sábado, 11 de mayo de 2013

Algunas palabras sobre El Castillete del pintor venezolano Armando Reverón, por Federico Vegas








Sobre la Villa Reverón, por Federico Vegas


Ensayo tomado de la novela Los Incurables (Editorial Alfa), de Federico Vegas




Armando Planchart es el amigo de Armando Reverón que lo llevó a la Clínica San Jorge, y quizás pagó por su tratamiento. Allí pasó Reverón los últimos once meses de su vida.

En los años cincuenta, Armando, junto a su esposa Anala, se planteó crear en Caracas el más exquisito ejemplo de modernidad: la Villa Planchart, diseñada por el arquitecto italiano Gio Ponti. Esta bellísima casa es un ejemplo notable de cómo un arquitecto europeo, desde una pretendida universalidad, concebía una casa en el trópico. Es un volumen esculpido y elegantemente asentado en la cima de una colina ubicada en el centro geográfico del gran valle caraqueño y mirando al norte, sur, este y oeste. Allí reina sobre la ciudad sin pertenecer a ella.


Armando Reverón


Treinta años antes, Armando Reverón y Juanita comenzaron a construir su hogar frente al mar y al borde de una quebrada. El resultado es un ejemplo fehaciente de cómo un artista caraqueño pensaba que debía vivirse en El Caribe, justo donde entonces terminaba el lugar de veraneo de los caraqueños y comenzaba la plenitud de la naturaleza.


Me divierte emprender esta quimérica comparación entre la casa de los Planchart y la de los Reverón. Es tan estimulante pensar en la pareja de Armando y Anala, y luego en la de Armando y Juanita, ambas sin hijos, ambas inseparables, ambas dadas a la creación y a la fantasía. Son dos maneras de vivir: Los Planchart en el lujo y una elegante bonanza, los Reverón en una perentoria sobriedad. Y, sin embargo, ambas parejas celebraban la vida con la misma pasión y convirtieron sus casas en dos reinos, dos referencias, dos paradigmas.

Villa Planchart


Antes de pasar a otras coincidencias, voy a dejar atrás el calificativo de “villa” y usar los nombres que los dueños le dieron a sus casas, títulos que las hacen aún más compatibles: “El Cerrito” y “El Castillete”.




Graziano Gasparini fue el arquitecto encargado de traducir y supervisar los planos que enviaba Gio Ponti desde Italia para construir El Cerrito. En una de las visitas de Ponti a Caracas, Planchart y Gasparini lo llevan a conocer a Reverón. Ponti se emociona con la casa y taller del artista y le pide a Graziano que haga un plano del lugar. Este levantamiento, única planta que conozco de El Castillete, más las fotos del mismo Graziano, son publicadas en Domus (la revista milanesa de arquitectura y diseño que dirigía Ponti) en julio de 1954, dos meses antes de la muerte de Reverón. El reportaje de siete páginas fue titulado: Los sueños, sueños son. Por primera vez El Castillete fue considerado como una obra con valores universales, digna de ser reseñada en una publicación que exploraba la vanguardia internacional.

En la Biblia, el Edén viene a ser la geografía, un inmenso parque, mientras el Paraíso es un rectángulo ubicado en algún lugar de esa región, del cual eres expulsado y jamás podrás volver, a menos que quieras enfrentarte a un ángel con una espada en llamas. El Castillete fue un jardín construido dentro un Edén entre la montaña y el mar. Sólo existe algo igual en nuestros más remotos orígenes, los que lindan con nuestra propia mitología salvaje y su legado de felicidad, tragedia y desnudez. Me estoy refiriendo a la desconocida Biblia del Caribe.

La cueva. 1920

Los alrededores de El Castillete han sido destruidos mediante una masacre legislada con alevosía. Toda esa costa es hoy un ejemplo de estupidez, de oportunidades destruidas, extraviadas. Ya lo advertía Proust: “No hay paraíso hasta que se ha perdido”, y también Octavio Paz: “Los expulsados del paraíso están condenados a inventarlo”.
Me ha tomado mucho tiempo entender por qué me atrae tanto el cuadrado perfecto de la planta de El Castillete. Todas las civilizaciones han participado en la búsqueda de un paraíso perdido, y eso intentó Reverón: crear una naturaleza sagrada en medio de ese Edén que una vez fue el litoral central.

Armando Reveron , Juanita y Margot Benacerraf durante de la filmación del documental Reverón

En cuanto a El Castillete, todos sabemos que se lo llevó el deslave. Quizás es lo mejor que ha podido pasar. Ahora será imposible tanto abandonarlo como usurparlo; se acabaron las visitas y por fin tendrá un verdadero descanso. En su ensayo La gruta de los objetos, Pérez Oramas escribe: “Se cumplía acaso, en el más cruel de los modos, el destino diluviano de las grutas”. Y se consumaba también lo que el mismo Pérez Oramas propone como una de las búsquedas de Reverón: “La ruina sublime”.

En un lugar semejante se dio la primera relación entre Dios, el hombre, la mujer, la culebra y los frutos de la naturaleza. Fue un conflicto en el que participaron las verdades y las mentiras, las seducciones y las promesas, y, sobre todo, los efímeros premios y los inevitables castigos que han conducido nuestra altiva y errática relación con la creación. Desde entonces, unos asumen a la naturaleza como algo profano y peligroso, otros como un lugar sagrado y propicio para el encuentro con Dios y sus reglas inexplicables. Reverón creó ese cercado, sembró esos árboles e inició la búsqueda de un nuevo encuentro con lo trascendental. Al final terminó consumido por su propia conquista.


 


En El Castillete Armando vivía como un pequeño Dios junto a sus creaciones: un teléfono con el que puedes llamar a quien quieras y a nadie; un violín y un piano que sirven para escuchar el silencio; un cáliz que no puedes llenar de vino, pero tampoco vaciarlo; un espejo en el que ves lo que quieras menos a ti mismo; una escalera que asciende sin subir; muñecas que mientras más reposan más profanas se tornan. Los verdaderos símbolos son extraordinarias promesas que nunca llegan a cumplirse.

Puede que El Paraíso haya sido un círculo y no un rectángulo. Leo en un diccionario de símbolos que la ciudad tiende a ser representada como un cuadrado estable, pues suele ser la cristalización de un ciclo. En cambio los campamentos provisionales son circulares, una imagen más propicia al movimiento y a los comienzos. ¿Dónde queda el Paraíso Terrenal en esta oposición entre lo sedentario y lo nómada?

Desnudo Acostado. 1947
 
Pienso que Dios habría previsto su provisionalidad, pues impuso una normativa tan tentadora como difícil de cumplir. El diccionario que consulto propone que El Paraíso es una construcción circular y vegetal, mientras que la Jerusalén celestial, como culminación de un largo proceso, es cuadrada y mineral.
 
Partiendo de esta reflexión sobre una imagen rectangular, le pregunté a Graziano Gasparini si El Castillete no le recordaba el castrum romano, esas fortalezas trazadas como un damero cuadrado en medio de un territorio recién conquistado, donde se asentaba un campamento militar del que luego solía nacer una ciudad. Graziano lo relacionó más bien con la planta de las bastidas francesas, unas poblaciones amuralladas y también rectangulares que solían tener un torreón en la esquina, tal como en El Castillete, y el palacio del señor feudal en el centro, que vendría a ser el taller de creación en la versión de Reverón.

Armando Reverón. Foto de Ricardo Razetti

La conclusión de estas divagaciones es que El Castillete no se trata de un simple rancho. Existe en su gesta el esbozo de una pequeña urbe en la que participan los dormitorios de los dueños, el bar de las muñecas, y también la residencia del papagayo, del mono, de las palomas y hasta la de un puercoespín.

Otro tema que conversamos es la relación de El Castillete con la vivienda Caribe, una unidad concebida para vivir más afuera que adentro, donde los espacios cerrados y techados son sólo depósitos para guardar cosas, guarecerse de la lluvia y dormir, mientras la mayor parte del tiempo se está bajo los árboles. Allí se come, se juega, se conversa, se pinta.

Lo cierto es que la casa de Reverón ha sido una de las experiencia arquitectónicas más autóctonas que se ha dado en todo el litoral central. Y nació al lado de Macuto, donde desde finales del siglo XIX se estaban realizando viviendas tan eclécticas como foráneas, incluyendo modelos prefabricados que venían de Europa. Frente a todo aquel despliegue, Reverón construye un conjunto absolutamente caribeño.



Existen otras opiniones, pero también describen una experiencia compleja y sofisticada. Enrique Planchart considera a El Castillete una “mezcla de rancho criollo, choza tahitiana y construcción incaica”, “inextricable fusión de lo lógico y lo ilógico”.

Otros argumentos que nos alejan de la manera despectiva en que se califica a El Castillete de “rancho” –un tipo de construcción que suele asociarse a la miseria y la improvisación–, los encontramos en la breve autobiografía que dictó el propio Armando Reverón. La mayor parte de este texto la ocupan sus Notas sobre la construcción del inmueble, una descripción minuciosa de un proceso que comienza con “Dibujo y planos de la planta y fachadas principal y laterales”, y se extiende a la compra de maderas de Carenero, cemento, piedras, rieles, cabillas, alambres, tornillos y tuercas. Igual de detallada es la lista de las herramientas empleadas. En esta extensa enumeración de materiales e instrumentos se siente que el artista está enalteciendo una etapa muy feliz de su vida.

Cuando leí la lista del personal que contrató para la obra: “Ingeniero, Mr. Keller, albañiles, carpinteros, herreros, peones”. Creí que existía un ingeniero de apellido Keller, pero Graziano me señala que son dos personajes distintos, de manera que había un ingeniero y un constructor, presumiblemente alemán.


En los recuerdos de Armando tiene gran importancia la fiesta para la colocación de la primera piedra. Un domingo en la mañana invita a los amigos y vecinos, al constructor Mr. Keller y sus obreros. Después de realizar los “hoyos de un metro de profundidad para situar las columnas rústicas de araguaney y vera”, y luego de “clavarlas en tierra y fijarlas con cemento y piedras”, se da un gran almuerzo a las tres de la tarde. Armando enumera los platos con la misma profusión que los materiales. Luego, va a convocar a sus amigos y obreros a “otras fiestas los domingos siguientes”, para celebrar la “fijación de lumbres, marcos de caja, viguetas, cumbreras, tirantes, soleras, encañado, petrolizado, trojas, andamios, construcción de la muralla exterior, pretiles del caney…”. Cada jornada dominguera es seguida de otro “gran almuerzo a las tres de la tarde y, en la noche, fuegos artificiales y música, terminando con un paseo de luna”.

Estas descripciones exhaustivas se llevan casi una quinta parte del resumen de su vida. ¿Se trata del simple placer de recordar o quiere insistir en la importancia de su rancho, castillo y pequeña ciudad como epicentro vital de su obra?


Aparte de esa única planta que dibujó Graziano, existen abundantes testimonios y fotografías. En 1979 Boulton describe el taller del pintor en el medio del cuadrado amurallado. Ignoro por qué escribe en pretérito, si a finales de los setenta El Castillete aún estaba en buenas condiciones. Quizás no lo consideraba como una arquitectura, sino como la escenografía de una función que había sido clausurada:

 El centro del terreno lo ocupaba un espacioso y alto caney cubierto de palmas. Las paredes eran de estacadas de caña y grandes cortinas de cañamazo que servían para tamizar la luz. El piso era de tierra pisada y muy limpio. Sobre las vigas y horcones que sostenían el techo había un cielo raso de mecates y cabuyas cruzados donde guindaban los lienzos. También pendía un trapecio para ejercicios físicos que divertía mucho a los visitantes. Colgaban de las vigas pedazos de tul y la luz penetraba por las rendijas de lo que el llamaba la enramada. De un lado estaba la tarima en que las modelos posaban recostadas en cojines multicolores y rellenos de hojas secas. La luz entraba entre el techo de los tabiques por un boquete circular recubierto con la malla de un chinchorro de pescador. Sobre aquella tarima Reverón preparaba el escenario donde iban a reposar las figuras. Cortaba ramas de onoto, hojas de palma y de lechosas que situaba alrededor para que sirvieran de referencia cromática.





El espacio que más me interesa de El Castillete es un sótano que Mary de Pérez Matos describe en sus memorias:

Una trampa inesperada se abre, y ante los ojos asombrados del visitante aparece la escalera que da acceso a lo que Reverón llama ‘la cava’. Está en el cauce de una quebrada, con todas sus piedras y su encanto húmedo. En el oscuro recinto, más propicio para una cueva de malhechores que para los fines estéticos y domésticos que le asigna Reverón, nos sorprende otro descubrimiento: una nevera natural hecha de piedra y empotrada en el muro, ideada por nuestro guía, cuyo cerebro es un depósito de trucos maravillosos. Casi nadie sospecha que debajo del estudio se encuentra un sitio tan grato donde se puede filosofar y beber tranquilamente.

En el libro de Robert Graves La comida de los centauros, encuentro un ensayo que ofrece interesantes antecedentes a esa gruta de placer y recuperación: Lavados de cerebro en la antigüedad.

Vista aérea de la Villa Planchart

Graves comienza comparando la consulta a los oráculos de los griegos con nuestras visitas al analista, y nos advierte que la escuela de medicina hipocrática desaprobaba las prácticas de esos “psiquiatras sacerdotales” tanto como algunos neurólogos contemporáneos desconfían hoy de ciertos “teóricos psicosomáticos”. Otras prácticas griegas para las “enfermedades nerviosas”, escribe Graves, eran los bailes rituales, las hierbas y hongos alucinógenos y, para algunos casos extremos, recetas como el oráculo en la cueva de Trofonio, un hijo de Apolo que intentó abrir su propio camino hasta el infierno.

Aspecto de El castillete antes del deslave de Vargas en 1999


Pausanias describe “la cueva de Trofonio” como una grieta en la tierra; no una hendidura natural, sino un cuidadoso trabajo de mampostería con “forma de olla para cocer pan”. La sensación de estar allí era pavorosa, pues el cuerpo “es inmediatamente arrastrado hacia abajo y entra disparado, como un hombre que es atrapado por el remolino de un río poderoso”. Al salir de la grieta, los sacerdotes colocaban al sujeto en la “silla de la memoria” y le hacían preguntas de todo lo que había visto y oído. Luego lo llevaban a descansar en la “Casa de la Buena Fortuna y el Buen Demonio”.


Plutarco nos describe la experiencia auditiva que tuvo un tal Timarco en esa misma cueva: “le llegan desde el fondo miles de aullidos y bramidos de bestia, gritos de niños, gemidos de hombres y mujeres, pero de manera tenue, como si se tratara de algo muy distante que subía por un vasto hueco”. “…Poco después una cosa invisible le habló de esta manera: ‘Timarco, ¿qué deseas entender?’, y él respondió: ‘Todo; pues, ¿qué puede haber que no sea maravilloso y sorprendente?’”.



No intento demostrar que Reverón construyó un oráculo de Trofonio en los cimientos de El Castillete, pero si quisiera asomarme a sus endógenas conexiones con algunos sacramentos ancestrales. Ese refugiarse en lo profundo de la tierra para filosofar, beber, buscar frescura, o serenidad ante el miedo, o para amortiguar la cólera, es sin duda un recurso tan primigenio como radical. Reverón lo logra “articular” a su vivienda. Me refiero con este verbo a “organizar diversos elementos para lograr un conjunto coherente y eficaz”.

Antonin Artaud nos explica en una de sus últimas cartas qué era lo que intentaba buscar en sus propios oráculos: “Se trata de ver tanto en el pasado como en el futuro, pues ese ‘algo’ viene de un pasado extremadamente lejano pero creo que su futuro será próximo”.


¿Qué puede ser ese “algo” que se encuentra antes y después? En esas mismas líneas Artaud describe su gozo cuando “por fin habla aquello que he llamado”. Esta aparición de una respuesta nos sugiere que se trata de una voz que siempre ha estado presente, aguardando el encuentro del llamado con lo llamado.

Esa urgente sensación de futuro que parte de un pasado extremadamente lejano se va a comprender y plasmar gracias a la generación que sigue a Reverón. La irrupción de Jesús Soto, Alejandro Otero y Carlos Cruz Diez fue descollante y universal, pero ciertamente se origina en nuestras más genuinas grietas, en los recónditos trofonios donde sólo Reverón se atrevió a entrar.




Una vez escuché a Soto hablar de esféricos aguaceros fundiéndose con el Orinoco que contempló en su niñez. Sus imágenes parecen provenir de un trofonio abierto hacia los cielos de sus ríos y destinado a perpetuarse en sus abstracciones. El mérito de Armando no ha sido sólo lograr esa unión con nuestras circunstancias, sino además augurar una conexión con el porvenir de tres jóvenes que despertarían llenos de fortaleza donde él había empezado a consumirse, a comprobar, como escribe Juan Calzadilla, “que vivir no es más que una forma de retornar a la tierra”.


Tomado de Prodavinci





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