En Venezuela no se puede hablar de la homosexualidad de Teresa de la Parra
La palabra en la boca.
Una entrevista a Sylvia Molloy
"Había una circulación secreta del deseo, que no se nombraba"
La palabra en la boca.
Una entrevista a Sylvia Molloy
La palabra en la boca.
Una entrevista a Sylvia Molloy
"Cuando fui a Caracas a trabajar sobre sus
manuscritos (los de Teresa de la Parra), muchos de los cuales están en la Biblioteca Nacional,
visité a Velia Bosch, crítica venezolana a cuyo cuidado estuvo la obra
de Parra y que, por eso mismo, se considera un poco dueña de la
escritora. Sin embargo, basta cotejar la edición que hizo de los Diarios
de Parra con los originales para comprobar que están totalmente
recortados."
*******
Escritora, crítica y ensayista, el nombre de Sylvia Molloy ha funcionado
por décadas casi como un guiño: es la autora de esa novela, En breve
cárcel, en la que el amor lésbico enhebra la trama sin instituirse en
conflicto. Ella, que en sus ensayos se ha ocupado de la autobiografía
como género, devela el modo en que la ceguera de la crítica obtura lo
que recién ahora empieza a nombrarse en voz alta.
Por Patricio Lennard
”Cuando
era joven –y te estoy hablando de cuarenta años atrás– había un closet
tácito. Era un mundo de disimulos que se manejaba mucho más por alusión
que por declaraciones. Había códigos que permitían el reconocimiento
mutuo, el uso de ciertas palabras, formas de mirar, y las amistades eran
muy importantes. Había una circulación secreta del deseo, que no se
nombraba. No lo nombrábamos nosotras ni quienes a priori lo criticaban.
Yo jamás le oí decir la palabra lesbiana a mi madre, por ejemplo. Decía
‘mujeres raras’, o ‘amores raros’, y lo ‘raro’ –bueno, lo queer– era
parte de la percepción que existía entonces.”
De golpe, la palabra en inglés sale de su boca con una pronunciación
perfecta, levemente arrastrada. Pero enseguida uno entiende que es
mucho más que eso: Sylvia Molloy sí que sabe decirla. Sabe lo que dice
cuando a los tapujos de su madre les remacha, en la misma frase, la
ambivalencia de ese término en inglés que antes insultaba a los “raros”,
a los maricones, y que culturalmente terminaría siendo trofeo de una
conquista que excedería lo lingüístico con creces; y sabe decir esa
palabra díscola, reivindicatoria, como si la suya fuera una forma
definitiva de nombrarla.
No en vano Sylvia Molloy ha sido una pionera a la hora de combatir
la elusión, el recato y el silenciamiento que hasta no hace mucho
envolvía la homosexualidad, la literatura homosexual y la homosexualidad
de ciertos escritores y escritoras, tanto en la crítica como en la
historia literaria en Latinoamérica. Una empresa que llevó a cabo como
la lectora lúcida que es, pero también escribiendo literatura: su novela
En breve cárcel, publicada en 1981, fue una de las primeras que habló
sin reticencias ni disimulos del amor entre mujeres en la literatura
argentina.
Cuarenta años viviendo en los Estados Unidos y enseñando en las
universidades más prestigiosas (Princeton, Yale, y actualmente New York
University) han hecho de Molloy una de las voces críticas más
influyentes de la escena hispanoamericana, y una pasajera en tránsito en
el país donde nació y al que vuelve, al menos, una vez por año. Como
ensayista publicó en 1979 Las letras de Borges, un libro que supo abrir
un camino novedoso al poner bajo la lupa, además de los textos del autor
de El Aleph, su figura de escritor y su mito personal en tiempos en que
la “muerte del autor” aún exigía luto a gran parte de la crítica. Algo
de lo que se desentendió también en Acto de presencia (editado primero
en inglés y luego en español), su admirable estudio sobre la
autobiografía en Hispanoamérica, cuya escritura se interpuso en el
desarrollo de El común olvido, su segunda novela, que sería publicada en
2002 y en donde la ficción autobiográfica –que en la citada En breve
cárcel ostentaba el filtro de una narradora en tercera persona– se
encarna en un personaje homosexual: un académico argentino que vive en
los Estados Unidos y que vuelve a Buenos Aires con un vago proyecto de
investigación que le sirve de pretexto para encontrar un destino final
para las cenizas de su madre.
“Una vez se contactó conmigo una persona que estaba escribiendo una
biografía de Alejandra Pizarnik, y me dijo que sabía que en algún
momento yo había estado muy cerca de ella, o algo por el estilo. Esta
persona había leído mi novela En breve cárcel y estaba convencida de que
la protagonista estaba basada en Pizarnik”, cuenta Molloy entre toses,
maldiciendo el tiempo cambiante de Buenos Aires. “Ahí mismo me dio un
ataque de furia, como si me robaran algo, y le contesté que no, quería
decirle que el personaje era yo y no Pizarnik, pero me pareció una
respuesta críticamente mezquina y recurrí, algo molesta, a la
perífrasis. Le dije, pedantemente, que se trataba de ‘material
autobiográfico mío’. Y esa situación me llevó a preguntarme de quién es
en realidad la vida de uno, el relato de vida de uno mismo.”
A raíz de ese incidente, Molloy empezó a investigar casos de
autobiografías escritas por otros: autobiografías por encargo y
autobiografías de personajes ficticios. “Me interesé particularmente por
una autobiografía escrita por un sobreviviente de Auschwitz, Benjamin Wilkomirski, que había pasado su infancia en los campos. El libro
resultó espurio, porque Wilkomirski en realidad no se llamaba
Wilkomirski, ni era sobreviviente del Holocausto, ni siquiera judío.
Había asumido una identidad imaginaria, se construía a sí mismo –se
vivía, habría que decir– como sobreviviente y se reconocía en esa
construcción. Eso me llevó a preguntarme acerca de la ‘autenticidad’ del
relato, de todo relato de vida. ¿Dónde reside esa autenticidad? Es
demasiado fácil denunciar el fraude, decir que Wilkomirski es un
impostor y que se trata de una ficción inventada de cabo a rabo, acaso
por ansias de protagonismo. Toda esta reflexión personal y crítica, más
el llamado de esa mujer que identificaba a la protagonista de En breve
cárcel con Pizarnik y no conmigo, más estas autobiografías ‘falsas’ que
empecé a desenterrar y con las que me puse a trabajar, me llevaron a
empezar una novela con un protagonista al que le piden, justamente, que
escriba una autobiografía de otro. En este caso, el personaje escribe
por encargo la autobiografía de alguien que no tiene tiempo o no posee
talento para escribirse, y lo que comienza como un trabajo por encargo,
bien remunerado, con un protagonista algo sobrador que se siente
superior a su sujeto, termina atrapando al ‘falso’ autobiógrafo, se
vuelve fuente de conflicto y, sobre todo, de resentimiento. No te voy a
decir cómo termina la historia porque ni yo misma estoy segura de ello.”
Teresa de la Parra |
Decirlo y no decirlo
Ese libro que Molloy adelanta en la conversación es un ejemplo de
cómo sus preocupaciones teóricas y sus preocupaciones ficcionales casi
siempre se cruzan. De ahí que autobiografía y género, homosexualidad y
autoficción sean asuntos en los que han perseverado tanto la crítica
como la narradora. En breve cárcel, cuya trama gira en torno de un
triángulo amoroso de carácter lésbico, fue el primer paso en ese
sentido. “La novela salió en plena dictadura, pero no salió en la
Argentina porque un par de editoriales de aquí, que tenían interés en la
novela, prefirieron pasar y no publicarla”, dice Molloy con aire
cansado porque se ve que ya lo dijo antes. “Salió en España por Seix
Barral y tardó en llegar aquí, y cuando llegó y la reseñaron se habló
bien, pero eludiendo la anécdota lésbica o traduciéndola en términos
literarios. Hubo una reseña que decía: ‘La novela trata un tema que
tiene prestigiosos antecedentes literarios, desde Safo hasta Lawrence
Durrell’, con lo cual reducían la anécdota a una temática y justificaban
la novela dentro de una ‘tradición’, pero no comentaban la novela en
sí. Otra reseña, recuerdo, me agradecía que no cayera en detalles, no
decía pornográficos, pero casi. Apreciaba la discreción con la que
trataba el tema; discreción que era problema del crítico y no mío,
obviamente.”
Molloy asegura que mientras escribía esa novela no estaba al tanto
de la existencia de ningún texto que hubiera hablado del amor entre
mujeres de manera tan abierta en la literatura argentina. Aunque por las
dudas se ataja y admite la posibilidad de estar cometiendo una gran
injusticia al no acordarse de alguna precursora. Pero ¿hasta qué punto
el lesbianismo de En breve cárcel rompía con el horizonte de
expectativas de la literatura de esos años? “Creo que sí rompía, porque
lo lesbiano no aparecía como secreto, ni como patología, ni como algo
que se disimula, ni siquiera como fuente de oprobio o de vergüenza, sino
como algo que está ahí y de lo que se habla con total naturalidad. La
anécdota lesbiana no buscaba llamar la atención sobre sí, ni para
escandalizar ni para justificarse, y quizá fuera eso lo que perturbaba.
De ahí las reseñas confusas, porque no sabían cómo tomar el texto. Te
cuento una anécdota para darte una idea. A los dos o tres años de
publicada la novela, en un congreso de literatura, una persona a quien
yo conocía bien se me acercó y me dijo que iba a hablar en su ponencia
de En breve cárcel y si me molestaba que usara la palabra ‘lesbiana’. Le
aseguré que no y fui a escucharla. Ante mi gran sorpresa, no pronunció
la palabra ‘lesbiana’ una sola vez. Entonces pensé que se trataba de una
maniobra bastante perversa para quedar bien conmigo, una suerte de ‘yo
sé de qué se trata y al pedirte permiso te lo hago saber, para que veas
que estamos en la misma onda, pero en el momento de leer no digo la
palabra en público porque total para qué, si lo importante es que yo sé y
vos sabés que yo sé’. Una manera de volver al closet un texto que no se
pretendía secreto.”
El mensaje cifrado
Ese pudor de la crítica, ese recato en torno de la homosexualidad
que no se origina en los textos sino en los modos de leer y que invita a
reflexionar sobre los prejuicios que todavía hoy existen (también) en
contextos académicos, en donde se les suele endilgar a los estudios
queer un estatuto sectario (después de todo, ¿cuántos son los
heterosexuales que realmente se interesan por este tipo de estudios?),
habla a las claras de la necesidad de cuestionar una historia de la
literatura que durante mucho tiempo ha eludido llamar las cosas por su
nombre. “Por eso creo que el trabajo desde el género, desde lo queer,
tiene que buscar otras estrategias, porque efectivamente se puede
reducir al gueto”, opina Molloy. “El género es una categoría crítica y
desde todas las inflexiones del género se puede inquirir otros
discursos. Dejar el género de lado es cerrarse a una flexión crítica
más, y en ese sentido creo que hay que desautoguetizarse para mostrar la
utilidad del género como categoría, para romper con lecturas canónicas y
desestabilizarlas.”
Un aporte importante a la causa ha sido Hispanisms and
Homosexualities, una compilación de ensayos publicada en 1998, que
Molloy realizó junto con Robert Irwin y que increíblemente (o no tanto)
aún no ha sido traducido. Allí se incluye un iluminador ensayo que
Molloy publicó originalmente en español, “La política de la pose”, en
donde a partir de la figura de Oscar Wilde reflexiona sobre la
constitución de un campo de visibilidad en donde lo “raro” opera como
marco de referencia para eso que por primera vez se deja ver en Wilde
deliberadamente. “Me interesaba trabajar esa calculada visibilidad de
Wilde como un desafío crítico, un acto si se quiere heroico, es decir,
un poner el cuerpo para provocar un reconocimiento, para obligar al
espectador a nombrar esa diferencia que sabe que existe pero que sólo
nombra por ausencia, por lo que no es. En ese sentido, la crónica de
Martí sobre Oscar Wilde, cuando asiste a la conferencia que da en Nueva
York, es sintomática. Martí ve a Wilde, ve su elaborado atuendo, su
peinado, ve su afectación y le cuesta comprender simultáneamente el
espectáculo que es Wilde –esa pose– y sus palabras. Martí admira a
Wilde, admira el modernismo literario de Wilde, pero el otro mensaje, el
que está cifrado en su persona, obstaculiza su comprensión, le molesta
porque no lo puede dejar de lado.”
Ese interés de Molloy por la figura de Wilde también lo tiene
Daniel, protagonista de su novela El común olvido, quien en un momento
habla de su deseo frustrado de investigar sobre cómo la prensa argentina
de la época se refirió al proceso que se le siguió a Wilde en Gran
Bretaña. ¿Es autobiográfica esa anécdota? “Vagamente lo es –admite
Molloy–. Hubo un tiempo en que me dediqué a leer diarios de la época,
sobre todo La Nación, pero las referencias eran mínimas. En cambio sí
encontré datos interesantes sobre los escándalos en la Corte imperial
alemana, el famoso asunto de Eulenberg y Moltke, homosexuales allegados
al Kaiser, y un poco más tarde el caso Krupp en Capri. En este último,
el relato de La Nación era notable porque se decía en descargo de Krupp,
acusado de orgías, que éstas eran acusaciones falsas porque en sus
fiestas las únicas mujeres presentes eran sirvientas y que las famosas
fiestas eran amables reuniones de hombres que discurrían con sus
sobrinos. Es decir, no hay orgía porque no hay mujeres, sólo hombres
maduros con hombres más jóvenes que son, simplemente, sobrinos. El
borrado, el ‘no querer saber’ de la prensa es aquí increíble.”
Teresa de la Parra |
Recortes
Pero si de ciegos que no quieren ver se trata, la anécdota que tiene
Molloy sobre la escritora venezolana Teresa de la Parra no tiene
desperdicio. “Yo he trabajado bastante sobre Teresa de la Parra,
escritora venezolana muy importante, desde el punto de vista del género,
y acaso por eso mismo mal leída. Teresa de la Parra tiene dos novelas
notables, la primera, Ifigenia, y la otra, más conocida, Memorias de
Mamá Blanca. En las dos se entretejen temas que permiten configurar una
sexualidad no dicha, temas como la amistad apasionada entre mujeres, la
necesidad de exiliarse de una sociedad donde uno no cabe, la estulticia
de la burguesía caraqueña, el sacrificio individual en nombre de un
deber de clase, y siempre, por encima de todo, la insinuación de un
secreto que nunca se revela. Cuando fui a Caracas a trabajar sobre sus
manuscritos, muchos de los cuales están en la Biblioteca Nacional,
visité a Velia Bosch, crítica venezolana a cuyo cuidado estuvo la obra
de Parra y que, por eso mismo, se considera un poco dueña de la
escritora. Sin embargo, basta cotejar la edición que hizo de los Diarios
de Parra con los originales para comprobar que están totalmente
recortados. Teresa de la Parra murió de tuberculosis en Madrid en 1936 y
su pareja, la antropóloga y escritora cubana Lydia Cabrera, la acompaña
hasta el final. Ambas están en España y en los Diarios, suponte, en un
momento dice Parra: ‘Hoy Lydia fue a la ópera y cuando volvió se acostó
en mi cama y hablamos de Tristán e Isolda’. Comparando, ves que en la
edición de los Diarios que hace Bosch falta ‘en mi cama’. Entonces te
das cuenta de la lectura voyeurística que hizo esta mujer, porque dudo
mucho de que, en ese contexto, ‘en mi cama’ quiera decir otra cosa que
acostarse junto a la compañera enferma. Pero el miedo, el pánico de esta
crítica la lleva a sobreleer y a hacer recortes como éste, nimios pero
significativos. Cuando me encontré con Velia Bosch, sabiendo acaso que
si ella no sacaba el tema lo iba a hacer yo misma, me dijo: ‘Se habla
mucho de la homosexualidad de Teresa de la Parra, pero francamente yo no
creo para nada en eso. Las mujeres somos muy afectuosas. El gran amor
de su vida fue Gonzalo Zaldumbide. Y su relación con Lydia Cabrera...
bueno, ellas eran muy amigas’. Incluso, Bosch me llegó a decir que le
había dicho a la propia Lydia Cabrera que se equivocaba en lo referido a
la supuesta homosexualidad de Teresa. ¡A la mujer que había sido su
pareja! ‘No, Lydia, tú te equivocas. Teresa no era así.’ Una escena de
una ridiculez lamentable.”
¿Y con Pizarnik no ocurrió algo parecido? “También hay cortes
considerables en los diarios y en las cartas de Pizarnik –asiente
Molloy–. Y puede decirse que esos textos expurgados de Pizarnik son y no
son de ella, porque son también de la persona que los expurgó y que
quiso, al expurgarlos, corregirlos para que no quedara a la vista una
imagen que no se adecuaba a lo que esa persona quería que se pensara de
Pizarnik. Pero Pizarnik no participó en esa construcción de su imagen.
Ahí hay un problema de lecturas hegemónicas, que quieren imponerse,
versus lecturas que quieren ver el texto tal como fue escrito. Y si bien
ha habido cierta tendencia a considerar innecesaria la publicación sin
censura de todo lo que un autor escribió, está claro que tanto en el
caso de Teresa de la Parra como en el de Pizarnik lo que está en juego
es otra cosa.”
Los zapatos rojos
¿Cómo suena la palabra “lesbiana” en la voz de Sylvia Molloy? ¿De
qué modo se podría atrapar por escrito la dulce convicción con que la
dice? ¿Y cómo habrá sonado en la voz de esa muchacha que descubría, en
su adolescencia, el deseo que ella nombra? ¿Qué habrá sentido al decirse
a sí misma, por primera vez, el nombre de aquello que callaba su
nombre? “Cuando alguien es homosexual muy pronto intuye que es diferente
y va trabajando esa diferencia como puede”, dice Molloy. “A veces es un
descubrimiento lento y hay quienes, al principio, no pueden ponerle
nombre. En mi caso, no sucedió en mi infancia sino mucho más tarde, al
final de mi adolescencia. Sin duda el viaje que hice a Francia para
estudiar Letras, cuando tenía veinte años, tuvo mucho que ver porque los
viajes, en general, precipitan descubrimientos, revelaciones. Y así
como ese viaje precipitó en mí la certeza de que quería escribir,
también coincidió con mi iniciación sexual y la aceptación de mi
diferencia. Obviamente salir del ámbito familiar favoreció esta
aceptación, eso es innegable. Viajar te desfamiliariza y muchas veces te
permite una mirada nueva, incluso sobre tu propio pasado. En París me
di cuenta de que había estado enamorada de una profesora de francés que
me había iniciado en la literatura francesa en Buenos Aires. Hasta
entonces, yo había querido ver el endiosamiento que sentía por esa mujer
como un endiosamiento literario, pero cuando fui a Francia y estuve
sola caí en la cuenta de que había estado enamorada. Curiosamente,
cuando todavía estaba en Buenos Aires, yo usaba lo literario para
cimentar el afecto que sentía por ella, y así me aprendía de memoria
textos que ella dictaba en clase. Todavía me sé tiradas enteras de
Racine, sobre todo de Fedra, que aprendí con ella. Recitarme esos textos
era como convocar una escena homoerótica, pero sin nombrarla.”
También hubo otras lecturas, más específicas, que en la Sylvia
adolescente influyeron en ese proceso. “Antes de irme a París, el
escritor que posiblemente más me marcó en ese sentido fue Gide, a quien
leí con esa profesora. Como yo era muy moralista –moralista en el
sentido ético, pero no pacata– me atraía ese lado de Gide, esa niñez
protestante con la que me identificaba. Eso significaba vivir sin
tapujos y, a la vez, atender a una ética. Aun cuando no podía ponerle un
nombre a mi deseo reconocía el de Gide, y eso me permitía reconocerme
por interpósita persona. Había una frase suya que aún recuerdo porque me
parecía resumir un posible itinerario: Il faut toujours suivre sa
pente, pourvu que ce soit en montant, que torpemente podría traducirse
como ‘uno siempre debe seguir su inclinación, mientras sea en ascenso’.
En este sentido, la lectura de Gide me fue inmensamente útil, pero no
puedo decir que me haya marcado mucho en lo literario. Con Proust la
cosa fue distinta. Leer el pasaje de En busca del tiempo perdido en
donde la duquesa de Guermantes no tiene tiempo de escuchar la noticia de
que su amigo Swann se está muriendo pero sí, a pedido de su marido, de
ir a cambiarse los zapatos negros por los rojos, me volvió indispensable
todo Proust, sin el cual posiblemente no hubiera pensado en escribir
ficción. Esos pequeños detalles –patéticos, perversos– son como
disparadores de relatos. Sirven.”
¿Y de qué modo le sirvió haberse ido y no haber vuelto a vivir en la Argentina?
–El mío es el lugar del que vuelve a su país y siente que pertenece y
a la vez no pertenece porque, esencialmente, el haberse ido lo pone,
para siempre, en otra parte.
Tomado de Página 12
Enlaces relacionados:
Actualizada el 29/03/2024
Como todo lo que publicas, genial. Así se entiende desde los primeros renglones. Me atrapó y lo comparto.
ResponderEliminarGracias Perla Julieta Ortiz Murray por tu visita
EliminarEscelente....
ResponderEliminarGracias Mario Moraes por tu lectura
EliminarTotalmente cautivada de principio a fin
ResponderEliminarGracias Dairis Cedeño por tu lectura
EliminarUna interesante reflexión sobre un tópico siempre tabú en nuestra cultura latinoamericana.
ResponderEliminarGracias por dejar tu comentario Margarita Oviedo U.
EliminarGracias por tal trabajo. Ciertamente, en Venezuela no se sabe leer a Teresa de la Parra; escondiendo su condición lesbiana por doquier.
ResponderEliminarGracias estimado desconocido por tu visita y comentario.
Eliminar