José Alberto Gutiérrez, bibliotecario colombiano, trabaja como chofer de un camión recolector en Bogotá. En diez años salvó doce mil libros.
POR PATRICIA KOLESNOCOV - pkolesnicov@clarin.com
El tipo va por la noche de Bogotá manejando un camión de basura, como siempre. Baja, con sus ayudantes, vuelcan los tachos grandes y entre todo –hay de todo– encuentra una cajita. Hya muchas cajitas, pero levanta ésta, rompe la tapa, pispea: Ana Karenina , dicen las letras, la novela de Tolstoi. El tipo toma una decisión rápida. Mete la cajita en el camión, se la lleva a su casa. Cuando la abre, hay ahí muchos libros más. Al otro día, o al siguiente, o al otro, ve más libros en la calle. “Entonces comienzo a notar que los bogotanos botaban los libros a la basura”, dice ahora, abriendo un poco los ojos. Pero no está en el camión, está en el salón para invitados especiales de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, en México. El tipo se llama José Alberto Gutiérrez y desde entonces –el año 2000– hasta ahora, calcula haber rescatado de la basura unos 12.000 libros. Con los que armó cinco bibliotecas.
Se lo ve incómodo en estos sillones, que hace un rato antes gastaron Paulo Lins, el autor de Ciudad de Dios y Jean Marie Gustave Le Clezio, Premio Nobel de Literatura, por ejemplo. Se sienta casi en la punta, sostiene apenas la Coca que le trae el mozo, la apoya en la mesita, no sabe qué cara poner para las fotos.
Es que no está acostumbrado a esto, Gutiérrez. A los aplausos, las palmadas, las entrevistas. A que le pregunten tanto por él, de dónde salió esta locura que terminó con el primer piso de su casa –donde Luz Mery, su mujer, tenía el tallercito de costura y la venta de cierres, botones, encajes para una sábana dominguera– convertido en biblioteca abierta al barrio.
“Como no hubo quién me vendiera ese cuento del estudio y no crecí en un ambiente así como de mucho estudioso, entonces fue cuando decidí seguir trabajando”, dice Gutiérrez. Bajito, lo dice, con suave tono colombiano. Y puede ser romántico pensar que la fuerza de las palabras –así se llama su biblioteca, “La fuerza de las palabras”– puso los libros de manera mágica delante de este bogotano del barrio de Nueva Gloria con sólo tercer grado de primaria terminado, niño albañil, adulto chofer de camión de basura.
Pero las cosas no surgen de la nada: “Mi madre me leía, nos acostaba leyendo. No eran muchos los libritos que tenía, eran como unas cartillas de estudio donde había historias de fábulas... Y todos estos cuenticos me enriquecieron lo que hoy hago”.
¿Y de adolescente? En Bogotá había muchos libreros callejeros. Entonces empecé a comprar libritos que conseguía. Inlcuso sentía más pasión por el libro que por su contenido. A los trece, más o menos, compré La Odisea , de Homero. Y quedé enamorado de la mitología.
Albañil con biblioteca, cuando se casó, Gutiérrez puso sus libros en el taller de su mujer. Venían los clientes y entre una sisa y un dobladillo, veían los títulos. “Y ya vienen a visitar a mi esposa y decirle por qué no me presta un libro para la solución de las tareas de mis hijos. Ya mi hija tiene diez años y empieza a ser tutora ayudando a resolver los problemas,. Ya va creciendo nuestro proyecto...” Las cosas estaban dadas, entonces, para el día de la cajita. “Ahí ocurre la sorpresa más extraordinaria de mi vida”, dice Gutiérrez.
Vienen con la basura, deben estar sucios los libros...
No, no, no. Seguramente las personas, cuando las mesitas de noche ya están llenas y tienen que hacer algo con eso, buscan una caja especial y ahí botan encendedores, radiecitas viejas... lo mismo pasa con los libros.
Entonces sí: año 2000, los libros que brotan de los tachos, Gutiérrez y su mujer deciden abrir una biblioteca. “Iniciamos en la salita más grande, conseguimos estantes y mesitas, los vecinos venían a leer y también se llevaban libros prestados. Armamos un catálogo para saber a quién le prestábamos. Y ya la gente comienza a donarme libros, me llegan más libros... lo primero que desaparece es el taller de mi señora. Y luego el lugar de venta, porque me regalaron unos computadores y se transformó en el salón virtual”.
Con los libros en los estantes, llegaron los círculos de lectura, los talleres, los títeres, la danza. “Y nos dimos cuenta de que si era una necesidad del barrio, lo era también de todo Bogotá” Otras tres bibliotecas se instalaron en Sumapaz, una localidad rural, al sur del casco urbano de Bogotá. “Una de ellas está en casa de una familia campesina, la maneja una niña de 12 años”. Y una cuarta biblioteca abrió en Ciudad Londres, un barrio al que el agua corriente llegó el año pasado. “Y tenemos libros para tres más”, sonríe Gutiérrez.
¿Recibe ayuda oficial? No, acá no hay subsidios. Conocen mi proyecto, pero no ha habido acercamiento con nadie, son como apáticos a colaborar.
No hay subsidios, nada, y Gutiérrez sigue manejando su camión , a la pesca del tesoro de cada noche. Mientras tanto, ahí están sus “salitas”. Y a la entrada, esa frase en la que Borges dice que se imagina el paraíso como una biblioteca.
Para usted también el paraíso es la biblioteca Sí, pero yo la tengo ahí.
Tomado de la Revista Ñ
Es una historia preciosa, un acto de generosidad hacia todos los seres humanoos.
ResponderEliminarGracias por dejar tu comentario Blanca y por visitar el blog. Bienvenida eres en este espacio.Esperamos que te vuelvas asidua visitante.
ResponderEliminarEjemplo para todos. Alma hermosa.
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