La estrategia de Leviatán
25 de marzo de 2012.
Al dibujar al Estado como una perversa bestia de los mares,
feroz e implacable, Hobbes no exageraba. Si nuestra especie ha debido
valerse de su cruento poder, ha sido por una necesidad extrema: limitar
los excesos que nosotros mismos, lobos humanos, cometemos unos contra
otros. Pero ese monstruo necesita, a su vez, de ataduras que moderen sus
tentaciones asesinas y lo tornen predecible: las leyes. Al Estado
tendríamos que verlo, pues, como a una ballena hambrienta y sanguinaria
que, bien encausada por medio de estas redes y arpones, nos protege de
nuestros lados más oscuros.
Los gobernantes
democráticos, por ello, han de ser particularmente cuidadosos a la hora
de montar al monstruo y conducir su andadura: si, en vez de domarlo, el
jinete libera sus instintos, éste puede regresar a su estado salvaje y
destruir todo lo que halla a su paso. No se equivoca Giorgio Agamben al
señalar que el "estado de excepción" es el mayor atentando a la
legalidad que puede concebirse en nuestro tiempo. Al suspender o reducir
los derechos individuales -al consentir que el Leviatán se desboque-,
aduciendo excusas siempre a la mano, los ciudadanos quedan desprotegidos
o, peor aún, amenazados por ese terrible guardián que en teoría debía
cuidar de ellos.
Lo peor es que este "estado de
excepción" no necesita ser declarado públicamente: basta con que el
gobernante aduzca una condición de emergencia -una amenaza inminente por
parte de terroristas o narcotraficantes, por ejemplo-, para que los
distintos órganos del Estado, y en especial sus fuerzas de seguridad,
encuentren una justificación ideal a sus abusos. Así ha ocurrido en los
Estados Unidos de Bush y, tristemente, también en los de Obama: para el
primero, la amenaza islamista hizo válida la guerra preventiva y, para
el segundo, los asesinatos extrajudiciales de supuestos terroristas,
incluidos los ciudadanos de aquel país.
Una de las
consecuencias más perversas de la "guerra contra el narco" (aunque ahora
el gobierno procure ya no emplear este nombre) es que de manera
subterránea, nunca explícita, ha terminado por alentar la violación de
la ley por parte de los cuerpos de seguridad en aras de proteger un
engañoso bien superior: la integridad de la República, la seguridad de
los ciudadanos, los derechos de las víctimas. Al convertir al país en
campo de batalla y al dividir a los ciudadanos en buenos y malos
-el ejército y la policía, de un lado; los narcos, del otro-, se generó
un escenario propicio para la violación sistemática de derechos
humanos, incubada de por sí desde hace años en nuestro imperfecto estado
de Derecho.
El caso de Florence Cassez aparece, en este escenario, no como una excepción sino como un síntoma.
La creación de un ambiente de zozobra y miedo, sumado a unas fuerzas de
seguridad que buscan a toda costa demostrar su aciertos, fue el caldo
de cultivo que impulsó a las autoridades -repito: a las autoridades-
a violar las más elementales garantías de defensa con el objetivo de
mostrarse como eficaces instrumentos de esa ley que en el fondo tanto
desprecian.
Lo peor es que no parece tratarse de un hecho
aislado, sino de un ejercicio sistemático por parte de los encargados de
la administración de justicia en nuestro país. Más allá de la
culpabilidad o inocencia de los detenidos, lo intolerable aquí es el
arrogante ejercicio del poder que permite suplantar la realidad de un
arresto con un simulacro para el consumo exclusivo de los medios. Esta
estrategia -la estrategia de Leviatán- resulta tan monstruosa que llama
la atención la desfachatez con que el gobierno ha querido minimizarla.
Aun
si Florence Cassez fuese culpable -aunque, como señaló Héctor de Mauleón tras revisar el expediente, el propio montaje impide discernirlo
con certeza-, no sólo resulta engañoso, sino vil, apelar a los
derechos de las víctimas para justificar esta brutal operación del
Estado. Una operación que, insisto, parece formar parte de una
estrategia general de combate a la delincuencia organizada. Por eso
irrita tanto que inflamados voceros de las víctimas aplaudan la condena a
la francesa: no se dan cuenta de que, al hacerlo, en realidad celebran
el virtual estado de excepción que prevalece por culpa de la "guerra".
Lo
mismo puede decirse a partir del informe presentado por el capítulo
mexicano de Article 19 hace unos días: el que la mayor parte de los
ataques sufridos por los periodistas en nuestro país sean cometidos por
distintas autoridades es una prueba más de que las fauces del
Monstruo permanecen abiertas. Bastante malo es que haya corrupción,
tortura y malas prácticas en nuestro sistema de justicia, pero que éstas
se justifiquen a media voz, como males necesarios en la lucha contra el
crimen, supone uno de los mayores actos de degradación moral que una
sociedad puede permitirse.
Publicado el 25/3/2012
Volpi, en la Feria del Libro de París, 2010. Fotografía de Georges Seguin. Imagen tomada de Wikipedia. |
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