PRÓLOGO
Creo que no existe
un periodo histórico en el que la ciencia resulte estéticamente más atractiva
que la época victoriana, como se conoce a los 64 años que duró el reinado de la
Reina Victoria, el más largo de Gran Bretaña. En esa época la ciencia
experimentó un avance espectacular, sembrando el mundo de maravillas: se
inventó el ferrocarril, por ejemplo, que aparte de abaratar los costes de
transporte, transformó la vida cotidiana cambiando la percepción de las
distancias; se inventó el gramófono, la máquina de escribir, el teléfono, el
neumático de goma, los pantalones vaqueros y hasta un jarabe de hojas de coca y
semillas de cola que con el correr de los años sería considerado la chispa de
la vida. Científicos como Hertz generaron las primeras ondas de radio, Edison
concibió la bombilla eléctrica, Morley demostró la inexistencia del éter, el
primer tranvía recorrió las calles de Berlín, y esa marejada incesante de
inventos contribuyó a cambiar la visión que el ciudadano tenía del mundo, un
mundo que, por otro lado, los exploradores se ocupaban de perfilar cada vez con
mayor nitidez gracias a sus heroicas expediciones. Como consecuencia, el hombre
del siglo XIX fue asaltado por una fe en la ciencia que le llevó a pensar que
ésta era capaz de conseguir lo imposible, que incluso su imaginación palidecía
ante los logros que los inventores lograban a diario. No es extraño, por tanto,
que los científicos se convirtieran en los nuevos sacerdotes de la sociedad,
algunos de los cuales, como por ejemplo Charles Darwin, con su teoría de la
evolución, trastocaron las creencias más arraigadas del hombre a la par que asentaron las bases del mundo moderno. La
ciencia se empeñaba en mostrar un mundo, en fin, medible y sólido, un mundo que
podía tocarse. Y durante un tiempo lo consiguió, hasta que la teoría de la
relatividad de Einstein dio al traste con ello, demostrando que aquello no era
más que una ilusión. Pero eso es otra historia.
La que nos ocupa
sucedía unos años antes, auspiciada por la máquina de vapor, el invento que, al
descollar por encima de cualquier otra innovación de la época, se convirtió en
el símbolo de la nueva era, indiscutible emblema de aquellos tiempos de cambios
y, en definitiva, el responsable de su peculiar estética. Aquel artilugio casi
mágico, principal causante de la revolución industrial –redobló la producción
de las fábricas, se impuso como fuerza motriz para la maquinaria agrícola y, a
la larga, condenó al hombre a trabajar ensamblado a un engendro mecánico que
resoplaba como una bestia mítica-, inauguró la época dorada del acero y el
vapor, cuyo espíritu quedó encarnado en La torre Eiffel, el Titanic y otros
frutos de aquel progreso milagroso, como los que atestaron durante la Gran
Exposición Universal de 1851 el Crystal Palace, aquella enorme ballena de
cristal construida fundamentalmente para que el Imperio Británico exhibiera
ante el mundo su potencial industrial.
Pero aquella
interminable floración de inventos, que movió al director de la oficina de
patentes de Nueva York a cancelarla, arguyendo que ya se había inventado todo
lo que se podía inventar, no sólo afectó al tejido social aumentando la
productividad de las fábricas e inventando de paso una nueva pobreza, surgida
como una excrescencia de talleres, una pobreza masificada y peligrosa que
enseguida glorificaron escritores como Dickens. Aquella ciencia pujante también
influyó en las disciplinas artísticas, como por ejemplo en la literatura,
inaugurando un nuevo género que con el correr de los años se conocería como
ciencia ficción. El pistoletazo de salida lo dieron los “viajes
extraordinarios” del francés Julio Verne y las primeras obras del británico H.G. Wells, a los que no tardaron en salirle los inevitables epígonos, ansiosos
pergeñadotes de novelas de escasa calidad literaria que narraban aventuras más
o menos descabelladas en las que jugaban un papel estelar los descubrimientos
científicos y los artilugios descacharrantes. La exaltación a la ciencia, como
puede verse, lo impregnaba todo.
Pero habíamos
comenzado hablando de la estética. ¿Qué aspecto tenían aquellas máquinas e
inventos? Gracias a las fotografías antiguas, o a las recreaciones del cine,
todos hemos podido ver esas majestuosas máquinas de aspecto complicado,
rebosantes de engranajes, bielas, remaches de acero y tuberías cromadas con
medidores de presión, siempre movidas por el omnipresente y poderoso motor a
vapor, que en aquella época creía que conquistaría el mundo. Hoy, rodeados de
automóviles, aviones, ordenadores, módems, satélites y cohetes espaciales,
sabemos que la máquina de vapor pereció en la selección natural, sin tener
tiempo de dibujar el futuro a su imagen y semejanza. Pero, ¿y si hoy viviésemos
en un mundo donde los robots, las máquinas voladoras y las armas funcionaran a
vapor? ¿Y si viviésemos en ese abigarrado futuro que retrataron los
ilustradores de la época victoriana?
Nadie puede negar
que aquel futuro resultaba tan entrañable como visualmente hermoso. No en vano
ha generado toda una corriente artística, el steampunk, a la que este libro
pretende rendir homenaje. Se trata de un subgénero larvado dentro de la ciencia
ficción que salió a la luz en los años ochenta, consistente en historias que
muestran un futuro alternativo presidido por esa extinta ciencia a vapor. Dicha
estética se puede encontrar en libros como Las
puertas de Anubis, de Tim Powers, o Homónculo
de James P. Blaylock, y en películas como Wild
Wild West, El castillo ambulante, Steamboy, La Liga de los caballeros
extraordinarios, o en la serie británica Dr. Who. También muchos videojuegos se han apoderado de su
estética, como Timeshift o Thief. Todos estos títulos demuestran
que la ficción ha encontrado un filón estético en esas máquinas adorables, cuyo
mecanismo se nos antoja incomprensible, pero cuyo funcionamiento resulta más
agradable de observar que el de nuestro ronroneante ordenador. Pero el
steampunk también ha logrado calar en la realidad. En los últimos años, la
fiebre del steampunk se ha extendido por el mundo. En España existen numeroso
grupos, comunidades, clubs y foros sobre dicha estética, también llamada
retrofuturismo, cuyos miembros establecen sus propias normas de vestuario para
no ser confundidos con los adeptos al dieselpunk o al medievalpunk, realizan
quedadas, juegos de rol o espectáculos de danza, y los más manitas incluso
rebozan en esa estética nuestros inventos e ingenios actuales, como los
ordenadores, robots o vehículos. Por último, muchos de ellos también disponen
de un rincón literario en el que dan cobijo a historias que se desarrollan en
esa fascinante realidad en la que los combustibles fósiles han sido sustituidos
por el carbón y sus gentes rinden culto al progreso mientras siguen encorsetados
en un arcaico puritanismo e incluso sueñan con un mundo lejos del que rige la
razón, como demostraba el auge del espiritismo o la proliferación de sectas
esotéricas.
Félix J. Palma |
Biografía del seleccionador:
(Sanlúcar
de Barrameda, 1968) ha sido unánimemente reconocido por la crítica como uno de
los escritores de relatos más brillantes y originales de la actualidad. Su
dedicación al género del cuento la ha reportado los más prestigiosos galardones
en dicha modalidad, como el Gabriel Aresti, Alberto Lista, Miguel de Unamuno o
el Premio Tiflos de Libro de Cuento. Su novela El mapa del tiempo, galardonada con el XL Premio
Ateneo de Sevilla 2008, supuso su consagración definitiva como narrador,
traduciéndose a más de 25 países, entre ellos Estados Unidos, Australia, Reino
Unido, Japón, Alemania, Brasil, Dinamarca, Holanda, Portugal, Noruega, Hungría,
Italia o Francia. La novela se enmarca en una trilogía de la que también se ha
publicado la segunda y exitosa parte, El mapa del cielo.
Steampunk: Antología retrofuturista (2012) Félix J. Palma, ed. Fábula de Albión.
ISBN : 978-84-939379-3-5
Puedes comprarla aquí
Agradecemos a nuestro amigo PacoMan por habernos facilitado este material. Pueden visitar su blog pulsando aquí
Buenas... me encanto ese collar, el del corazon mecanico con alas, quisiera saber donde comprarlo!!! Por favor!! Espero me respondan
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