domingo, 28 de marzo de 2021

MIRANDA RUMBO AL CIELO por Eduardo Casanova

 

General Francisco de Miranda por Martín Tovar y Tovar


Por Eduardo Casanova


Francisco de Miranda, el más universal de los americanos, se encontró con la muerte el 14 de julio de 1816, aniversario de la toma de la Bastilla. Había sido traicionado y abandonado por sus compañeros de aventura de 1811, y también por otros protagonistas del que le había parecido su mayor día de gloria pero en realidad había sido el comienzo de todos sus infortunios. El más traidor de los traidores, el marqués de Casa León, lo lanzó a la arena de los leones, pero la traición de Casa León no fue el único vejamen que en esos días apuntó contra su cabeza ya adornada por nobles canas. El “Manifiesto de Cartagena”, de Simón Bolívar, contiene acusaciones de las que su autor se arrepentirá después. Se trata de un documento fundamental, en el que el futuro Libertador asienta su derecho a ser Libertador. Tiene que caminar sobre los huesos de Miranda, y lo hace. Con el tiempo se dará cuenta de que esa parte del documento se vierte en su contra y lo hace ver mezquino, y más aún, frente a su propia muerte entenderá que hizo muy mal, y que es posible que la vida le esté cobrando aquella muerte. No obstante esa fea mancha, esa nueva traición, poco después de cometerla, Bolívar arrancó, como un cóndor vencedor, hacia su propia gloria. Fue la Campaña Admirable que, por desgracia, no llegó a tiempo para salvar a Miranda. Miranda ya estaba en el mar, navegando muy despacio hacia muerte de su cuerpo.


Miranda en La Carraca. Arturo Michelena.


El 4 de junio de 1813 fue sacado en la noche y colocado en un buque con rumbo a Puerto Rico. Un mes antes, en Mérida, Bolívar había recibido el título de “Libertador”. En La Guaira, Miranda sufrió horrores, encadenado, rodeado de alimañas y testigo de las crueldades más inicuas realizadas por los enemigos de la Independencia Empezaba su Vía Crucis. Poco después pasaría por Puerto Rico, donde sus condiciones mejoraron algo. Empezaron a tratarlo casi como un ser humano. Fue allí en donde lo visitó varias veces el realista venezolano, pero no por realista indigno ni nada que se le parezca, Andrés Level de Goda, que por cierto era cuñado de José Francisco Bermúdez e hizo cuanto pudo a favor de Miranda, y tiempo después a favor de todos los independentistas, cuando en España (Level de Goda) insistió en que la rebelión de los venezolanos no podía ser considerada traición. En Puerto Rico, en donde por órdenes del gobernador Salvador Meléndez su prisión se hizo más liviana, escribió Miranda un memorial dirigido a las Cortes, y fechado el 30 de junio. Era una posibilidad, una esperanza que se estrelló contra el muro del atraso que supuso la restauración brutal de Fernando VII, triste rey que sólo puede compararse en infelicidad a su tristísimo padre, Carlos IV. Hacia fines de 1813 fue embarcado de nuevo, y de nuevo atravesó el océano de oeste a este, pero ahora con cadenas. Y con cadenas llegó a Cádiz en enero de 1814. Se cerraba un círculo crudelísimo, que se abrió a comienzos de 1771, cuando vio “monstruosísimos pexes que llaman ballenatos”, así como los delfines, que llama toninas y juegan y saltan en torno a la nave. Monstruos y ágiles bailarines que esta vez, esta última vez, no pudo ver desde el espacio encerrado en donde viajaba unido a una pared de ignominia por sus cadenas. De allí en adelante el cuerpo de Francisco de Miranda quedó encerrado en La Carraca mientras su alma se elevaba y cantaba entre las nubes más altas. Su alma inmortal, aun dentro de su envoltorio material, volvía a visitar los sitios que mucho antes había visitado su cuerpo. Su imaginación retornaba a cumplir con su deber ineludible: una y otra vez se veía escapado, fugado de aquel sitio. Logró que le permitieran moverse con alguna libertad, pero él mismo se encargó de que lo encadenaran de nuevo: le remacharon los grillos cuando descubrieron un plan de fuga, y casi un par de años más, hasta marzo de 1816, estuvo engrillado. Allí se enteraría de que el joven Simón Bolívar, el que lo llevó a Caracas y fue uno de sus paisanos que forjaron el primer escalón de su cadena, se convirtió en el hombre que llevaba todo el peso de la lucha, el Libertador, que voló sobre los Andes y retomó Caracas en una campaña que bien mereció el título de Admirable. Supo también que el más bárbaro de todos los bárbaros, el feroz y sanguinario José Tomás Boves, recorría los Llanos reclutando soldados para la causa realista, y en aquellos paseos que a veces se salpicaban de sangre en las batallas, quedaba demostrado que la ignorancia llevaba a aquellos seres miserables a traicionarse ellos mismos, y que Bolívar, mediante la guerra a muerte, trató de que entendieran que no estaban luchando contra los mantuanos, sino contra su propia patria. Y también supo que Bolívar había dejado atrás toda civilización y se había convertido casi en un caudillo, si no equivalente por lo menos parecido a Antoñanzas o a Cervériz o a Boves, y que muchos de los hombres que seguían a Bolívar lo habían imitado y por ello se había convertido Venezuela en un territorio de carniceros y bárbaros, en donde la muerte bailaba y se frotaba los huesos y reía desde su oquedad regando su pestilencia sobre cerros de gusanos. Y como contraparte de aquella danza macabra, las esperanzas de Miranda renacían a cada hora. Sus intentos de fuga fueron descubiertos, pero él insistía en soñarse libre. Trató de escaparse hacia Gibraltar, en donde estaba el hijo de su amigo Turnbull. Otra vez se enfermó justo cuando estaba a punto de fugarse. Su sobrino López Méndez, en Londres, trató de interceder por él. Hasta que, por fin, el 25 de marzo de 1816 logra ponerse al borde de lo que más ansía: escapar. Su alma, gracias a Dios, inicia el proceso que la llevará a escapar de su cuerpo. Un ataque de apoplejía convierte, ahora sí, su cuerpo, casi en objeto. Un dominico, de apellido Albarsánchez, trata de llevarle auxilios religiosos, pero el cuerpo responde con brusquedad: “Déjeme usted morir en paz”. Era la paz lo que llamaba a su alma que ya llevaba más de cuarenta años dominada por la guerra. En mayo pareció recuperarse. Escribió varias cartas en las que le decía al mundo que sabía muy bien que su muerte estaba cerca. Hasta que el 13 de julio de 1816 se agravó, y murió el 14. Era el aniversario de la Toma de La Bastilla, el día de la Revolución de Francia. Era día de cantar himnos guerreros. Pero Miranda se adentraba por fin en el reino de la paz, en silencio. Apenas lo vieron morir Pedro José Morán, su criado, y uno de los presos que vivía también su muerte de piedra. Los jefes de la cárcel, como si Miranda hubiera muerto de peste, quemaron de inmediato todas sus pertenencias. Su cuerpo, envuelto sumariamente por las sábanas y el colchón en donde había muerto, fue enterrado en una fosa común en la propia fortaleza, y con el tiempo se perdió. Debe haber salido a reencontrarse con todos los paisajes que conoció en vida. O a averiguar qué pasaba con el Continente que él quería libre, y que terminó de hacerse libre en una hermosa batalla, conducida por Antonio José de Sucre, que estuvo bajo las órdenes de Miranda en 1812 y que en Ayacucho, en junio de 1821, se convirtió en el verdadero vencedor de los realistas. En la mano triunfante de Francisco de Miranda. En el triunfo de Francisco de Miranda, que ese día llegó, por fin, al verdadero cielo.



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Eduardo Casanova




Estudió Derecho y Letras en la Universidad Central de Venezuela y en la Universidad Nacional de Buenos Aires. En 1963 se estrenó su obra teatral Barrabasalia, escrita en colaboración con Arturo Uslar Braun, en 1975 se estrenó su comedia "El solo de saxofón". Luego, en 1968, recibió su título de abogado. Presidente de la Fundación para las Artes del Distrito Federal (Fundarte), 1984. Director del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos (CELARG), 1984-1987. Premio Guillermo Meneses por su obra narrativa (2000). Presidente del Círculo de Escritores de Venezuela, 1999 y 2001.  



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