jueves, 9 de mayo de 2013

Gatos, muñecos y fantasmas. Recordando al escritor venezolano Julio Garmendia y su encuentro con Juan Rulfo








Juan Carlos Chirinos


25 SEP 2004
 



"HUBO UN tiempo en que los héroes de las historias éramos todos perfectos y felices al extremo de ser completamente inverosímiles": da inicio así El cuento ficticio, que Julio Garmendia (El Tocuyo, Lara, 9 de enero de 1898 - Caracas, 8 de julio de 1977) incluyó en La tienda de muñecos (1927), una de las primeras colecciones de cuentos fantásticos de Latinoamérica, y que lo ubica entre los grandes de su estirpe: Jorge Luis Borges, Juan Rulfo y Felisberto Hernández. En tan sólo siete relatos, el escritor y diplomático barquisimetano creó un universo hasta ese momento desconocido. Alejado de la estética del Realismo documental y crítico, tan de moda entonces -hay que recordar que Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos, apareció en 1929-, y ajeno a los experimentos de James Joyce y Virginia Woolf, la obra garmendiana se construyó bajo la concepción de que la ficción y sólo la ficción es el objeto de las búsquedas del escritor: "Se me atribuyen todas las dotes, virtudes y eminentes calidades, además de mi carácter ya probado en los ficticios contratiempos. Y, en fin, de mí se dice: merece el bien de la ficción, lo que no es menos ilustre que otros méritos...". Se trata de un purista que logró untar a las palabras con la esencia de las cosas. No en balde aún hoy los escritores venezolanos consideran este cuento el ars narrativa por excelencia, el manifiesto literario que se contrapone a la prosa del Realismo y sus preocupaciones sociales. Sin embargo, en el relato que da título al libro, ironiza en torno a las jerarquías: en una desquiciada tienda de muñecos, un fantástico orden social separa a conciencia soldados de curas, bomberos de enfermeras, abogados de artistas.

Domingo Miliani

La vida de este singular narrador no está, por cierto, demasiado alejada de la atmósfera mágica que rodea su obra. Contaba el crítico Domingo Miliani que cuando Juan Rulfo visitó Caracas recurrió a él para que lo liberara de los compromisos oficiales. Entonces Miliani lo llevó a la librería El Gusano de Luz, donde encontraron a Garmendia, que se preparaba para regresar al pequeño hotel del centro donde vivía.

Juan Rulfo

-Venga, don Julio, le quiero presentar a un amigo-, interrumpió Miliani. Y Garmendia, que no era dado a la cosa social, se mostró reticente. -Es sólo un momento-, insistió el crítico.


Garmendia se acercó dubitativo. Y cuando los dos escritores estrecharon sus manos, bajaron a Comala entrando por la tienda de los muñecos. Esa noche Garmendia y Rulfo bebieron mucho whisky y conversaron con fruición de Selma Lagerlöff. Garmendia lo llamaba Don Juan; y Rulfo, Don Julio. Y como la vida duplica la literatura, en otro de sus textos, El alma, ocurre un encuentro amistoso semejante. El Diablo se acerca a la ventana de un Fausto contemporáneo y escéptico con intención de comprar su alma. Pero el protagonista, amigable, le confiesa que no sabe si tiene una y no querría por nada del mundo engañarlo. El Maligno, en el mismo tono cariñoso, ofrece estrangularlo momentáneamente para asegurarse de que la posee. De regreso de la muerte, el nuevo Fausto se ha descubierto desalmado; pero igual trata de engañarlo inventando una fabulosa historia con la que demuestra que la suya es un alma apreciada en el Cielo. A cambio de ella, pues, le exige el don de mentir sin pestañear. El Diablo se ha adelantado a los deseos de su cliente: ya le ha otorgado dicho don. Y todos tan tranquilos.



La manera como Julio Garmendia vivió los acontecimientos pudo haber sido tema para su imaginación. Por ejemplo, al comenzar la Segunda Guerra Mundial trabajaba en Dinamarca y, mientras miles huían del Tercer Reich, a Garmendia, que no gustaba de las aglomeraciones, no se le ocurrió otra idea sino embarcarse en el único tren que iba casi vacío. Su destino: Berlín. Hasta tal punto llegaba su poca capacidad de adaptación a la sociedad. Sus cuentos, es evidente, perfilan personajes aislados, ajenos del mundo, parecidos a él. Y como si estuviera pidiendo comprensión para su comportamiento, leemos en El librero y en La realidad circundante:


"...hay que ser caritativos con los pobres seres que arrastran en las páginas de los libros una existencia desolada", porque "les falta el resorte de adaptación a la realidad circundante". Esa vida inadaptada, y algo desolada, fue el terreno propicio para que nos legara su muy breve y luminosa prosa (La tuna de oro, de 1951, es su segundo y último libro donde, entre otros personajes, una manzana criolla llora la llegada de manzanas más rojas que ella, y una niña tiene un sapo por mascota); incluso se dice que, cuando murió, dos gatos negros montaron obstinada guardia al lado de su ataúd hasta que fue enterrado. Es que a los seres fantásticos los vienen a buscar sus congéneres. Como el hada verde a Poe. Como los cronopios a Cortázar.



Juan Carlos Chirinos (Valera, Venezuela, 1967) es autor del libro de relatos Homero haciendo zapping y de la novela El niño malo cuenta hasta cien y se retira.



Tomado de El país


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A continuación podran leer el cuento El difunto Yo, despues podran escuchar el relato No oyes ladrar a los perros narrado por Juna Rulfo.

 


El difunto yo

Julio Garmendia


Examiné apresuradamente la extraña situación en que me hallaba. Debía, sin perder un segundo, ponerme en persecución de mi alter ego. Ya que circunstancias desconocidas lo habían separado de mi personalidad, convenía darle alcance antes de que pudiera alejarse mucho. Era necesario, mejor dicho, urgente, muy urgente, tomar medidas que le impidieran, si lo intentaba, dirigirse en secreto hacia algún país extranjero, llevado por el ansia de lo desconocido y la sed de aventuras. Bien sabía yo, su íntimo -iba a decir "inseparable"-, su íntimo amigo y compañero, que tales sentimientos venían aguijoneándole desde tiempo atrás, hasta el extremo de perturbarle el sentido crítico y la sana razón que debe exhibir un alter ego en todos sus actos, así públicos como privados. Tenía, pues, bastante motivo para preocuparme de su repentina desaparición. Sin duda acababa él de dar pruebas de una reserva sin limites, de inconmensurable discreción y de consumada pericia en el arte de la astucia y el disimulo. Nada dejó traslucir de los planes que maestramente preparaba en el fondo de su silencio. Mi alter ego, en efecto, hacía varios días que permanecía silencioso; pero en vista de que entre nosotros no mediaban desavenencias profundas, atribuí su conducta al fastidio, al cual fue siempre muy propenso, aún en sus mejores tiempos, y me limité a suponer que me consideraba desprovisto de la amenidad que tanto le agradaba. Ahora me sorprendía con un hecho incuestionable: había escapado, sin que yo supiera cómo ni cuándo.

Lo busqué en seguida en el aposento donde se me había revelado su brusca ausencia. Lo busqué detrás de las puertas, debajo de las mesas, dentro del armario. Tampoco apareció en las demás habitaciones de la casa. Notando, sorprendida, mis idas y venidas, me preguntó mi mujer qué cosa había perdido.

-Puedes estar segura de que no es el cerebro -le dije. Y añadí hipócritamente:

-He perdido el sombrero.

-Hace poco saliste, y lo llevabas. ¿No me dijiste que ibas a no sé qué periódico a poner un anuncio que querías publicar? No sé cómo has vuelto tan pronto.

Lo que decía mi mujer era muy singular. ¿Adónde, pues, se había dirigido mi alter ego? Dominado por la inquietud, me eché a la calle en su busca o seguimiento. A poco noté -o creí notar- que algunos transeúntes me miraban con fijeza, cuchicheaban, sonreían o guiñaban el ojo. Esto me hizo apresurar el paso y casi correr; pero a poco andar me salió al encuentro un policía, que, echándome mano con precaución, como si fuera yo algún sujeto peligroso o difícil de prender, me anunció que estaba arrestado. Viéndome fuertemente asido, no me cupo de ello la menor duda. De nada sirvieron mis protestas ni las de muchos circunstantes. Fui conducido al cuartel de policía, donde se me acusó de pendenciero, escandaloso y borracho, y, además, de valerme de miserables y cobardes subterfugios, habilidades, mañas y mixtificaciones para no pagar ciertas deudas de café, de vehículos de carrera, de menudas compras ¡Lo juro por mi honor! Nada sabía yo de aquellas deudas, ni nunca había oído hablar de ellas, ni siquiera conocía las personas o los sitios -¡Y qué sitios!- en donde se me acusaba de haber escandalizado. No pude menos, sin embargo, de resignarme a balbucir excusas, explicaciones: me faltó valor para confesar la vergonzosa fuga de mi alter ego, que era sin duda el verdadero culpable y autor de tales supercherías, y pedir su detención. Humillado, prometí enmendarme. Fui puesto en libertad, y alarmado, no ya tanto por la desaparición de mi alter ego como por las deshonrosas complicaciones que su conducta comenzaba a hacer recaer sobre mí, me dirigí rápidamente a la oficina del periódico de mayor circulación que había en la localidad con la intención de insertar en seguida un anuncio advirtiendo que, en adelante, no reconocería más deudas que las que yo mismo hubiera contraído. El empleado del periódico, que pareció reconocerme en el acto, sonrió de una manera que juzgué equívoca y sin esperar que yo pronunciara una palabra, me entregó una pequeña prueba de imprenta, aun olorosa a tinta fresca, y el original de ella, el cual estaba escrito como de mi puño y letra. Lo que peor es, el texto del anuncio, autorizado por una firma que era la mía misma, decía justamente aquello que yo tenía en mientes decir. Pero tampoco quise descubrir la nueva superchería de mi alter ego -¿de quién otro podía ser?- y como aquel era, palabra por palabra, el anuncio que yo quería, pagué su inserción durante un mes consecutivo. Decía así el anuncio en cuestión:


"Participo a mis amigos y relacionados de dentro y fuera de esta ciudad que no reconozco deudas que haya contraído "otro" que no sea "yo". Hago esta advertencia para evitar inconvenientes y mixtificaciones desagradables.

Andrés Erre."

Volví a casa después de sufrir durante el resto del día que las personas conocidas me dijeran a cada paso, dándome palmaditas en el hombro:

-Te vi por allá arriba...

O bien:

-Te vi por allá abajo...

Mi mujer, que cosía tranquilamente, al verme llegar detuvo la rueda de la máquina de coser y exclamó:

-¡Qué pálido estás!

-Me siento enfermo -le dije.

-Trastorno digestivo -diagnosticó-. Te prepararé un purgante y esta noche no comerás nada.

No pude reprimir un gesto de protesta. ¡Cómo! La escandalosa conducta de mi alter ego me exponía a crueles privaciones alimenticias, pues yo debería purgar sus culpas, de acuerdo con la lógica de mi mujer. Esto desprendíase de las palabras que ella acababa de pronunciar.

Sin embargo, no quería alarmarla con el relato del extraordinario fenómeno de mi desdoblamiento. Era un alma sencilla, un alma simple. Hubiera sido presa de indescriptibles terrores y yo hubiera cobrado a sus ojos las apariencias de un ser peligrosamente diabólico. ¡Desdoblarse! ¡Dios mío! Mi pobre mujer hubiera derramado amargas lágrimas al saber que me acontecía un accidente tan extraño. Nunca más hubiera consentido en quedarse sola en las habitaciones donde apenas penetraba una luz débil. Y de noche, era casi seguro que sus aprensiones me hubieran obligado a recogerme mucho antes de la hora acostumbrada, pues ya no se acostaría despreocupadamente antes de mi vuelta, ni la sorprendería dormida en las altas horas, cuando me retardaba en la calle más de lo ordinario.

No obstante los incidentes del día, todavía conservaba yo suficiente lucidez para prever las consecuencias de una confidencia que no podía ser más que perjudicial, porque si bien las correrías de mi alter ego pudiera suceder que, al fin y al cabo, fuesen pasajeras, en cambio sería difícil, si no imposible, componer en mucho tiempo una alteración tan grave de la tranquilidad doméstica como la que produciría la noticia de mi desdoblamiento. Pero los acontecimientos tomaron un giro muy distinto e imprevisto. La defección de mi alter ego, que empezó por ser un hecho antes risible que otra cosa, acabó en una traición que no tiene igual en los anales de las peores traiciones... Este inicuo individuo...






Pero observo que la indignación -una indignación muy justificada, por lo demás- me arrastra lejos de la brevedad con que me propuse referir los hechos. Helos aquí, enteramente desnudos de todo artificio y redundancia:

Salí aquella noche después de comer frugalmente porque mi mujer lo quiso así y me dijo, no obstante mis reiteradas protestas, que me dejaría preparado un purgante activísimo para que lo tomara al volver. Calculaba que mi regreso sería, como de ordinario, a eso de las doce de la noche.

Con el fin de olvidar los sobresaltos del día, busqué en el café la compañía de varios amigos que, casi todos, me habían visto en diferentes sitios a horas desacostumbradas y hablaban maliciosamente de ciertos incidentes en los cuales hallábase mezclado mi nombre, según pude colegir, pues no quise inquirir nada directamente ni tratar de esclarecer los puntos. Guardé bien mi secreto. Disimulé los hechos lo mejor que pude, procurando despojarlos de toda importancia. Una discusión de política nos retuvo luego hasta horas avanzadas. Eran las dos de la madrugada cuando abrí la puerta de casa, empujándola rápidamente para que chirriara lo menos posible. Todo estaba en calma, pero mi mujer, a pesar de que dormía con sueño denso y pesado, despertó a causa del ruido. Los ojos apenas entreabiertos, me preguntó entre dientes cómo me había sentado el purgante.

-¡El purgante! -exclamé-. Llego de la calle en este momento y no he visto ningún purgante! ¡Explícate, habla, despierta! ¡Eso que dices no es posible!

Se desperezó largamente.

-Sí -me dijo- es posible, puesto que lo tomaste en mi presencia... y estabas conmigo.. y...

- ... ¡Y!...

Comprendí el terrible engaño de mi alter ego. La traición de aquel íntimo amigo y compañero de toda la vida me sobrecogió de espanto, de horror, de ira. Mi mujer me vio palidecer.

-Efecto del purgante -dijo.

Aunque nadie, ni aun ella misma, había notado el delito de mi alter ego, la deshonra era irreparable y siempre vergonzosa a pesar del secreto. Las manos crispadas, erizados los cabellos, lleno de profundo estupor, salí de la alcoba en tanto que mi mujer, volviéndose de espaldas a la luz encendida, se dormía otra vez con la facilidad que da la extenuación; y fui a ahorcarme de una de las vigas del techo con una cuerda que hallé a mano. Al lado colgaba la jaula de Jesusito, el loro. Seguramente hice ruido en el momento de abandonarme como un péndulo en el aire, pues Jesusito, despertándose, esponjó las plumas de la cabeza y me gritó, como solía hacerlo:

-¡Adiós, Doctor!

Tengo razones para creer que mi alter ego, que sin duda espiaba mis movimientos desde algún escondrijo improvisado, a favor de las sombras de la noche, se apoderó en seguida de mi cadáver, lo descolgó y se introdujo dentro de él. De este modo volvió a la alcoba conyugal, donde pasó el resto de la noche ocupado en prodigar a mi viuda las más ardientes caricias. Fundo esta creencia en el hecho insólito de que mi suicidio no produjo impresión ni tuvo la menor resonancia. En mi hogar nadie pareció darse cuenta de que yo había desaparecido para siempre. No hubo duelo, ni entierro. El periódico no hizo alusión a la tragedia, ni en grandes ni en pequeños títulos. Los amigos continuaron chanceándose y dándole palmaditas en el hombro a mi alter ego, como si fuera yo mismo. Y Jesusito no ha dejado nunca de gritar:

-¡Adiós, Doctor!

Sin duda, mi alter ego desarrolló desde el principio un plan hábilmente calculado en el sentido de producir los resultados que en efecto se produjeron. Previó con precisión el modo como reaccionaría yo delante de los hechos que él se encargaría de presentarme en rápida y desconcertante sucesión. Determinó de antemano mi inquietud, mi angustia, mi desesperación; calculó exactamente la hora en que un cúmulo de extrañas circunstancias había de conducirme al suicidio. Esta hora señalaba el feliz coronamiento de su obra; y es claro que sólo un alter ego que gozaba de toda mi confianza pudo llevar a cabo esta empresa. En primer lugar, el completo conocimiento que poseía de los más recónditos resortes de mi alma le facilitó los elementos necesarios para preparar sin error el plan de inducción al suicidio inmediato. En segundo término, si logró hacerse pasar por mí mismo delante de mi mujer y de todas las personas que me conocían, fue porque estaba en el secreto de mis costumbres, ideas, modos de expresión y grados de intimidad con los demás. Sabía imitar mi voz, mis gestos, mi letra y en particular mi firma, y además conocía la combinación de mi pequeña caja fuerte. Todos mis bienes pasaron automáticamente a poder suyo, sin que las leyes, tan celosas en otros casos, intervinieran en manera alguna para evitar la iniquidad de que fui víctima. También se apoderó del crédito que había alcanzado yo después de largos años de conducta intachable y correctos procederes; y en el mismo periódico continúa publicando a diario, autorizado con su firma, que es la mía, el mismo aviso que dice:


"Participo a mis amigos y relacionados de dentro y fuera de esta ciudad que no reconozco deudas que haya contraído "otro" que no sea "yo". Hago esta advertencia para evitar inconvenientes y mixtificaciones desagradables.

Andrés Erre."

FIN


"No oyes ladrar los perros" ("El llano en llamas", 1953).





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