"AL IGUAL QUE EL MÁS VIL DE LOS ESCRITORES TIENE SUS LECTORES, EL MÁS GRANDE DE LOS MENTIROSOS TIENE SUS CRÉDULOS"
EL ARTE DE LA MENTIRA POLÍTICA, por Jonathan Swift
“Quién fue el primero que hizo de la mentira un arte, y la aplicó a la política es algo que la historia, no obstante mi diligente investigación, no aclara. Pero los modernos han aportado grandes mejoras al aplicar este arte también para hacerse con el poder y conservarlo, y no sólo para vengarse cuando lo han perdido. Por otro lado, al igual que el más vil de los escritores tiene sus lectores, el más grande de los mentirosos tiene sus crédulos: y suele ocurrir que si una mentira perdura una hora, ya ha logrado su propósito, aunque no perviva. La falsedad vuela, mientras la verdad se arrastra tras ella, de suerte que cuando los hombres se desengañan, lo hacen un cuarto de hora tarde. Considerando la natural propensión del hombre a mentir y de las muchedumbres a creer, confieso no saber cómo lidiar con esa máxima tan mentada que asegura que la verdad acaba imponiéndose. Esta nuestra isla ha soportado el peso de consejeros y personas cuyos principios y propósitos pretendían corromper nuestras costumbres, cegar nuestro entendimiento, esquilmar nuestra riqueza, acabar destruyendo nuestra constitución ya fuera de la Iglesia como del Estado, hasta llevarnos al borde la ruina. Hemos visto cómo muchos de los dineros de nuestra nación acabaron en manos de aquellos que, por su cuna, educación o mérito no habrían podido aspirar más que a cuidar de nuestras cuadras; mientras otros que en virtud de su autoridad, sus cualidades y sus fortunas sólo pudieron avalar y favorecer la Revolución quedaron apartados por peligrosos e inútiles, y fueron abrumados con la vergüenza de ser Jacobitas, hombres poco juiciosos pagados por Francia: mientras tanto la verdad, de la que se dice mora en los pozos, parecía estar enterrada bajo un montón de piedras.”
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“De los cuales, éstos llenan de relatos los vacíos oídos, éstos lo narrado llevan a otro, y la medida de lo inventado crece y a lo oído algo añade su nuevo autor. Allí la Credulidad, allí el temerario Error y la vana alegría está, y los consternados Temores, y la Sedición repentina, y de dudoso autor los Susurros” (Ovidio, Metamorfosis, libro duodécimo, 56-61).
La importunidad de mis amigos me ha inducido a interrumpir el proyecto iniciado en mi último artículo para tratar sobre un ensayo en torno al Arte de la mentira política. Se nos dice ahí que el Diablo es el padre de las mentiras, y que fue un mentiroso desde el principio; se suerte que, sin lugar a dudas, la mentira es antigua y, es más, surgió por primera vez como mentira política, para socavar la autoridad de su príncipe y atraer a un tercio de sus súbditos fuera de su obediencia: motivo por el que fue echado del Paraíso, donde (según Milton) había sido virrey de la provincia occidental, y obligado a ejercer su talento en las regiones bajas sobre otros espíritus caídos, sobre los hombres pobres y engañados a los que aún hoy atrae cada día hacia sus pecados -como no dejará de hacer mientras siga encadenado en lo más profundo del infierno.
LA MENTIRA POLÍTICA DA Y DEVUELVE CARGOS; PRESIDE LOS COMITÉS ELECTORALES; HACE AGUA CRISTALINA DE LA CIÉNAGA; CONVIERTE AL ATEO EN SANTO Y AL LIBERTINO EN PATRIOTA; SE CONFÍA A LOS MINISTROS EXTRANJEROS; Y HACE SUBIR O PRECIPITARSE EL CRÉDITO DE LA NACIÓN
Pero aunque el Diablo sea el padre de las mentiras, parece haber perdido, como sucede a otros grandes inventores, gran parte de su prestigio superado por las continuas mejoras realizadas por otros.
Quién fue el primero que hizo de la mentira un arte, y la aplicó a la política es algo que la historia, no obstante mi diligente investigación, no aclara. De ahí que me limite aquí a estudiarla en su forma moderna, tal y como se ha venido cultivando estos últimos veinte años en la parte meridional de nuestra isla.
El poeta nos dice que cuando los dioses derrocaron a los monstruos, la tierra en venganza dio a luz a su última hija: la Fama. La fábula debe interpretarse como sigue: cuando los tumultos y las sediciones se acallan, los rumores y las noticias falsas circulan con profusión por la nación. Según esto, la mentira sería el último consuelo de los grupos derrotados, terrenales y rebeldes. Pero los modernos han aportado grandes mejoras al aplicar este arte también para hacerse con el poder y conservarlo, y no sólo para vengarse cuando lo han perdido, al igual que los animales usan de sus mandíbulas de tanto en tanto para alimentarse cuando tienen hambre como para morder cuando se les acosa.
Esta genealogía, sin embargo, no siempre vale para la mentira política. Intentaré por tanto afinar el análisis refiriendo algunas circunstancias relativas a su nacimiento y paternidad. La mentira política puede nacer a veces de la cabeza del político derrotado y luego ser entregada a la chusma para que la cuide y mime. Otras veces nace deforme y se perfecciona con lametazos. También puede venir al mundo completamente hecha y las lengüetadas la echan a perder. A menudo, suele nacer niña y precisa de tiempo para crecer, pero también puede ver la luz hecha mujer para luego ir apagándose poco a poco. Puede ser de noble cuna, mas también puede ser prole del especulador: en este caso, se desgañita al romper aguas; en el otro, llega como un susurro. Sé de una mentira cuyo ruido molesta a medio reino y que, aún siendo ahora demasiado orgullosa y grande para reconocer su paternidad, nació como un cuchicheo. Para concluir sobre la natividad del monstruo: cuando viene al mundo sin aguijón, nace muerto; y cuando pierde el aguijón, muere.
No sorprende que niña con tan milagroso nacer logre hazañas tan extraordinarias: no en vano ha sido el ángel de la guarda del partido en el poder durante casi veinte años. Puede conquistar reinos sin guerrear, y aún perdiendo alguna batalla. Da y devuelve cargos; hace de la montaña montículos y de los montículos montaña: durante años ha presidido los comités electorales; hace agua cristalina de la ciénaga; convierte al ateo en santo y al libertino en patriota; se confía a los ministros extranjeros y hace subir o precipitarse el crédito de la nación. Esta diosa vuela por los aires armada con un enorme espejo con el que deslumbra al gentío al que hace ver, según mueva el espejo, la ruina en su provecho y su provecho en la ruina. En ese espejo verán a sus mejores amigos vestidos con ropajes recubiertos de fleurs de lis y triples coronas; ceñidos a unos cinturones adornados de cadenas, rosarios y zapatos de madera. Y verán a sus peores enemigos adornados con las insignias de la libertad, la decencia, la indulgencia, la mesura y con una cornucopia en sus manos. Sus grandes alas, como las del pez volador, sólo sirven si están mojadas; de ahí que se bañe en el fango y al elevarse de nuevo cubra de barro los ojos de la muchedumbre, volando con rapidez. Mas cada cuanto debe encorvarse en pos de nuevos suministros.
Alguna vez he pensado que si un hombre tuviera el arte de la clarividencia para ver las mentiras, al igual que en Escocia saben ver espíritus, sin duda se divertiría sobremanera en esta ciudad, observando los distintos tamaños, formas y colores de esos enjambres de mentiras que zumban alrededor de las cabezas de algunos, como hacen las moscas en torno a las orejas del caballo durante el verano. U observando esas legiones flotantes que pululan, tantas como para oscurecer el aire, cada tarde en los corrillos de la Bolsa; o también esos clubes de descontentos prohombres, de donde salen para ser esparcidos en tiempos de elecciones cargamentos enteros de mentiras.
AL IGUAL QUE EL MÁS VIL DE LOS ESCRITORES TIENE SUS LECTORES, EL MÁS GRANDE DE LOS MENTIROSOS TIENE SUS CRÉDULOS; Y SI UNA MENTIRA NO PERDURA MÁS DE UNA HORA, YA HA LOGRADO SU PROPÓSITO, PUES LOS HOMBRES SIEMPRE SE DESENGAÑAN UN CUARTO DE HORA TARDE
Hay una cosa esencial que distingue a la mentira política: ha de ser efímera; le resulta imprescindible para poder ir ajustándose a las circunstancias, para avalar las dos partes en disputa, para adecuarse a todas las personas que ha de deslumbrar. Cuando se trata de describir las virtudes y los vicios de la gente, conviene, para cada caso, tomar como ejemplo algún personaje notorio del que sacar la semblanza. En este sentido, observando esta norma, mi imaginación me remite a cierto prohombre conocido por ese mismo talento, y gracias a cuyo sostenido ejercicio debe su reputación, larga de veinte años, como cabeza más señera de Inglaterra para entender de asuntos delicados. La superioridad de su genio no reside más que en una inagotable fuente de mentiras políticas que con abundancia difunde con cada una de sus palabras y con idéntica generosidad olvida y contradice a la media hora. No quiere saber si dice verdades o mentiras, le basta saber qué conviene en cada minuto y para cada cual para ir afirmando o negando mentiras. De modo que si pretenden tratar con él, interpretando todo lo que dice, al igual que interpretamos los sueños, no conseguirán hacerlo y se sentirán igualmente engañados sean o no crédulos: la única salida consiste en pretender que tan sólo han oído unos sonidos confusos carentes de todo sentido; además esto les ahorrará el horror que podrán provocarle las blasfemias con las que siempre adorna ambos extremos de sus afirmaciones; si bien es cierto que, en justicia, no puede imputársele perjurio cuando invoca a Dios o a Jesucristo ya que más de una vez ha dejado pública constancia de que no cree en ninguno de los dos.
Algunos podrán pensar que semejantes mentiras dejan de ser útiles a su progenitor, o a su partido, cuando tras usarse con tanta frecuencia han acabado delatando a su creadores: se equivocan, y no poco. Pocas son las mentiras que llevan las señas de su inventor y el más prostituido de los enemigos de la verdad puede difundir millares de mentiras sin que puede conocerse su autor. Por otro lado, al igual que el más vil de los escritores tiene sus lectores, el más grande de los mentirosos tiene sus crédulos: y suele ocurrir que si una mentira perdura una hora, ya ha logrado su propósito, aunque no perviva. La falsedad vuela, mientras la verdad se arrastra tras ella, de suerte que cuando los hombres se desengañan, lo hacen un cuarto de hora tarde. La broma acabó, sí, pero surtió su efecto: es como aquél que ingenia una buena réplica cuando ya ha cambiado la conversación, o se fueron sus interlocutores; como aquel médico que encontró el remedio al rato de morir el paciente.
Considerando la natural propensión del hombre a mentir y de las muchedumbres a creer, confieso no saber cómo lidiar con esa máxima tan mentada que asegura que la verdad acaba imponiéndose. Esta nuestra isla, en casi todos estos últimos veinte años, ha soportado el peso de consejeros y personas cuyos principios y propósitos pretendían corromper nuestras costumbres, cegar nuestro entendimiento, esquilmar nuestra riqueza, acabar destruyendo nuestra constitución ya fuera de la Iglesia como del Estado, hasta llevarnos al borde la ruina. Unas personas que en su confusión nunca supieron distinguir nuestros amigos de nuestros enemigos. Hemos visto como muchos de los dineros de nuestra nación acabaron en manos de aquellos que, por su cuna, educación o mérito no habrían podido aspirar más que a cuidar de nuestras cuadras; mientras otros que en virtud de su autoridad, sus cualidades y sus fortunas sólo pudieron avalar y favorecer la Revolución quedaron apartados por peligrosos e inútiles, y fueron abrumados con la vergüenza de ser Jacobitas, hombres poco juiciosos pagados por Francia: mientras tanto la verdad, de la que se dice mora en los pozos, parecía estar enterrada bajo un montón de piedras.
Pero recuerdo que los Whigs solían quejarse de que el grueso de los terratenientes no les favorecía (los más sabios los veían con mal agüero) y pudimos ver cuánto les costó mantener la mayoría, aun contando con la Corte y los ministros, hasta que no lograron dominar esos formidables recursos con los que se deciden las elecciones y se condiciona a los lejanos pueblos con los llamados poderosos motivos de la capital. Todo fue poco más que fuerza e imposición, por muy sutil que fueran sus recursos y manejos, mientras la gente no entendió que peligraban sus propiedades, su religión y su monarquía: entonces les vimos, ansiosos, intentar contener los humores a la primera oportunidad.
De este poderoso cambio en los ánimos de la gente, discurriré largo y tendido acaso próximamente, y me propondré entonces desengañar a aquellos ingenuos y descubrir a los embaucadores que siguen albergando esperanzas, o creen que se trata tan sólo de una locura pasajera del pueblo que pronto pasará. Entiendo, por mi parte, que sus causas, síntomas y efectos se revelarán como muy distintos y vendrán a ilustrar con fuerza esa máxima antes referida: que la verdad (aunque a veces tarde) acaba prevaleciendo.
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JONATHAN SWIFT, The Examiner núm. 14. Jueves, 9 de noviembre de 1710. El arte de la mentira política. Ediciones sequitur, Madrid 2009. Traducción: Francisco Ochoa de Michelena. [FD, 08/06/2009.]
Tomado de Filosofía Digital
22/06/2022
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