Ismael Leañez (el señor barbado que está en el extremo izquierdo) donando un cuadro de su autoría en mi casa de estudios (la UNELLEZ) y que lleva por título: Ezequiel Zamora, tierra y hombres libres. Donó esta creación el sábado 14 de enero de 2012. La recibió el entonces Vicerrector de la universidad José Alberto Villavicencio. |
LA
TRAGEDIA DE SER ARTISTA EN VENEZUELA
Cuando
alguien termina solo y en la miseria no es raro escuchar: “De seguro fue un mal
hijo”, “De seguro fue un mal padre”, “De seguro hizo algo malo y terminó así”.
Afirmaciones debatibles pues si la ley de causa y efecto se cumpliera a
cabalidad: dictadores y genocidas no tendrían – la historia registra casos –
posibilidad alguna de vidas longevas y apacibles.
Hago esta introducción para referir que hay quienes
terminan solos y en la miseria por el hecho de ser artistas en un país donde la
norma es desatenderlos. Para reforzar este enunciado daré unos ejemplos
genéricos y uno particular al hacer énfasis en cómo terminó el pintor Ismael
Leañez, mejor conocido por su pseudónimo Andrés de la Plaza.
¿Por qué los que realzan nuestro gentilicio, en
muchas ocasiones, mueren de mengua? ¿Por qué se les trata tan mal? Recuerdo las
palabras que en el 2012 refirió, con mucha alegría, Francisco Massiani al
enterarse de que le habían conferido el Premio Nacional de Literatura. “A mí,
que no tengo nada en la cartera, absolutamente nada, me van a dar un premio de
20.000 bolívares”. 20.000 bolívares, en el 2012, no era una suma grande. Ese
monto aproximadamente equivalía a 10 salarios mínimos, pero para Massiani – que
estaba quebrado – era una verdadera fortuna.
A nuestros cantantes y músicos, quienes los
contratan, les pagan – o pretenden pagarles – con comida y bebida, sobre todo
bebida… por eso muchos caen en el lugar común del alcoholismo. Mi padre era
cantautor de música venezolana y pudo palpar como muchos de los mejores
intérpretes de nuestra canta criolla y muchos de los mejores arpistas,
cuatristas, bajistas y maraqueros de su generación terminaron con cirrosis
hepática. Ahora pregunto, ¿fueron netamente responsables de terminar así? ¿O
fue la sociedad, a quienes brindaron tantas alegrías, la que los empujó a
terminar de esa manera?
A nuestros bailarines y coreógrafos, casi siempre,
los toman como relleno para que abran reinados de carnaval, fiestas patronales,
mítines políticos y el pago que les brindan (las 4 lochas) no alcanza ni para
costear el vestuario que usaron en la presentación. Caso que alguna agrupación
tenga la suerte de representar el país en Festivales de Danza Internacionales –
como la vez que Danzas Guazábaras nos representó en México – mientras están por
allá: los alojan en hoteles lujosos, comen en buenos restaurantes, visitan
teatros y sitios turísticos, pero al volver a sus casas se encuentran con la
nevera vacía.
A nuestros poetas cada vez que se conmemora el Día del Libro y del Idioma, el aniversario de Andrés Bello o que se realiza alguna actividad de índole cultural, se les invita para que lean sus poemas y ellos acuden gustosos. Cosa que está bien. Lo que está mal es que no reciben ningún tipo de remuneración. Cuando mucho les dan un refrigerio, algún diploma o alguna promesa de que publicarán sus obras. Es todo. Por eso cuando a alguien le dicen: “Poeta, ¿cómo están tus cosas? Ese alguien suele responder, a modo de chanza: “Más poeta serás tú”, porque en Venezuela ser poeta es sinónimo de miseria.
A nuestros pintores, escultores, actores,
titiriteros, cineastas, en número considerable, también les ocurren cosas de
este tenor. Así pues, cuando alguien termina solo y en la miseria la gente, en
vez de decir: “De seguro hizo algo malo y terminó así”, debe plantearse que ese
alguien, tal vez, era un artista.
Dicho esto, mencionaré cómo conocí al pintor Ismael Leañez, experiencias (dulces y amargas) que tuve por mi amistad con él y cómo fueron sus últimos años de vida.
Lo conocí, en la época de mis estudios
universitarios, puesto que ambos estudiábamos Educación en la UNELLEZ – SanCarlos: él Matemática y yo Castellano y Literatura. Como nos veíamos en los
pasillos, en el comedor, en la biblioteca, en el autobús, nos hicimos amigos.
Amistad que se reforzó con la lectura del libro del profesor brasileño Julio César de Mello e Souza (Malba Tahan), que lleva por título El hombre que
calculaba, pues me ayudó a resolver los problemas matemáticos inmersos en la
obra.
Nuestra amistad, aclaro, no estuvo sujeta a
confesiones personales: nunca me refirió si tenía hijos, si era casado o viudo,
o si dejó en su Puerto Cabello natal algún ser querido, ya que básicamente nos
limitábamos a batirnos en el ajedrez o a hablar de literatura, de obras
plásticas, de historia.
Calle Colonial |
Andrés de la Plaza – este era su nombre artístico –
estaba quebrado. Tan quebrado que vivía en condiciones miserables en el anexo
de lo que otrora fue un taller mecánico de la urbanización Limoncito.
Por sus condiciones económicas dependía, en muchos
sentidos, de la UNELLEZ (allá, en el comedor, podía almorzar y cenar) y de las
clases que brindaba a sus compañeros de curso menos aventajados pues estos,
para retribuir la gentileza, le brindaban empanadas y batidos en el cafetín o
le cancelaban las guías que sus profesores dejaban en reproducción.
Cuando había clases engordaba, pero cuando llegaban
los paros o las vacaciones se tornaba flaco y ojeroso pues rara vez vendía sus
cuadros. Con el paso del tiempo su aspecto se fue haciendo deplorable. No sólo
por quebrantos de salud, sino por su desaliño. Era común verlo con camisas
extremadamente anchas y descoloridas, y si a esto le sumamos su barba espesa
(nunca se rasuraba), cualquiera podía creer que ese hombre culto, ese pintor
egresado con honores de la Escuela de Arte Cristóbal Rojas, ese eximio
matemático, era un recoge latas.
Como vender cuadros no le dejaba beneficios, en ocasiones, hacía murales en las instituciones educativas – a modo de “colaboración” –, a pedido de alguna profesora. “Señor Ismael, ¿nos puede colaborar con un bello mural para el liceo?". Repito, ¿por qué en Venezuela se trata tan mal a los artistas? No sólo del espíritu vive el hombre. El hombre necesita: vestidos, medicinas, comidas, albergue, en fin, todo lo que describe Abraham Maslow en su famosa pirámide.
Recuerdo, claramente, el mural que realizó en la
entrada de la Escuela Granja Aníbal Dominici (un tractor arando la tierra) por
dos cosas: porque mostraba la utopía de cambiar las armas por arados y porque,
al poco tiempo, trabajadores de la gobernación estropearon la obra con basura
panfletaria.
Las actividades del espíritu son difíciles de tasar:
¿en cuánto un poeta puede vender un soneto?, ¿en cuánto un intérprete su
canto?, ¿en cuánto un pintor puede vender sus telas? Obvio que todas estas
cosas tienen un precio, pero el precio radica en el reconocimiento que se
tuviere. Si un artista no tiene un manager, un mecenas, un marchante, un editor
o alguien que de alguna forma le ayude, es muy difícil que surja. Sin embargo,
pienso que los artistas – si son buenos, claro está – deberían vivir de su
labor creadora.
El protagonista de estos asuntos frecuentaba el
pequeño gremio de los artistas plásticos del municipio y el Instituto de Cultura del Estado Cojedes (ICEC), quizá con la esperanza de que le permitieran
exhibir sus pinturas en la Galería Demetrio Silva o en la Casa La Blanquera.
Cosa que jamás ocurrió. Como tampoco logró graduarse de Licenciado en Educación
Mención Matemática. Aprobó los subproyectos, pero no pudo realizar las
prácticas profesionales ni el trabajo de grado por carecer de recursos
económicos.
Casa La Blanquera. Fotografía de Rampage1976
El no poder egresar con sus compañeros de estudios
quebró su espíritu, así que salía poco del anexo donde vivía con dos perros tan
flacos y deteriorados como él. Pasaron los años y seguía allí. Intenté que le
brindaran ayuda en la Gobernación, en la Alcaldía, en el ICEC y nada.
Algunos vecinos de Limoncito, en ocasiones, le
llevaban sopas, sopas que ni probaba. Así que me di a la tarea de llevarle – a
diario –: leche, azúcar y periódicos pues sólo ingería, en pequeños sorbos, leche
ligeramente azucarada. Con respecto a los periódicos, estos sí los devoraba.
Estaba pendiente cuál era el nuevo presidente de Costa Rica, qué político iba
para tal Ministerio en nuestro país… si hubo un terremoto en Haití, si estalló una
guerra en algún país de África y cosas así. Llamó mi atención que hasta el
final estuvo interesado del acontecer del mundo, puesto que el mundo no estaba
interesado en él.
El nacido en Puerto Cabello, el 24 de septiembre de
1949, murió en San Carlos, en el anexo de lo que alguna vez fue un taller
mecánico de la urbanización Limoncito, una mañana de marzo de 2017. Murió
completamente solo. Cuando llegué del trabajo, ya los funcionarios del Cuerpode Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (CICPC) habían
levantado su cadáver. Así que frente a tanta desolación me puse a llorar.
Como al momento del levantamiento del cuerpo los
funcionarios no encontraron ningún tipo de documentación, y ningún familiar se
pronunció al respecto, su destino iba ser una fosa común. No quise que
sucediera esto. Busqué entre las montañas de papeles que tenía, en el anexo que
habitaba, algún documento. Di con una copia de su cédula de identidad y la
llevé al CICPC para que vieran que no era un NN (Ningún Nombre) y así ganar
tiempo.
Hablé con Richard La Rosa (pintor de mi región) para
ver si el gremio podía gestionarle un ataúd. Cosa que fue imposible pues
lamentablemente el gremio de los artistas plásticos de Cojedes carece de
recursos. Hablé con Antonio Yuniz quien era, para ese momento, la Autoridad
Única del Instituto de Cultura y no recibí respuesta.
Ahora bien, como entendí que a nivel gubernamental
no iba a conseguir apoyo… recordé que en alguna oportunidad Ismael me dijo que
tenía un sobrino que se llamaba – si mal no recuerdo – Eduardo Leañez. Así que
me di a la tarea de escribirle a los Eduardo Leañez que conseguía en Facebook y
al cabo de unas horas di con lo que buscaba.
El sobrino vivía en los Estados Unidos, así que intercambiamos números y le envié, por WhatsApp, la foto de la copia de la cédula. Esta foto se la reenvío a un familiar de Puerto Cabello, mandó unos dólares para el traslado y este familiar reclamó el cuerpo de mi amigo – en el CICPC – para enterrarlo en un cementerio de la ciudad porteña, no sé cuál. Lo que sé es que salvo mi persona nadie lamentó su muerte, nadie lo lloró.
Intento llevar mi destino de escritor con decoro.
Sólo espero no terminar como Andrés de la Plaza y como los tantos que tuvieron
la tragedia de ser artista en Venezuela.
FRANCISCO
AGUIAR
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Enlaces relacionados:
Mi muy Querido Señor Escritor José Carlos De Nóbrega.
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