Las despedidas me cuestan y aún más cuando la relación que
acaba se ha basado en la nostalgia. Efectivamente hoy presentamos la quinta y
última entrada de los libros que cambiaron nuestra vida.
Armando inicia su entrega de hoy con todo un autor clásico:
Jack London y su El vagabundo de las
estrellas. Una elección que homenajea a todos esos maravillosos autores
clásicos, maestros de la narración de acción. Se acercó tarde a ellos, fruto de
haber navegado sin brújula por el proceloso mar de la literatura. Con
prudencia, impropia de sus veinte años, no quiso privarse de conocerlos y de
paso reivindicar la absoluta vigencia de estos autores, donde destaca un London
que no envejece.
La siguiente influencia reseñada es más personaje que libro,
hablamos de Conan. Como una gran mayoría de cincuentones conocieron al Cimerio
por los cómics. El estreno de Conan el
Bárbaro (Conan the Barbarian,
1982 dirigida por John Milius) revitalizó el personaje y aumentó sus seguidores (yo entre ellos). Lo que permitió
relanzar de nuevo los cómics y las novelas de Robert E. Howard, y por fin, a
Armando conocer los libros en que se basaban sus cómics.
El penúltimo texto es un gran reconocimiento a una colección
de libros de ciencia ficción que revolucionó nuestras vidas. Hablamos de Biblioteca
de Ciencia Ficción de Editorial Orbis sus 100 números fueron editados entre
1985 y 1986. Domingo Santos fue el director de la colección que se distribuyó
por quioscos. Durante décadas ha sido posible encontrar sus ejemplares, a muy
buen precio, por librerías de viejo, nutriendo de clásicos a las nuevas
generaciones de lectores. Entre las obras de Asimov, Clarke, Heinlein,
Bradbury, Brown o antologías tan jugosas como Visiones peligrosas recopilado por Harlan Ellison, se incluyeron un
grupito de obras de autores españoles: Manuel de Pedrolo, una antologíade Ci Fi española, Gabriel Bermúdez Castillo, el propio Domingo Santos,
Guillermo Solana y Rafael Marín Trechera y su Lágrimas de Luz, obra destacada por Armando. Novela que representó
una de las importantes banderas de enganche de una generación de aficionados,
que definitivamente nos rendimos con fervor a la ciencia ficción patria. Luego
vinieron más… pero eso mejor que lo cuente el propio Armando.
Y llegamos al final, la obra que marca el cierre de una
etapa. El mítico 1992 para Barcelona y la propia Sabadell que fue subsede de
los Juegos Olímpicos de ese año, también lo fue mi Granollers. Armando cuenta
26 años y ya ha hecho sus primeros pinitos literarios, ya ha publicado cuentos
en fanzines pero aún faltan unos años para sus novelas y premios. Toma como efemérides para cerrar su faceta de aprendizaje en
solitario, la publicación de la antología Visiones
Propias de Julián Díez. Emulando las Visiones
peligrosas de Ellison, Julián selecciona textos de un grupo de autores
españoles que vinieron a animar el alicaído panorama patrio. Es el punto de
contacto con el fandom, Armando deja de estar sólo, se integra en el fandom
barcelonés y rápidamente destaca: en 1995 cofunda y dirige el fanzine
electrónico Ad Astra y en 1998 dirige Stalker una revista profesional
dedicada al cine fantástico. Los noventas son años de vino y rosas, en lo
personal y en lo nacional. El mundo es nuestro.
Todo tiene su final, pero Armando nos deja unas reflexiones
finales en forma de epílogo. Nos regala los límites en los que enmarcas estas
20 obras: una guía de exploración de los oscuros cielos de la literatura y en
particular de la fantástica.
Ha sido un placer acompañarles en este viaje, me despido
deseando que haya sido grato y no dejen de volver a visitarnos. Les dejo con
las últimas recomendaciones de Don Armando Boix.
by PacoMan
Dado que al final de mi niñez di un salto
brusco desde la literatura propiamente infantil y juvenil, como Enid Blyton y
“Los tres investigadores”, a la novela sin etiquetas, al menos de edad, me
salté un paso intermedio: esa narrativa de los grandes clásicos de la aventura,
como Alexandre Dumas, Henry Rider Haggard, A. E. W. Mason, Anthony Hope,
Rudyard Kipling, Rafael Sabatini o Jack London, que recuperaría ya cerca de la
veintena, para descubrir cuántas obras magníficas había ignorado y sus enormes
lecciones sobre cómo debe contarse bien una historia. Todos merecerían una
entrada; me centraré en el último de los citados, decidido a no fatigar en
exceso. Para el lector actual, London es el escritor más accesible, de estilo
sumamente moderno, limpio en el redactado, económico en sus recursos literarios
y realista en el tratamiento, no necesariamente en el tema. En modo alguno
blando. Me asombra que durante demasiado tiempo se haya considerado como
“juveniles” muchos de sus relatos de enorme crudeza, capaces de dejar con el
corazón encogido al más coriáceo lector: pocos creadores han descrito mejor el
hambre, el cansancio, el frío.
La principal dificultad reside en qué
obra escoger entre las suyas, pues me costaría mucho señalar alguna
insatisfactoria. “La llamada de la selva”, “Antes de Adán”, “Colmillo blanco”,
“Martin Eden”, sus cuentos del norte o de los mares del sur… No hay pieza que
no sea soberbia. Obligado a la elección, me quedo con “El VAGABUNDO DE LAS
ESTRELLAS”, de 1915, por lo poderosamente imaginativo de su propuesta y la
variedad del contenido.
Jack London |
“El vagabundo de las estrellas” sería lo
que ahora llamaríamos un “fix-up”, es decir, una serie de relatos que en
principio podrían leerse de forma autónoma pero se han engarzado con un hilo
conductor para conferirles unidad. Estamos ante la historia de Darrell
Standing, sentenciado a muerte a la espera de su ejecución y encerrado bajo
condiciones inhumanas en una celda de castigo, con una camisa de fuerza que no
solo le inmoviliza, también le provoca terribles dolores. El único modo para
escapar a su tortura, ha descubierto, es imponerse una relajación absoluta y
proyectar su mente fuera de su cuerpo. Practicando ese ejercicio, a través del
cual se inmuniza ante cualquier padecimiento concebido por sus carceleros, se
dará cuenta de que su espíritu recupera conciencia de vidas pasadas: esta
existencia que ahora sufre solo es una parada en un viaje tal vez prolongable
hacia el infinito. Standing se ha reencarnado muchas veces, y antes que
prisionero fue cazador prehistórico, legionario romano en la Palestina de
Pilatos, caballero espadachín, náufrago en las costas de Corea y pionero en el
Lejano Oeste acosado por los indios. Gracias a su narración en primera persona,
le acompañaremos en esas aventuras.
En muchos aspectos el protagonista de “El
vagabundo de las estrellas”, último de los libros que Jack London dio por
finalizados, puede interpretarse como paradigma de sus héroes anteriores. Sus
personajes son siempre individuos solos, sin apoyo, atrapados en la ley
inexorable de la naturaleza: comer o ser comidos. Las construcciones
civilizadas se demuestran frágiles, más una atadura que sostén de poca
confianza, cuando no se revuelven
directamente contra el hombre para aplastarle. El derecho a la vida se gana con
la lucha. La supervivencia es el premio para el fuerte. Morir, al fin y al
cabo, no es un drama tan terrible sino una consecuencia ineludible, y aceptarla
con serenidad, saber cuándo ha llegado el momento de entregarse a su abrazo,
tal vez constituye el supremo acto de libertad humana.
Jack London, con solo cuarenta años, toma
una sobredosis de morfina y no vuelve a despertar. Accidente o suicidio, su
misión se había cumplido. Desde una infancia de trabajo y miseria se había
elevado hasta convertirse en el escritor más popular de su tiempo. Un siglo
después seguimos leyéndolo.
Conan el bárbaro
Como muchos chavales de mi generación,
descubrí a Conan el bárbaro a través de los tebeos que publicaba Vértice.
Siempre me llamó la atención esa caja de texto en la primera página, donde se
leía: «Personaje creado por Robert E. Howard». Me habría encantado conocer en
sus originales aquellas historias sobre guerreros y brujos, minaretes
enjoyados, dioses araña, tesoros malditos, ladrones y rameras; pero no había
ninguna edición en castellano disponible. Casi oigo saltar de sus asientos a
catalogadores y bibliófilos. Sé que Bruguera había publicado una en 1973,
siguiendo la que L. Sprague de Camp preparó para Lancer en Estados Unidos. Por
edad me la había perdido y sus ejemplares eran muy buscados por los
coleccionistas, a precios prohibitivos. También conozco ahora otros relatos de
Howard publicados por la Editorial Mateu, en “Narraciones Géminis de Terror” o
en “Narraciones Terroríficas” de Acervo. En aquel entonces no existían aún las
librerías especializadas y encontrar material antiguo dependía del azar, en el
mercado de segunda mano.
El estreno de la película dedicada al
personaje, bajo la dirección de John Milius, abrió el abanico de posibilidades.
Planeta resucitó los cómics en el magazine “La espada salvaje de Conan” y
también, bajo su sello filial Forum, recuperó los libros en 1983. Ya no
contaban con las espectaculares portadas de Frazetta, sustituidas por
ilustradores del mundo del cómic, seguramente con derechos más baratos. Era una
pena, aunque un mal menor: podría, al fin, leer las obras originales. La
edición de Forum fue, pues, mi primer encuentro con el Conan literario.
Como ocurría en los volúmenes de Lancer
que servían de base, las doce entregas de Forum recogían, además de las
narraciones de Robert E. Howard, fragmentos terminados por Lin Carter y Sprague
de Camp, adaptaciones a la Edad Hiboria de historias escritas originalmente
para otros personajes, junto a pastiches nuevos por completo. Hay mucho para
criticar en la labor compiladora de Sprague de Camp, poco respetuosa; no
obstante, sus aportaciones me resultaron una lectura entretenida. Sí advertí de
inmediato que aquellos añadidos quedaban bastantes escalones por debajo, al
compararlos con los relatos de Howard, más oscuros y violentos, con una
capacidad superior para evocar a un mundo antiguo, peligroso y lleno de
hechicería. Admitiré sin problemas que Robert E. Howard no fue un autor
perfecto, pues se abandonaba con demasiada facilidad a ciertos latiguillos,
algunos de sus cuentos repetían fórmula y el mundo por él imaginado (una
macedonia de culturas con referentes demasiado cercanos a civilizaciones
históricas) era de dudosa solidez. Por contra, ese escritor que se quitó la
vida con solo treinta años, cuando dejaba atrás la inexperiencia y empezaba a
adquirir madurez como narrador, poseía una fuerza elemental, una pasión y un
instinto natural para contar historias que ninguno de sus imitadores ha
igualado.
Robert E. Howard |
Si la influencia de un autor sobre sus
lectores con prurito literario se mide por el rastro que deja en sus escritos,
sin duda Robert E. Howard me afectó. En esos cientos de folios que llené
durante mi adolescencia para aprender el arte de narrar historias por el método
de ensayo y error, hay un buen puñado de cuentos de fantasía heroica, si bien
luego nunca más volvería a practicar el género, al menos en su forma evidente.
Porque las aventuras de Álvaro de Santaella en mi novela “El sello de Salomón”
o las de Lionor de Montfranc en “La joven a la que amaban las hadas” no dejan
de ser narraciones de espada y brujería, aunque su escenario sea histórico en
lugar de puramente imaginativo.
Si la muerte llama a mi puerta, como
cantaba Serrat, a lo mejor un editor devoto al estilo de August Derleth hurga
en mis manuscritos en busca del más mínimo texto publicable y saca a la luz
esos cuentos primerizos, para sorpresa de mis lectores. Sería demasiado desear
que fuera placentera.
Lágrimas de luz
Pocas iniciativas editoriales habrán
hecho más por dar a conocer la literatura de anticipación e incrementar el
número de sus lectores que la colección Biblioteca de Ciencia Ficción, de
Orbis, aparecida en 1985. Cada semana llevaba puntualmente a los quioscos, a un
precio económico, una buena selección de títulos del catálogo de otras
editoriales aún en activo, como Martínez Roca o Acervo. Su distribución masiva,
que habría de llegar hasta el último rincón, propiciaría el contacto con el
género, para muchos, y el nacimiento de una afición sostenida en décadas
posteriores.
Domingo Santos |
Desde años atrás yo tenía a la literatura
fantástica entre mis lecturas predilectas, si bien me incliné primero hacia la
narrativa de horror sobrenatural. Vale la pena recordar que la oferta en aquel
terreno específico no era demasiado amplia en aquel entonces. Por lo que se
refiere a los clásicos, teníamos obras esparcidas en las ediciones de bolsillo
de Alianza Editorial y Bruguera, la colección Rutas de Fontamara enriquecería
nuestro fondo por muy pequeño espacio de tiempo y Siruela empezaba entonces su andadura
con La Biblioteca de Babel, dirigida por Jorge Luis Borges. La Biblioteca del
Terror de Forum me había facilitado acceso a títulos básicos y curiosas
novedades, pero sus ciento dos entregas las tenía leídas de cabo a rabo.
Respecto al horror contemporáneo, casi se reducía a unos pocos nombres de
acomodo fácil entre la oferta de best-sellers, como Stephen King o Peter
Straub. Puedo decir que había consumido todo lo publicado, al menos todo cuanto
había sido capaz de encontrar. Para seguir disfrutando de una literatura
imaginativa debía volver mi mirada hacia otro género hermano, con mucha mayor
oferta en los puestos de venta: la ciencia ficción.
Había paseado por sus autores más
insignes y unos pocos libros selectos de Superficción, Nebulae y Ultramar se
apoyaban unos contra otros en mis estanterías. La colección de Orbis, dirigida
por Domingo Santos, supuso una oportunidad excelente para explorar, sin
demasiado riesgo económico, otros escritores hasta entonces ignorados por mí.
Uno de los aspectos interesantes de
aquella colección fue que recuperara obras de autores españoles, representadas
en una antología panorámica y en volúmenes del propio Domingo Santos, Gabriel Bermúdez Castillo y Rafael Marín. Las leí todas. El título que más me
impresionaría, sin desmerecer al resto, fue “LÁGRIMAS DE LUZ”, una novela que
en su primera edición había sufrido de una distribución muy escasa y a la que
se le otorgaba una merecida nueva oportunidad.
No había empezado a coleccionar aún los
números de la desaparecida revista Nueva Dimensión, donde Marín se había dado a
conocer entre los aficionados con sus primeros relatos y su novela corta “Nunca
digas buenas noches a un extraño”, así nada sabía sobre su trayectoria y
biografía. Sin embargo, apenas empecé a leer “Lágrimas de luz”, me di cuenta de
inmediato de que el escritor debía ser muy joven. Sobre todo por sus primeros
capítulos, que destilaban una angustia típicamente adolescente, ese sentirse
solo y diferente mientras se busca un encaje en el mundo, no sin cierto regodeo
narcista en la propia congoja, tan bien descrita que o bien el autor tenía muy
buena memoria o no podía encontrarse muy distante de haberla sentido en sus
propias carnes. No necesito cercanía geográfica, ideológica o temporal para
disfrutar de una obra, pero no cabe duda que ayuda a la empatía advertir lazos
con un artista crecido en un entorno sociocultural semejante, que habrá leído
los mismos tebeos y novelas que tú, que habrá contemplado idénticas películas.
A través de sus palabras, se estableció una comunión con Rafael Marín difícil
en las obras de autores españoles de una generación anterior, aunque las
juzgara notables. “Lágrimas de luz” albergaba una gran ambición por el dilatado
recorrido de su trama, aunque lo más llamativo era su evidente preocupación por
la forma, su amor por las palabras, algo no siempre presente en la ciencia
ficción española previa. Esa preocupación por la nobleza estilística, deseosa
de medirse en igualdad de condiciones con cualquier otra literatura, sería un referente
para los autores más inmediatos, y alcanzaría una alta cota de excelencia en la
narrativa de escritores como Elia Barceló o Félix J. Palma. Yo, que jamás
militaría en la idea de que la ciencia ficción, como literatura de ideas, no
precisa de un estilo cuidado, me dejé hechizar por la riqueza léxica, la
cadencia musical y la esmerada redacción, signos de un creador de mirada
amplia, formado más allá de los bolsilibros y las malas traducciones de
originales anglosajones.
Rafael Marín |
“Lágrimas de luz” es una novela de
crecimiento, como también lo serán otras obras posteriores de Marín, “La
leyenda del Navegante” y “Don Juan”, donde sigues a sus protagonistas a lo
largo de su trayectoria vital o una parte sustancial de ella. Son semejantes a
relojeros que admiran la magia de la mecánica, descubren sus engranajes rotos y
los intuyen sin reparación factible, pero no les impide eso continuar
apreciando su belleza. Los veremos florecer para mustiarse después sus
ilusiones, descubrir los claroscuros del mundo, madurar, desechar quimeras y
abrazar causas imposibles con idéntica terquedad, aunque los golpes abran
brechas en su coraza. Errantes, en ningún lugar acaban por sentirse cómodos y
solo unos pequeños oasis les permiten calma suficiente para lamerse las
heridas, antes de proseguir su andadura hacia un destino adivinado fatal. No sé
si Rafael Marín se da cuenta de ello, pero Hamlet Evans, Salther Ladane o Don
Juan Tenorio retienen mucho de esos héroes prometeicos de la literatura
romántica, contemplados desde una óptica moderna: huérfanos de certezas, se
revuelven contra el mundo, se encaminan al borde del abismo y, con una lucidez
ganada a fuerza de castigo, aceptan la destrucción como única victoria posible
en una batalla imposible de ganar.
Así se confiesa Hamlet Evans, el narrador
de “Lágrimas de luz”:
“Yo era una llama y prefería apagarme
antes de respirar un aire envenenado, ennegrecido por los conceptos de la
gloria y de la sangre. Yo era una luciérnaga y prefería morir aplastado por una
bota antes de omitir mi canto. Yo era nada, y era mejor ser nada que mirarme en
un espejo y no reconocerme sino a ráfagas, saber que bajo toda aquella capa de
alegría que en otro tiempo habían transpirado mis poemas se escondía un regusto
ácido y amargo de desesperación y de llanto; mejor no ser que ser aquello.”
Creo que Rafael Marín juzga superiores
otras de sus novelas y “Lágrimas de luz” no está ausente de algunos excesos
sentimentales propios de un escritor bisoño; sin embargo, en el contexto de su
publicación, fue un título de enorme importancia y su lectura, más de treinta
años después, sigue proporcionando asombro y dicha. El tiempo, tan inclemente
para un género como la ciencia ficción, no ha descosido sus costuras, y el
universo y los personajes que se despliegan en sus páginas permanecen
convincentes, complejos y ricos.
VISIONES PROPIAS
El fándom de la ciencia ficción, ese
núcleo central de aficionados que asiste a las convenciones, escribe en
fanzines o blogs y se saca los ojos a la primera controversia, cree
erróneamente, creemos, poseer la voz más autorizada, los conocimientos más
extensos y que en su mano de “connossieurs” está elevar al Parnaso a sus
autores favoritos, mientras mira con suficiencia a los excéntricos, a
juntaletras que practican sus primeros ejercicios o al veterano que no está a
la moda. Por fortuna, hay una base de lectores más extensa sin ocasión o
interés por asistir a eventos multitudinarios, que sigue sus aficiones
literarias sin necesidad de dejar oír su voz y que a lo mejor tiene
conocimientos más profundos del género que los mandarines de dedos ágiles en el
teclado y ansias de protagonismo.
Yo, a principios de los años noventa,
formaba parte de ese grupo de lectores mudos. Estaba al tanto de lo que se
publicaba en colecciones como Superficción de Martínez Roca, Nebulae Segunda
Época de Edhasa, en Ultramar y Acervo. Recorría mercadillos y librerías de
viejo para reunir material antiguo con fervor coleccionista, llenando lagunas
en mis ejemplares de “Más allá”, “Anticipación” y “Nueva Dimensión. Hasta
escribía relatos compuestos por el simple placer de inventar, pues no les
auguraba más recorrido que el que llevaba desde la impresora al cajón. Aunque
había leído intermitentemente fanzines dedicados a la literatura fantástica,
como “Blagdaross”, “Fan de Fantasía” o “Berserk”, no tenía contacto alguno con
los aficionados a la ciencia ficción, los más organizados y activos. Tal era mi
aislamiento que ni siquiera me enteré de que en Barcelona, durante 1991, se
celebraría la primera de las Hispacones restauradas, cuando me habría bastado
un desplazamiento de treinta minutos desde mi casa al lugar del evento. ¡Con lo
que me habría gustado pedirle, con piernas temblorosas por los nervios, una
dedicatoria a Rafael Marín o ver cómo a Terry Pratchett se le indigestaba la
horchata!
Alguna vez, eso sí, me pasaba por el
local en la Ronda San Pedro de Gigamesh para aumentar el volumen de mi
biblioteca, ya bastante crecida. Los libros más raros, de pequeñas tiradas,
aquellos que no se encontraban en otras librerías y grandes superficies, eran
lo que más podía atraer mi atención. Uno, de portada minimalista en blanco y
negro, con una máscara cromada y un título escueto, fue a parar a mi bolsa de
la compra: “VISIONES PROPIAS”, una antología de autores españoles de nueva
hornada preparada por el periodista Julián Díez en 1992.
Como ya he contado anteriormente,
“Lágrimas de luz”, de Marín, me había llevado al convencimiento de que la
ciencia ficción escrita en español no debía contemplarse en inferioridad de
condiciones con la creada en otras latitudes. Aquella antología, homenaje a las
“Dangerous Visions” —preparadas por Harlan Ellison para romper los modos
fijados en la era de Campbell—, pretendía ofrecer una palestra a los nuevos
escritores, un expositor para formas más modernas de concebir el género.
Contenía cuentos de Pedro Pablo GarcíaMay, León Arsenal, Adolfina García, Félix J. Palma, Juan Manuel Santiago, Pedro
Pemau, José Ignacio Ocaña Martínez y José Antonio Cotrina. A muy pocos les he perdido
la pista, otros se han convertido en autores de éxito, con una parte llegaría a
establecer amistad personal. Todos me resultaron estimulantes. El libro
demostraba que el caudal de la ciencia ficción española fluía fresco, repleto
de ideas, con formas de narrar maduras al tiempo que atrevidas. Y me advertía
que no todas las puertas estaban cerradas, pues se abrían rendijas a través de
las cuales quizá yo mismo, en días futuros, podría aventar mis folios
recluidos.
Elia Barceló |
El volumen tendría continuación con una
segunda entrega, preparada por Elia Barceló como antologista, y de ahí
derivaría una colección de cadencia anual, “Visiones”, que sigue apareciendo en
la actualidad y donde yo mismo llegué a publicar un par de relatos. La década
entera de los 90 presenció una explosión creativa en la ciencia ficción
española, en la que los nuevos autores se vieron apoyados por abundantes
revistas y fanzines donde exponer su trabajo. A los pioneros “Kandama” y
“Tránsito” se unirían “Cyberfantasy”, “BEM”, “El Fantasma” y su sucesor
“Artifex”, “Parsifal”, “Papers de Recerca”, “Bucanero”, “Framauro”… Incluso
editoriales hasta entonces impermeables a los escritores nacionales elevaron
sus rastrillos para que pudieran publicar sus novelas. Un importante grupo de
narradores, entre los que citaré a César Mallorquí, Elia Barceló, Juan Miguel
Aguilera, Rodolfo Martínez, León Arsenal, Javier Negrete, Félix J. Palma o
Susana Vallejo, llegaron para quedarse. Habría flujos y reflujos, crisis periódicas
seguidas de exuberantes reverdeceres. La cantera nunca se agotaría por completo
y seguiría produciendo nombres que mantendrían vivo el género escrito en
español hasta el día de hoy. Habría sido deseable que a tanto talento le
hubiera acompañado un crecimiento sensible del número de lectores, uno de los
déficits pertinaces en nuestra balanza editorial. No pudo ser y parece difícil
que el siglo XXI invierta las cuentas. Se publican muchos libros, es cierto,
sin embargo sus cifras de tirada son ridículas. Llegar a dos mil lectores se
considera un éxito. No son buenos tiempos para vender libros. ¿Pero alguna vez
lo fueron en nuestro país, sobre todo cuando se trata de un género tan
minoritario como la ciencia ficción?
Libros que cambiaron mi
vida: a modo de epílogo.
En estos recuerdos en veinte entregas
sobre mi formación como ávido consumidor de literatura, no he pretendido
proponer un canon de libros imprescindibles, solo rendir homenaje a textos
decisivos a la hora de moldear mis gustos. Aun así, no puedo evitar una cierta
sensación de injusticia. Ni nos enamoramos necesariamente de las mujeres más
hermosas ni son las novelas mejor escritas aquellas que golpean nuestra alma
por primera vez. Por eso, por lo caprichoso de nuestros encuentros, por la
crueldad de la elección, me parece tan ociosa la típica pregunta sobre qué
libro rescatarías de un incendio o te llevarías a una isla desierta. El mundo
no puede encerrarse en un solo texto, aunque sea excelente. En cada instante de
tu vida te conmoverán cosas distintas; un libro, siempre, te abrirá puertas a
otras lecturas, y lo que hoy te deslumbra, mañana seguramente te revelará sus
defectos, sin que por ello dejes de amarlo.
Si Enid Blyton me dio paso a la lectura
de novelas, aquellas con las que más disfruté en mi infancia fueran las
dedicadas a “Alfred Hitchcock y los tres investigadores”, con sus misterios de
apariencia sobrenatural que al final quedaban explicados. Stevenson me subyugó
con “El extraño caso del doctor Jekyll y mister Hyde”, pero no son en modo
alguno inferiores “La isla del tesoro”, “El señor de Ballantrae”, “Secuestrado”
o “La flecha negra”. Preferí, de Salgari, a “El Corsario Negro”; hoy sus
novelas que más veces releo son las protagonizadas por la valiente espadachina
“El Capitán Tormenta”, en combate contra el Imperio Otomano.
Tolkien me dio acceso a la alta fantasía;
sin embargo no disfrutaría menos, poco después, con la saga de Terramar de
Ursula K. Le Guin. Robert E. Howard llenó mis horas de ocio con emociones, no
menos que Michael Moorcock o Fritz Leiber algunos años en el futuro. “Lágrimas
de luz”, de Rafael Marín me hizo apreciar que la ciencia ficción escrita en
español no jugaba en una liga inferior; pero Elia Barceló y Juan Miguel Aguilera se convertirían en la confirmación necesaria de que aquella novela no
era un verso suelto. Y aunque “Visiones propias” fue la antología que me acercó
a los nuevos escritores de los 90, no es menos cierto que, en las páginas de
“BEM” y “Cyberfantasy”, los relatos de César Mallorquí, León Arsenal y RodolfoMartínez me infectaron de una sana envidia y un ansia renovada por intentar
escribir algo que pudiera aproximarse a tanto talento sin demasiado desdoro.
Ursula K. Le Guin |
Apreciar una obra no degrada a otras.
Disfrutar de determinados géneros no impide una mirada abierta a concepciones
diferentes de la literatura. Leer y adentrarse en los pensamientos de otra
persona, dejarse arrullar por el placer de una historia contada para ti solo,
aunque luego se repita a miles de oyentes, requiere de una práctica que nunca es
baldía, pues raro sería que no te ayudara a crecer y a ampliar tus perspectivas
estéticas e intelectuales. Puedes empezar con Guillermo Brown o El Coyote, con
Sandokan o Harry Potter… Una vez has dado los primeros pasos, no hay duda de
que jamás perderás la curiosidad por descubrir qué otros caminos se dibujan
delante tuyo, unos cómodos, otros arduos, siempre interesantes.
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En 1968 nace. Reside en Málaga desde hace más de tres lustros.
Economista y de vocación docente. En la actualidad, trabaja de Director Técnico.
Aficionado a la Ciencia Ficción desde antes de nacer. Muy de vez en cuando, sube post a su maltratado blog.
Y colabora con el blog de Grupo Li Po
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Armando BOIX (1966). Formado en artes aplicadas, ha desarrollado una carrera profesional como dibujante técnico y diseñador, al tiempo que, desde 1994, empezaba a publicar sus primeros relatos y artículos en fanzines y revistas. Dirigió la revista especializada en cine fantástico Stalker y ha recibido diversos premios literarios, como el Gran Angular de novela juvenil por El Jardín de los Autómatas (1997), el Pablo Rido de relatos o el Gigamesh de ensayo.
Sus últimos libros publicados son la novela La joven a la que amaban las hadas(2012), la antología El noveno capítulo y otros relatos (2014) y el volumen contres novelas cortas En calles oscuras (2015).
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