lunes, 8 de marzo de 2010

El centenario olvidado

por George Bernard Shaw.

Un acercamiento a la obra de Edgar Allan Poe. Parte I/II.




El año pasado se cumplió el bicentenario del nacimiento del escritor norteamericano más querido de Valencia: Edgar Allan Poe. Lamentablemente no nos hicimos ecos de las diversas celebraciones que se realizaron para recordar a este bardo pero más vale tarde que nunca y hoy compartimos con ustedes este texto que George Bernard Shaw dedicó al escritor. Este texto fue originalmente publicado el 16 de Enero de 1909 en el diario The Nation.

La traducción fue realizada por Ana Useros para la revista Minerva número 8
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George Bernard Shaw


Hubo un tiempo en el que América, la tierra de la libertad y el lugar de nacimiento de Washington, parecía la patria natural de Edgar Allan Poe. Hoy en día algo así se ha vuelto inconcebible: ningún joven puede leer las obras de Poe sin preguntarse con incredulidad qué demonios pinta Poe en ese barco. América ha quedado al descubierto, y Poe no. Esta es la situación. ¿Cómo pudo vivir allí el mejor de los artistas, este aristócrata de las letras? No vivió allí; sólo murió, y se le tachó con presteza de borracho y fracasado, aunque sigue abierta la cuestión de si realmente bebió tanto alcohol en su vida como bebe hoy un moderno triunfador americano, sin mayor comentario, en seis meses.

Si el Día del Juicio estuviera previsto para el día del centenario del nacimiento de Poe, sólo habría dos hombres entre los fallecidos desde el día de la Declaración de Independencia cuya súplica de gracia pudiera revocar una inmediata sentencia condenatoria para toda la nación; y no está claro si a esos dos se les podría convencer de que pervirtieran la justicia eterna pronunciando esa súplica. Esos dos, son, por supuesto, Poe y Whitman; entre ellos existe la notable diferencia de que Whitman es aún creíble como americano, mientras que incluso los propios americanos, aunque están bastante faltos de hombres de genio, omiten el nombre de Poe de su Panteón, ya sea porque tengan la sensación de que es inútil reclamar una figura tan extranjera, o por simple monroísmo. Uno se pregunta, ¿es que la América de los días de Poe ha muerto o es que acaso nunca existió? Probablemente nunca existió. Era una ilusión, como la respetable y liberal Inglaterra victoriana de Macaulay. Karl Marx ya desenmascaró lo blanqueado que estaba ese sepulcro; desde entonces, nosotros combatimos, convencidos del pecado social que hace que consideremos un infierno cada país en el que el capitalismo industrial está en alza. Pues ningún americano ha de temer que América, en ese hipotético Día del Juicio, vaya a perecer sola. América se condenará junto con lo mejor de Europa y se sentirá orgullosa y feliz, y despreciará a los que se salven. Ni siquiera alegará la influencia de la madre de la que heredó sus peores vicios. Si hoy América destaca con escandalosa preeminencia como anarquista y rufián, mentirosa y bravucona, idólatra y sensualista, es sólo porque se ha arrancado los ropajes del catolicismo y el feudalismo que aún dan a Europa un aire de decencia, y peca abiertamente, conscientemente, en lugar de hacerlo furtiva, hipócrita y confusamente, como nosotros. Hasta que no adquiera los modales europeos, el anarquista americano no se convertirá en ese caballero que afirma que una ley parlamentaria no logrará que la gente se vuelva moral (cuando la verdad es que sólo mediante leyes parlamentarias pueden los hombres de extensas comunidades moralizarse, incluso cuando así lo quieren); el rufián americano no entregará su revólver o su machete para que lo usen por él los policías o los soldados; el mentiroso y el bravucón americano no adoptará el tono de los periódicos, del púlpito y del estrado; el idólatra americano no escribirá biografías autorizadas de millonarios; ni el sensualista americano se garantizará el patronato de todas las musas para su pornografía.


Sea como sea, Poe sigue sin tener techo. No hay nada como él en América: nada, en cualquier caso, que sea visible desde el otro lado del Atlántico. A esa distancia podemos ver bastante bien a Whistler y a Mark Twain. Pero Whistler, en algunos aspectos, era muy americano: tan americano que sólo otro americano podría haber escrito sus aventuras y celebrarlas sin reservas. Mark Twain, semejante a Dickens en su combinación de espíritu público e irresistible poder literario con una incapacidad congénita para la mentira y la bravuconería, y un odio congénito por la crueldad y el derroche, sigue siendo americano por el color local de sus historias. Hay además otra diferencia. Tanto Mark Twain como Whistler son tan filisteos como Dickens o Thackeray. Lo más desolador de Dickens, el más grande de los victorianos, es que en sus novelas no hay nada personal por lo que vivir, excepto comer, beber y simular estar felizmente casado. Para él no existen los grandes ideales ni las grandes síntesis, ni tampoco los grandes preludios y tocatas de Bach, las sinfonías de Beethoven, la pintura de Giotto y Mantegna, Velázquez o Rembrandt. En lugar de convertirse en el heredero de todas las edades, sólo le correspondió una propiedad literaria, pequeña y mohosa en comparación, que le legaron Smollett y Fielding. Su crítica del Hamlet de Fechter y su empleo de un discurso de Macbeth para ilustrar el personaje de la señora Mac-Stinger, muestran lo poco que significaba Shakespeare para él. Thackeray es aún peor: las nociones de pintura que pescó en la escuela de Heatherley superaban la ignorancia de Dickens; en música está igualmente en la más completa oscuridad; y, si cuando quería ser inmensamente alegre y agradable no se dedicaba, como Dickens, a describir las comilonas y los gorgoritos que hacen de la Navidad nuestra desgracia anual, es porque nunca quiso ser tan alegre y agradable, no porque tuviera mejores ideas sobre la diversión personal. La verdad es que ni Dickens ni Thackeray serían tolerables si no fuera porque la vida es un fin en sí mismo y un medio únicamente para su propia perfección; por tanto, cualquier hombre que describe la vida con vivacidad nos entretendrá, por poco cultivada que sea esa vida que describe.

Mark Twain ha vivido lo suficiente como para convertirse en un filósofo mucho mejor que Dickens o Thackeray: por ejemplo, cuando inmortalizó al general Funston dejándolo en el más absoluto de los ridículos, lo hizo científicamente, sabiendo exactamente lo que quería decir, y llegando hasta los cimientos de la historia natural del carácter humano. Igualmente, extrajo del Mississippi algo que Dickens no pudo obtener en Chatham o Pentonville. Pero escribió Un yanqui en la corte del rey Arturo, al igual que Dickens escribió Una historia de Inglaterra para los niños. Como despreciaba los ideales de la caballería católica, los desenmascaró, mas no mediante el conflicto con la realidad, como hizo Cervantes, sino en conflicto con los prejuicios de un filisteo; uno tan grande que, comparado con él, Sancho Panza es un admirable Crichton, un Abelardo o, incluso, un Platón. También describió Lohengrin como «una melopea», aunque le gustó el coro nupcial; y esto demuestra que Twain, como Dickens, no recibió una educación adecuada. Wagner hubiera sido su hombre si se le hubiera adiestrado para entender y usar la música de la misma manera que se adiestró a Rockefeller para entender y usar el dinero. América no le enseñó el lenguaje y los grandes ideales, así como Inglaterra no se los enseñó a Dickens y a Thackeray. Por tanto, aunque nadie pueda sospechar que Dickens o Mark Twain carecían de las cualidades y los impulsos que forman el alma de esos cuerpos grotescos e improvisados que son la Iglesia y el Estado, la Caballería, el Clasicismo, el Arte, la Nobleza y el Sacro Imperio Romano; y aunque nadie los culpa por haber visto que esos cuerpos estaban en su mayoría tan descompuestos que se habían convertido en una molestia intolerable, no hay más que compararlos con Carlyle o Ruskin, o con Eurípides, o con Aristófanes para ver cómo, faltos de un lenguaje sobre el arte y de un corpus filosófico, estaban mucho más interesados en la risa y el pathos de la aventura personal que en la comedia y la tragedia del destino humano.


Whistler también era un filisteo. Fuera del rincón del arte en el que era un virtuoso y un propagandista, era el gran Hazmerreír. Con todo lo importante que fue su propaganda, con todo lo admirada que fue su obra, ninguna sociedad pudo asimilarlo. Ni siquiera consiguió convencer a un jurado británico de que fallara a su favor y le concediera una indemnización en un juicio contra un crítico rico que «le había dejado sin trabajo»; y ésta es sin duda la cumbre del fracaso social en Inglaterra.


Continuará

1 comentario:

  1. gracias por facilitarme este texto. Realmente me ahorraron much trababjo al avclararme las referencias. Este texto esta en diversas partes de la red pero este el unico sitio donde lo consegui con lasreferencias y eso sirvio de mucho para que ubicara en esa epoca.

    gracias

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