Adolfo Hitler |
Los peligrosos no son los
libros si no los lectores
El tema propuesto para esta hora, de ir tras la pista de los hechos
que nos permitan comprender un poco más el fenómeno cultural de la lectura, me
conduce a una breve exploración, histórica y personal, sobre los elementos que
constituyen el acto de leer y la condición de lector. En primer lugar, me
gustaría decir que, aunque hay muchas investigaciones que dan cuenta de la
complejidad del tema, la historia del lector y la lectura, también es la
historia de cada una de las experiencias personales de cada lector. Como punto
de partida, comienzo con una cita del libro Historia de la lectura, de
Alberto Manguel, que retrata muy bien una primera característica del acto de
leer: Dice Manguel: “Ignoro qué palabra fue la que leí en aquel
cartel de hace tantos años (vagamente me parece recordar que tenía varias Aes),
pero la sensación repentina de entender lo que antes sólo era capaz de
contemplar, es aún tan intensa como debió serlo entonces. Fue como adquirir un
sentido nuevo, de manera que ciertas cosas ya no eran únicamente lo que mis
ojos veían, mis oídos oían, mi lengua saboreaba, mis nariz olía y mis dedos
tocaban, sino que eran además, lo que mi cuerpo entero descifraba, traducía,
expresaba, leía”.
Aquí se nos presenta la lectura como un acto de revelación que se
ofrece a través de un nuevo sentido, que se agrega a los sentidos conocidos. Es
como si a través de la lectura, -esa habilidad para decodificar los signos
escritos-, pudiésemos activar una nueva facultad con la cual percibir las
impresiones del mundo exterior. Es como con si con la lectura, al mismo tiempo
fuésemos capaces de tener acceso a un conocimiento superior, y dispusiésemos
también de un paso, de una ventana, a través de la cual se nos revelara de
manera especial la cotidianidad. Es como si, de pronto, al colocarnos los
lentes de esta habilidad, se abriera, milagrosamente, un escenario, diverso,
plural, para descubrir el saber contenido en los libros y en el mundo entero a
nuestro alrededor. Dice el propio Manguel, “Una vez que aprendí a leer las
letras, lo leía todo: libros, pero también carteles, anuncios, la letra pequeña
en los billetes del tranvía, cartas tiradas en la basura, periódicos
deteriorados por la intemperie que encontraba debajo de los bancos del parque,
pintadas, contracubiertas de revistas que otros viajeros leían en el autobús”.
Cuando leemos no sólo decodificamos signos escritos. Entendemos la
lección de los insectos, leyendo las señas minúsculas en la hojarasca, o en la
piel de los árboles; escuchamos y aprendemos del lenguaje de las bestias y de
la naturaleza, y en las calles de la ciudad, leemos el grito del tránsito
alocado y febril de los automóviles, o sentimos, impotentes, el chasquido de un
disparo, pues cada cosa es un signo, y cada signo posee un peso semántico para
ser decodificado. He aquí una primera aproximación.
Otra que propongo es aquella que tiene que ver con la lectura como
un acto social, colectivo, pero inevitablemente individual, personal. No hay
una sola lectura. Los métodos, las formas y las interpretaciones de los textos
dependen de quien se aventure en la experiencia. Por ello, podríamos atestiguar
que la historia de la lectura es la historia de cada una de las personas que
leen. Me remito nuevamente a Manguel: “Los lectores siempre nos creemos
solos en cada descubrimiento y cada experiencia”. Pongo aquí un ejemplo con
el que todos podríamos estar de acuerdo: La novela de Daniel Defoe, Robinson
Crusoe, publicada en 1719, ha sido leída desde entonces, muchas veces y en
muchos idiomas.
Los lectores, alrededor del mundo, han compartido las mismas
palabras escritas por el escritor inglés en las múltiples ediciones. Pero estoy
seguro de que la isla descrita en aquellas páginas nunca ha sido la misma en la
cabeza de cada lector. El lector, interpretando el significado y reconociendo
los atributos de los objetos, lugares, acontecimientos, plantas, animales,
seres humanos, descritos en la novela, los ha reconocido, sin embargo, conforme
a sus propias referencias, a sus propias experiencias. La palmera a la orilla
de la playa, será la que el lector vio en las costas marinas de su ciudad. Cada
comunidad lectora, aunque comparte, en su relación con lo escrito, un mismo
conjunto de competencias, usos, códigos e intereses, también contribuye, como
lector, a elaborar nuevos textos y nuevos significados cuando aporta a la
lectura su propia interpretación De alguna manera cuando leemos, -sea un
paisaje de nuestra cotidianidad o un lugar del planeta remoto a nuestras
circunstancias-, no hacemos otra cosa que leernos a nosotros mismos, en un
proceso de reconstrucción desconcertante, laberíntico, personal. La complejidad
de la relación entre el texto y el lector, puede ser tan grande como el acto
mismo de pensar, pues depende no sólo de lo que aporta la escritura, sino de
nuestra habilidad para descifrar y hacer uso del lenguaje, del tejido de
palabras que forman el texto y sus ideas.
Esto me lleva a un tercer punto, que contiene en su esencia dos
elementos que se relacionan y convergen: uno es el diálogo y el otro es la
libertad. Hoy en día la lectura silenciosa, tan natural en nuestros quehaceres
como lectores, no siempre tuvo las mismas características ni respondió a las
mismas necesidades. En la antigüedad, cuando la escritura alfabética entró en
la cultura griega, arribó a un mundo que desde hacía mucho tiempo era el de la
tradición oral. En la Grecia de los comienzos, -de donde provienen muchas de
nuestras instituciones culturales actuales-, la palabra hablada reinaba de
manera indiscutible y la valoración de lo sonoro respondía a una forma de
pensar. Para los griegos de la época antigua, la palabra hablada constituía un
valor primordial, una auténtica obsesión. Recordemos las clases griegas,
institución académica cuyo objetivo era la convocatoria de estudiantes a
memorizar las lecciones dictadas por un maestro. El conocimiento se impartía de
forma oral, pues para los griegos decodificar un sentido tenía que ver con la
lectura en alta voz, debido a las dificultades que entrañaba la lectura de la
escritura griega. Dado que los libros se leían en voz alta, no se necesitaba,
por ejemplo, separar las letras que las componían en unidades fonéticas. Al no
haber separaciones entre las palabras ni signos de puntuación, la lectura
cobraba sentido cuando se efectuaba en voz alta. Para poder determinar la
comprensión del texto, era necesario pronunciar las letras.
El Arma de instrucción masiva.
Si esto estaba tan arraigado en aquella manera de ser como sociedad,
¿para qué sería útil la “escritura muda”, la lectura silenciosa, en una cultura
en la que la costumbre oral se pretendía apta para asegurar su propia
subsistencia sin más soporte que la memoria? Esta práctica condicionaba la
adquisición del conocimiento en varios sentidos: La lectura en voz alta le
suministraba a quien las escuchaba, además del sonido de la voz de quien leía,
también un tono, un acento, una pronunciación, una intención. Aquellas
lecturas, -que podrían suponer un intercambio, un diálogo-, también
comprometían con su carga de explicaciones, los significados, pues generaban la
subordinación de quien escuchaba, a las interpretaciones del que leía. Era lo
leído, mediante el recuerdo de las experiencias de quien impartía la clase.
Esto podría hacernos suponer que aquellas primitivas lecturas comportaban unos
elementos que la caracterizaron: la cualidad instrumental del lector o de la
voz lectora, según la cual la voz es mero instrumento para que la escritura se
realice; el carácter incompleto de la lectura, es decir, la necesidad de
sonorizar la palabra para descifrarla, y la condición de que quien es
destinatario de lo escrito no es un verdadero lector. Mucho tiempo después de
la lectura oral, llegó la lectura en silencio, que de acuerdo a algunos
estudiosos es una creación de los claustros de la edad media. Esto me conduce
al otro punto, el de la libertad. Efectivamente se ha afirmado que la lectura
silenciosa es un invento de la edad media.
Recuerda Alberto Manguel en el libro que he venido citando, Una
historia de la lectura, que fue San Agustín, -considerado uno de los cuatro
más importantes padres de la Iglesia Latina-, el primero en practicar la
lectura silente. Antes de él, la lectura era un ejercicio sonoro y plural que
los monjes realizaban diaria y disciplinadamente en los monasterios. Allí, un
sacerdote letrado leía en voz alta la Biblia y dictaba a la vez la glosa, una
explicación, un comentario al texto escrito en latín. Lo hacía ante un auditorio
de discípulos que copiaban literalmente la interpretación vertical que el
sacerdote transmitía de los Evangelios. Es a esa práctica que se opuso la
lectura silenciosa, lo que nos puede hacer suponer, muy lógicamente, que ella
nació con el estigma del pecado. Pues, si con la lectura silente los monjes
tenían la posibilidad de eludir la interpretación vertical de los Evangelios,
leer e interpretar en silencio lo que cada uno quería interpretar, no podía ser
visto con agrado por una iglesia que obedecía a un dogma de fe. A algunos
dogmáticos les inquietó la nueva tendencia, para ellos la lectura creaba un
“nuevo pecado”, el de la libertad de pensar. Pues la lectura en silencio, que
permite la comunicación sin testigos entre el libro y el lector, se convierte
en un singular alimento para el espíritu, según la afortunada frase de San
Agustín. En lugar de obedecer la imposición emanada en el dictado de los
evangelios, en la edad media, el silencio permitió la introspección, la
interpretación interior de los monjes.
Hasta nuestros días esta es la lectura que practicamos, y ha sido un
hito en la historia de la libertad, en donde no hay intermediarios entre el
lector y la obra. Es una lectura sin restricciones con el libro y las palabras,
que ocupan un espacio interior, en donde el lector puede inspeccionarlas con
total libertad, extrayendo nuevas ideas, permitiendo comparaciones gracias a la
memoria, apreciando sus sonidos, protegido de la mirada de los intrusos, dueño
absoluto de su intimidad. Haciendo abstracción de los formatos usados desde la
antigüedad para leer, -el papiro, las tablillas, el libro de papel, la
computadora, o aquel en donde hace millones de años se escribió el ADN-, se
podría agregar que, si bien es cierto que la lectura comienza en los ojos, -el
más agudo de los sentidos según Cicerón-, no es sino en el formato del cuerpo
humano en donde es posible hacer la gran lectura, esa alquimia con la cual la
tinta negra se convierte en oro. Allí, en donde el texto percibido en nuestra
mente, lucha, con todos nuestros sentidos, en un deseo de procurar la
cohabitación.
Por todo lo anterior, y ante la pregunta con la cual se desea saber
qué libros son peligrosos, habría que afirmar que los peligrosos no son los
libros, si no los lectores.
Rafael Simón Hurtado. " Al fondo la Basílica de Nuestra Señora de Chiquinquirá en Maracaibo. Estado Zulia |
Aunque Hitler era más dado a quemar libros que a leerlos, es cierto que este hombre poseyó una buena biblioteca, con volúmenes de gran valor y contenido espiritual. Otro tanto ocurrió con Pinochet, quien acumuló en las estanterías de su casa miles de libros, en donde había ediciones relevantes, por su antigüedad y rareza. Pero tal cual como se sugiere en el texto publicado, leer no te hace, necesariamente, bueno. Depende, en muchos casos, del lector.
ResponderEliminarNi el leer ni el escribir te hacen buena persona.Eso en nuestro municipio es de conocimiento público porque la gente ha palpado la fauna literaria local.
Eliminar¿Podrías agregar algo sobre los personeros del "gobierno" que padecemos, Bibliontecario?