Queridos amigos de esta página: hoy les alcanzamos una crónica del crítico Eduardo Casanova Sucre acerca de la reciente novela "La Única Hora" de Alberto Hernández (Ediciones Estival, 2016).
La visión de Casanova Sucre resalta que conocía al autor como notable poeta de nuestro tiempo, por lo que le impactó recibir una novela con su firma. Pero más le impactó reconocer la alta calidad narrativa y lo original del tratamiento del tema.
La Única Hora es una novela del exilio, un tema actual y doloroso en nuestra historia, pero además de la trama formal, (una pareja de venezolanos en Londres, sobreviviendo con una beca del Estado) se inserta el juego formal. Aquí es donde, creo yo, podría residir lo más interesante de esta propuesta.
Ya se ha dicho que todo está dicho, escrito o pensado y que la única alternativa del creador reside precisamente en su poder creativo, en hacer algo diferente de la materia conocida.
Alberto Hernández, como poeta, creador y ser prolífico que es, hace de ese cuento un hecho único al jugar con las palabras, la materia de su oficio y generar nuevas formas poniendo en boca de su protagonista, Ingrid, la potestad de hablar en lenguas, como decían en tiempos bíblicos.
Amigos, a leer la crónica ahora y a leer la novela acto seguido. Es un ejercicio que nos salvará siempre.
Salud Alberto Hernández, que el éxito que mereces te premie siempre. Que no nos abandone tu palabra nunca.
Graciela Bonnet
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“LA ÚNICA HORA”,
una novela de Alberto Hernández
Por Eduardo
Casanova
Aunque ya Alberto
Hernández había incursionado en el terreno de la narrativa, se le conoce
fundamentalmente como poeta, o como poeta que a veces hace crónica o ensayo con
especial maestría. Es uno de los poetas venezolanos fundamentales de nuestro
tiempo. Y ahora aparece como un muy buen novelista, autor de “La única hora”,
Ediciones Estival, 2016, 149 pp.
“La única hora” no
es la novela de un poeta, aunque en sus textos se nota claramente la presencia
del poeta. Es una muy buena novela de un muy buen novelista, que además es un
muy buen poeta. Es la narración de muchas circunstancias en las que los
personajes son vitales. Es la peripecia de Ignacio e Ingrid, una pareja
venezolana en el exilio, en Londres, y en ella entran y salen personajes
ficticios como Guillermo Cabrera Infante, Wilfredo Carrizales, Horatio Nelson,
Ambrose Bierce, Buda, etcétera, que se mezclan con otros que son mitad realidad
y mitad ficción y con los que son ficción pura, lo que le da a la novela un
encanto especial.
La anécdota, el
tema, la trama, es, por decir lo menos, muy interesante. Narra la peripecia de
una pareja de venezolanos (Ignacio Fuentes e Ingrid Paredes) radicados en
Londres, que viven una dura experiencia vital. Ella, Ingrid, obsesionada por
Buda, padece un extraño mal diagnosticado por un psiquiatra, un mal cercano a
la esquizofrenia, que le produce xenoglosia, lo que a su vez la hace hablar en
idiomas muy extraños y que pueden llevarla a perder del todo la sanidad mental.
En la novela hay diálogos muy bien logrados, hay monólogo interior, hay
erotismo muy bien logrado, hay varios de los más sabios recurso de la narrativa
manejados con absoluta soltura por el autor, pero además hay algo que
sorprende, como es la “materialización” de los personajes, que en un momento
dado salen de las palabras para entrar en el reino de las imágenes. Algo
parecido a lo que hizo Luigi Pirandello (1867-1936) en el teatro, en “Seis
Personajes en busca de autor” (1920), que a su vez inspiró a Woody Allen para
la película “La rosa púrpura de El Cairo” (1985). En ambos casos (Pirandello y
Allen) los personajes “salen” de la escena (y de la pantalla) y se internan en
un “mundo real” que no llega a ser real, sino que sigue siendo artificial. En
la novela de AH los personajes, al salir de la palabra, adquieren otra
dimensión y se convierten en imágenes, con lo que se logra un mundo original,
único en la novelística contemporánea, que le agrega un gran valor a la novela.
Y eso es lo que más me interesa y a lo que me referiré después.
El texto se inicia
así: Desde
la que parece ser la ausencia absoluta, Ingrid Paredes observa a todo el que
entra a la habitación. Sentada en una vieja silla, la mujer tiene los ojos
puestos en la ventana. Su silencio perturba. Su rostro pálido y en dudosa paz
imanta a quien se acerca.
Ignacio Fuentes e
Ingrid Paredes, que viven en Londres gracias a una beca, se mantienen en
contacto permanente con el país que han dejado, como se puede ver en el diálogo
que se escenifica en la página 13:
—Me
llamaron de Venezuela, dice ella como si deletreara una canción.
—¿Qué
pasó, otro golpe de estado?, pregunta Ignacio.
—No,
algo peor: el Presidente está grave, afirma Ingrid.
—¿Qué
tiene, gripe?
—No,
cáncer.
—¡Coño¡
—Sí,
coño y recoño. Eso retrasa muchas cosas. Están tomando previsiones por si se
alborota el país. Nuestra remesa está en peligro. Tendremos que matar tigres, y
hacerlo aquí en Londres es muy jodido.
—Bueno,
te metes a puta y compartimos las ganancias.
—Carajo,
tú de marico serías un fracaso. Con esa pinta. Y sin nalgas, para completar.
—No
creo que el país se vaya a paralizar por la enfermedad del tipo.
—¿Y
quién te dijo que Venezuela es un país? ¿No has oído del campamento que somos?
—Un
corral mal alumbrado, querrás decir.
O en la página 50, en donde el
lector asiste a los primeros síntomas de algo que aqueja a la protagonista, que
en paralelo le ocurre también al país que han dejado al otro lado del océano:
Mientras
veo el cortejo por televisión, Ingrid se pasea por la sala envuelta por una
retahíla de voces que la acosan. Se las trata de quitar de encima con las manos
como si fuesen mosquitos. Repite con ritmo acelerado algo que jamás entenderé.
Se atropella con un silabeo incesante. Una letanía de sonidos dulces sale de su
boca y choca con las paredes, con mi cara, con las ventanas cerradas. La gente
empuja el ataúd por la amplia avenida militar. Banderas del país, retratos del
difunto en traje de gala, vestido de verde, en ropa deportiva. Unas mujeres lloran.
Unos hombres empinan botellas de licor y agua para soportar el calor de
Caracas. Gritan consignas. Más de siete horas llevan de caminata. A la orilla
del camino quedan algunas mujeres desmayadas. Deshidratadas por el esfuerzo,
por el duelo, por un clima que se niega a ocultar el sol. Las banderas ondean
sobre el sonido monocorde de un llanto que parece sometido a prueba por el
sofoco tropical. En la vanguardia van los jefes de gobierno, ministros y
cancerberos de mil ojos. Ingrid se coloca a mis espaldas y dice:
—Ya
se lo llevan. Ya se lo llevan. Ya se lo llevan… Suenan trompetas y cañones.
Pasan aviones a chorro como pájaros migratorios sobre la ciudad. La imagen de
la gran avenida de Los Próceres se abre a la larga cola de gente.
Paseo Los Próceres |
Hasta aquí la novela es una obra de
gran calidad, muy bien escrita, muy bien concebida, pero aún no se despega de
lo normal en novelas bien escritas y bien concebidas. Hasta que en la página
115 empieza a producirse un fenómeno notable:
Ignacio
no pasa de la página 198 desde que Ingrid es habitada por sus fantasmas. La oye
hablar, reclamar, traducirle a algún personaje que la habita, advertir los
pasos nerviosos de la mujer. Desde la habitación donde trata de leer sabe que
la coincidencia no es gratuita. Las letras de La invención de la soledad de
Paul Auster le saltan ante los ojos, se le confunden. Se le enredan, le lanzan
piedras desde las líneas que saltan como caracoles envenenados. Cierra el libro
en la página donde naufraga su lectura y trata de pensar en Ingrid y en lo que
pasa en el libro. Observa la portada de la obra de Auster y ve una vieja
fotografía del padre del novelista. Es el mismo hombre en cinco posiciones ante
una mesa: dos de frente, dos de lado enfrentados y uno de espaldas. Es el mismo
hombre con las manos supuestamente enlazadas (no se logran ver) en una sesión
de espiritismo, pero también podría tratarse de cinco tipos jugando póker, sólo
que la manera de vestir, el rostro estirado y hasta el peinado de los sujetos
(del sujeto quintuplicado) hacen suponer que están en una reunión muy seria. Es
una sala casi en penumbras. Sólo destacan los cuerpos debidamente ataviados, de
corbatas elegantemente atadas al cuello, de pintas casi ilegibles. Saco a rayas
y un silencio que convoca al misterio, a la ingrimitud, porque el hecho de que
sean cinco los sujetos sus rostros delatan la misma identidad.
(Primera y muy pequeña digresión: el término “ingrimitud” le habría encantado
al gran filólogo polaco y argentino y venezolano Ángel Rosenblat, pero sigamos
con lo que nos interesa).
Ese fenómeno, ese salirse de las
palabras para entrar un poco a las imágenes, que es una degradación augusta, se
convierte en el verdadero protagonista de la obra en la página 122, en el “(Capítulo
ortopédico 2)”:
Esta
vez me acerco a la puerta. Levanto la mano para tocar y concentro la mirada en
un extraño insecto que choca contra mis lentes. Finalmente toco. Siento pasos
en el interior de la casa. Voces. Ignacio abre la puerta:
—¿Sí?
—¿Ignacio?
—Sí.
—Soy
quien te inventó.
—¿Siiií?
—Sí.
Necesito hablar contigo.
—Si
usted me inventó no tiene nada de qué hablar conmigo. Ya debe saber lo que
pienso.
—Cierto.
—¿Por
qué borró a Alonso de la historia?
—Estorbaba.
Pero
nada de eso pasó. Me quedé con la mano extendida. No toqué a la puerta. Tuve
temor de que Ingrid violentara la escena. Espanté el insecto que cayó sobre mi
antebrazo derecho y me retiré de la puerta. Retrocedí hasta el muro y desde
allí traté de mirar el interior del apartamento. Ignacio se paseaba por la
sala. Miró hacia la calle y me vio, pero no me dio ninguna importancia. Bajó la
persiana y me dejó solo en la calle, sin su mirada.
Volví
a la puerta. Está vez toqué más fuerte.
—No
quiero que vuelva a tocar a mi puerta. No compramos pantaletas.
—Ignacio,
por favor, necesito hablar contigo.
—Yo
no. Bastó con lo que le hizo a Alonso.
—Alonso
no existía, sólo era parte de tu imaginación.
—De
la suya. Usted nos hizo creer que existía.
Pero
no. La mano se negó a cerrarse y a convertirse en puño. No toqué. Me separé una
vez más y regresé al muro. Ignacio había abierto la ventana y me veía con una
sonrisa cínica.
—¿Es
que acaso no tiene nada qué hacer, señor AH?
—No,
no soy AH. Soy un personaje que quiere hablar contigo.
—No
hablo con personajes, retírese antes de que llame a Ingrid, quien se la tiene
prometida.
Me
retiré con la mirada puesta en la ventana. Dejé a Ignacio asomado mientras
sonaba Elton John. Nikita reventaba los vidrios de la Unión Soviética y saltaba
desnuda el Muro de Berlín.
Lo que se acentúa y se reitera en
las páginas 142 y 143:
—Estoy
en Venezuela. Te llamo desde Barquisimeto. No puedo salir del país. Tengo la
ciudad por cárcel. Me metí un peo con el gobierno y aquí estoy atrapado. Bajo
investigación.
—Pero,
¿qué hiciste?
—La
verdad es que no sé, porque este tipo no ha terminado de armar la historia.
Sólo sé que he regresado porque estoy hablando contigo, pero no sé qué pasará
conmigo. Este coño de madre es un dictador de mierda.
—¿A
quién te refieres?
—Al
pendejo que escribe esta vaina.
—Ah,
bueno, eso lo sabemos. Mató a la pobre Ingrid y la convirtió en un fantasma
demente y lujurioso.
—Lo
de lujurioso me gusta.
—Deja
la vaina, porque a mí me está llevando a la locura. En cualquier momento me
encierra en una casa de dementes. He hecho cosas que nunca imaginé. Por
ejemplo, tirar en un parque frente al palacio de la reina. Y no nos pasó nada.
Increíble. Salimos de un mogote, yo con la pinga colgando e Ingrid con las
tetas al aire. Y nadie nos vio. Y las calles abarrotadas de gente, de
Minicoopers, Land Rovers y limusinas tomadas por rockeros melenudos por todos
lados. ¿Qué te parece?
—Me
parece de pinga, no tanto por la tuya. Es por decir, pana. No me imaginé que
iba a borrar a Ingrid, a joderla como lo hizo.
—Sí,
la convirtió en un estropajo. En una loca. Pero, dime, ¿qué pasa por allá?
—Nada,
esta vaina está revuelta. Cadenas y más cadenas. Amenazas, corrupción, payasos
engominados que se creen jurisconsultos recién salidos de un huevo, ley
habilitante y la paja loca y pareja de una tal revolución que es más bien un
baile de disfraces. Y la represión judicial, que es lo más tierno del gobierno.
Permítaseme en este
punto una segunda breve digresión, o quizá no tan breve, que me permitirá
profundizar algo más mi punto de vista. Cada vez que oigo a alguien decir que
“una imagen vale más que mil palabras” pienso que debo revisar mi opinión
acerca de la llamada pena capital, y pedir que se aplique sin piedad a quienes
dicen tamañas necedades, en público o en privado. O que por lo menos se les
corte la lengua para que no sigan hablando pistoladas. La realidad es
estrictamente lo contrario: una palabra vale más que mil imágenes. Y una frase
vale más que cien mil imágenes. Y una página escrita vale más que varios
millones de imágenes. Y ni hablar de un libro. Es por eso por lo que, sin excepciones,
todas las “adaptaciones” que se han hecho de libros a películas o a programas
de televisión, especialmente si se trata de novelas, son muy inferiores a los
originales. Y ahora permítaseme una digresión dentro de la digresión: el hombre
primitivísimo, el de las Cuevas de Altamira y otros sitios, cuando coexistían
en el planeta varias especies, como el Homo erectus, el Neandertal, el
denisoviano, etcétera, dejó mensajes dibujados, imágenes, que hoy son
interpretados de distintas maneras. No logró del todo su objetivo de contar
algo, de decir algo, puesto que esos “algos” no son nada claros para nosotros,
que éramos (o somos) los destinatarios. Mucho tiempo después empezó a combinar
imágenes para dejar expresados contenidos, y así aparecieron los ideogramas y
los jeroglíficos, usados por varias culturas antiguas. Posteriormente, quizá
como derivación de los ideogramas y jeroglíficos, aparecieron los alfabetos.
Definamos: un ideograma es un signo esquemático no lingüístico que trata de
representar conceptos. A alguien se le ocurrió dibujar juntos un pez y una
mano, y eso significaría pescar, y si se le agrega un ojo, significaría “yo
pesco”, y si se le agrega una flecha hacia arriba, diría “yo pesqué”, y así
sucesivamente, y así llegamos al Jeroglífico, que usaron los antiguos egipcios,
los hititas, los mayas, etcétera, y que se basa en la representación de
símbolos, no de valores fonéticos o alfabéticos, que fueron los que tiempo
después los fenicios, los griegos, los romanos, los hebreos, los árabes y casi
todo el mundo que logró avanzar hacia lo que es hoy la humanidad. La palabra
“alfabeto” viene del griego ἀλφάβετον
(alfábeton), que sale de las dos primeras letras griegas letras griegas
(ἄλφα -alfa, α- y βῆτα -beta, β), que a su vez derivaron de las
letras fenicias “alp” y “bet”, buey y casa, lo que se relaciona con los
antiguos ideogramas. Pensemos ahora en el proceso cerebral de la lectura: los
ideogramas y los jeroglíficos son imágenes, y van directamente a la zona del
cerebro que procesa las imágenes y les da significados (pez, mano, ojo, flecha
me dice, me recuerda, que pesqué). Pero si nadie me ha dicho que pez, mano,
ojo, flecha, significa “pesqué”, me quedo en babia, sin saber lo que dice allí.
En cambio en la escritura alfabética, veo una “y” junto a una “o”, luego un
espacio, una “p”, una “e”, una “s”, una “q”, una “u” y una “e” con tilde, y sé
que la combinación de “q” con “u” suena como una “k” y que el tilde significa
que esa vocal está acentuada, además de ver, “oigo”, percibo que todo eso suena
“yo pesqué” y así llego a la idea que se me quiso hacer ver. Veo, oigo,
entiendo. Son varias las partes del cerebro que intervienen y millones de
neuronas más las que trabajan. De modo que la lectura alfabética desarrolla la
inteligencia, en tanto que la lectura de ideogramas no, o no tanto como la
otra. En ese sentido, tenemos que aceptar que la lectura es mucho más
importante que la visualización directa de imágenes que se da con el cine y la
televisión, de donde se infiere que es absolutamente falso aquello de que una
imagen vale más que mil palabras. Mil palabras enriquecen aumentan la
inteligencia, una imagen embrutece, o por lo menos no aumenta la inteligencia. Fin
de la digresión.
Y ese es uno de los
juegos inteligentes que hace Alberto Hernández, con su visión de poeta, de
hombre que maneja con especial solvencia la palabra escrita, al fingir que la novela
se convierte en cine, o en imágenes, cuando se cuela en la narración como “AH”
y pone a sus personajes a decir que son personajes, que son creaciones de “AH”.
Porque en realidad no lo son, aunque lo sean. Son imágenes creadas por el
cerebro del lector al descifrar los signos, las letras, las palabras, las
frases, que el autor puso allí para que el cerebro de cada lector haga su
trabajo. Es, como ya dije, una treta del novelista para aumentar el interés del
lector. Y lo logra.
En abusivo resumen,
“La única hora” de Alberto Hernández convierte a su autor en uno de los mejores
novelistas de nuestro tiempo, en uno de los más originales, de los más lúcidos,
que hay que leer para estar al día.
Mérida. Venezuela, agosto de 2016.
Graciela Bonnet
Graciela Bonnet
Nació en Córdoba, Argentina, en 1958. Es Licenciada en Letras por la Universidad Central de Venezuela (1984). Ha trabajado 25 años como correctora de pruebas y supervisora de ediciones por contrato para todas las editoriales venezolanas, entre ellas Monte Avila, Planeta, Biblioteca Ayacucho, ediciones de la Casa de la Poesía, Pomaire, Eclepsidra, Santillana, Editorial Pequeña Venecia, La Liebre Libre. Experiencia de tres años como redactora free lance para una editorial de libros de autoayuda. Escritora fantasma (sin firma) realizó investigaciones para crear libros, novelas, tesis y monografías.Es dibujante amateur. En 1997 el grupo editorial Eclepsidra publicó su poemario "En Caso de que Todo Falle." En 2013 editorial Lector Cómplice editó "Libretas Doradas, Lápices de Carbón" En el año 2000 participó del encuentro de Mujeres Poetas en Cereté, Colombia.
Y su blog es: Graciela Bonnet Vertiente Recíproca
Estudió Derecho y Letras en la Universidad Central de Venezuela y en la Universidad Nacional de Buenos Aires. En 1963 se estrenó su obra teatral Barrabasalia, escrita en colaboración con Arturo Uslar Braun, en 1975 se estrenó su comedia "El solo de saxofón". Luego, en 1968, recibió su título de abogado. Presidente de la Fundación para las Artes del Distrito Federal (Fundarte), 1984. Director del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos (CELARG), 1984-1987. Premio Guillermo Meneses por su obra narrativa (2000). Presidente del Círculo de Escritores de Venezuela, 1999 y 2001.
Alberto Hernández
Nació en Calabozo, estado Guárico, el 25 de octubre de 1952. Poeta, narrador y periodista. Se desempeña como secretario de redacción del diario “El Periodiquito” de la ciudad de Maracay, estado Aragua.
Fundador de la revista literaria Umbra, es miembro del consejo editorial de la revista Poesía de la Universidad de Carabobo y colaborador de publicaciones locales y extranjeras. Su obra literaria ha sido reconocida en importantes concursos nacionales. En el año 2000 recibió el Premio “Juan Beroes” por toda su obra literaria.
Ha publicado los poemarios La mofa del musgo (1980), Amazonia (1981), Última instancia (1989), Párpado de insolación (1989), Ojos de afuera (1989), Bestias de superficie (1993), Nortes (1994) e Intentos y el exilio (1996). Además ha publicado el ensayo Nueva crítica de teatro venezolano (1981), el libro de cuentos Fragmentos de la misma memoria (1994) y el libro de crónicas Valles de Aragua, la comarca visible (1999). Recientemente ha publicado «Poética del desatino» y «El sollozo absurdo».
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Actualizada el 15/12/2023
28/01/2023
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