Carlota Pérez, la insigne venezolana de la economía
Catedrática, influyente y predicadora del impacto socioeconómico de los grandes cambios tecnológicos. La economista ha sido pionera en investigaciones fundamentales para redefinir patrones y, con ello, ser reconocida como una de las mujeres más influyentes de Latinoamérica en su área
Por Jackelin Díaz
ENTREVISTA
20 · 08 · 2020
Carlota Pérez –de labios finos, la nariz en una punta redonda, el pelo canoso, las manos como artefactos de una fuerza delicada de la experiencia–, le confiere el semblante de una mujer capaz de materializar los conceptos que se esconden bajo su mirada, serena, de ojos profundos. Se reconoce como interdisciplinaria. A veces escribe, apunta frases en cuadernos de lo que percibe, lo que le genera dudas o enciende su curiosidad. “Por no dejar, son memorias, posibles teorías”, dice.
Detallista e historiadora empedernida, como lo era su tío abuelo Francisco González Guinán, confiesa en exclusiva para El Diario, que es una analista de las cenizas de lo que no funciona, de lo ausente en las políticas públicas y aferrada a las soluciones.
Hace poco fue reconocida por la revista Forbes como una de las cinco mujeres economistas más influyentes.
El nombre de la mujer que recuerda a Tinaquillo, estado Cojedes, como el hogar de su madre, resaltaba, como una arquitecto de memoria, pero no de profesión, capaz de construir los nuevos conceptos de cómo las nuevas tecnologías pueden cambiar el mundo.
En su apellido reposan los tintes de la lucha de igualdades, un talante familiar que se remonta al abuelo de su madre, quien participó en la guerra de independencia en Venezuela. Pérez creció cerca de las avenidas anchas de Sabana Grande, en Caracas. Los textos siempre estuvieron, y la curiosidad forjada por su padre también está intacta. En su casa fueron asiduos lectores. De aquellos momentos recuerda haber leído la enciclopedia El Libro de Oro de los Niños, siendo el punto de partida.
Carlota Pérez
Es posible que esa enciclopedia haya sido, junto con la ingeniería de su padre, la fuente de su interés por la tecnología. Sus dos hermanos siguieron ese rumbo, pero Carlota decidió tomar el camino de la arquitectura siguiendo los deseos de su madre. Estudió en la ciudad de Chicago, en Estados Unidos, con Mies van der Rohe, el alemán de la Bauhaus, pionero de los edificios de vidrio y acero.
Cerca del año 1957 regresó a la Caracas llena de edificios de vidrio, una ciudad que asomaba pistas de un sutil híbrido de contrastes. Era la ciudad que coqueteaba con el verde de sus espacios, un epicentro que narraba su historia a través de un arte que no pasaba desapercibido y que Pérez recuerda bien. A esa ciudad volvió para estudiar el cuarto año en la Universidad Central de Venezuela (UCV), pero ya su curiosidad había tomado otro rumbo. Entendió que la tecnología era una fuerza muy poderosa y moldeadora de la vida en las decisiones económicas. Fue el enamoramiento con su vocación. Concluyó que todo concepto técnico era ligado con los rasgos ingenieril, cuando en verdad iba mucho más allá, tanto en profundidad como en influencia.
Fue así como dejó atrás la arquitectura y viajó a Francia. Asistió a la Facultad de Ciencias de París VII donde estudió la carrera Ciencias Sociales Interdisciplinarias. En su maleta, empacó un libro, quizás uno de los más preciados: El Origen de la Familia, la Propiedad Privada y el Estado, de Federico Engels. Le voló los tapones, dice en buen “venezolano”. El texto le habló por primera vez de las ‘fuerzas productivas’, el ‘modo de producción’ y la organización social. De eso trata su trabajo.
Y es que Carlota, desde el Reino Unido, asume su vocación como una forma de entender la vida. Ella trastea en los baúles virtuales todo lo escrito. Se sumerge en los desmanes de las políticas públicas. Es crítica de las ansias populistas e intolerante con el socialismo. En su biblioteca han de ser miles de textos, que han dado pie a la innovación y al cambio de pensamiento pues, afirma con convicción que, las teorías solo tienen valor cuando ayudan a mejorar la práctica.
—Quisiera que me relatara de dónde proviene su familia. ¿Proviene de una familia de emigrantes o sus padres nacieron en Venezuela?
Francisco González Guinán. |
—Soy venezolanísima. Mamá nació en Tinaquillo de familia llanera. Su abuelo luchó en la guerra de independencia y su tío abuelo fue el historiador Francisco González Guinán. Papá nació en Valencia, nieto de Francisco de Sales Pérez, el escritor costumbrista. Yo nací en Caracas cuando papá, graduado de ingeniero civil, se mudó para trabajar en el Ministerio de Obras Públicas.
Francisco de Sales Pérez. |
—¿A qué se dedicaba su madre y su padre? ¿Cómo inició su interés por la economía y la innovación?
—Mamá, Carlota Arenas, fue primero fotógrafa y luego pintora. Murió suavemente el año pasado a los 101 años. Papá, como dije antes, era ingeniero. Mis hermanos siguieron ese rumbo, Henrique y Graciela ingenieros civiles como él y Simón ingeniero mecánico. De mí se esperaba también que lo fuera, era lo ‘normal’. Estudié cuarto año en la UCV, pero ya mi curiosidad había tomado otro rumbo. Entendí que la tecnología era una fuerza muy poderosa moldeadora de la vida, la producción y las decisiones económicas. Me fascinó el tema y llegué a la conclusión de que no se entendía, que todo lo técnico se veía como una cosa ingenieril, cuando en verdad iba muchísimo más allá, tanto en profundidad como en influencia.
Llegué a Francia para estudiar Ciencias Sociales Interdisciplinarias (hablo en pasado porque desapareció y solo sobrevivió como postgrado). Era 50% economía y el resto iba de psicología a historia, pasando por geografía, sociología y hasta programación. Desde entonces hasta hoy, mi vida se ha centrado en entender el poder de la tecnología, el modo cómo evoluciona y la forma cómo la sociedad la moldea.
—¿Cómo recuerda su hogar en Caracas? ¿Cómo era esa ciudad?
—Durante mi infancia en los años cuarenta, vivíamos en Sabana Grande, para entonces una parroquia en las orillas de Caracas. Íbamos al Parque Los Caobos como a un precioso edén donde montar bicicleta, patinar y jugar. A Los Chorros se iba ‘a temperar’, era todo un viaje. Todavía había tranvías en la ciudad y montar en ellos era toda una aventura. Pero al colegio, el Instituto Escuela en La Florida, íbamos a pié, mi tía abuela y yo, mientras ella usaba los nombres y números de las casas para enseñarme a leer, sumar y restar.
Fue un tiempo de mucha paz y seguridad, aunque, claro, hubo la turbulencia política, el golpe del 45 contra Medina, el golpe del 48 contra Gallegos, el asesinato de Delgado Chalbaud. Pero todos esos grandes eventos solo creaban zozobra entre los adultos, mis cuatro hermanos y yo (la mayor) seguíamos ocupados con la escuela y nuestros juegos. Esperábamos los domingos, cuando venían los tíos y los primos y llegaban los ‘muñequitos’ en colores de El Nacional y El Universal, con Superman, el pato Donald y Popeye el marino. Ese tranquilo mundo caraqueño infantil se rompió a mis once años cuando mis padres se divorciaron y mamá decidió irse a Argentina donde el dinero alcanzaría para ella, sus cinco hijos, su hermana gemela y la Tía Cocó.
El viaje en barco es inolvidable, así como aquella ciudad tan cosmopolita con grandes edificios de piedra y anchísimas avenidas. Nos regresamos a los seis meses, cuando murió Evita Perón y, dejando a mis hermanos con las tías, nos fuimos mamá, mi hermana y yo a Nueva York. Entonces conocí la gran ciudad, descubrí que la nieve no caía como en copos de algodón sino como una basurita blanca. ¡Gran decepción! y comencé por tercera vez el primer año de bachillerato, ahora aprendiendo inglés. Ya no volví a Caracas, sino por seis meses a los quince años, una visita a los 18 y luego de regreso, ya casada, a los veinte.
Había caído Perez Jiménez y empezaba el experimento democrático, pero ya Fidel gobernaba en Cuba y empezaban a cundir en Venezuela las ideas revolucionarias. El pionero edificio Polar estaba ahora acompañado de muchos más como él, la ciudad se había expandido enormemente incluyendo Los Chorros y Petare; las autopistas eran impresionantes y el tráfico era ya un problema. Caracas había cambiado de personalidad.
TTorre Polar I. Fotografía de Diego Urdaneta. |
—¿Cuál fue el primer libro que leyó? ¿Y cuál fue el primer libro que despertó su interés por la tecnología?
—En mi casa se leía constantemente; papá era un ávido lector y nos enseñó el valor de los libros. Así como de Dostoievski y Cervantes, era fanático de Agatha Christie y cuando leyó todo lo que ella escribió, no aguantaba lo malos que eran los otros libros de detectives. Decidió entonces leer el final y divertirse viendo cómo el autor daba pistas y escondía al asesino. Era típico de él; fue campeón de ajedrez y llegó a jugar diez simultáneas y una a ciegas ante la orgullosa mirada de mamá.
Le gustaban los retos. Por eso en la casa jugábamos con frecuencia, no solo ajedrez sino también damas chinas, damas clásicas y todo tipo de acertijos y rompecabezas. Lo único que recuerdo haber leído en esa época fue Canaima (aunque no entendía nada, seguía y seguía) y una enciclopedia que se llamaba El Libro de Oro de los Niños. Era maravillosa.
—¿Qué edad tenía cuando empezó la carrera en Francia y quiénes fueron sus pilares a seguir durante sus estudios?
—Llegué a París a los 31 años de edad, con grandes ganas de entender por qué el socialismo era un fracaso, lleno de corrupción y autoritarismo, así como de desigualdad. Después que los tanques soviéticos aplastaron la primavera de Praga, que lo único que hacía era proponer un socialismo humano y de avanzada libre de burocracias incompetentes y corruptas, la decepción era enorme. También sabíamos de la llamada Revolución Cultural china, rechazando y humillando a los científicos e intelectuales sin quienes no se podía avanzar.
Las noticias sobre la burocracia soviética se sumaban al desengaño. Todo el que había estado observaba la corrupción en las altas esferas y la pequeña corrupción cotidiana, como el bachaqueo en Venezuela; hablaban también de desigualdad y pobreza, represión y desaliento. Mi decepción fue enorme. El socialismo no era un sueño, sino una pesadilla. Concluí que eso no era más que un capitalismo de Estado, donde los beneficiarios eran los cleptócratas civil-militares en el poder.
Hasta donde yo supiera, las tecnologías que estaban usando los soviéticos eran iguales o menos avanzadas que las de Occidente ¿Con qué cara podían decir que tenían una sociedad superior si, según su teoría, las fuerzas productivas y el modo de producción eran la base para su organización? Mi meta en París era entender ese problema. Tuve la suerte de encontrarme con el programa interdisciplinario y de tener como profesor a Benjamín Coriat, haciendo su PhD sobre el taylorismo, el fordismo y la producción en masa.
Es decir, me encontré con otro fanático de la tecnología y su impacto social. ¡Pura suerte! Para complemento, quedaba todavía en París el sabor de los sucesos del ’68, era una época de discusiones interminables sobre el maoísmo, el trotskismo, el ‘hippismo’ y tantas otras formas de rebelión y de sueños utópicos. Además de tener que aprender francés a toda carrera, me embebí en un libro tras otro descubriendo las muchas teorías sociológicas, psicológicas y económicas que tocaban con mi tema. Era emocionante y yo no podía comprender cómo mis condiscípulos, todos al menos diez años menores, perdían el tiempo en los cafés y estudiando poco, cuando había un universo de conocimientos por descubrir.
Entre las cosas que hice fue estudiar Grecia Antigua con la idea de ver si dos sociedades tan distintas como Atenas y Esparta usaban la misma tecnología. En efecto… ¡así era! Es más, descubrí que había seis otros modelos sociales en el Mediterráneo, en la misma época y con variantes de las mismas técnicas. Ya con eso consideré comprobada mi hipótesis. Ahora la cuestión era seguir adelante y seguir profundizando. Todavía lo estoy haciendo.
—¿Y cuándo y cómo llegó a su teoría actual?
—Regresando graduada de París entré a trabajar en el posgrado de Hidrocarburos de la Universidad Central. Allí me asignaron la tarea de identificar las causas estructurales de la crisis energética. Era el año 1975 y la aceptación por los Estados Unidos del salto en los precios del petróleo resultaba inexplicable. Allí descubrí lo que ahora sabemos todos: que las tecnologías predominantes estaban basadas en materiales energo-intensivos (aluminio, acero y cobre) o en petroquímicos (los plásticos, desde las fibras textiles hasta casi todos los empaques, innumerables objetos, artefactos y materiales de construcción). También descubrí que los precios del petróleo se mantenían en descenso, mientras los precios de todo lo demás se cuadruplicaban con la inflación. El petróleo barato era la clave del éxito económico de la posguerra. Pero a ese precio ya no quedaban reservas en el mundo.
Ya con esa explicación entendí que tenían que cambiar las tecnologías para ahorrar energía; eso impactaría a Venezuela ¿pero cómo? Para contestar esa pregunta me ofrecieron un trabajo en el Instituto de Comercio Exterior. Allí descubrí, en un largo reportaje de Business Week, las promesas de la microelectrónica barata. ¡Se me prendió el bombillo! Eso era lo que iba a reemplazar al petróleo como guía para la innovación. Había vislumbrado la revolución informática en 1978. De allí en adelante todo avanzó como en un torbellino. El ICE me apoyó para conseguir una beca de Conicit para hacer un posgrado. Me fui a California. Allí descubrí a Schumpeter y allí escribí la primera versión de mi teoría que luego se publicó en World Development.
Pero yo seguía en el empeño de ayudar al país a enfrentar ese cambio enorme que se avecinaba. Propuse montar una Dirección de Desarrollo Tecnológico en el Ministerio de Fomento y desde allí trabajé para tratar de salvar a nuestras industrias del tsunami tecnológico que amenazaba con barrerlas. No era fácil convencer a los políticos. Decidí invitar a los grandes especialistas de la innovación, el director y varios investigadores de SPRU en la Universidad de Sussex. De allí, sin que fuera ese mi plan, salió una invitación para presentar mi teoría en una conferencia en Londres. Eso hizo que me invitaran a pasar un año trabajando con ellos y desarrollando mi teoría.
Me convertí de funcionario público en académica, casi sin darme cuenta. Tuve la suerte de poder trabajar con Christopher Freeman. Mi libro Revoluciones Tecnológicas y Capital Financiero, publicado en el 2002, hizo que me invitaran a Cambridge por dos años. Más tarde me invitaron por tres años como ‘Centennial Professor’ en el London School of Economics y ahora trabajo en el Instituto para la Innovación y el Propósito Público (IIPP) en Londres, en UCL, con Mariana Mazzucato (otra de las mencionadas en el reciente artículo de Forbes).
Mariana Mazzucato. Imagen tomada de Wikipedia. |
En algún sentido, se puede decir que dí la vuelta completa. El IIPP es un centro académico dedicado a modernizar las políticas públicas. Ahora estoy en el lugar más adecuado para mí. Las teorías solo tienen valor cuando ayudan a mejorar la práctica.
—Su especial campo de interés han sido las revoluciones tecnológicas y las grandes oleadas de cambio. ¿Por qué y qué significa la época dorada para usted?
—Son los períodos cuando el capitalismo logra cumplir sus promesas para capas crecientes de la población. Cada una de las revoluciones anteriores, desde la Revolución Industrial en Inglaterra, ha pasado por dos períodos muy distintos. En las primeras décadas se da la llamada ‘destrucción creadora’, es decir, la batalla de lo nuevo contra lo viejo, el reemplazo de las viejas tecnologías por las nuevas. Eso implica nuevas industrias, pero también mucha pérdida de empleos y de conocimientos obsoletos; también favorece unas regiones nuevas que avanzan y otras atrasadas que declinan.
Es lo que ha pasado en EE UU con las zonas productoras de carbón, hierro y acero y de productos ensamblados, en contraste con los avances de Silicon Valley. Ese primer período crea millonarios fáciles y mucha desigualdad y termina con el colapso de grandes burbujas financieras dejando un rastro de abandono y desempleo atrás. Eso es un terreno fértil para líderes mesiánicos y partidos populistas que ofrecen maravillas que no pueden cumplir. Fueron Hitler y Stalin en los años treinta y los muchos líderes extremistas de izquierda y de derecha que han aparecido en un país tras otro con la quinta revolución actual.
Pero después de esa especie de intervalo recesivo de confusión política se han dado regularmente las épocas doradas. Fue el gran salto inglés en la primera revolución, el boom victoriano en la segunda, la belle époque en la tercera y el boom de la posguerra en la cuarta. Esta última elevó a las capas obreras a niveles de vida de clase media. Fue una época dorada para los países avanzados de Occidente.
—En un artículo de su autoría para Financial Times menciona que “el capitalismo solo es legítimo cuando las ganancias obtenidas por algunos benefician a las mayorías”. ¿Cómo lograrlo en la práctica? ¿Se puede lograr un capitalismo para beneficio de todos sin intervención del Estado?
—Así es. Las épocas doradas son precisamente los períodos en los cuales se cumple parcialmente esa promesa del capitalismo. Son épocas ganar-ganar entre el mundo de los negocios y la sociedad, pero requieren políticas claras en esa dirección. El mercado no logra de por sí la armonía requerida para una época de bonanza para todos. Eso sólo se logra cuando el Estado marca el rumbo con un conjunto de medidas que contribuyen a crear sinergias en direcciones comunes, en parte sobre la base de crear las condiciones para una demanda suficiente y dinámica. En la posguerra, la suburbanización y la Guerra Fría crearon esa demanda y orientaron la innovación y la inversión.
Hoy tenemos por delante la posibilidad de una época dorada de la revolución informática que estaría caracterizada por el crecimiento sostenible, digital y global. Con las tecnologías actuales es posible lograr prosperidad creciente a todo lo largo y ancho del planeta, en un modelo de suma positiva no solo entre los negocios y la sociedad, sino también entre países avanzados, emergentes y en desarrollo y entre la humanidad y el ambiente.
Pero los políticos de centro siguen empeñados en sacar al Estado del juego, mientras que los populistas crean todo tipo de problemas nuevos, ofreciendo infructuosamente resolver los viejos.
Tengo la esperanza de que los socialdemócratas del mundo salgan de la impotencia y la austeridad, que vean la destrucción resultante de la pandemia como el equivalente de la Segunda Guerra Mundial y se decidan a montar las instituciones y normas necesarias para una economía social y ambientalmente sustentable.
—Como mujer e investigadora, ¿siente que está transformando el mundo en la rama de la economía y cuáles son los objetivos que se ha planteado a largo plazo?
—Me encantaría contribuir a transformar el mundo para mejorar la vida de la gente. Pienso que a las ideas les llega su hora y creo que ese es el caso con algunas de las mías. Cuando escribí mi libro en el año 2000 pensé que el colapso del NASDAQ llevaría a desplegar las tecnologías de la información en favor de las mayorías. Pero salvaron a los bancos y no a la gente. Luego pensé que la crisis inmobiliaria de 2007 y la contracción del crédito en 2008 despertarían a los políticos; pero de nuevo salvaron a los bancos y no a los deudores. Muchos y muchas estamos ahora proponiendo una salida renovadora a la destrucción producida por la pandemia.
La crisis ha revelado los muchos males que se han venido acumulando. Cuento con que esta vez, como decimos en Venezuela, ‘a la tercera va la vencida’ y el mundo entrará en una época dorada de crecimiento digital, verde, saludable y global. Y sueño con que Venezuela logre también abrirse a un mejor futuro.
Tomado de El Diario.
No hay comentarios:
Publicar un comentario