Unas pruebas genéticas llevan cinco siglos después al descendiente directo de Ricardo III
Los restos del monarca dormían bajo un aparcamiento en Leicester
Patricia Tubella
10 FEB 2013
El linaje de Ricardo III,
el último monarca inglés muerto en un campo de batalla, vapuleado por
Shakespeare y la historia, ha reaparecido esta semana en un humilde
taller de carpintería del norte de Londres. Michael Ibsen, un canadiense
tranquilo, discreto y amable que lleva la mitad de sus 55 años viviendo
y trabajando junto al Támesis, ha sido la pieza fundamental para
certificar que el esqueleto hallado en el subsuelo de un aparcamiento
público de Leicester era del monarca inglés. Quinientos años y 17
generaciones después, Ibsen ha resultado ser el descendiente directo de
aquella dinastía de los Plantagenet, expulsada del trono por los Tudor.
El cotejo de su ADN con el de la osamenta localizada en la ciudad del centro de Inglaterra
permitió a un grupo de expertos proclamar el pasado lunes uno de los
descubrimientos arqueológicos más importantes en la historia del Reino
Unido.
Ibsen, una persona pausada y de pocas palabras, recuerda su estado
“al borde del ataque de nervios” mientras esperaba los resultados del
contraste de su ADN
con el de los restos descubiertos bajo el aparcamiento de Leicester:
“Incluso, entonces, cuando las evidencias físicas eran tan potentes [el
laboratorio ya había determinado que el cráneo encontrado fue atravesado
por la punta de una flecha o que la curvatura de la columna confirmaba
la escoliosis que caracterizó el físico de Ricardo III], no podía creer
que un simple análisis pudiera confirmar una conexión familiar de
¡quinientos años!”.
Los expertos en genética de Leicester no solo consiguieron establecerla científicamente,
sino que subrayaron en la presentación pública de los resultados que el
conejillo de Indias canadiense encarna la última generación que los ha
hecho posibles. Ni Michael ni sus hermanos Leslie y Jeff —que viven,
respectivamente, en Vancouver y Toronto— tienen hijos, así que con ellos
se extinguía la posibilidad de hallar una prueba viva. Entre la actual
soberana de los británicos, Isabel II,
y su antecesor lejano en el trono Ricardo III median veintitrés reyes,
pero ninguno relacionado con Ricardo III por la vía familiar.
Aunque Ibsen se autodefine como “una persona muy privada” y defiende
que todo el protagonismo debe recaer en la figura del soberano, ha
accedido a relatar cómo ese villano que retrata la obra de William Shakespeare entró en su vida con consecuencias insospechadas.
Una llamada de su madre, Joy, en 2004, le transmitió con cierta sorna
que había sido identificada por un historiador inglés y experto en
genealogía como descendiente directa de Ana de York, hermana de Ricardo
III. La revelación del profesor John Ashdown Hill, quien estableció ese
vínculo familiar durante su investigación sobre el destino de los restos
del monarca, fue acogida con escepticismo por la progenitora de Michael
Ibsen: “Mi madre había sido periodista y todo aquello le pareció muy
abstracto, piense que por aquel entonces ni existía la perspectiva de
iniciar las excavaciones de Leicester”.
El asunto quedó en una anécdota hasta principios del año pasado. Joy
Ibsen había muerto en 2009, por lo que el equipo de arqueólogos que,
ahora sí, confiaba en localizar al menos los vestigios de la iglesia de
Greyfriars, en el centro de Leicester, donde habría sido enterrado el
cuerpo del rey sin pompa ni ceremonia, contactó con Ibsen en Londres.
A diferencia de sus hermanos, todos ellos pertenecientes a la
decimoséptima generación de descendientes directos de aquella casa real,
fue el único miembro de la familia, emigrada a Canadá después de la II
Guerra Mundial, que en su día optó por hacer el camino inverso.
Tras una juventud consagrada a la música clásica y a la maestría del
corno francés, un instrumento que le condujo a orquestas de Holanda y
Alemania, en 1985 decidió “tantear un cambio de dirección”. “Me instalé
provisionalmente en el Reino Unido,
donde me embarqué en el aprendizaje de la ebanistería”, relata. La
capital británica se ha convertido desde entonces en su domicilio fijo.
Ibsen estaba en el pequeño taller del norte de la ciudad, donde
recibe y elabora sus encargos de muebles, cuando un grupo de locos
visionarios reclamó su contribución para reescribir la historia de
Ricardo. La casi certeza de los expertos de la Universidad de Leicester
de que el pavimento de cemento de un estacionamiento escondía la tumba
del monarca, y sobre todo la recaudación de fondos para acometer el
proyecto, iba a traducirse en la perforación del espantoso recinto en el
verano de 2012.
“Cuando comenzaron las excavaciones, como máximo confiaba en que se
localizara algún trazo del monasterio de Greyfriars, quizá una sección
de sus muros, pero ni en broma, unos restos humanos”. La recuperación,
tan solo en los primeros días de trabajos, de un esqueleto y un cráneo
con aparentes heridas sufridas en el campo de batalla supuso “una
sorpresa mayúscula e increíble” para el hombre cuyo código genético iba a
resultar fundamental en el desenlace de la investigación.
Aquel monarca retratado como un ser deforme y cruel por la pluma del
más insigne literato inglés ha sido víctima de la propaganda negativa de
los Tudor, la dinastía que le sucedió, según reivindica la Sociedad
Ricardo III, establecida para vindicar su figura y promotora esencial de
la investigación de Leicester.
Michael Ibsen concede que las pruebas físicas recabadas “no podrán
determinar la verdadera personalidad” de su ancestro, que sigue
dividiendo a la historiografía británica. Pero el centro de información
sobre su vida y muerte, que se establecerá el próximo año en la catedral
de Leicester, “quizá sí pueda contribuir a ponerle en su contexto, en
aquellos tiempos tan violentos en los que vivió” y que no le diferencian
en demasía de las acciones de sus sucesores en la corona.
Ibsen ya se las ha visto cara a cara
con su ilustre pariente, en forma de una reconstrucción del rostro real
elaborada a partir del cráneo que fue presentada esta semana al público
londinense. “No le veo ningún parecido ni conmigo ni con mi familia”,
dijo.
El canadiense pretende asistir al entierro solemne del monarca que se
prepara en aquella catedral, si le “invitan”. Por supuesto que será
invitado en calidad de protagonista destacado, pero a lo largo de la
conversación con EL PAÍS se desprende que esa precisión no responde
tanto a una falsa modestia como a la voluntad de recuperar el anonimato.
“Atender mi propio negocio [de producción y venta de muebles] ha
resultado muy complicado esta última semana, me ha sido casi imposible
trabajar”, confiesa Ibsen, atribulado por la enorme presión mediática
que ha sufrido a raíz del anuncio.
Completamente al margen de las exclusivas sobre “historias humanas”
que tanto cotizan en la prensa de su país de adopción, ha comparecido lo
justo ante los medios de comunicación, incluida la sesión fotográfica a
la que accedió mientras le extraían muestras de saliva para los
análisis genéticos que luego confirmaron su parentesco regio.
“Entiendo toda esa atención, porque se trata de una noticia positiva.
Esta mañana, mi mecánico me ha explicado que está leyendo con fruición
toda la historia de Ricardo III, que es la de este país, y que su hijo
universitario estaría orgulloso. Por eso intento atender a los medios,
pero confío en algún punto reanudar mi vida de siempre. O quizá soy
demasiado ingenuo…”.
Un rey maltratado
Jacinto Antón
El invierno de nuestra desventura se ha hecho verano de gloria por el
sol del aparcamiento. Quiso el destino que la noticia el lunes de la
(plausible) autentificación de los restos de Ricardo III me llegara
mientras estaba junto a un actor que lo ha encarnado. “¿De veras? ¡Qué
grande! Es como si me dices que han encontrado los condones de Romeo y
Julieta”, se entusiasmó genuinamente Pere Arquillué, que interpretó al
personaje como un gánster en el sui generis montaje de Álex Rigola de la obra de Shakespeare (2005).
Arquillué es uno de los muchos rostros que ha tenido Ricardo III en
el teatro y en el cine y que incluyen a Edmund Kean, Henry Irving,
Laurence Olivier, Ian McKellen, Al Pacino o Ariel Garcia Valdés. Dos de
mis interpretaciones favoritas, y generalmente poco recordadas, son las
de Richard Dreyfus y Klaus Kinski, que encarnaban al personaje ocasional
y marginalmente —teatro dentro del cine— en La chica del adiós, donde obligaban a hacer a Dreyfus un inolvidable Ricardo gay, y Lo importante es amar, en
la que Kinski dirigía y protagonizaba, junto a Romy Schneider, una
puesta en escena de la obra con estética samurái: una mezcla insólita de
Aguirre y Kurosawa.
En la obra de Shakespeare —me lo recalcó Lluís Pasqual en un taller
del Instituto del Teatro que él nos dirigía y en el que se me ocurrió
caracterizarme como un Ricardo III atractivo (¡) y sin minusvalías—
Ricardo no puede dejar de ser villano y deforme. Va con el papel. Al
igual que Shylock es judío y Macbeth insomne. Difícilmente podemos
imaginarlo de otra manera.
Y sin embargo, está claro que el Ricardo histórico, ese que ha
aparecido en el aparcamiento paradójicamente bajo tantos caballos (los
de los motores de los vehículos), pudo ser muy diferente. En la propia
obra (el personaje de hecho aparece en tres obras de Shakespeare, Ricardo III y la segunda y tercera partes de Enrique VI)
hay indicios de ese otro Ricardo. El malvado, al que Shakespeare deja
que se dirija a nosotros directamente y nos explique su programa
criminal, tiene un lado ingenioso, brillante, divertido, definitivamente
inteligente y moderno, que nos seduce tanto como a Lady Anne. Y cuando
cae —por no hablar de cuanto tiene esas horribles pesadillas (“mañana en
la batalla”, etcétera)— no podemos dejar de sentir a nuestro pesar una
cierta simpatía por él. ¿Dejó Shakespeare pistas del auténtico Ricardo
en una obra en la que estaba obligado a demonizarlo, jorobarlo (¡) y
presentarlo con las tintas más sombrías para glorificar la dinastía
reinante de los Tudor y exaltarla como surgida de una batalla entre el
bien y el mal?
Matanza de Bosworth |
Víctima de la black propaganda de los Tudor —habría nacido
hasta con dientes—, con la historia en la mano, Ricardo no parece haber
sido peor que los demás personajes enfangados en la lucha por el poder
en ese sangriento culebrón familiar que es la Guerra de las Rosas y que
prefigura (y deja corto) Juego de tronos (¿será el del aparcamiento en realidad el gnomo Tyrion Lannister?).
El propio Enrique VII no dudó al coronarse en podar despiadadamente
todos los rosales cercanos. Y en el propio Shakespeare hay testimonios
de sobras de cómo era tradición acuchillarse unos a otros. Vamos que
nadie te hacía un feo por darle un poco más de beber a tu hermano o
deshacerte de unos sobrinitos. En todo caso, el Bardo tuvo que hacer a
Ricardo mayor de lo que era en realidad para endosarle algunos crímenes
que no pudo cometer por ser aún un niño (murió a los 32 años). Y lo de
los principitos de la Torre no está nada claro: con las evidencias en la
mano un tribunal hoy no lo condenaría.
Hay un rasgo de Ricardo que destaca la historia y que Shakespeare no
puede (ni quiere) poner en duda: su coraje. Era un tipo valiente. Se
jugaba el tipo. Prefería las armaduras a los laúdes. Desde muy joven
lideró tropas y combatió en primera línea. Si padeció escoliosis, como
parece, todo eso tiene mérito.
En la batalla final, la de Bosworth (1485), Shakespeare ha de hacer
que le visiten todos los fantasmas de los asesinados y que él amenace
con matar rehenes para alzar una cortina de humo sobre la evidencia: en
la lucha, Ricardo se comportó como otro Ricardo, su ancestro Corazón de
León (no en balde era un Plantagenet). En cambio, Richmond (el futuro
Enrique VII) se mostró bastante pusilánime. No era un guerrero, le
gustaban más las finanzas, y permaneció en retaguardia. No hay que
olvidar que el chico Tudor además llevaba un contingente
mayoritariamente francés, mercenario (¡válgame San Crispín!), y que la
batalla la ganó por la traición que le hicieron a Ricardo sus
partidarios los Stanley.
Los relatos nos muestran a un Ricardo jugándoselo el todo por el todo
en una carga directa contra Richmond en el curso de la cual llegó a
matar a su abanderado y estuvo en un tris de llegar hasta el
pretendiente. Recuerda poderosamente la acción de Alejandro Magno en
Issos yéndose a por Darío. Menos afortunado, Ricardo tuvo el final que
pudo haber sufrido el macedonio: lo destrozaron. Uno de los elementos
más relevantes de esta sorpresa del esqueleto de Leicester es que las
heridas que presenta son coherentes con el final histórico de Ricardo
III: rodeado de enemigos, recibió varios golpes que le hicieron saltar
el yelmo y luego le hirieron numerosas veces en la cabeza desnuda
rebanándole prácticamente la nuca. El coup de grâce habría sido con una alabarda.
Desmontado, más que pedir un caballo, Ricardo rechazó varias veces
los que le ofrecían para huir. Combatió como un jabato (el jabalí, una
bestia noble en aquellos tiempos, era su emblema). Tuvo una muerte digna
del Arturo de Malory y no la propia de un villano. De hecho fue el
último rey inglés en morir en el campo de batalla. El trato que le dio a
su cuerpo, cuerpo real al fin, fue deplorable: lo hizo exhibir desnudo
atravesado en un caballo. Una canallada.
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