Esta es la segunda entrega de los libros que
nos cambiaron la vida a los que cincuentones que vivimos en la Cataluña de
aluvión de emigrantes en los sesenta, esa misma que ahora es llamada a
manifestar su fidelidad a la tierra que los acogió, aciagos momentos de sin
sentido.
Armando nos cuenta su inmersión en el Terror
más canónico: Drácula, Frankenstein y El extraño caso del Doctor Jekyll y Mister Hyde. En esta ocasión se
acerca más al ensayo que a las memorias, con precisión de cirujano nos encuadra
su acercamiento al mito despojándolo de lo intrascendente. Volviendo la vista
tras, con nostalgia, pero sin perder la visión crítica del articulista que le
valió un Ignotus.
Cierra esta entrega Tarzán el indómito perfecto ejemplo de pulp que con tanto acierto y
éxito de ventas cultivó Burroghs. Se vislumbra la transformación social
española que la mejora económica permitió enmarcan estas semblanzas, el rápido
crepitar de una sociedad civil que prosperaba gracias a su esfuerzo y a pesar
de las torpezas y tropelías de sus dirigentes y empleadores.
Les dejo con Armando y les emplazo a la tercera
entrega.
By
PacoMan
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LIBROS QUE CAMBIARON MI VIDA (5-8)
Libros que cambiaron mi
vida (5).
¿Qué puede llevar a un niño
a sentir una atracción instintiva por el miedo? Desde luego, lo sabemos, a
todos nos gusta desde muy temprano que nos cuenten historias, y sentir un
escalofrío recorriéndote la espalda puede ser una experiencia placentera. Pero
no todo el mundo se abandona a esa pulsión, incluso algunos la rechazan. Por lo
que se refiere a mi entorno familiar, quien más me podía influir, nunca mostró
el más mínimo interés por lo maravilloso o fantástico, de hecho las películas
que más gustaban a mis padres eran siempre aquellas que empezaban con la manida
frase: «Basada en hechos reales». Y, en mi entorno escolar, habría sido fácil
acabar pegando patadas de karate o fabricándome unos nunchacos con el palo de
una escoba, para desgracia de mis genitales, pues aquello era lo que estaba de
moda bajo el influjo de “Kung-Fu”, “La frontera azul” y las reposiciones de
Bruce Lee y sus clones en cines de barrio.
Yo, rarito entonces y algo
raro ahora, me quedaba embobado en los quioscos, hipnotizado por las portadas
de revistas de cómics como “Vampus” y “Rufus”, con la fatídica etiqueta
«Publicación para adultos», lo que las situaban fuera de mi alcance. También
pasaba delante de las carteleras de los cines deseando entrar a ver aquella
película de Paul Naschy haciendo de hombre lobo o jorobado, aunque a mí solo me
permitían Tarzán, Godzilla y Santo el Enmascarado de Plata, que también tenían
sus buenas dosis de fantasía y horror, pero no eran tan mal vistas por mis
progenitores.
Con esas filias, una vez
decidí que las novelas juveniles se me quedaban cortas y necesitaba algo de
mayor enjundia, es bastante normal que no escogiera para dar el salto a
Torcuato Luca de Tena o José María Gironella. La obra elegida fue “DRÁCULA”, de
Bram Stoker.
Cerca de casa tenía una
papelería con puesto de prensa y librería. Allí, donde acudía para adquirir el
material escolar, el Aironfix con el que forraba los libros de texto y los
Kalkitos, observaba expuestos unos libros de bolsillo con cubiertas de
siniestro atractivo: la colección Biblioteca Oro Terror de Molino. Muchos de
sus títulos y autores no me sonaban de nada; pero el Señor de los Vampiros era
célebre incluso entre los vedados a su disfrute, no en vano eran años de
Cristopher Lee luciendo capa y caninos afilados para la Hammer.
La lectura de la novela no
me duraría más de tres o cuatro días y puedo imaginarme con la mirada
desorbitada, aferrado a sus páginas, tal vez descuidando mis tareas. El viaje
de Jonathan Harker al corazón de Transilvania, el paulatino descubrimiento del
horror en el que se encuentra atrapado, el intento de seducción de las no
muertas, su fuga, eran solo el preludio de un enfrentamiento que pierde parte
de su sombrío tono gótico en la segunda parte del libro; sin embargo no resulta
menos inquietante, pues descubrir que la amenaza sobrenatural no anida solo en
parajes exóticos sino que puede trasladarse a un entorno cotidiano, moderno y
urbano, hace tambalearse mucho más nuestro espejismo de seguridad. La infección
del vampiro es contagiosa y nadie debe sentirse a salvo: las personas amadas,
nosotros mismos, por mucha bondad que alberguemos, podemos perder el alma y
acabar condenados a un mal que no tiene cura, solo una destrucción redentora
atravesados por la estaca.
Pese a su carácter
aterrador, hay razones evidentes para que el vampiro se haya convertido en una
de las criaturas más populares de la zoología fantástica: su inmortalidad, su
poderes sobrehumanos, su capacidad de seducción… Nadie ambicionará ser un zombi
hediondo o una cosa gelatinosa que alarga sus tentáculos desde el fondo de un
pozo; a muchos, en cambio, les gustaría convertirse en vampiro y rondar toda la
noche en busca de placeres gastronómicos y venéreos. Pero la vampirofilia, que
tendría motivos para iniciarse en el subtexto erótico de las obras pioneras de
Polidori y Sheridan Le Fanu, tal vez se debe más a las versiones modernas del
mito, tanto en cine como en literatura popular, glamurosas y edulcoradas. El
vampiro que protagoniza la novela de Bram Stoker no alberga complejo de culpa o
sentimientos románticos: es un depredador implacable. Una vez elige a su presa,
nunca abandona el rastro hasta alimentarse de ella. Puede ser fascinante, pero
como lo es una serpiente o un felino, y despierta en el lector miedo en lugar
de atracción.
En lecturas posteriores de
otras traducciones descubriría que mi primera versión, la de Molino, había sido
abreviada, recortando muchos de los pasajes descriptivos, como los que
encontramos al inicio durante el viaje de Harker. No lo advertí entonces y no
me importó. No eran aquellos momentos de integrismo, solo de embrujo ante la
fábula, el prodigio y la peripecia. Si ya andaba enamorado de las historias
lúgubres, “Dracula” solo reafirmó mis gustos. Quien ha disfrutado las especias
más fuertes, difícilmente retornara a platos carentes de sabor.
Aunque sigo admirando el
“Frankenstein” de James Whale por sus valores estéticos, ya no me provoca ningún
escalofrío. Cuando vi la película de pequeño por televisión, en cambio, me
pareció aterradora, sobre todo por su escenografía gótica y la imponente
presencia de Boris Karloff. Por tanto es normal que, después de introducirme en
la literatura adulta con “Drácula”, decidiera seguir mi andadura como lector de
género fantástico con esa otra figura emblemática del terror clásico que es el
monstruo creado por el doctor Frankenstein. Lo tenía fácil: la misma colección
de Molino que ofrecía la novela de Stoker también tenía una edición de la obra
maestra de Mary Shelley y solo debía adquirirla en la misma librería cerca de
mi casa (sigue existiendo, cosa rara), donde las tenían todas colocadas en un
expositor giratorio.
Se ha descrito muchas veces
la reunión en Villa Diodatti donde la joven Mary dio con el germen para esta
prodigiosa narración gracias a una pesadilla, después de apostar con su
compañero el poeta Percy B. Shelley, el titán lord Byron y su médico particular
Polidori quien sería capaz de escribir la mejor historia de miedo. Pudo
sorprender, en un tiempo, que fuera una mujer, casi una niña, ensombrecida por
talentos tan reputados, quien saliera triunfadora de aquel envite. Incluso se
sugeriría que la mano de Percy B. Shelley en la redacción fue determinante. Hay
ignorancia o una buena dosis de prejuicios en quienes eso sospechaban. Se
conserva el manuscrito original, incluso ha sido puesto a disposición de los
lectores recientemente, y podemos afirmar que el poeta se limitó a una revisión
de estilo y a pequeñas mejoras en la fluidez narrativa para dejarlo listo con
vista a su primera publicación, en 1818. Todos sus méritos ya están presentes
en la versión primera. Quien más cambios introdujo fue la propia Mary, al
corregir la reedición de 1831. La clara inteligencia y la esmerada educación de
Mary Shelley, hija de la pionera en la lucha por los derechos de la mujer Mary
Wollstonecraft y del pensador y novelista William Godwin, tan audaz como para
enfrentarse a todas las convenciones y tan tenaz como para destacar en una
sociedad donde se relegaba la mujer a un papel subordinado, la convierte en una
escritora de originalidad y elegancia que nada debe envidiar al mejor de sus
contemporáneos.
Todos esos detalles los
descubriría más tarde, por supuesto. De niño me sorprendería que muy poco de
cuanto había visto en la película y se trasladó al mito popular se asemejara a
lo narrado en la novela. La criatura ni es de aspecto tan horrendo ni es tan
corta de entendederas. No me resultó, por eso, menos apasionante. El drama de
ese ser abandonado por su creador, antihéroe que quisiera integrarse en el
mundo pero el rechazo le fuerza al enfrentamiento, no ha perdido un ápice de
fuerza desde que se redactó, hace doscientos años. No es una novela tan
aterradora como “Drácula”, sin embargo me atrevería a decir que quizá la supera
en potencia literaria y profundidad de mensaje.
Para mí, hoy,
“Frankenstein” es el perfecto paradigma de la rebelión romántica, con el doctor
osando robar el fuego a los dioses para expandir los límites del conocimiento,
aun cuando eso le aboque al desastre, mientras su criatura queda desamparada en
un mundo inclemente e insensible, como muchos de los contemporáneos de Mary
Shelley se debatieron entre el orgullo y la angustia, incapaces de creer ya en
un Padre benefactor, atento, y reconociendo a la humanidad desplazada de su
papel como centro de un plan irreprochable. Yo leí la novela por primera vez
solo como un cuento urdido para estremecer. Ambos planos de significado no se
excluyen y es esa riqueza, esa posibilidad de ser abordadas desde diferentes
ángulos, lo que convierte en grandes las obras literarias.
No podía imaginar, en aquel
entonces, que muchos años después un texto sobre esta novela me haría ganar el
premio Gigamesh de ensayo, y con el galardón algún dinero. Para que luego digan
que nuestras aficiones son entretenimientos inútiles.
De regreso del colegio a
casa tenía varias rutas posibles. Casi siempre escogía una que pasaba por
delante de un quiosco donde podía comprobar si habían recibido una nueva
entrega de “Spiderman”, “Los Cuatro Fantásticos” o cualquiera de las diversas
colecciones de Vértice que yo seguía en aquel tiempo. En la esquina de aquella
calle, ETA cometería un atentado con coche bomba que les costó la vida a seis
agentes de policía, pero eso es otra historia. En ocasiones me desviaba un poco
para observar el escaparate de una papelería. Tras el cristal, entre otros
productos, observé la cubierta de un libro donde aparecía un personaje de
aspecto velludo y simiesco alzando en su mano un matraz humeante, sin lugar a
dudas atractiva para mis gustos lectores. Se trataba, como supondréis, de “EL
EXTRAÑO CASO DEL DOCTOR JEKYLL Y MISTER HYDE”, de Robert Louis Stevenson. Era
de la editorial Toray, y ya no conservo el libro, sustituido por versiones más
recientes y fiables.
El personaje me era
conocido. No recuerdo si había visto alguna adaptación cinematográfico, pero se
había integrado a mi imaginario infantil gracias a aquellos “Super Mortadelo”
donde se bromeaba con los iconos del terror y a sus parodias en películas de
Abbott y Costello y “cartoons” de la Warner. Ya había leído, por aquel
entonces, otros clásicos de la literatura fantástica como “Drácula” o
“Frankenstein” y el buen sabor de boca me animó a adquirir también aquella
novela. No me arrepentí.
El Londres de brumas y luz
de gas, de coches de caballos, de elegantes salones y callejas peligrosas se
representaba vivo en sus páginas. Estaba también allí el miedo a la pérdida de
control, a los deseos reprimidos que buscan expresarse y pueden hacerlo de
forma sangrienta, y sobre todo a sus consecuencias: el castigo. Porque yo nunca
he creído que la fórmula inventada por el doctor Jekill le desdoblara en dos
personalidades antagónicas, una buena y otra mala. Hyde es el yo perverso de
Jekill, es verdad; no lo es menos que Jekill fuera perfectamente consciente de
todo lo que hacía su alter ego y no puso ningún freno para evitarlo; al
contrario, le proporciona todo tipo de facilidades, disfrutando con sus
correrías nocturnas, el muy hipócrita. Solo cuando se vea acorralado, Jekill
intentará evitar la transformación, aunque ya será demasiado tarde… Es una pena que parte del
impacto de la obra se pierda para el lector actual, dado que su desenlace es
conocido por todos. La perfección del texto, su construcción impecable, su
atmósfera soberbia siguen ahí para ser disfrutadas.
Con los años acabaría por leer la mayor
parte de la obra de Stevenson, demasiado breve por culpa de su temprano fallecimiento.
Qué bien escogieron los nativos de Samoa el nombre con el que le bautizaron:
Tusitala, el que cuenta historias… Estoy más convencido que nunca de que se
trata de uno de los mejores narradores de la historia de la literatura, un
autor cuya técnica, aparentemente fácil pero muy elaborada, todo aspirante a
escritor debería estudiar con atención. Desde luego, si tuviera que escoger a
un autor al que me gustaría parecerme, elegiría a Stevenson por encima de
cualquier otro.
Antes de Netflix y los
teléfonos inteligentes, antes del auge y la caída de los videoclubs, cuando la
oferta televisiva se limitaba a dos canales públicos, había otra forma de
entretenimiento a bajo coste: las tiendas de cambio de novelas y tebeos, donde
podías entregar un ejemplar ya leído y llevarte otro de segunda mano con la
leve aportación de un duro. La que frecuentaba la conocí por mi abuelo, adicto
a Marcial Lafuente Estefanía. Yo la usaba para conseguir, sobre todo, las
publicaciones de superhéroes de Vértice. ¿Sabéis una cosa? Mientras escribía,
ha regresado a mi memoria el particular olor de aquellos tebeos. No sabría
describirlo, pero así es como huele la felicidad.
Un día, sin embargo, me dio
por curiosear las novelitas. Entre vaqueros, detectives y marcianos, descubrí
un volumen muy distinto, con cubiertas de papel, aunque de mayor formato y
muchas más páginas. No sé qué extraño azar lo había llevado allí, entre las
montañas de bolsilibros. Su título era “TARZÁN EL INDÓMITO” y estaba escrito
por Edgar Rice Burroughs. La editorial, Gustavo Gili. Lo compré, pues Tarzán no
me era extraño. Lo había visto en las películas que emitía la televisión los
sábados por la tarde y en los programas dobles de cine para la chiquillería.
También por algún tebeo de Novaro. Mi primera impresión, al leer la novela, la
misma que hemos tenido todos al acercarnos a la obra original de Burroughs, es
que no puedes conocer a Tarzán si no has disfrutado los libros.
El Tarzán literario
superaba a Johnny Weissmuller en todos los frentes. Cuando estaba entre hombres
civilizados no se limitaba a pronunciar infinitivos: era culto, dominaba media
docena de lenguas, vestía como un gentleman (no en vano era un lord inglés) y
ningún salón de la alta sociedad habría desdeñado sus modales. Pero cuando
estaba en su ambiente predilecto, la selva, era más salvaje aún que su homónimo
cinematográfico. Tarzán, dejando libre su espíritu de fiera, mataba, y lo hacía
desgarrando a dentelladas el cuello de sus presas, se alimentaba de carne
cruda, rugía el desafío del gorila macho en un éxtasis liberador. Además, y no
menos importante para mí, sus historias tenían un alto contenido fantástico.
En “Tarzán el indómito”,
por ejemplo, situado en los días de la I Guerra Mundial, el hombre mono descubría que soldados
alemanes habían arrasado su finca africana y, presumiblemente, asesinado a su
compañera, Jane Porter. Enfurecido, Tarzán se une al conflicto con la única
compañía de un león y libra batalla por su cuenta, provocando una carnicería en
las trincheras germanas. Solo es un preludio feroz. Su deambular le conducirá a
un desfiladero en el desierto y, más allá, a una extraña ciudad perdida
habitada solo por locos. Una invención extraordinaria, en medio de un relato
lleno de épica y narrado con una agilidad sorprendente.
Con el tiempo me haría con
la serie completa de las novelas de Tarzán, formando una colección despareja,
con ejemplares de hasta cuatro editoriales diferentes. Nunca he querido comprar
otra edición de “Tarzán el indómito” y sigue en mis estanterías la misma que
rescaté de aquel cutrichil desaparecido. Progresivamente me desprendería de la
mayor parte de los objetos de mi infancia, pero esa novela aún la conservo.
Cada año o cada dos vuelvo a leer alguna de las aventuras de Tarzán, y sigo
disfrutándolas. No quiero adjudicarlo solo a la nostalgia. Tal vez Burroughs
describiera un África inverosímil, quizá no sea un estilista sofisticado; si
persigues la diversión, pocos autores te la proporcionarán de forma tan rápida
y eficaz.
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En 1968 nace. Reside en Málaga desde hace más de tres lustros.
Economista y de vocación docente. En la actualidad, trabaja de Director Técnico.
Aficionado a la Ciencia Ficción desde antes de nacer. Muy de vez en cuando, sube post a su maltratado blog.
Y colabora con el blog de Grupo Li Po
EL LIBRO TRADICIONAL VS. EL LIBRO DIGITAL
Fernando Iwasaki: Mis éxitos literarios se los debo a mis fracasos amorosos. Entrevista. Parte I/III
Carlos Saiz Cidoncha: Creo que la ciencia-ficción española está mejorando mucho en los últimos tiempos
Libros que cambiaron mi vida. Parte V: A modo de Epílogo.
Libros que cambiaron mi vida. Parte IV: Del Aleph a King.
Libros que cambiaron mi vida. Parte III: De Cosecha Roja, pasando por El señor de los Anillos a LOS MITOS DE CTHULHU.
Libros que cambiaron mi vida: De Drácula a Tarzán. Parte II
Libros que cambiaron mi vida.Parte I: De Los Cinco al Corsario Negro.
Carpanta, Curtis Garland y sus amigos desembarcan en la Mercè.
Pregón de Javier Pérez Andújar
STAR WARS: UN AJUSTE DE CUENTAS DESDE LA VENERACIÓN
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Armando BOIX (1966). Formado en artes aplicadas, ha desarrollado una carrera profesional como dibujante técnico y diseñador, al tiempo que, desde 1994, empezaba a publicar sus primeros relatos y artículos en fanzines y revistas.Dirigió la revista especializada en cine fantástico Stalker y ha recibido diversos premios literarios, como el Gran Angular de novela juvenil por El Jardín de los Autómatas (1997), el Pablo Rido de relatos o el Gigamesh de ensayo.
Sus últimos libros publicados son la novela La joven a la que amaban las hadas(2012), la antología El noveno capítulo y otros relatos (2014) y el volumen contres novelas cortas En calles oscuras (2015).
Sus últimos libros publicados son la novela La joven a la que amaban las hadas(2012), la antología El noveno capítulo y otros relatos (2014) y el volumen contres novelas cortas En calles oscuras (2015).
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Actualizada el 01/03/2024
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