miércoles, 13 de septiembre de 2017

Libros que cambiaron mi vida.Parte II: De Drácula a Tarzán.

Por Armando Boix







Esta es la segunda entrega de los libros que nos cambiaron la vida a los que cincuentones que vivimos en la Cataluña de aluvión de emigrantes en los sesenta, esa misma que ahora es llamada a manifestar su fidelidad a la tierra que los acogió, aciagos momentos de sin sentido.  

Armando nos cuenta su inmersión en el Terror más canónico: Drácula, Frankenstein y El extraño caso del Doctor Jekyll y Mister Hyde. En esta ocasión se acerca más al ensayo que a las memorias, con precisión de cirujano nos encuadra su acercamiento al mito despojándolo de lo intrascendente. Volviendo la vista tras, con nostalgia, pero sin perder la visión crítica del articulista que le valió un Ignotus.

Cierra esta entrega Tarzán el indómito perfecto ejemplo de pulp que con tanto acierto y éxito de ventas cultivó Burroghs. Se vislumbra la transformación social española que la mejora económica permitió enmarcan estas semblanzas, el rápido crepitar de una sociedad civil que prosperaba gracias a su esfuerzo y a pesar de las torpezas y tropelías de sus dirigentes y empleadores. 

Les dejo con Armando y les emplazo a la tercera entrega.

By PacoMan

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LIBROS QUE CAMBIARON MI VIDA (5-8)


Libros que cambiaron mi vida (5).



¿Qué puede llevar a un niño a sentir una atracción instintiva por el miedo? Desde luego, lo sabemos, a todos nos gusta desde muy temprano que nos cuenten historias, y sentir un escalofrío recorriéndote la espalda puede ser una experiencia placentera. Pero no todo el mundo se abandona a esa pulsión, incluso algunos la rechazan. Por lo que se refiere a mi entorno familiar, quien más me podía influir, nunca mostró el más mínimo interés por lo maravilloso o fantástico, de hecho las películas que más gustaban a mis padres eran siempre aquellas que empezaban con la manida frase: «Basada en hechos reales». Y, en mi entorno escolar, habría sido fácil acabar pegando patadas de karate o fabricándome unos nunchacos con el palo de una escoba, para desgracia de mis genitales, pues aquello era lo que estaba de moda bajo el influjo de “Kung-Fu”, “La frontera azul” y las reposiciones de Bruce Lee y sus clones en cines de barrio.

Yo, rarito entonces y algo raro ahora, me quedaba embobado en los quioscos, hipnotizado por las portadas de revistas de cómics como “Vampus” y “Rufus”, con la fatídica etiqueta «Publicación para adultos», lo que las situaban fuera de mi alcance. También pasaba delante de las carteleras de los cines deseando entrar a ver aquella película de Paul Naschy haciendo de hombre lobo o jorobado, aunque a mí solo me permitían Tarzán, Godzilla y Santo el Enmascarado de Plata, que también tenían sus buenas dosis de fantasía y horror, pero no eran tan mal vistas por mis progenitores.




Con esas filias, una vez decidí que las novelas juveniles se me quedaban cortas y necesitaba algo de mayor enjundia, es bastante normal que no escogiera para dar el salto a Torcuato Luca de Tena o José María Gironella. La obra elegida fue “DRÁCULA”, de Bram Stoker.

Cerca de casa tenía una papelería con puesto de prensa y librería. Allí, donde acudía para adquirir el material escolar, el Aironfix con el que forraba los libros de texto y los Kalkitos, observaba expuestos unos libros de bolsillo con cubiertas de siniestro atractivo: la colección Biblioteca Oro Terror de Molino. Muchos de sus títulos y autores no me sonaban de nada; pero el Señor de los Vampiros era célebre incluso entre los vedados a su disfrute, no en vano eran años de Cristopher Lee luciendo capa y caninos afilados para la Hammer.



La lectura de la novela no me duraría más de tres o cuatro días y puedo imaginarme con la mirada desorbitada, aferrado a sus páginas, tal vez descuidando mis tareas. El viaje de Jonathan Harker al corazón de Transilvania, el paulatino descubrimiento del horror en el que se encuentra atrapado, el intento de seducción de las no muertas, su fuga, eran solo el preludio de un enfrentamiento que pierde parte de su sombrío tono gótico en la segunda parte del libro; sin embargo no resulta menos inquietante, pues descubrir que la amenaza sobrenatural no anida solo en parajes exóticos sino que puede trasladarse a un entorno cotidiano, moderno y urbano, hace tambalearse mucho más nuestro espejismo de seguridad. La infección del vampiro es contagiosa y nadie debe sentirse a salvo: las personas amadas, nosotros mismos, por mucha bondad que alberguemos, podemos perder el alma y acabar condenados a un mal que no tiene cura, solo una destrucción redentora atravesados por la estaca.

Pese a su carácter aterrador, hay razones evidentes para que el vampiro se haya convertido en una de las criaturas más populares de la zoología fantástica: su inmortalidad, su poderes sobrehumanos, su capacidad de seducción… Nadie ambicionará ser un zombi hediondo o una cosa gelatinosa que alarga sus tentáculos desde el fondo de un pozo; a muchos, en cambio, les gustaría convertirse en vampiro y rondar toda la noche en busca de placeres gastronómicos y venéreos. Pero la vampirofilia, que tendría motivos para iniciarse en el subtexto erótico de las obras pioneras de Polidori y Sheridan Le Fanu, tal vez se debe más a las versiones modernas del mito, tanto en cine como en literatura popular, glamurosas y edulcoradas. El vampiro que protagoniza la novela de Bram Stoker no alberga complejo de culpa o sentimientos románticos: es un depredador implacable. Una vez elige a su presa, nunca abandona el rastro hasta alimentarse de ella. Puede ser fascinante, pero como lo es una serpiente o un felino, y despierta en el lector miedo en lugar de atracción.

En lecturas posteriores de otras traducciones descubriría que mi primera versión, la de Molino, había sido abreviada, recortando muchos de los pasajes descriptivos, como los que encontramos al inicio durante el viaje de Harker. No lo advertí entonces y no me importó. No eran aquellos momentos de integrismo, solo de embrujo ante la fábula, el prodigio y la peripecia. Si ya andaba enamorado de las historias lúgubres, “Dracula” solo reafirmó mis gustos. Quien ha disfrutado las especias más fuertes, difícilmente retornara a platos carentes de sabor.




Aunque sigo admirando el “Frankenstein” de James Whale por sus valores estéticos, ya no me provoca ningún escalofrío. Cuando vi la película de pequeño por televisión, en cambio, me pareció aterradora, sobre todo por su escenografía gótica y la imponente presencia de Boris Karloff. Por tanto es normal que, después de introducirme en la literatura adulta con “Drácula”, decidiera seguir mi andadura como lector de género fantástico con esa otra figura emblemática del terror clásico que es el monstruo creado por el doctor Frankenstein. Lo tenía fácil: la misma colección de Molino que ofrecía la novela de Stoker también tenía una edición de la obra maestra de Mary Shelley y solo debía adquirirla en la misma librería cerca de mi casa (sigue existiendo, cosa rara), donde las tenían todas colocadas en un expositor giratorio.



Se ha descrito muchas veces la reunión en Villa Diodatti donde la joven Mary dio con el germen para esta prodigiosa narración gracias a una pesadilla, después de apostar con su compañero el poeta Percy B. Shelley, el titán lord Byron y su médico particular Polidori quien sería capaz de escribir la mejor historia de miedo. Pudo sorprender, en un tiempo, que fuera una mujer, casi una niña, ensombrecida por talentos tan reputados, quien saliera triunfadora de aquel envite. Incluso se sugeriría que la mano de Percy B. Shelley en la redacción fue determinante. Hay ignorancia o una buena dosis de prejuicios en quienes eso sospechaban. Se conserva el manuscrito original, incluso ha sido puesto a disposición de los lectores recientemente, y podemos afirmar que el poeta se limitó a una revisión de estilo y a pequeñas mejoras en la fluidez narrativa para dejarlo listo con vista a su primera publicación, en 1818. Todos sus méritos ya están presentes en la versión primera. Quien más cambios introdujo fue la propia Mary, al corregir la reedición de 1831. La clara inteligencia y la esmerada educación de Mary Shelley, hija de la pionera en la lucha por los derechos de la mujer Mary Wollstonecraft y del pensador y novelista William Godwin, tan audaz como para enfrentarse a todas las convenciones y tan tenaz como para destacar en una sociedad donde se relegaba la mujer a un papel subordinado, la convierte en una escritora de originalidad y elegancia que nada debe envidiar al mejor de sus contemporáneos.

Todos esos detalles los descubriría más tarde, por supuesto. De niño me sorprendería que muy poco de cuanto había visto en la película y se trasladó al mito popular se asemejara a lo narrado en la novela. La criatura ni es de aspecto tan horrendo ni es tan corta de entendederas. No me resultó, por eso, menos apasionante. El drama de ese ser abandonado por su creador, antihéroe que quisiera integrarse en el mundo pero el rechazo le fuerza al enfrentamiento, no ha perdido un ápice de fuerza desde que se redactó, hace doscientos años. No es una novela tan aterradora como “Drácula”, sin embargo me atrevería a decir que quizá la supera en potencia literaria y profundidad de mensaje.

Para mí, hoy, “Frankenstein” es el perfecto paradigma de la rebelión romántica, con el doctor osando robar el fuego a los dioses para expandir los límites del conocimiento, aun cuando eso le aboque al desastre, mientras su criatura queda desamparada en un mundo inclemente e insensible, como muchos de los contemporáneos de Mary Shelley se debatieron entre el orgullo y la angustia, incapaces de creer ya en un Padre benefactor, atento, y reconociendo a la humanidad desplazada de su papel como centro de un plan irreprochable. Yo leí la novela por primera vez solo como un cuento urdido para estremecer. Ambos planos de significado no se excluyen y es esa riqueza, esa posibilidad de ser abordadas desde diferentes ángulos, lo que convierte en grandes las obras literarias.

No podía imaginar, en aquel entonces, que muchos años después un texto sobre esta novela me haría ganar el premio Gigamesh de ensayo, y con el galardón algún dinero. Para que luego digan que nuestras aficiones son entretenimientos inútiles.




De regreso del colegio a casa tenía varias rutas posibles. Casi siempre escogía una que pasaba por delante de un quiosco donde podía comprobar si habían recibido una nueva entrega de “Spiderman”, “Los Cuatro Fantásticos” o cualquiera de las diversas colecciones de Vértice que yo seguía en aquel tiempo. En la esquina de aquella calle, ETA cometería un atentado con coche bomba que les costó la vida a seis agentes de policía, pero eso es otra historia. En ocasiones me desviaba un poco para observar el escaparate de una papelería. Tras el cristal, entre otros productos, observé la cubierta de un libro donde aparecía un personaje de aspecto velludo y simiesco alzando en su mano un matraz humeante, sin lugar a dudas atractiva para mis gustos lectores. Se trataba, como supondréis, de “EL EXTRAÑO CASO DEL DOCTOR JEKYLL Y MISTER HYDE”, de Robert Louis Stevenson. Era de la editorial Toray, y ya no conservo el libro, sustituido por versiones más recientes y fiables.

El personaje me era conocido. No recuerdo si había visto alguna adaptación cinematográfico, pero se había integrado a mi imaginario infantil gracias a aquellos “Super Mortadelo” donde se bromeaba con los iconos del terror y a sus parodias en películas de Abbott y Costello y “cartoons” de la Warner. Ya había leído, por aquel entonces, otros clásicos de la literatura fantástica como “Drácula” o “Frankenstein” y el buen sabor de boca me animó a adquirir también aquella novela. No me arrepentí.

El Londres de brumas y luz de gas, de coches de caballos, de elegantes salones y callejas peligrosas se representaba vivo en sus páginas. Estaba también allí el miedo a la pérdida de control, a los deseos reprimidos que buscan expresarse y pueden hacerlo de forma sangrienta, y sobre todo a sus consecuencias: el castigo. Porque yo nunca he creído que la fórmula inventada por el doctor Jekill le desdoblara en dos personalidades antagónicas, una buena y otra mala. Hyde es el yo perverso de Jekill, es verdad; no lo es menos que Jekill fuera perfectamente consciente de todo lo que hacía su alter ego y no puso ningún freno para evitarlo; al contrario, le proporciona todo tipo de facilidades, disfrutando con sus correrías nocturnas, el muy hipócrita. Solo cuando se vea acorralado, Jekill intentará evitar la transformación, aunque ya será demasiado tarde… Es una pena que parte del impacto de la obra se pierda para el lector actual, dado que su desenlace es conocido por todos. La perfección del texto, su construcción impecable, su atmósfera soberbia siguen ahí para ser disfrutadas.

Con los años acabaría por leer la mayor parte de la obra de Stevenson, demasiado breve por culpa de su temprano fallecimiento. Qué bien escogieron los nativos de Samoa el nombre con el que le bautizaron: Tusitala, el que cuenta historias… Estoy más convencido que nunca de que se trata de uno de los mejores narradores de la historia de la literatura, un autor cuya técnica, aparentemente fácil pero muy elaborada, todo aspirante a escritor debería estudiar con atención. Desde luego, si tuviera que escoger a un autor al que me gustaría parecerme, elegiría a Stevenson por encima de cualquier otro.



Antes de Netflix y los teléfonos inteligentes, antes del auge y la caída de los videoclubs, cuando la oferta televisiva se limitaba a dos canales públicos, había otra forma de entretenimiento a bajo coste: las tiendas de cambio de novelas y tebeos, donde podías entregar un ejemplar ya leído y llevarte otro de segunda mano con la leve aportación de un duro. La que frecuentaba la conocí por mi abuelo, adicto a Marcial Lafuente Estefanía. Yo la usaba para conseguir, sobre todo, las publicaciones de superhéroes de Vértice. ¿Sabéis una cosa? Mientras escribía, ha regresado a mi memoria el particular olor de aquellos tebeos. No sabría describirlo, pero así es como huele la felicidad.

Un día, sin embargo, me dio por curiosear las novelitas. Entre vaqueros, detectives y marcianos, descubrí un volumen muy distinto, con cubiertas de papel, aunque de mayor formato y muchas más páginas. No sé qué extraño azar lo había llevado allí, entre las montañas de bolsilibros. Su título era “TARZÁN EL INDÓMITO” y estaba escrito por Edgar Rice Burroughs. La editorial, Gustavo Gili. Lo compré, pues Tarzán no me era extraño. Lo había visto en las películas que emitía la televisión los sábados por la tarde y en los programas dobles de cine para la chiquillería. También por algún tebeo de Novaro. Mi primera impresión, al leer la novela, la misma que hemos tenido todos al acercarnos a la obra original de Burroughs, es que no puedes conocer a Tarzán si no has disfrutado los libros.



El Tarzán literario superaba a Johnny Weissmuller en todos los frentes. Cuando estaba entre hombres civilizados no se limitaba a pronunciar infinitivos: era culto, dominaba media docena de lenguas, vestía como un gentleman (no en vano era un lord inglés) y ningún salón de la alta sociedad habría desdeñado sus modales. Pero cuando estaba en su ambiente predilecto, la selva, era más salvaje aún que su homónimo cinematográfico. Tarzán, dejando libre su espíritu de fiera, mataba, y lo hacía desgarrando a dentelladas el cuello de sus presas, se alimentaba de carne cruda, rugía el desafío del gorila macho en un éxtasis liberador. Además, y no menos importante para mí, sus historias tenían un alto contenido fantástico.

En “Tarzán el indómito”, por ejemplo, situado en los días de la I Guerra Mundial,  el hombre mono descubría que soldados alemanes habían arrasado su finca africana y, presumiblemente, asesinado a su compañera, Jane Porter. Enfurecido, Tarzán se une al conflicto con la única compañía de un león y libra batalla por su cuenta, provocando una carnicería en las trincheras germanas. Solo es un preludio feroz. Su deambular le conducirá a un desfiladero en el desierto y, más allá, a una extraña ciudad perdida habitada solo por locos. Una invención extraordinaria, en medio de un relato lleno de épica y narrado con una agilidad sorprendente.


Con el tiempo me haría con la serie completa de las novelas de Tarzán, formando una colección despareja, con ejemplares de hasta cuatro editoriales diferentes. Nunca he querido comprar otra edición de “Tarzán el indómito” y sigue en mis estanterías la misma que rescaté de aquel cutrichil desaparecido. Progresivamente me desprendería de la mayor parte de los objetos de mi infancia, pero esa novela aún la conservo. Cada año o cada dos vuelvo a leer alguna de las aventuras de Tarzán, y sigo disfrutándolas. No quiero adjudicarlo solo a la nostalgia. Tal vez Burroughs describiera un África inverosímil, quizá no sea un estilista sofisticado; si persigues la diversión, pocos autores te la proporcionarán de forma tan rápida y eficaz.

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by PacoMan 

En 1968 nace. Reside en Málaga desde hace más de tres lustros.
Economista y de vocación docente. En la actualidad, trabaja de Director Técnico.
Aficionado a la Ciencia Ficción desde antes de nacer. Muy de vez en cuando, sube post a su maltratado blog.

Y colabora con el blog de Grupo Li Po


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Armando BOIX (1966). Formado en artes aplicadas, ha desarrollado una carrera profesional como dibujante  técnico  y diseñador, al  tiempo que, desde 1994, empezaba a publicar sus primeros relatos y artículos en fanzines y revistas.Dirigió la revista especializada en cine fantástico Stalker y ha recibido diversos premios literarios, como el Gran Angular de novela juvenil por  El Jardín de los Autómatas  (1997),   el   Pablo  Rido   de   relatos  o   el   Gigamesh   de  ensayo.  

 Sus últimos libros publicados son  la novela  La joven a la que amaban las hadas(2012), la antología  El noveno capítulo y otros relatos (2014) y el volumen contres novelas cortas En calles oscuras (2015).



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