domingo, 12 de noviembre de 2023

¿Quienes son más peligrosos : Los escritores o los lectores?



Adolfo Hitler


Los peligrosos no son los libros si no los lectores

 

Rafael Simón Hurtado

El Arma de instrucción masiva
 
 

El tema propuesto para esta hora, de ir tras la pista de los hechos que nos permitan comprender un poco más el fenómeno cultural de la lectura, me conduce a una breve exploración, histórica y personal, sobre los elementos que constituyen el acto de leer y la condición de lector. En primer lugar, me gustaría decir que, aunque hay muchas investigaciones que dan cuenta de la complejidad del tema, la historia del lector y la lectura, también es la historia de cada una de las experiencias personales de cada lector. Como punto de partida, comienzo con una cita del libro Historia de la lectura, de Alberto Manguel, que retrata muy bien una primera característica del acto de leer: Dice Manguel: “Ignoro qué palabra fue la que leí en aquel cartel de hace tantos años (vagamente me parece recordar que tenía varias Aes), pero la sensación repentina de entender lo que antes sólo era capaz de contemplar, es aún tan intensa como debió serlo entonces. Fue como adquirir un sentido nuevo, de manera que ciertas cosas ya no eran únicamente lo que mis ojos veían, mis oídos oían, mi lengua saboreaba, mis nariz olía y mis dedos tocaban, sino que eran además, lo que mi cuerpo entero descifraba, traducía, expresaba, leía”.

 

Aquí se nos presenta la lectura como un acto de revelación que se ofrece a través de un nuevo sentido, que se agrega a los sentidos conocidos. Es como si a través de la lectura, -esa habilidad para decodificar los signos escritos-, pudiésemos activar una nueva facultad con la cual percibir las impresiones del mundo exterior. Es como con si con la lectura, al mismo tiempo fuésemos capaces de tener acceso a un conocimiento superior, y dispusiésemos también de un paso, de una ventana, a través de la cual se nos revelara de manera especial la cotidianidad. Es como si, de pronto, al colocarnos los lentes de esta habilidad, se abriera, milagrosamente, un escenario, diverso, plural, para descubrir el saber contenido en los libros y en el mundo entero a nuestro alrededor. Dice el propio Manguel, “Una vez que aprendí a leer las letras, lo leía todo: libros, pero también carteles, anuncios, la letra pequeña en los billetes del tranvía, cartas tiradas en la basura, periódicos deteriorados por la intemperie que encontraba debajo de los bancos del parque, pintadas, contracubiertas de revistas que otros viajeros leían en el autobús”.

 

Cuando leemos no sólo decodificamos signos escritos. Entendemos la lección de los insectos, leyendo las señas minúsculas en la hojarasca, o en la piel de los árboles; escuchamos y aprendemos del lenguaje de las bestias y de la naturaleza, y en las calles de la ciudad, leemos el grito del tránsito alocado y febril de los automóviles, o sentimos, impotentes, el chasquido de un disparo, pues cada cosa es un signo, y cada signo posee un peso semántico para ser decodificado. He aquí una primera aproximación.

 

Otra que propongo es aquella que tiene que ver con la lectura como un acto social, colectivo, pero inevitablemente individual, personal. No hay una sola lectura. Los métodos, las formas y las interpretaciones de los textos dependen de quien se aventure en la experiencia. Por ello, podríamos atestiguar que la historia de la lectura es la historia de cada una de las personas que leen. Me remito nuevamente a Manguel: “Los lectores siempre nos creemos solos en cada descubrimiento y cada experiencia”. Pongo aquí un ejemplo con el que todos podríamos estar de acuerdo: La novela de Daniel Defoe, Robinson Crusoe, publicada en 1719, ha sido leída desde entonces, muchas veces y en muchos idiomas.

 

Los lectores, alrededor del mundo, han compartido las mismas palabras escritas por el escritor inglés en las múltiples ediciones. Pero estoy seguro de que la isla descrita en aquellas páginas nunca ha sido la misma en la cabeza de cada lector. El lector, interpretando el significado y reconociendo los atributos de los objetos, lugares, acontecimientos, plantas, animales, seres humanos, descritos en la novela, los ha reconocido, sin embargo, conforme a sus propias referencias, a sus propias experiencias. La palmera a la orilla de la playa, será la que el lector vio en las costas marinas de su ciudad. Cada comunidad lectora, aunque comparte, en su relación con lo escrito, un mismo conjunto de competencias, usos, códigos e intereses, también contribuye, como lector, a elaborar nuevos textos y nuevos significados cuando aporta a la lectura su propia interpretación De alguna manera cuando leemos, -sea un paisaje de nuestra cotidianidad o un lugar del planeta remoto a nuestras circunstancias-, no hacemos otra cosa que leernos a nosotros mismos, en un proceso de reconstrucción desconcertante, laberíntico, personal. La complejidad de la relación entre el texto y el lector, puede ser tan grande como el acto mismo de pensar, pues depende no sólo de lo que aporta la escritura, sino de nuestra habilidad para descifrar y hacer uso del lenguaje, del tejido de palabras que forman el texto y sus ideas.

 

Esto me lleva a un tercer punto, que contiene en su esencia dos elementos que se relacionan y convergen: uno es el diálogo y el otro es la libertad. Hoy en día la lectura silenciosa, tan natural en nuestros quehaceres como lectores, no siempre tuvo las mismas características ni respondió a las mismas necesidades. En la antigüedad, cuando la escritura alfabética entró en la cultura griega, arribó a un mundo que desde hacía mucho tiempo era el de la tradición oral. En la Grecia de los comienzos, -de donde provienen muchas de nuestras instituciones culturales actuales-, la palabra hablada reinaba de manera indiscutible y la valoración de lo sonoro respondía a una forma de pensar. Para los griegos de la época antigua, la palabra hablada constituía un valor primordial, una auténtica obsesión. Recordemos las clases griegas, institución académica cuyo objetivo era la convocatoria de estudiantes a memorizar las lecciones dictadas por un maestro. El conocimiento se impartía de forma oral, pues para los griegos decodificar un sentido tenía que ver con la lectura en alta voz, debido a las dificultades que entrañaba la lectura de la escritura griega. Dado que los libros se leían en voz alta, no se necesitaba, por ejemplo, separar las letras que las componían en unidades fonéticas. Al no haber separaciones entre las palabras ni signos de puntuación, la lectura cobraba sentido cuando se efectuaba en voz alta. Para poder determinar la comprensión del texto, era necesario pronunciar las letras.

 

El Arma de instrucción masiva.

Si esto estaba tan arraigado en aquella manera de ser como sociedad, ¿para qué sería útil la “escritura muda”, la lectura silenciosa, en una cultura en la que la costumbre oral se pretendía apta para asegurar su propia subsistencia sin más soporte que la memoria? Esta práctica condicionaba la adquisición del conocimiento en varios sentidos: La lectura en voz alta le suministraba a quien las escuchaba, además del sonido de la voz de quien leía, también un tono, un acento, una pronunciación, una intención. Aquellas lecturas, -que podrían suponer un intercambio, un diálogo-, también comprometían con su carga de explicaciones, los significados, pues generaban la subordinación de quien escuchaba, a las interpretaciones del que leía. Era lo leído, mediante el recuerdo de las experiencias de quien impartía la clase. Esto podría hacernos suponer que aquellas primitivas lecturas comportaban unos elementos que la caracterizaron: la cualidad instrumental del lector o de la voz lectora, según la cual la voz es mero instrumento para que la escritura se realice; el carácter incompleto de la lectura, es decir, la necesidad de sonorizar la palabra para descifrarla, y la condición de que quien es destinatario de lo escrito no es un verdadero lector. Mucho tiempo después de la lectura oral, llegó la lectura en silencio, que de acuerdo a algunos estudiosos es una creación de los claustros de la edad media. Esto me conduce al otro punto, el de la libertad. Efectivamente se ha afirmado que la lectura silenciosa es un invento de la edad media.

 

Recuerda Alberto Manguel en el libro que he venido citando, Una historia de la lectura, que fue San Agustín, -considerado uno de los cuatro más importantes padres de la Iglesia Latina-, el primero en practicar la lectura silente. Antes de él, la lectura era un ejercicio sonoro y plural que los monjes realizaban diaria y disciplinadamente en los monasterios. Allí, un sacerdote letrado leía en voz alta la Biblia y dictaba a la vez la glosa, una explicación, un comentario al texto escrito en latín. Lo hacía ante un auditorio de discípulos que copiaban literalmente la interpretación vertical que el sacerdote transmitía de los Evangelios. Es a esa práctica que se opuso la lectura silenciosa, lo que nos puede hacer suponer, muy lógicamente, que ella nació con el estigma del pecado. Pues, si con la lectura silente los monjes tenían la posibilidad de eludir la interpretación vertical de los Evangelios, leer e interpretar en silencio lo que cada uno quería interpretar, no podía ser visto con agrado por una iglesia que obedecía a un dogma de fe. A algunos dogmáticos les inquietó la nueva tendencia, para ellos la lectura creaba un “nuevo pecado”, el de la libertad de pensar. Pues la lectura en silencio, que permite la comunicación sin testigos entre el libro y el lector, se convierte en un singular alimento para el espíritu, según la afortunada frase de San Agustín. En lugar de obedecer la imposición emanada en el dictado de los evangelios, en la edad media, el silencio permitió la introspección, la interpretación interior de los monjes.

 

Hasta nuestros días esta es la lectura que practicamos, y ha sido un hito en la historia de la libertad, en donde no hay intermediarios entre el lector y la obra. Es una lectura sin restricciones con el libro y las palabras, que ocupan un espacio interior, en donde el lector puede inspeccionarlas con total libertad, extrayendo nuevas ideas, permitiendo comparaciones gracias a la memoria, apreciando sus sonidos, protegido de la mirada de los intrusos, dueño absoluto de su intimidad. Haciendo abstracción de los formatos usados desde la antigüedad para leer, -el papiro, las tablillas, el libro de papel, la computadora, o aquel en donde hace millones de años se escribió el ADN-, se podría agregar que, si bien es cierto que la lectura comienza en los ojos, -el más agudo de los sentidos según Cicerón-, no es sino en el formato del cuerpo humano en donde es posible hacer la gran lectura, esa alquimia con la cual la tinta negra se convierte en oro. Allí, en donde el texto percibido en nuestra mente, lucha, con todos nuestros sentidos, en un deseo de procurar la cohabitación.

 

Adolfo Hitler

Por todo lo anterior, y ante la pregunta con la cual se desea saber qué libros son peligrosos, habría que afirmar que los peligrosos no son los libros, si no los lectores.


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Rafael Simón Hurtado. " Al fondo la Basílica de Nuestra Señora de Chiquinquirá en MaracaiboEstado Zulia


Rafael Simón Hurtado

Escritor y periodista venezolano. Licenciado en comunicación social egresado de la Universidad Católica Cecilio Acosta (Maracaibo, Zulia). Ha obtenido el Premio Municipal de Literatura Ciudad de Valencia (años 1990 y 1992), el Premio Nacional de Periodismo Científico (2008),  el Premio de Periodismo “Jesús Moreno” (Universidad de Carabobo, 2009) y el Premio Nacional de Literatura “Rafael María Baralt" (2016). Ha publicado el libro de cuentos Todo el tiempo en la memoria y las crónicas literarias “Leyendas a pie de imagen, croquis para una ciudad”. Fue editor-director de la revista cultural Laberinto de Papel y de las publicaciones de divulgación científica Saberes Compartidos y A Ciencia Cierta, todas de la Universidad de Carabobo. 



Ficha tomada de Letralia.


 

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2 comentarios:

  1. Aunque Hitler era más dado a quemar libros que a leerlos, es cierto que este hombre poseyó una buena biblioteca, con volúmenes de gran valor y contenido espiritual. Otro tanto ocurrió con Pinochet, quien acumuló en las estanterías de su casa miles de libros, en donde había ediciones relevantes, por su antigüedad y rareza. Pero tal cual como se sugiere en el texto publicado, leer no te hace, necesariamente, bueno. Depende, en muchos casos, del lector.

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    1. Ni el leer ni el escribir te hacen buena persona.Eso en nuestro municipio es de conocimiento público porque la gente ha palpado la fauna literaria local.
      ¿Podrías agregar algo sobre los personeros del "gobierno" que padecemos, Bibliontecario?

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