Y llegamos al ecuador de estos libros
cautivadores y evocadores que conformaronn opinión y gustos a toda una
generación. Armando se nos va haciendo mayor y llega a bachillerato. En esta
entrega se tratan obras de cuatro géneros distintos pero hermanados.
Como si de la adolescencia se tratara, siempre
a la búsqueda de la propia personalidad, los análisis de las obras señaladas se
convierte en puro dialectismo histórico, el enfrentamiento de dos tesis que aunque
acaban con un claro vencedor, este se ha impregnado de la esencia del
derrotado. Así, Armando reconoce que el aristocrático género de detectives británicos
del XIX no lo cautivó, como si lo hizo Hammett y su hard boiled: Cosecha Roja. El policiaco de los
proletarios mezclado con lumpen social. Un mundo más cercano para un
quinceañero en los primeros años de la década de los ochentas, en un Sabadell
integrado en el gran cinturón industrial de Barcelona. Años de rock (la movida
fue un invento madrileño) y diversión, pero con la pesadilla de la heroína y
sus consecuencias en los callejones de los suburbios. Los acomodados salones de
la aristocracia británica que frecuentaban Sherlock y Poirot quedan muy lejos
de la capital del Vallès Occidental.
Y le toca el turno a El señor de los anillos esa obra que ningunea a toda la fantasía
escrita previa y posteriormente a ella.
Premonitoriamente Armando conoció la obra por la película de animación
de Ralph Bakshi de 1978, una antesala perfecta para la trilogía de Tolkien,
ante la cual todos caímos a sus pies. En los primeros ochentas se comienza a
gestar el mortal enfrentamiento que aún hoy día perdura, pero cuyo ganador es
evidente. El cine y la literatura se llevan enfrentando décadas y es ahora
cuando se percibe quien va a ser el ganador. Los jóvenes no leen, fin de la
discusión. La necesidad de que nos cuenten historias no morirá, pero si ha ido cambiando
el formato en que nos las han ido contando. La literatura está muriendo, viva
las series de Neflix y HBO.
Pero volvamos atrás no todo está contando, en
los inicios de la ciencia ficción europea dos colosos se enfrentan: Jules Verne
y Herbert G. Wells. No desvelaré las razones que da Armando para la victoria
del segundo y citar La guerra de los
Mundos como obra señera de este épico enfrentamiento. Siento predilección
por el autor inglés y sus El hombre
invisible, La máquina del tiempo,
Los primeros hombres en la Luna…
pero no es el momento de hablar de eso.
Y la última gran batalla de hoy, el terror
clásico: Drácula, La momia… frente al terror primigenio de Philip H. Lovecraft.
Es una batalla tramposa pues el escritor de Providence se nutrió de estos mitos
clásicos para destilar sus creaciones. Más que batalla es una carrera de
relevos, donde Cthulhu recoge de sus manos el testigo de aterrarnos. Armando
cita un mítico libro de Alianza Editorial como el mejor vehículo para conocer a
las obras de Lovecraft: Los mitos de
Cthulhu recopilados por Rafael Llopis, Boix da las razones en su texto, no
las voy a adelantar yo.
Les emplazo a la cuarta entrega de los libros
que nos cambiaron la vida.
by
PacoMan
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LIBROS QUE CAMBIARON MI VIDA (9-12)
Armando BOIX
Cosecha Roja.
No fui seguidor demasiado
atento a Sherlock Holmes en mis primeros años, una equivocación que resolvería
más tarde; mi principal referente, por lo que atañe a la novela criminal, era Agatha
Christie. Las historias policíacas, por tanto, significaban para mí villas en
la Inglaterra rural, tés a media tarde, partidas de críquet y, en ese escenario
idílico, un asesino sofisticado que jugaba con la inteligencia del investigador
con falsas pistas y testimonios contradictorios. Al final todo se resolvía de
forma bastante civilizada, los sospechosos reunidos en un salón, mientras el
arrogante detective iba desgranando sus conclusiones. Generalmente los
culpables ni oponían resistencia al ser detenidos. La novela detectivesca
clásica era, pues, un juego intelectual donde el autor honesto debía dejar a la
vista del lector todas las evidencias, de modo que, si era lo suficientemente
sagaz, pudiera llegar por sí mismo a un veredicto. Ese carácter de acertijo,
que agota el interés de la novela en una única lectura, solía aburrirme
bastante y no creo que fueran más de tres o cuatro las novelas que llegué a
leer de la señora Christie en mis años de adolescencia temprana.
Pero una tarde, husmeando
en los anaqueles de la biblioteca, encontré un libro por cuya cubierta
chorreaba la sangre: “COSECHA ROJA”, de Dashiell Hammett, en la edición de
Alianza Editorial. Aquello parecía tener un carácter más crudo que los
asesinatos cometidos con cianuro, cerbatanas chinas o la espina de un pez
tropical. Me lo llevé a casa. Lo devoré.
En su juventud, Hammett
había sido vigilante del ferrocarril, detective privado, rompehuelgas, y todo
lo que había visto, lo que sus patronos le habían obligado a hacer, habían
asentado unas solidas convicciones de hombre de izquierdas, que acabarían
llevándole a la cárcel durante la caza de brujas del macartismo. Cuando se puso
a escribir relatos criminales para las revistas “pulp” su percepción del mundo
no le permitía imaginar superhombres de la deducción como Sherlock Holmes,
Philo Vance o Lord Peter Wimsey. Hammett nos habla de lo que de verdad ocurre
en las calles y en la trastienda del poder, nos describe truhanes capaces de
acuchillar por unas pocas monedas, estafadores de poca monta, contrabandistas
de licor, policías y políticos corruptos. Sus personajes son gente ruda
atrapados en una rueda para picar carne. No hay lugar para sutilezas. Del mismo
modo, su prosa se desnuda de artificios, adopta el tono coloquial o la jerga del
suburbio. Con él nacería lo que nosotros llamamos “novela negra”, por
influencia francesa, y los norteamericanos “hard boiled”.
Mis lecturas posteriores
del género se verían condicionadas por ese descubrimiento. Siempre he
preferido, en la novela criminal, a Chandler, Thompson, Cain, McCoy y Westlake
o, en las letras españolas, a Vázquez Montalbán, Andreu Martín y Juan Madrid
que los artificiosos enigmas de la Edad de Oro británica. El detective clásico
tiene su encanto, que duda cabe; pero es con los perdedores y buscavidas, con el criminal
desesperado o el investigador de despacho roñoso, botella en el archivador y
una rubia despampanante entrando por la puerta con quien más puedo sentirme
identificado… Bueno, por mi puerta no entrar demasiadas mujeres fatales, lo
admito; pero mugre, botellas casi vacías y papel amarillento sobran en mi
despacho.
El Señor de los Anillos
No pocas veces nos rasgamos
las vestiduras con los despropósitos que comete el cine al adaptar nuestras
novelas favoritas; en cambio, apenas concedemos valor al enorme poder
publicitario de esas mismas adaptaciones, pues las da a conocer a un público
hasta ese momento indiferente, generando un interés nuevo y multiplicando el
número de lectores.
A mí me ocurrió con “EL
SEÑOR DE LOS ANILLOS”. Nunca había oído mencionar esa novela; pero cierta
tarde, en un programa de televisión, pasaron una escena de la película de
animación de Ralph Bakshi sobre la obra de Tolkien, próxima a estrenarse.
Correspondía al momento en el que los Jinetes Negros intentan cruzar el paso de
Rivendel y una riada, con el agua tomando la forma de caballos desbocados, los
arrastra para salvar a los protagonistas. Mis ojos de trece años se abrieron
como platos. Un mundo fantástico de aires medievales, criaturas de aterradora
presencia, magia… No podía perderme aquello.
Asistí a su estreno. Casi
todos los largometrajes de animación vistos a lo largo de mi vida procedían de
Disney; la película de Bakshi nada tenía que ver con semejantes productos. Para
empezar, el tono era adulto, con personajes en principio positivos que se
corrompían, violencia gráfica en la representación de los combates y una trama
que, aunque partía del tópico enfrentamiento entre el bien y el mal, contenía
claroscuros y se desarrollaba de forma compleja, en un universo imaginario de
gran riqueza y coherencia. Aunque no fuera más fuerte que mi admiración, me
contrarió que la historia no tuviera un final y este fuera pospuesto para una
segunda parte jamás producida.
Deseaba, por encima de cualquier
otra cosa, leer la novela, saber más sobre ese mundo fascinante, conocer el
destino final de la misión y de sus sufridos depositarios. Desde el escaparate
de una librería, los tres volúmenes me llamaban con una fuerza semejante a la
del anillo sobre Gollum. Pero aquel tesoro era demasiado caro para mi bolsillo
y no estaba presente en las bibliotecas locales. Reunir, moneda a moneda, el
importe total fue uno de los suplicios más largos y dolorosos con los que me he
enfrentado. Tardé muchos meses en conseguirlo. A finales de abril (de pocos
cosas conseguiría dar detalles tan concretos, una prueba de mi obsesión) crucé
las puertas de la librería y pude decir al dependiente que sacara “El Señor de
los Anillos” de una vez por todas del aparador, que me lo llevaba.
Mi viaje por sus páginas
fue una experiencia tan viva como si yo mismo hubiera acompañado a Frodo y al
resto de sus compañeros cruzando la Tierra Media. Al salir de clase, y una vez
acabados los deberes, me ponía a leerlo. Al acostarme me refugiaba bajo las
sábanas con una linterna para que mi madre no me llamara la atención por estar
despierto a horas tan tardías. Los exámenes finales me obligaron a interrumpir
la aventura. Casi estaba más molesto por aquella pausa en mi lectura que por la
obligación misma de estudiar. Finalicé las pruebas finales con éxito. Me
recuerdo, como si hubiera ocurrido la semana pasada, tumbado en el balcón de
casa, con el sol del incipiente verano calentado mi piel y disfrutando del tomo
final de aquella apasionante odisea que había partido del amable Hobbiton y
concluiría en el oscuro Mordor.
“El Señor de los Anillos”
es tan conocido que no es necesario entrar en detalles sobre la trama o los
méritos creativos de su autor. Se trata de una de las obras más influyentes de
la literatura fantástica del siglo XX y su huella puede rastrearse en cientos
de imitadores que, por su insistencia en repetir moldes, quizá han acabado por
opacar el potente brillo del original. Para Tolkien no fue una obra
circunstancial, un interés pasajero o el proyecto de unos pocos años, sino la
cristalización del sueño de una vida entera. Por eso es tan difícil que otras
novelas de fantasía, aunque lleguen a ser excelentes, la igualen en solidez y
ambición. Tolkien no fabulaba empleando las añagazas para componer tramas
interesantes que todo escritor con oficio conoce: creaba un mundo auténtico,
vivo, que se desarrollaría orgánicamente desde una pequeña semilla hasta
convertirse en un árbol con cientos de ramas. Al menos fue vivo para él y para los
lectores, si se entregaron por completo, si tuvieron la fortuna de disfrutarlo,
como yo, en el último verano de su infancia.
La Guerra de los mundos.
Jules Verne no estuvo entre
mis autores predilectos en mi etapa formativa como lector, ya lo he contado
antes. De los dos grandes nombres que se disputan la paternidad sobre la
ciencia ficción moderna, siempre me procuró más placer el inglés H. G. Wells.
Aunque a todo puede encontrarse precedentes, y el mismo Verne se le adelanta en
algunas ideas, Wells contiene, cuando no crea por sí mismo, buena parte de los
temas canónicos de la literatura prospectiva del siglo XX: el viaje en el
tiempo, la invasión alienígena, el viaje espacial, la manipulación genética, la
ciencia descontrolada, el gigantismo, las sociedades futuras… Es un narrador
impresionista en sus descripciones, fluye como el agua clara, no se embalsa en
largas exposiciones de datos por puro afán divulgativo y, en las afortunadas
tramas que nos plantea, le preocupan más las consecuencias que el proceso. Si
Verne nos trasmite asombro por la exploración, la búsqueda del conocimiento y
la superación de obstáculos con nuevos portentos tecnológicos descritos con
todo detalle, en Wells la máquina y la justificación científica no persiguen
verosimilitud alguna: solo son vehículos para adentrarse en temas a los que nos
invita a reflexionar, como es el colonialismo, la lucha de clases, la religión
o los límites morales de la investigación.
Jules Verne, para responder
a un periodista que le preguntaba por la obra de su colega, respondió: “Él
inventa”. ¿Los textos de Wells pierden valor por el uso de una imaginación poco
rigurosa, ante su desdén por ofrecer especulaciones certeras y cifras
corraborables, en base a los conocimientos de su época? Tal vez ocurre lo
contrario. A lo mejor sus historias, que no se pretendían creíbles aunque sí
coherentes, lo son mucho más pasado el tiempo, pues no requieren conocer el
contexto ni se apoyan en una técnica pronto desfasada, sino en examinar los
recovecos de asuntos eternos.
Disfruté por primera vez de
Wells gracias a su novela “LA GUERRA DE LOS MUNDOS”, pionera entre cientos de
invasiones extraterrestres descritas por la ficción. Sin duda debió causar gran
impacto en una sociedad, la británica, que se consideraba una civilización
superior y, como tal, con derecho a imponerse sobre otros pueblos mediante el
poder de las armas, con miras a expandir el Imperio. Enfrentarse a la
posibilidad de convertirse ellos en los sojuzgados les parecería aterrador.
Pero, como ocurre siempre con Wells, el mensaje no se impone sobre el interés
lúdico de la trama y reposa en un subtexto que incluso puede pasar
desapercibido para los lectores. Para muchos de ellos, “La guerra de los
mundos” solo ha sido una excelente historia de ciencia ficción, sin reparar en
sus aspectos críticos. Ese plano de interpretación primario funciona
perfectamente; de lo contrario, la novela caería en eso tan triste para una
obra literaria: el panfleto.
Mi ejemplar pertenecía a la
colección Todolibro de Bruguera. Se dirigía al público juvenil y me sigue
pareciendo modélica al presentar textos sin abreviar, ilustrados y con buenas
traducciones, como la de este título, firmada por Ramiro de Maeztu. Su amplitud
de miras, al considerar qué podía resultar de interés para el público de menor
edad, era admirable. Incluía en su catálogo obras de autores como Kipling,
Stevenson, London o Asimov al lado de Henry Miller, Vargas Llosa, Hemingway,
Chejov, Dostoyevski, Calvino o Richard Matheson, cuyo “El increible hombre
menguante” me causaría no poco efecto. Una reafirmación militante de que una
literatura para todos no debe escogerse, necesariamente, entre escritores
menores.
LOS MITOS DE CTHULHU.
Los dieciséis es una edad
de descubrimientos. Cometes tonterías como empezar a fumar, conoces el sabor
del alcohol barato, escuchas en casa de amigos música atronadora a la que
empiezas a adivinar sentido y te echas la primera novia, para aprender lo que
se siente con el corazón roto.
Los límites de tus lecturas
se expanden. Te acercas por primera vez a los poetas del 27, a Jack Kerouac y a
Herman Hesse, cuyo “Siddharta” era una estación de paso casi obligada, y te
guardabas mucho de confesar que te había parecido un coñazo toda esa mística
oriental. Yo disfrutaría más con Maupassant, cuyos cuentos de miedo estaban
disponibles en un par de antologías económicas de Alianza Editorial, con la
narrativa breve de Cortázar y Benedetti, con H. G. Wells, Arthur C. Clarke e
Isaac Asimov, aunque este último nunca acabó de conquistarme. Un año después
empezaría a leer a Stephen King, mucho más atractivo para mí.
Como estudiante de
secundaria, la biblioteca de barrio donde me había aficionado a la lectura se
había quedado corta, así que empecé a frecuentar otra en el centro de la ciudad
con fondos más amplios. Un día, curioseando en los ficheros, me fije en una
subsección: «Literatura norteamericana / Terror». Aquello me interesaba, por
supuesto.
Uno de los autores más
representados en aquel fichero era H. P. Lovecraft. No lo había oído mencionar
nunca. Rellené el impreso de solicitud para una novela y un volumen de cuentos:
al rato los trajeron al mostrador. Los tomé en préstamo para averiguar de qué
demonios trataban… Nunca mejor dicho.
Leí en primer lugar la
novela, “El caso de Charles Dexter Ward”, y me impresionó aquella historia
sobre nigromancia en la vieja (para los americanos) Nueva Inglaterra, donde
gravita la sombra de las persecuciones por brujería. No caía en los tópicos más
vulgares del satanismo, y su trama, donde el misterio de la locura y posterior
desaparición de su protagonista iba desvelándose poco a poco, integraba
elementos capaces de encandilar a cualquier bibliófilo, como el “Necronomicón”,
libro maldito del árabe Abdul Alhazred. Seguí con una antología gruesa y muy
manoseada, de tipografía diminuta, con un título tan excéntrico como sugerente:
“LOS MITOS DE CTHULHU”.
Su efecto fue devastador,
como un martillazo en el cráneo que todavía vibra en el fondo de mi
imaginación. Había conocido la oscuridad que brota de la mente perturbada o
reprimida en Poe, Stevenson y Maupassant; en “Drácula”, aunque la amenaza sea
sobrenatural, el miedo nace también de supersticiones muy humanas. Con
Lovecraft, en cambio, me enfrentaba por primera vez con un horror de dimensiones
cósmicas, ante el cual somos menos que bacterias y que desconoce nuestras
construcciones morales sobre el bien y el mal. Una mitología de nuevo cuño
sobre entidades que llamamos dioses a falta de palabras en nuestro vocabulario
para describirlas, antiguas, atrapadas por poderosos encantamientos; pero
aguardando el instante en que se pronuncien las palabras adecuadas, los sellos
se rompan y los portales se abran, liberándolas para inaugurar una nueva era de
caótico dominio sobre la Tierra.
Rafael Llopis |
La antología preparada por Rafael Llopis para Alianza Editorial tenía
otro valor: un extenso estudio introductorio, bibliografía y la inclusión de
relatos de escritores que influyeron en Lovecraft, que acrecentaron los mitos
en vida del creador original y de epígonos que, tras su muerte, siguieron
cultivándolos. Esto me situó la obra en su contexto, me permitió apreciarla en
su justo valor y me dio a conocer a autores capitales en la historia de la
literatura fantástica, como Lord Dunsany, Arthur Machen, Robert W. Chambers y
Algernon Blackwood. Mis estrechos horizontes como lector se dilataron. Muy
pronto deambularía por siniestros caminos que hasta aquel momento ni había
sospechado.
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En 1968 nace. Reside en Málaga desde hace más de tres lustros.
Economista y de vocación docente. En la actualidad, trabaja de Director Técnico.
Aficionado a la Ciencia Ficción desde antes de nacer. Muy de vez en cuando, sube post a su maltratado blog.
Y colabora con el blog de Grupo Li Po
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Armando BOIX (1966). Formado en artes aplicadas, ha desarrollado una carrera profesional como dibujante técnico y diseñador, al tiempo que, desde 1994, empezaba a publicar sus primeros relatos y artículos en fanzines y revistas.Dirigió la revista especializada en cine fantástico Stalker y ha recibido diversos premios literarios, como el Gran Angular de novela juvenil por El Jardín de los Autómatas (1997), el Pablo Rido de relatos o el Gigamesh de ensayo.
Sus últimos libros publicados son la novela La joven a la que amaban las hadas(2012), la antología El noveno capítulo y otros relatos (2014) y el volumen contres novelas cortas En calles oscuras (2015).
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