Imagen tomada de La Parada Poética. Foto de María Ángeles Octavio |
Sonia Chocrón
“Y yo, que soy un poco irresponsable al teclado…”
Foto de María Ángeles Octavio |
Sus primeros tres libros fueron de poesía y recibieron importantes reconocimientos. Por mucho tiempo se dedicó a los guiones de cine y televisión. Hasta que un día llegó a la narrativa, género en el que ya suma varios títulos de relatos y novela.
Milagros Socorro
Foto: María Ángeles Octavio
La escritora caraqueña Sonia Chocrón estuvo este año entre los cinco finalistas del Premio de la Crítica a la Novela, con su obra Las mujeres de Houdini (Alfaguara, 2012), que a la fecha lleva dos ediciones.
–¿Por qué ha establecido usted como referencia de su novela la habilidad del escapismo?
–Comenzaré, no sin un poco de vergüenza, con un relato muy personal. Una de mis fantasías en mi tardía adolescencia era el sueño de escapar. Ser otra por un paréntesis de tiempo. Me ocurría cuando viajaba a diario a la Universidad Católica Andrés Bello, donde estudiaba Comunicación Social. Solía ser un viaje relativamente largo, por la distancia y por el tráfico en la autopista. Tenía tiempo para dejarme llevar por la vía y pensar en la posibilidad de seguir de largo, pasar la UCAB, y continuar hacia un periplo ignoto. Llegar a un lugar donde no conociera a nadie. Y nadie me conociera. Instalarme, vivir una vida ajena y luego regresar. Solo por el deseo de cambiar de acera por un tiempillo, asomarme a un mundo que me cambiara la identidad por un rato.
Nunca lo hice. Y la fantasía me acompañó durante años, en viajes, aviones, traslados, paisajes. Esa manía secreta caducó cuando tuve a mi hija. Y ya nunca más quise ser otra. Ni vivir una vida prestada. Después, con los años, entendí que esa tendencia a la evasión estaba a mi alrededor, en la figura del inmigrante que era mi padre. En la figura del fugitivo, que ha sido la del pueblo judío. Y de la escapista, que siempre he sido para todas las responsabilidades. Tal vez incluso, en nuestra idiosincrasia, tan habituada al chistecito como salvoconducto.
Cuando ya escribía el cuarto o quinto capítulo de la novela, me di cuenta de que era imperativo enlazar a los tres personajes femeninos, no solo por su filiación sanguínea, sino por su rasgo más contundente: la evasión. Y entonces Harry Houdini se me impuso. Lía, Elena y Sara aparecían y desaparecían de sus vidas y de la propia historia a discreción, como si hubieran sido las mujeres de Houdini.
–Uno de sus personajes escora en el ladino, ya al final de su vida cuando los recuerdos se difuminan. Para sorpresa y fascinación del lector, escribe usted los parlamentos en esa vieja lengua. ¿Qué fue a hacer una escritora venezolana en el ladino?
–Esta venezolana que soy fue a dar un paseo por uno de sus escondites predilectos: el español. Fue a regodearse en la lengua, pero en su estado casi original. Mi padre era un judío andaluz, obviamente de origen sefardí. Y aunque no hablaba ladino, sí pergeñaba algunas expresiones en haketía, que es la versión mutante (marroquí) del ladino original, el idioma de los judíos ibéricos al momento de la expulsión en 1492.
Ya en Toledana (1992), mi primer poemario, comenzaba a sumergirme en los vericuetos de una lengua medieval, llena de arcaísmos y musicalidad. Pero era castellano puro. Luego vinieron lecturas, Ladino, djudeoespanyol, djudezmo. Y las variantes geográficas como el haketía. En otras palabras: el español medieval, con cierto aporte hebreo y árabe, casi intacto. Entrar en contacto con esa revelación, fue por fin, mudarme a otro mundo. Y escuchar mis orígenes.
Descubrí pequeños y maravillosos detalles, como por ejemplo que las zetas no existían sino que eran sustituidas por la X, y pronunciadas como sh; que las jotas se pronunciaban como ye, que las palabras tenían sentido apegadas a su significado; que esa lengua tenía una gracia para nombrar que me hacía falta. Que me completaba. Y en fin, que es una muestra del idioma original, sin tachaduras ni enmiendas, distinto a aquel que ha evolucionado y mutado hasta hoy. Me pareció además, que la ancianidad de Isaac Brandao, quedaba retratada a la perfección en ese idioma añejo, lo único que la desmemoria no podía tocar.
–¿Cómo fue el proceso de escritura de su novela. ¿Qué idea modificó a lo largo de la incubación y qué destello afloró durante la escritura?
–Quería escribir una historia de madres e hijas. Luego vino la pregunta de mi fantasía no cumplida: ¿qué pasaría si uno desapareciera por una semana sin dejar rastro? Por supuesto, esta pregunta abarcaba las dos aceras: cuál es la historia de quien se ausenta. (¿A dónde ha ido, para qué?). Y cuál es la historia de quien permanece. (¿Qué se hace con el vacío? ¿Cómo se interpreta una fuga?).
Ya tenía un comienzo. Dibujé entonces una anécdota básica, pero los detalles me fueron encontrando lentamente a mí. Me explico: sabía que mis personajes femeninos iban a fugarse por breve tiempo y por distintas razones. Pero el motivo de la evasión más importante, la que desencadena toda la trama, me lo dio el profesor de natación de mi hija.
Comienzo por el principio. Cuando yo era niña, mi abuelo materno tenía un local que alquilaba a una señora mayor, de origen español, que iba siempre vestida de negro y a quien todo mundo llamaba “La Mami”. Cuando mi abuela iba de compras al local de La Mami, yo la acompañaba. Así que La Mami y yo hicimos buenas migas hasta el fin. La Mami murió muy mayor luego de una vida desafortunada (viuda desde joven, sus dos hijos fallecieron de forma trágica y prematura, razón de su luto). Pero casi veinticinco años después, esta anécdota volvió a cruzarse en mi camino, justo cuando maceraba la posibilidad de escribir una historia de largo aliento.
Para la religión judía es un deber (establecido en las leyes) enseñar a nadar a los hijos porque es una forma de salvarles la vida. Así que cuando la mía tenía cinco años decidí llevarla a una escuela de natación cerca de casa. Juan, el dueño de la academia es un nadador veterano con quien improvisé tertulias vespertinas durante más de un año mientras mi hija aprendía a flotar y a patalear en el agua. Me relató que durante su infancia, a finales de la segunda guerra mundial, empobrecidos en España hasta el hambre, una señora lo terminó de criar en Francia hasta que logró ponerlo a salvo en Suiza, con otros niños judíos huérfanos. Juan nunca dejó de agradecerle a La Mami, ya instalada en Venezuela como él, y apañada en un local de Sabana Grande.
Fue así como Lía, el personaje de Las mujeres de Houdini, tuvo un objetivo cierto durante la semana de su desaparición: salvar niños judíos en los albores del holocausto nazi. La Mami se transformó en Lía Brandao, desaparecida misteriosamente en París en 1939. Luego investigué. Es decir, leí, vi películas, hice preguntas. Historia, París, nazismo, moda, modos, clima, música… Hasta que sentí que respiraba otro aire y había escapado a otro lugar y otro tiempo. Finalmente. Y con mi mapa esbozado, me lancé al agua. Pero en el camino de cada capítulo, siempre hay ideas, palabras, eventos que surgen como un chaparrón. Y yo, que soy un poco irresponsable al teclado, al chaparrón lo dejo caer en la historia como ha llegado: sin aviso. Hasta que al final ya fue un tejido de verdades, mentiras y películas.
–Usted fue poeta y guionista antes de recalar en la narrativa. ¿Cómo fue ese trayecto?
–Fue un trayecto relativamente fácil y cómodo. Desde Toledana, el instinto de narrar ya asomaba. De hecho, Toledana es un poemario que cuenta una historia de amor contrariado en tres actos. Y el trabajo como guionista me anclaba también en el entrenamiento para desarrollar personajes y estructura dramática. Así que ya escalaba, desde que comencé a escribir, los primeros peldaños de la ficción. Sin embargo, no comenzó siendo mi deseo, sino el de mi madre. “Está bien la poesía, pero escribe historias”, me decía. “Tú siempre estás contando historias, escríbelas”.
Un día me dije por qué no. Nadie iba a salir maltrecho. No habría errores de vida o muerte. No haría una cirugía de páncreas. Solo el experimento de transformar una idea o un tema en anécdota, en cuento, en narración por escrito. El momento del salto llegó al mismo tiempo que mi embarazo. Me negaba a escribir poesía por temor a socavarme las entrañas de tanto hurgar. Pero como no sabía estar sin escribir, comencé a barruntar una historia, La señora Hyde. Y luego otra, Señas particulares. Nació mi hija y luego de un tiempo, Falsas apariencias, mi primer libro de cuentos, ya estaba listo y en las oficinas de Alfaguara. Por suerte, mi mamá pudo ver al menos ese primer libro de relatos, antes de partir.
–Usted trabajó con García Márquez. Por favor, resuma esa experiencia. ¿Tuvo que ver el inmenso narrador con su viraje hacia la narrativa?
–Sí, fui a un taller llamado “El argumento de ficción” en Cuba, en 1987, con García Márquez. Y de allí, me invitó a trabajar con él, en México. Un año entero que aún me parece mentira si no fuera por las fotos que me hice, los papeles que guardé y los inéditos que me regaló. Fundamos –junto con tres mexicanas- el Escritorio Cinematográfico Gabriel García Márquez y comenzamos a escribir argumentos y guiones para el cine y la televisión.
Nuestras oficinas quedaban en los famosos Estudios Churubusco Azteca y hasta llegamos a ser alguna vez fachada de la casa de aquel film “Querida, encogí a los niños”. Los retoños del patriarca -así nos llamábamos a nosotras mismas- escribíamos durante la mañana, y hacia el mediodía llegaba él a conversar los textos. Sin duda, fueron lecciones. Sobre todo, de vida (“cuando era pobre no podía comer de todo porque no tenía con qué, ahora que sí tengo, tampoco puedo por indicación médica”); de amor (“El amor es un talento”); de recuerdos (“En esta computadora que te voy a dar, escribí Crónica de una muerte anunciada”); de vuelo y humor (“Tengo el título de mi próxima historia: Las mujeres felices se suicidan a las seis. Aún no se de qué se trata”). Y a las 3 de la tarde nos íbamos felices, las tres mexicanas y yo, junto con Gabo, a almorzar.
Mi viraje a la narrativa también trae un poco el sello de García Márquez. Tardíamente, pero lo trae. La historia que yo había llevado a Cuba, al taller del argumento de ficción, le había gustado mucho. Se llamaba Miss Monja y aludía a los certámenes de belleza. Un día me dijo algo más o menos como: “no hagas un guión, haz un relato. Y así te evitas que le metan mano directores y productores”. Le hice caso y es mi siguiente novela, Sábanas negras. Tomé su consejo, 25 años después, justo en el momento en el que no sabía siquiera si habría una siguiente historia después de Las mujeres de Houdini.
Publicado en Papel Literario, El Nacional, el 13 de octubre de 2013
Tomado de Milagros Socorro
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