros deja, para lo mejor o para lo peor, su propia marca, única pero infinitesimal. Después de todo, no somos sino hombres y mujeres, y el más bajo no es muy distinto del más encumbrado. Ser humano, verdaderamente humano, es suficiente para mí.
Fragmentos de entrevista a Henry Miller publicada en "Playboy" en setiembre de 1964.
Tomado de Mágicas ruinas
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Entrada actualizada el 13/11/2022.
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